11
DE SEPTIEMBRE: UNA FIESTA MACABRA
Por: Javier Barrera Lugo
“… pero el hombre de la paz
era tan sólo un pueblo
y tenía en sus manos un fusil y un mandato
y eran necesarios más tanques más rencores
más bombas más aviones más oprobios
porque el hombre de la paz era una fortaleza”.
y tenía en sus manos un fusil y un mandato
y eran necesarios más tanques más rencores
más bombas más aviones más oprobios
porque el hombre de la paz era una fortaleza”.
ALLENDE-Mario Benedetti-
Estruendos
repetidos como cuervos en una pesadilla llenaron de histeria los pasillos de La
Moneda, casa de los gobernantes de Chile. Cargas de metralla, tiros a diestra y
siniestra, gritos de muerte y amenaza se colaron por los rincones haciendo del sencillo ejercicio de pensar una
tarea digna de titanes. Allende, el Presidente Salvador Allende Gossens, resolvió
dejar por un momento su AK-47 sobre el escritorio de madera. Sacó del bolsillo
izquierdo de su pantalón uno de los pañuelos que Hortensia le regaló para su
cumpleaños. Como abnegado escolar limpió los lentes de carey que siempre acompañaron sus cuitas
más profundas y se abstrajo un momento de los hechos que lo tenían como
protagonista obligado de una fiesta macabra. La decisión que debía tomar era la
más importante de su mandato, la más jodida de su vida, necesitaba observar
detalles mínimos para sustentar el desenlace. Sus hombres de confianza,
miembros del GAP (Grupo de Amigos Personales, su escolta), una docena de
carabineros leales y algunos colaboradores de la casa, mantuvieron a raya a los tres centenares de elementos del
ejército, que enviados por Pinochet y sus secuaces, cumplían la orden de destrozar la opinión del
pueblo desde sus cimientos. El 11 de septiembre de 1.973, la glorificación de
la subversión democrática, la fiesta de los esclavos, llegaba a su fin.
El no, dado por el Presidente Constitucional
fue radical. Sus planes jamás incluyeron claudicar ante una junta militar
conformada por los más grandes Judas en la historia del continente, tipos que
mordieron no sólo la mano del hombre que los alimentó sino la dignidad de todo
un pueblo seducido por la visión de justicia. Infames, juraron lealtad al líder
horas antes de perpetrar una masacre que le quitó la voz y las manos al futuro.
El pueblo le entregó a Salvador
Guillermo, a través de las urnas, la custodia de las leyes para hacerlas
cumplir. El sentir y quimeras comunes eran un mandato imposible de negociar,
menos con una camarilla de rufianes. De inmediato, los conspiradores decidieron
enviar aviones de combate Hawker Hunters para bombardear La Moneda. La
explosión del primer cohete sura dejó aturdidos a quienes defendían la
democracia. Marcelo, Víctor, Máximo y
Alfredo, recogieron del piso a Allende y lo trasladaron hasta su despacho. “¡Todo
bien! ¡Todo bien! El hombre tiene rasguños. Nada importante”, le informaron al
resto de la guardia pretoriana del imperio de los trabajadores. El viejo Presidente
tomó el Kaláshnikov y lo terció sobre
su hombro derecho.
Cerraron la puerta de la oficina contigua y de inmediato se tomaron
decisiones. Freire consiguió comunicación con Radio Magallanes, la única emisora
que no había sido usurpada o destruida
por los militares golpistas. A las 10:15 de la mañana Allende, el médico que
quiso extirparle a Chile la enfermedad de la desigualdad, se dirigió por última
vez al pueblo. Le recordó a cada uno de los ciudadanos que su lucha era por los
derechos, por la igualdad de las personas, que se venían días duros, que
resistieran, pero no se hicieran matar en vano, los mártires no reconstruyen
las sociedades.
Lágrimas cubrieron los rostros de cada uno de
los camaradas de sitio. Allende, al sentir el gemido de las balas sobre su
cabeza, decidió cubrirse en el envés de una columna. No era un hombre de guerra
tácita, la suya fue una confrontación de ideas desde que era niño. Ahí,
resguardado tras una mole de piedra se acordó de lo que le dijo el Che,
Ernestito Guevara, la primera vez que hablaron cuando coincidieron en un
encuentro de izquierdistas en Uruguay, uno como héroe universal de la rebeldía,
el otro, como insigne Senador de una patria inconforme. Aquellas palabras en
ese instante brumoso de agonía le dolieron por ciertas:
"No
confíes en los militares jamás. Puede ser General el que te prometa lealtad,
pero ellos están acostumbrados a recibir órdenes, a acatar y ya. Tú, más que
nadie, sabes a quién le hacen caso. Eres una exquisita rareza que nunca
entenderán. Cuídate o ármate, amigo mío, las revoluciones no se mantienen con
clavelitos y puños cerrados solamente."
