LO MEJOR DEL 2013.
IDIOTA
INUTIL DESEA A TODOS SUS LECTORES Y SEGUIDORES UNA FELIZ NAVIDAD Y UN PROSPERO
2014.
LOS ADIOSES
POR JAVIER BARRERA LUGO
Los adioses son la
medida injusta con la que castigamos nuestra mediocridad. Son esas balas que encajamos
en la mitad del corazón porque es más fácil perpetuar una agonía que
declararnos muertos sin mayores dilaciones.
Los adioses son el
fracaso de la fe, la que tuvimos, la que nos llegaron a tener quienes ciegos,
apostaron lo que les quedaba a la fortaleza de un alma cansada de remendarse.
Los adioses son la
voz de satán recordándonos desde las tinieblas de su reino, que brotamos de las
nubes para imponernos la maldición de la soledad. Sí, esa sensación que punza
los huesos y es la medida precisa para averiguar qué tan narcotizados están los
instintos de supervivencia.
Alguna vez nos
dedicamos a renegar más que a hacer. Los brazos se estiraron buscando tocarle
las barbas a Dios y lo único que encontraron fue vacío que les achicharró las
caricias que se permitieron ofrendar.
El cuerpo de ella
se deslizó entre las dilataciones formadas por los dedos al separarse, y sólo
quedó, para el deleite de la carne ansiosa, un complejo entramado de recuerdos
que el tiempo volvió sal con una velocidad experimentada alguna vez por la
rebelde esposa de Lot, la desgraciada Edith.
Fueron sus lágrimas
el anuncio de esta sorda vibración que carcome el vientre. Pese a estar lejos,
su risa me daba valor mientras me interesaba pertenecer al mundo, me hacía
hombre en medio de una selva de amigos cansados de imaginarme haciendo la
guerra.
Ella, la niña
amarilla cuya constelación se perdió del cielo nocturno al otro lado del mar,
comenzó a quedarse callada y aquí las sombras fagocitaron los colores que
empezaban a construir formas nuevas para las palabras. El silencio, el puto
silencio que devora la belleza escasa.
De ahora en
adelante son las imposiciones quienes interpretan mi melodía, no los deseos que
esperaban edificar infinitos optimistas.
Eficacia que tritura huesos y hace maravillosos los rincones del Olimpo, una
voz, un título, que le cambiará el nombre a la tristeza, pero no su vocación.
Yo, majadero
acostumbrado a perder como si esa actitud fuese un mantra, abriré el pecho para
que sea el sol el que se encargue de sacarme el agua de las entrañas, para que
sean esos rayos que pican y destruyen con celeridad los que tatúen el nuevo
espacio en el que seré una ráfaga de viento que no encuentra la salida y se
contenta con retumbar los ajados resquicios del ansia.
Los adioses,
palabras cargadas de simbolismo y policromía, el cuarto de hora del horror, los
deseos que se cuentan y se cumplen, el amor que se materializa solo a través de
una conexión telefónica, las caricias que otros dan por ti, los gemidos que se
pegan a los agujeros del auricular porque no hay nada tan cómodo como la
renuncia que se afirma sin ver a los ojos.
Los adioses como
perros que se comen a sus hijos; ella, triste, se
encierra en su habitación para poder remover tus gritos de espanto de la cama.
Los adioses, esas partículas de dolor que bajan por las paredes como la lluvia
en la que te refugias cuando quieres nacer y hacer la tarea de nuevo.
ALAS
DE COLIBRÍ
Por: Javier Barrera Lugo
SEMPER
SIMUL, SEMPER CARMINA, CATA DE MI ALMA.
Te pusiste de acuerdo con Isabel para subir al techo
a contar estrellas. De alguna forma tienen que hechizarse con la esperanza de
volver al lugar que siempre ha sido su casa. Sí, lo descubrí tres días después
de conocerte. No eres de este planeta y mi hija es una hermosa indígena
alucinada con las luces que siempre están cubriendo el Pacandé. Está fresca la
temperatura y al pedazo de universo que vemos esta noche no le cabe un color
más. Amarillos y rojos enmarcan el espectro de la cruz del sur, verdes y
violetas colocan un anzuelo a la díscola Shaula,
el aguijón, que titila furiosa cuando percibe que la observan desde aquí. Vaya
si son tercas con el cuentito de dejarme solo fumando en la hamaca. Yo también
quiero encaramarme en las tejas, ver bólidos fugaces que parecen escribir
recuerdos familiares en el cielo mientras caen. Amorosas, no me permiten tamaña
intromisión.
