EL
FUTURO DE ESTE PASADO...
Manuel Eugenio Gándara Carballido,
Caracas, Venezuela
Primer premio del «Concurso de Cuento Corto
Latinoamericano» convocado por la Agenda Latinoamericana' 2005, otorgado y publicado en la Agenda Latinoamericana' 2006
Aquel lunes, una calma
chicha se respiraba en el aire; cierta sensación de vacío pesaba sobre toda la
parroquia. Ya desde temprano la soledad en las calles había hecho notar la
diferencia. Curiosamente, ninguna de las mujeres había asistido a la misa
tempranera. Al Padre Tomás, cura párroco desde hacía 12 años, le tocó recordar
aquellas eucaristías que se celebraban antes del Concilio, misas sin pueblo.
Cuando, llegada la
tarde, ninguna de las fieles asiduas se hizo presente, la cosa se empezó a
tornar preocupante: «todas no pueden estar enfermas», se decía el cura con más
enojo que curiosidad, mascullando ya el llamado de atención que les haría por
su «falta de compromiso». Pero la situación se repitió al día siguiente, y al siguiente…
En realidad lo que más le incomodó al principio fue que no hubiese quien
limpiara la capilla, y no contar con la ayuda de Carmen para saber qué difuntos
nombrar. Ni siquiera Marta había ido a cantar, por lo que tuvo que improvisar
algunos cantos para animarse un poco y no sentirse tan solo.
Un movimiento raro se
había venido sintiendo en los últimos tiempos durante las reuniones; pero ese
secreteo fue tomado como chismorreo, como cosas de mujeres, un asunto sin
importancia.
El sábado, la catequesis
tuvo que ser suspendida. Ninguna de las catequistas había asistido. La cosa
parecía llegar al colmo. Pero la situación se volvió insoportable el domingo:
sólo el señor Pablo y el señor José, los dos miembros de la Cofradía del
Santísimo desde su fundación hace 26 años, asistieron a la misa de 7. En la de
10, los tres hombres que respondían como pueblo, luego de cruzarse algunas
miradas nerviosas, como buscando respuesta, decidieron sentarse juntos. En la
tarde, simplemente no hubo nadie.
Fue entonces cuando el
Padre Tomás decidió ir y hablar con Ana, encargada de las catequistas mucho
antes de que él llegara a la parroquia, a ver qué estaba pasando. La encontró
reunida con otras mujeres en el frente de su casa; se notaban nerviosas, pero
había algo en sus miradas que daba cuenta de cierta satisfacción. Su respuesta
ante el reclamo del cura no pudo dejarlo más confundido: «estamos de huelga,
Padre, las mujeres de la parroquia hemos decidido hacer valer nuestros
derechos».
¿Cómo podía ser aquello?
¿Huelga? Pero… ¿huelga de qué?, ¿por qué? El padre no alcanzaba a entender
nada. «Simplemente, no vamos a asistir más hasta que se nos permita participar
de verdad». Ciertamente, no era la primera vez que las mujeres expresaban su
inconformidad con algunas cosas que pasaban en la Iglesia, pero una huelga, eso
sí que era nuevo. Al cura le pareció una tontería típica de quien no entiende
las cosas, y sin dejarlas siquiera terminar de hablar, trató en vano de
convencerlas. Las respuestas que obtuvo no le parecieron ya tan tontas: «Claro
que queremos a la Iglesia, pero la Iglesia no parece querernos ni respetarnos a
nosotras, y si no, ¿por qué nos excluye?»… «Usted no hace más que repetir. Eso
es lo mismo que dicen los obispos –que, de paso, son todos hombres- para justificarse»…
«No Padre, con todo respeto, en eso San Pablo actuaba como todos los machistas
de su tiempo… Jesús enseñaba otras cosas»… «Y, ¿por qué si decimos que somos
una comunidad, no nos tratamos como iguales?». Después de un tiempo, viendo la
imposibilidad de lograr su intención, decidió dejarlas a ver cuánto les duraba
el cuento.
Pasó una semana, sin
catequesis, con «misas sin pueblo», antes de que el párroco se decidiera a
enfrentar la situación para que las mujeres «se dejaran ya de tonterías». Una y
otra vez se repetía lo mismo: «en la Iglesia no hay huelgas»… «Eso es cosa de
política, no de religión»… «¿Quién les habrá estado llenando la cabeza con
semejantes ideas?». Pero cada vez que él o alguno de los hombres que intentaron
ayudarlo a «hacerlas entrar en razón» les decían algo para convencerlas, las
mujeres se mostraban firmes como piedras de construcción. Habían pasado horas
discutiendo el asunto entre ellas, afinando sus argumentos y convirtiendo la
inconformidad en propuesta. La alegría de quien recupera algo perdido había
tomado cuerpo a lo largo de aquellos diálogos. Ciertamente, no se iban a dejar
vencer sin que se les convenciera: «Nos cansamos… nos cansamos de ser parte de
la Iglesia sólo a la hora de limpiar, pero no en el momento de tomar decisiones.
De recoger la limosna sin poder decidir en qué se va a gastar. De hacer bulto,
de ser siempre sólo ovejas…».
