HAZ LO CORRECTO
Por:
Javier Barrera Lugo
Los
pecados escriben la historia, el bien es silencioso.
Johann
Wolfgang Von Goethe
Los humanos tenemos la capacidad de
demostrarnos en los momentos menos pensados de qué estamos hechos, de echar a
la basura las voces que invitan a despedazar lo que nos importa, de cumplir lo que,
en circunstancias duras o llenas de placer, prometemos; de hacer lo que debemos.
La vida y sus escenarios son batallas que se pelean a diario y las decisiones
que se tomen, buenas o malas, hacen la diferencia. Hombres nobles son aquellos
que se sacrifican en pos de la felicidad de los otros, sobre todo si son sus
hijos. El siguiente relato describe sobre la honestidad de un gran padre, un
gran tipo…
Al padre le gusta jugar tejo los fines de semana, tomarse sus cervezas,
charlar con colegas de oficio sobre la cotidianidad de las obras de
construcción donde trabajan de sol a sol poniéndole color a las paredes de unas
casas donde personas como ellos sueñan el futuro. Tanta es su afición al
deporte nacional, que patrocina un equipo en su barrio del cual es capitán y el
mejor jugador. La camiseta que los identifica es blanca, ribetes negros
contrastan el cuello y las mangas. “Decoraciones
xxxx” se llama la escuadra que posee un récord de imbatibilidad en
campeonatos del sector. Más de una docena de trofeos engalanan la sala de su
casa: copas, bandejas, pequeños jugadores de estaño empotrados en tablillas de
madera y detenidos en el tiempo a punto de lanzar el disco de metal que hará
explotar mechas imaginarias, hacen parte de la colección de laureles con los
que sus cuatro hijos de entre 5 y 10 años juegan a cualquier cosa, sobre todo,
a destruirlos de a poco. Son niños obstinados y bastante fastidiosos, si se me
pregunta.
El padre tiene 37 años, mediana estatura, bigotes y cabello mostrando
las primeras canas. Fuma mucho. Preocupado por cómo este vicio lo afecta,
decide comprarse una bicicleta de carreras para entrenar y mejorar su estado
físico. Aprovecha cualquier rato libre para salir a pedalear. A las canchas de
tejo llega en bicicleta y se devuelve a la casa, algo entonado, en bicicleta. Va
a las ferreterías a comprar pintura para las obras, imaginándose una etapa de
la Vuelta a Colombia en la que se pelea la punta de una etapa eterna con Ramón
Hoyos, “Pajarito” Buitrago, Alfonso Flórez y Rafael Antonio Niño, ciclistas
colombianos con chapa de héroes. Su afición guarda respeto a estos hombres de
metal y corazón henchido, porque también él se considera un luchador.
Es poco dado a atesorar bienes superfluos, salvo su bicicleta. Ama aquel
armazón de metal y caucho; la limpia cada vez que puede, compra aditivos
especiales para engrasarla, monta, desmonta, vuelve a montar, piñones y platos
como los ingenieros soviéticos lo hacían con las piezas de sus cohetes
espaciales. El universo de sus fantasías, las pocas que se permite y le permite
su realidad, giran en torno a la sencilla máquina roja cromada. El resto del
tiempo aparecen obstáculos por superar y superados, como es obvio, con mucho
trabajo y sacrificio silencioso.
El 24 de diciembre de 1.984, el padre es de nuevo puesto a prueba por la
vida. Completa meses sin trabajar, su mente, lo que queda de esperanzas, están
cansadas. Gracias a las medidas tomadas por dirigentes ineptos, políticos
ladrones (es redundancia, lo sé), la usura de los banqueros internacionales y
locales, el país enfrenta una cruda recesión. Los sectores productivos no
cuentan con fuentes de financiación que revitalicen su vapuleada necesidad de capital
de trabajo. El de la construcción, mayor empleador de la ciudad, es el gremio que
más siente el frenó económico. Los clientes del padre se quedan, al igual que
él, con los brazos cruzados viendo como el humo cubre las salidas. Llegan las
verdes tras un período de maduras que el padre aprovechó para comprar y adecuar
la casa familiar y guardar un remanente para emergencias; pero la crisis es
profunda y los ahorros se acaban.
La costumbre colombiana de beber todos los santos días del último mes
del año mientras se juega tejo debe esperar. No hay con qué patrocinar el
equipo victorioso esta vez. Canastas llenas de cerveza se dejan en las neveras,
la prioridad es que la esposa y los hijos coman bien. “Un “chino” con hambre no
estudia, se enferma,” le dice a los “amigos,” que le increpan la negativa a
invitar unas agrias para evadir la puta realidad.
