ANTECEDENTES
Por:
vilaregut matavacas
Un rayo de luz, entre tantos como atravesaban el aire y
la atmósfera, dio en un pedazo de metal redondo medio oculto entre el polvo de
la calle. Santiago vio el destello. Caminó unos pasos sobre los diminutos
granos de arena que apenas se mantenían unos instantes en el mismo lugar y se
agachó. Sus dedos redondos y tostados como el café rodearon el pedazo de metal,
lo levantaron del suelo, jugaron con él dándole vueltas y lo guardaron en su
bolsillo. En el aire, ante sus ojos, apareció un trompo de colores transparente.
Santiago casi pudo notar como el mecate blanco de algodón se enredaba en su
dedo índice. Había estado ahorrando para comprar un trompo durante las últimas
semanas y ahora la luz del sol le regalaba el último peso que le faltaba.
Sonrió y siguió caminando entre el polvo de las calles de su pueblo.
El sol calentaba el negro alquitrán del asfalto y éste
abrasaba el aire que sorprendido culebreaba por encima de las calles de la
ciudad. Ronald miraba el espejismo en el horizonte que dibujaba el final de la
cuesta por dónde subía al taxi que le llevaba al aeropuerto. En ese aire
intrépido que se hacía visible ante sus ojos por el calor, Ronald se vio
rodeado de gentes de tez morena que le agradecían su esfuerzo y dedicación, su
altruismo para con ellos, los pobres desheredados de la tierra, que ahorita, y
gracias a él tendrían un pozo de agua en su comunidad. Casi pudo sentir sobre
su piel las sonrisas blancas, por el contraste de las pieles, de los más
pequeños del lugar. Sonrió y siguió cómodamente sentado en el taxi que le
llevaba al aeropuerto a través de las calles de la gran urbe.
El cursor, una rayita negra y vertical, parpadeaba sobre
el fondo blanco electrónico de la pantalla. La luz como azulada del monitor
iluminaba el rostro de Jamileth. Ya no quedaba nadie en la oficina, solamente
el celador escuchando la radio en la pequeña recepción de la casa que servía de
sede a la pequeña organización no gubernamental. El lugar dónde Jamileth
laboraba y de donde recibía un poco de dólares para sobrevivir con su chigüín
de cinco años. Acababa de leer el correo electrónico que confirmaba la hora de
llegada del vuelo que traía al técnico cooperante de la contraparte de su
organización en el norte. El nombre de Ronald había aparecido al final del
texto, en el centro de la pantalla, firmando el mensaje. El nombre de alguien
de quien tenía que inventar el rostro pues no conocía nada de él. Las únicas
pistas que tenía eran sus mensajes escritos con un lenguaje que no escapaba del
marco lógico que la relación requería. Jamileth estaba cansada, llevaba muchas
horas frente la computadora. Le ardían los ojos. En ese ardor apareció su
imagen, se miraba un poco mayor. Junto a ella un hombre le tenía la mano.
Estaban sentados, elegantemente vestidos, la marcha triunfal del avance de los
egipcios sobre los etíopes de la ópera Aida de Verdi amenizaba el momento. Era
la promoción de su hijo. El protector de pantalla oscureció su rostro y la sacó
del ensimismamiento. Movió el ratón y la luz de la computadora iluminó
tenuemente la sala de nuevo. Jamileth apagó la computadora. Recogió sus cosas.
Enllavó el cuartito dónde ella trabajaba y salió a la recepción. Dijo un “que
pase buenas noches don Apolinar” y salió. Llegó dónde su mamá para recoger a su
hijo y juntos platicando sobre sus cotidianidades se fueron a su casa. Allí
nadie les esperaba.
Santiago caminaba con un gran balde de agua sobre la
cabeza. Con el antebrazo en posición horizontal y la mano izquierda a la altura
de la cabeza se ayudaba a mantener el equilibrio sujetando el fondo del
recipiente. Con la mano derecha sujetaba la parte superior del balde. Recordaba
el día que habían inaugurado el pozo. A partir de ese día sólo tuvo que caminar
unos cien metros para halar agua. Recordaba también los meses que anduvo un
extranjero por el pueblo revisando la construcción del pozo. Parecía que se
llamaba Ronald pero todos le llamaban “gringo”. Se le veía ir de aquí para allá
quemado por el sol y brillante y resbaloso por el sudor.