El asunto se había
convertido en el tema de discusión preferido de todo el barrio. Había quienes
aseguraban que aquello era una falta de respeto, que hasta pecado sería; pero
tampoco faltaron quienes apoyaran la protesta. Las mujeres consideraron como
buen signo el que algunos hombres decidieran sumárseles, y que se permitieran
también decir aquello con lo que no estaban de acuerdo: «¿Por qué siempre los
curas tienen la última palabra?»… «Si vieran las cosas desde nuestra
perspectiva, otro gallo cantaría»… «Sí, siempre terminamos pareciendo un cura
sin sotana»… Pensaban que si ellos entendían esta lucha y la hacían suya,
entonces también los que dirigen la Iglesia podrían hacerlo. Pensaban. Las
propuestas y argumentos de unas y otros fueron enriqueciéndose mutuamente y
convirtiéndose en una sola palabra, un mismo sueño que les permitió
experimentar un entusiasmo desconocido.
Después de 2 semanas, en
la soledad vacía de la casa parroquial, tras el tiempo ocioso invertido en
tratar de entender el origen de todo, el cura empezó a angustiarse. Lo cierto
es que desde el día en que arrancó la huelga la vida de la parroquia no era la
misma. No lograba comprender cuál era el problema en dejar las cosas como
estaban, como antes, como siempre habían sido y debían seguir siendo, como Dios
manda. Preocupado por quedarse sin oficio, le había comunicado la situación al
Obispo, pero éste no hizo más que reclamarle su falta de autoridad pastoral,
pidiéndole que le mantuviera informado de la situación a través de su
secretaria. Pero al párroco la cosa no le parecía tan simple; empezaba a
entender que de seguir así, hasta las hostias se le iban a podrir en el sagrario
por falta de uso… y decidió llamar a una reunión.
El cura lo tenía todo
planificado, había preparado sus respuestas, buscado las citas, incluso estaba
dispuesto a hacer algunas pequeñas reformas. Pero la comunidad salió al paso a
sus argumentos sobre la «incorrecta formación teológica» y el problema de las
ideas «demasiado abiertas». Después de haber escuchado lo que el párroco tenía
para decir (una interminable lista de artículos del derecho canónico y algunas
citas bíblicas), según lo acordado, ellas tomaron la palabra. Una por una le
fueron presentando sus quejas y propuestas. El planteamiento lo expusieron las
catequistas más veteranas y las jóvenes mejor formadas, lo que no dejó de
sorprender al cura; las señoras mayores subrayaban con ejemplos lo que las
otras describían en detalle.
Aunque algunos de los
señores presentes para apoyar al cura no estaban de acuerdo con darles a las
mujeres la oportunidad de expresarse, el Padre Carlos sintió que tenía que
dejarlas hablar. Era claro que había que escucharlas si no quería que la cosa
se alborotara todavía más: «Durante un tiempo creímos que esto iba a cambiar,
pero desde hace unos años parece que vamos para atrás; ya ni al altar nos
podemos acercar». «A mí lo que más me duele es que se use el nombre de Dios
para justificar algo que no está para nada en los Evangelios». «Yo, la verdad,
no me siento bien tratada. Es igual que en mi casa…». «Aunque se habla mucho de
democracia, nadie puede ni chistar… No hay diálogo sino un monólogo entre
varios con un guión escrito desde arriba». El tono sereno y fuerte de quien
defiende su dignidad entre la rabia y el dolor acompañó cada palabra, cada
gesto.
Pero el párroco, sin ser
un hombre inteligente, no era tonto. A lo largo de la reunión se repetía para
sus adentros los mismos pensamientos que le venían inquietando desde el
principio del conflicto: «Aunque en algo pudieran tener razón, yo no tengo
mayor cosa que ofrecer a sus exigencias». «¿Qué puedo hacer yo que soy sólo un
cura?» No podía dejar de sentir que a él la vida se le había ido en mantenerse
y mantener aquello que ahora estaba siendo puesto en duda. Todo esto era algo
para lo que simplemente no tenía respuestas…
La reunión terminó sin
llegar a nada. Ni ésa, ni la siguiente, ni la siguiente. Las mujeres y los hombres
de la huelga esperaron, y esperaron, y esperaron. Poco a poco el tiempo y el
silencio se encargaron de hacerles entender que nada pasaría.
La falta de alegría y
compromiso delataba a quienes después de un tiempo decidieron regresar a la
parroquia.
Algunos se sintieron
reconfortados con la vuelta a la normalidad: «La Iglesia sabe lo que hace, por
eso se ha mantenido en la historia». Pero la historia se encargó de decir otra
cosa. La sensación de pesadez, el olor a guardado, los tonos grises se fueron
apoderando del ambiente. Empezando por los más jóvenes, uno a uno se fueron
retirando.
Pocos años después se
decidió el cierre de la capilla. El informe de la diócesis que decretaba su
clausura señalaba en letras rojas: «Por la crisis de fe que aqueja a nuestro
pueblo, producto del avance de las sectas y de la falta de vocaciones
sacerdotales y religiosas». Hoy sus muros sirven de sede a la casa de la
comunidad. Curiosamente, a ella han vuelto mujeres y hombres. Algunos de los
rostros ya conocidos y otros nuevos regalan sus risas y preocupaciones en los
encuentros en que se comparte la vida, se sueña y hace posible el futuro del
barrio, se construyen sentidos y se animan en la fe y en la esperanza.
Curiosamente…
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