El padre no les hace caso. Tiene su bicicleta para salir a rodar las
calles destartaladas de la ciudad y desahogar la impotencia de no poder
trabajar teniendo salud y ganas. Por dignidad desperdicia su talento, su tiempo
valioso, pasando cotizaciones de obra que, a la larga, sabe no le van a
aprobar, “hay que intentarlo,” se repite buscando apalear la ansiedad. Sólo el biciclo lo escucha llorar (los hombres
de su generación no lloran jamás y menos en público), ayuda a esquivar por
instantes la presión de ser “la cabeza del hogar,” como lo considera la esposa.
Todo el mundo se prepara para celebrar nochebuena. Es época triste para
la comunidad trabajadora del barrio, poca plata, caras largas, regalos que el
niño Dios no entregará por más bien que se hayan portado quienes le escribieron
la carta de pedido. Los hijos sueñan con una pista de carros y un balón para
los tres; una bebé de plástico con pelo rubio de nailon es anhelo para la más
chiquita de la casa. En su inocencia lo dicen fuerte, como dando órdenes, hacen
planes, recrean partidos en los que el “Nano” Prince, Falcioni y Gottardi, juegan
a su lado un campeonato del mundo donde son figuras por añadidura y hasta la
muñeca que orina “si le das agüita con el tetero,” levanta la copa FIFA.
El padre los escucha y se llena de dolor, de ira por lo injusto de la
situación. No hay con qué comprar nada. Quiere explotar de una buena vez; sabe también
que no debe hacerlo, esas son las reglas de la vida y sus niños no tienen por
qué pagar las consecuencias. La esposa observa silente y con los ojos
encharcados. Conmovida, le dice que salga y se tome unas cervezas con los
vecinos que desde temprano acaban con el acopio de la cantina. A regañadientes
le hace caso, toma la bicicleta, se va.
Pasan unas horas. El padre entra con sigilo, le pide a la esposa que
aleje a sus curiosos hijos de la puerta y así lo hace. Entra como una
exhalación y se encierra junto con ella en el cuarto matrimonial. Demoran varios
minutos y como si nada hubiese pasado, salen a cocinar el ajiaco con el que se
celebrará el nacimiento del Cristo que tanto se añora. La mujer sonríe. De los
niños, sólo el mayor se da cuenta que algo inusual sucedió, pero calla; con
diez años entiende que todo terminará por saberse y es mejor no tantear los
secretos de papá y mamá.
La media noche llega con su carga emotiva. Siguiendo su costumbre, la
esposa llora recordando a los familiares que ya no están, mientras abraza con
fuerzas a sus “pollos,” que brinconean de lado a lado como voladores sin palo. El
padre toma el teléfono anaranjado y llama a su hermana, quien tras la
felicitación de rigor le pasa a Josefa, su mamá, y la viejita, tras un corto
saludo, traslada la comunicación a su cuñado que tiene fama de hablar mucho de
nada en particular. Todo es paz, respeto, la comprobación de que no se necesita
mucho para sentir alegría.
Los niños reciben regalos que no tienen forma de balón, de muñeca de
pilas u óvalo de carreras. Son pequeños, se doblan apenas los toman. Rompen el
envoltorio y se encuentran con camiseta tipo polo y pantaloneta para cada uno. El
niño Dios estuvo “escaso”, pero no los olvido, ese es el aliciente; muchos de
sus amiguitos ni cena tenían esa noche. El padre los observa y se nota que los
ama; se los demuestra, no se los dice (la maldita masculinidad actuando de
nuevo), asume que lo saben o lo sabrán algún día, a lo mejor cuando sean tipos
de casi cuarenta años como él.
Al día siguiente el padre se despierta y lleva a los niños a un parque
donde no se ven muchos carritos, patines o balones nuevos. Los hijos, unos privilegiados
en medio de la tormenta, estrenan ropa y juegan hasta el cansancio. Nuevamente
en la casa, el hijo mayor se da cuenta que la bicicleta del padre no está,
tampoco la herramienta para acicalarla, mucho menos los neumáticos de repuesto
y a su viejo eso parece no molestarle, pese a que esa máquina es su tesoro.
Intenta preguntar, pero se queda callado otra vez al entender que las
pantalonetas y camisetas tipo polo no las regalan “peladitos” rubios, crespos, vestidos
con túnica rosada que nacieron en Belén de Judá, ni un gordo noruego vestido de
rojo, sino un hombre bueno que al hablar con su yo interior sobre si beber para
olvidar o hacer felices a cuatro culicagados muy cansones y una esposa
frenética, se dijo: Haz lo correcto.
HERMOSA HISTORIA.
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