Ronald estaba elegantemente vestido en una lujosa sala de
conferencias. Ante él un grupo de personas miraba las fotografías que mostraban
los trabajos de construcción de unos pozos en algún país desconocido y la
sonrisa de algún que otro chaval o chavala acarreando agua en un balde sobre su
cabeza. Había estado apenas unos tres meses en ese país y ahorita estaba
presentando a su audiencia una conferencia sobre el trabajo realizado y los
principales problemas que achacan al país y la forma de solucionarlos. Durante
su estancia había hablado largamente con Jamileth. Él le había regalado
palabras como objetivos general y específicos, indicadores, actividades,
evaluación, ciclo del proyecto, efectividad… Ella le había hablado de su hijo,
de sus veinticinco años, de su trabajo. El parecía haberla escuchado, pero
ahora lo que ella le dijo no impregnaba su discurso. Al igual que cuando
hablaba con ella un “yo” iniciaba sus frases y poco de lo que no era de su
mundo particular entraba en sus ideas.
Jamileth había llegado al aeropuerto para recibirle y
prácticamente no se había separado de él en los tres meses que duró la visita
de Ronald. Para cumplir con su trabajo había descuidado un poco su vida
particular, la íntima. Procuró siempre tener listo lo que él demandaba en lo
referente al proyecto y organizó el tiempo libre del extranjero de manera que
éste se fuera completamente satisfecho del país. Le llevaron a conocer los
lugares más bellos. Parajes que muchos de los habitantes de la zona jamás
habían visitado y que con poca probabilidad visitarían. Pasear y hacer turismo
es un lujo que no se podían permitir. Un quehacer que no formaba parte de su
cultura. Tal vez un legado más de la situación actual del mundo. Una herencia
más de la historia que vivieron sus antepasados y de la situación de dominio
sobre sus tierras que tuvieron los antepasados de los extranjeros de occidente.
Jamileth había heredado un contexto que no le dificultaba viajar. A Ronald le
habían legado unas circunstancias que le facilitaban viajar. Tal vez los dos
viajaban pero no del mismo modo, el viaje de Jamileth era otro, al igual que su
mundo. Las oportunidades siguen sin ser las mismas para todos.
Cuando terminaron de construirse los pozos Ronald ocupo
su tiempo en la identificación y redacción de otro proyecto. Jamileth le siguió
atendiendo y conoció un poco más de su prepotencia y de ese aire de
superioridad que exhalaba el extranjero. Otro proyecto significaba continuidad
en su trabajo. Jamileth sabía que dependía de la ayuda externa para subsistir y
que la injusticia que sufría la mayoría de la población de su país era la razón
de su fuente de vida. Ronald, aunque estaba en una situación similar, no era
tan consciente de ése hecho. Le faltaban todavía bastantes viajes para
descubrirlo y sentir cierto desasosiego e incluso cierto ridículo existencial
ante quienes se había mostrado prepotente y ante él mismo.
Santiago no pudo comprar el trompo que había soñado. Un
día llego a su comunidad un gobernante de los grandes. Un señor elegantemente
vestido, con un bigote ridículo pero que él debía de considerar que le daba
cierta dignidad. Llegó en un medio de transporte distinguido, un carro caro o
tal vez en helicóptero. Saludó a varias personas del pueblo, a algunos de los
más pobres también. Habló lo que alguien calificó como un gran discurso. Muchos
no entendieron el porqué de tanta palabra vacía. Pero así hablaban los
políticos. Terminó pidiendo reales al pueblo porqué resultaba que sin saberlo
el pueblo y el país entero tenían una deuda. Otra herencia del pasado y de una
historia mal contada. Santiago se sintió conmovido y hasta sintió lástima por ese
señor tan elegante y tan desdichado. En verdad también se sintió algo obligado
a contribuir con la patria. Así que entregó sus pocos pesos, los que tenía
destinados al trompo. Todos menos uno, el que le regaló el sol. Un poco en el
fondo de si mismo sintió como que le robaban. El gobernante refinado recogió
bastante y fue a pagar la deuda a otro gobernante de otro país. Con esa plata
el otro país hizo grandes inversiones pues era bastante dinero. Con lo que le
sobró el gobierno fue caritativo y entregó esas migajas a grupos de personas,
todas ellas profesionales, que trabajaban en organizaciones que elaboraban y
ejecutaban proyectos. Alguien podría decir que proyectos de desarrollo pero ese
término es demasiado específico y puede llevar a conclusiones erróneas.