Ustedes toleran mis particularidades y hacen lo
posible para no cambiarme. Sin palabras me explican que no debo subir, que no
es mi momento de empezar una aventura radical. Les agradezco la sutil
aclaración. Mis horas de conversación casi inconsciente, los profundos
silencios que las desconciertan, son escaso aliciente para dañarles el período
de sosiego. Hipnotizadas, señalan el lugar del cosmos a donde su travesía las
llevará. Lo entiendo todo, es un compromiso hecho con su libertad el que me
hace retirar. Dejan de lado las insinuaciones, entran a la habitación y aprovechas
para colocarle a Isabelita el vestido rojo que Don Héctor le regaló para su
cumpleaños. Una de las últimas memorias que grabará mi mente es también el
inicio de una despedida sin rimbombantes anuncios. Debo aprender a intuir tus
pasos, muchachita.
La niña parece estar en trance. Le dices al oído,
como si recitaras un estribillo, que esta noche
le saldrán alas en la espalda como las que tú tienes y ella tiene
escondidas y siente hormiguear porque quieren salir, que al fin podrán volar a
través de los soles propicios de Yacó hasta la zona donde el río grande
resguarda los secretos de tu raza celestial. Mientras tanto, la llevas al lugar
más alto de la casa para contarle las cosas que viviste cuando tenías su edad,
lo que soñaste y lograste, el día que calzaste tu primer par de botas de caucho
con el objetivo de salvar a la gente que de verdad te importa, los pormenores
de la semana que con Marysol, la “monita”,
tu mejor amiga, escalaste montañas de sal pegadas al mar cuando estaban
en la “universidad pública” y se soñaban casadas con algún comunista estudiante
de física cuántica.
Dentro de muy poco abandonarán todo, me dejarán, se
irán lejos y cada mañana después de ese
día, me darán un beso antes de que despierte para que mis instintos estén
seguros de que no soy otro poeta varado que se siente perdido en un mundo que
no entiende. Las tendré cosidas a la piel como consuelo ante su ausencia, sus
vocecitas chillonas y plácidas acompañarán los tiempos en que nada parezca
tener sentido, cuando el silencio sea una cuchilla que corte con milimetría mis
tobillos. Pero no voy a estar triste antes de tiempo. Ni lo sueñes, preciosa. Primero,
describiré tus ojos rasgados en mi libreta, la sonrisita que le pinta el rostro
a Isabel cuando hace la siesta y por fin
estamos tranquilos por ser una familia que gracias a los dioses le huye a la
perfección. Juntas hacen la poesía anárquica que derrotó la oscuridad de mi
caverna.
Mientras observan el cielo voy a tomarme la tasa de
café que no me gusta con tu tía Anita.
Sus cuentos de espanto seducen mi imaginación, pero ella, tan amorosa en sus
palabras escasas, no me contará historias de descabezados o lloronas amputadas,
prefiere decirme que Isabelita es igualita a ti cuando llegaste una mañana
caminando por el sendero de arena con un par de relucientes alas preguntando si
en estas tierras los colibríes tenían también azules las plumas. Desde allí las
observo y me parecen irreales, me miras y por fin asumo que está completa el
alma, audaz el corazón, que soy capaz de hacer cualquier cosa que me dicte
ganar la tibieza de la sangre.