-Si
tú también eres militar, Ernestito. Cómo me vas a decir eso-respondió sonriente
Salvador.
-No
soy militar, Senador. Soy médico e insurrecto. Militar nunca.
Los hombres que detenían la contraofensiva
enemiga empezaron a caer como moscas. El humo generado por el incendio que
desató el bombardeo nubló los pensamientos del grupo. Allende decidió quitarle
el seguro al fusil y defender lo poco que quedaba de institucionalidad.
Reinaldo y París se apostaron en las ventanas y no dejaron de disparar, Mauricio,
Carlos y Miguel contaron las granadas que quedaron y las distribuyeron entre
los miembros del GAP. Julio y Mauricio no se despegaron del Presidente.
“Tenemos un atisbo de moral. El pueblo no abandona a sus líderes. El pueblo
reconoce al enemigo. Estamos con usted Allende”, dijo en tono heroico París,
quien tenía una herida superficial en el antebrazo izquierdo. Esas frases fueron
el impulso vital que los hizo retomar la
lucha con ahínco.
A las 14:20, los insurrectos entraron a La Moneda. Allende
tomó el casco verde oliva que se puso desde el inicio del motín y salió de la
oficina dispuesto a todo. Las balas llenaron los corredores, todo eran chillidos
y desesperación de lado y lado. Los miembros del GAP cayeron uno a uno, con
honor, protegiendo al alfa como lo juraron. Salvador, “el pije”, “pollo fino”, el hombre que el pueblo eligió para
garantizarse respeto, prefirió la honradez de la muerte al abyecto tratamiento
de prisionero que le querían endilgar sus antagonistas, la figura
ejemplarizante para una sociedad
sometida por las armas. Se suicidó en uno de los zaguanes de una casa que
empezaban a llenar las sombras. Silencio total. La Unidad Popular, el Chile de carne y hueso,
partido conformado por todas las facciones de izquierda, perdía al hombre que
por primera vez en la historia del hemisferio occidental ganaba unas elecciones
representando al socialismo sin otra denominación, a las fantasías de los
oprimidos, a quienes por centavos se quemaban los pulmones en los socavones de
las minas de cobre y las salitreras, a los hambrientos de los tugurios que exigían
un futuro distinto para sus hijos.
“Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente
muerto”, fue el parte de victoria de las bestias. Víctor Jara, el hombre al que
Vicentico y los fabulosos Cadillacs le
piden que resista en la canción
“Matador”, también cayó un par de días después, víctima del ímpetu vehemente asumido
por la tropa. Millares de chilenos fueron torturados, desaparecidos o tuvieron
que exiliarse. El Estadio Nacional de Santiago se volvió por semanas, el campo
de detención y exterminio a cielo abierto más grande en la historia de América.
La desdicha se perpetuó, los abusos se hicieron norma. Sombras, siempre sombras
en un lugar donde los pájaros azules alguna vez llenaron los desiertos con su
vuelo enloquecido.
Desde Atacama, Antofagasta, Maule, Biobío,
La Araucana, desde cada punto brioso del país, a través de las células
vegetales de una nación apuñalada por una recua de hijos cegados por la
codicia, la memoria de los seres se detuvo. Dragones inundaron con fuego las venas de una tierra anegada por la sangre
inocente. Bailaron alrededor de las hogueras espectros amordazados y sin lengua,
también las almas de quienes esperanzados supieron que las tragedias jamás son
para siempre. De a poco la historia se encargó de limpiarle la cara a la vida. Cientos
de purgas se llevaron a cabo, pero el bacilo de la emancipación se mantuvo
incólume en los cerebros libres de niebla. Primavera tras primavera, las voces
decidieron hacerse fuertes, las calles se llenaron de arengas, se le mostró al dictador
que los brazos estaban sanos para
pelear.
Los traidores recibieron su merecido.
Pinochet, lunático y mediocre, terminó pidiendo clemencia desde su silla de
ruedas, todos los pusilánimes hacen lo mismo al final del camino, están
acostumbrados a arrodillarse. Chile floreció otra vez, la melodía se impuso de
nuevo al silencio, las fotos de Allende, escondidas tras las puertas, volvieron
a ocupar lugares de privilegio en las casas de los que nunca olvidaron al
gestor de una revolución parida en las urnas, nunca en las trincheras. La
verdad salió a flote, los culpables siguen pagando, escondiéndose, nada bajo el
sol puede estar oculto. Por las calles retumban manadas de espíritus caminando
dispuestos a defender lo que ganaron con pundonor. Los pájaros, benditos
pájaros azules, enfatizan colores de una tierra bendecida y maldecida por la
riqueza, un suelo, un entorno que ni siquiera los bárbaros pudieron agotar.
UN GRANDE MOMENTO PARA ESTA AMÉRICA PLAGADA DE INJUSTICIA. ¡VIVA ALLENDE SIEMPRE!
ResponderEliminarMARIO DIAZ
Muy buen escrito
ResponderEliminar