Jamileth encendió su computadora. Como cada mañana revisó
el correo electrónico. Habían pasado varios años desde la primera visita de
Ronald. En la bandeja de entrada había un mensaje de él. El gobierno de su país
había destinado una aportación económica a su organización. El financiamiento
para el proyecto de letrinas estaba garantizado. Ya llevaban varios proyectos
juntos y aunque cada vez era más difícil conseguir plata esta vez habían tenido
suerte. Ronald viajaría en los próximos meses y volvería a encontrarse con
Jamileth. A lo largo de los años se podría decir que se habían hecho amigos,
aunque seguían en realidades distintas. Ronald seguía hablando de sí mismo y
escuchando poco a Jamileth. Aunque algún cambio poco perceptible se había
producido en el extranjero. El calor volvería a calentar el asfalto y el aire
intrépido se volvería otra vez visible ante los ojos de Ronald cuando fuera
cómodamente sentado en el taxi que le llevaría al aeropuerto. En esta ocasión
ningún espejismo o sueño se le apareció entre el aire serpenteante.
Ronald continuaba ajeno al mundo. Seguía con su necesidad
de ayudar a los pobres a los desamparados. Aunque había viajado ya bastante
todavía no había descubierto la injusticia. Sentía y pensaba la pobreza como
una desgracia, casi como algo inherente a la sociedad y contra la que se
luchaba con trabajo y esfuerzo. Nunca habló de injusticia en sus conferencias o
charlas ni se reveló para pedirla y exigir dignidad. Facilito el acceso al agua
de muchas personas e hizo que sus vidas fueran un poco más cómodas. Hubo
bastantes niños que murieron de cólera y muchas madres que lloraron porqué perdieron
a sus hijos.
Jamileth seguía sin compañero, había tenido uno pero le
salió miedoso y se fue. Le dejó otro hijo. El hijo mayor se aplazó y no había
salido de promoción. En la pantalla del ordenador y cuando los ojos le ardían
Jamileth todavía podía ver la graduación de su hijo. El muchacho casi nunca
estaba en casa. Únicamente llegaba a pedir comida y reales. Jamileth había procurado
educarle correctamente. Le había llevado a marchas a favor de la justicia y de
la dignidad. Había pintado con él mantas sobre los derechos de los niños y las
niñas. Había participado con los jóvenes y adolescentes del barrio en talleres
y capacitaciones sobre salud sexual y reproductiva. Había diseñado y pintado
con ellos murales reivindicativos en los muros de la ciudad. Ahora su hijo
andaba vagando fuera de su control. Jamileth sentía que se le perdía su primer
hijo. Ella nada podía hacer. Su hijo tomaba ya sus propias decisiones. Jamileth
se convenció de que en cualquier forma de vida que uno elija, uno puede ser
feliz. No negó la posibilidad de que su hijo fuera feliz aunque por el momento
no se cumpliera lo que ella había imaginado para él. Sufría pero esperaba que
su hijo fuera feliz. Aprendió a despojar de todo perjuicio el concepto de
felicidad. Cada uno escoge… pensaba y debe de tratar de ser feliz en su
elección.
El pequeño Santiago aunque, un poco mayor, seguía notando
el mecate blanco de algodón en su dedo índice y seguía soñando con un trompo de
colores. Se sentía capaz de hacerlo girar y con él hacer girar el rumbo del
mundo.
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