La señora Anita se despide, tiene que ir a rezar su
acostumbrado rosario por los vivos y sus esperanzas. Camino la senda que separa
aquella casa acogedora del lugar donde el tiempo parece haberse detenido. Las
encuentro bajando de las alturas llenas de lucecitas pegadas a la ropa. Los
cocuyos las hacen levitar. Isabel finge
un berrinche y veo clara por primera vez la mirada de Teresa en los ojos de su
nieta, esa fuerza de los espíritus que nunca se rinden. Me das un beso para
confortarme. Descubres los omoplatos de la hermosa hija que nos regalaron los
delirios y veo que dos pequeñas protuberancias le pelean a la piel y los
tirantes del vestido el aire que necesitan. Estás orgullosa, asustada, tu hija
también es un ángel. Entras a dormirla y yo me quedo horrorizado intuyendo lo
que pasará.
Es imposible negarme el llanto. “Llevo tus marcas en mi piel”. Retumba en
mi cerebro la profecía de Fito, el dueño de las mariposas multicolores y eso no
tiene mayor relevancia ahora, pero quiero dejarlo patente como sentimiento en
esta narración. Lo que experimento no es tristeza sino una horrible hilera de
mordiscos que me hielan el estómago. “Nostalgia.
Así pica en la panza”, dices con ternura. Y continuas: “Yo siento lo mismo. No es una emoción cómoda. Pero también tengo claro
que nos volveremos a ver, ten fe”, concluyes. Te abrazo. Sé que después de
esta noche me hablarás a través de espejismos, que me acompañarás y no podré
tocarte, que todo para nosotros está decidido.
Trato, pero es imposible conciliar el sueño. No
quedará nada, estaré solo, no es justo salir del paraíso de esa forma, pienso
egoísta, es lógico, pero creer eso me ruboriza. No dejó de mirarte, de tocarte.
Isabel da vueltas en la cama, se acerca sonámbula, descansa su brazo izquierdo
sobre mi pecho y empieza a hablar dormida, igual que mis sobrinos, mi viejo,
mis hermanos y yo lo hemos hecho desde el nacimiento. Es nuestra marca
genética. Empiezan los sonidos del desierto. Un millar de pájaros cantan con
tal intensidad que los muros parecen derrumbarse, están felices, tú y la nena tienen
su naturaleza, saben que falta poco para que en grupo, remonten la cordillera y
llenen a Yacó con innumerables destellos plateados de música.
Te levantas como si hasta ahora iniciaras la parte
bonita de la quimera. Besas a Isabel,
ella despierta y se abraza a lo poco que soy en este momento. Un viento
tibio, contundente, se mete en la habitación y manda por los aires toda la
materia innecesaria. Tomas a mi hija y sales al patio, suben las escaleras,
esta vez para siempre, y es por arte de fantasía, que las veo desplegar unas
alas pequeñas de colibrí, azul metálico, voraces, tan hermosas que con frases
es imposible describirlas. Me lleno de
angustia y de alegría al mismo tiempo. Descansan. Ya todo son senderos que tus labios
enuncian y no puedo ubicar. Isabelita abre sus brazos plenos de inocencia, me
dice “te amo papá” y sin mirarme, resuelve
entregarse a una corriente de vacío que la eleva del tejado. Tú, frenética, me
dices que te hice feliz desde que te conocí, enjugas mis lágrimas y me das el
beso que recordaré por eternidades repetidas. Desde ahora todos mis espacios
serán las seis de la mañana de un sábado injusto que no se agotará.
Alejo y Sulma me recogen del piso. Todo se consuma,
por lo menos eso creo. Anita, la tía que conocí tan poco y quiero como a mi
mejor amiga, me dice resignada: “Hay que
dejarlas ir, mijo. Existen seres que necesitan inundar con su fuego los
interminables lugares que la oscuridad deja secos. No se preocupe. Si algo me
han enseñado las correrías por el mundo es que angelitos caminando la tierra
hay muchos y usted está condenado a encontrárselos y a quererlos con locura”.
La gratitud es una palabra insuficiente para explicar lo que siento por aquella
mujer.
No volveré a Yacó, lo presiento. Toda esta belleza
que termina por doler no la asumo propia si mi hija y Catalina no están. Sé que
nos encontraremos otra vez, nos abrazaremos y miraremos las estrellas. Les hice
prometer que cuando tenga que cruzar la línea de árboles y las alas me salgan
de la espalda, ellas, La Filipina y la hijita indígena que amo, esos dos
hermosos colibríes, me dirán al oído que ya pasó lo peor.
LAS NIÑAS BONITAS SIEMPRE ESTÁN DESCALZAS
SEMPER
SIMUL SEMPER CARMINA, CATA
Por: Javier Barrera
A: Patricia Sáenz, quien
brindo ideas puntuales para este escrito.
(En
tono de borrachera)
Camilo Etna,
mi amigo, siempre será una caja de raras sorpresas. Hace dos semanas lo
encontré en la cantina del “viejo Santafé”, allá en el city garden, el
barrio donde nos criamos o malcriamos, desocupando un par de botellas de whisky
con una sonrisa gigante como su ego enmarcando la escena. Aullando su
acostumbrado “¡Quiuuubooo, Barrera!”, y los brazos abiertos, me invitó a
compartir el néctar que los dioses escoceses brindan a la humanidad desde hace
siglos. Lo servimos en copas de aguardiente, el glamur no es una de las
exigencias del servicio en aquel estanco mítico frecuentado por mecánicos,
vendedores de chance, pelafustanes de estirpe, obreros y hasta poetas varados
como Etna y yo.
Eran las cuatro y veinte de la tarde cuando me
empaqué la primera “bala sepia” entre pecho y espalda. Camilo, experto en crear
atmósferas de curiosidad, me indicó que con mi siguiente trago vendría su
explicación a esa alegría que le apretaba los huesos. Primero hablamos de
fútbol, de razas de caballos y hasta de Petro y su revolución social
incompetente. Así es el buen poeta, un excéntrico bendecido por las musas del
lenguaje encabezadas por Polimnia, un tipo para el que cada tema termina
convertido en lo más importante de la vida. El segundo whisky lo ingerí de un
empujón; la expectativa me estaba rompiendo los testículos.
-Bueno, hermano. Me va a contar o comienzo a
hablarle de literatura japonesa y lo dejo borracho de conocimiento-dije con
ansiedad. Una mueca de satisfacción fue el preámbulo al cuento que salvó un
sábado demasiado aburrido.
-No se preocupe, ya desembucho. Lo que voy a narrar
cambió el curso de mi vida. El bardo afiebrado con las ideas de Marx, Engels,
Lenin y hasta del cobarde de Stalin, el tipo apasionado por las damas
maniáticas, dio paso al hombre que se enamora por primera vez de la misma mujer
que no lo amó. Pero cuidado, lo vago no me lo quitan ni el estrellato ni
la corrección de los sentidos. Quedemos claros en eso.
-Vago siempre será, eso no lo dudo-manifesté. Y
continué-: lo conozco desde los nueve años y sé que la autodisciplina es una
virtud que no abrazará jamás. ¡Cuente hombre! Ya me está desesperando, no joda,
la paciencia tampoco es una de mis fortalezas.
Sonrió como los niños
que no miden consecuencias cuando se salen con la suya. Sirvió el tercero de la
cuenta, planchó las arrugas de su chaqueta y comenzó su retahíla llena de
verdades y fantasías verdaderas, “las que le dan color a la historia”, dice
siempre que descubro sus exageraciones cromáticas. El meollo del asunto no
tenía las dimensiones de evento triunfal, fueron los alcances imaginativos de
Camilo los que elevaron la temperatura de la historia. Se encontró días antes
con Maribel C, a quien no veía hacía lustros, en un centro comercial cercano al City. Sus
memorias se removieron y hasta la olfativa, la menos desarrollada de sus
latencias, le trajo de nuevo el olor del vinilo con el que Maribel C, pintó los
girasoles naranja que decoraron su casa los tres años que de mala manera pudo
soportar estar al lado de un fauno obsesionado con la escritura de sueños.
-Estaba tal cual la dejé ese noviembre, Barrera.
Profunda placidez, sonrisa apenas perceptible, el pelo negro recogido con una
hebilla roja, los mismos pies pequeñitos que mordí obsesivo cuando viví con
ella… Las niñas bonitas siempre deben andar descalzas por la casa, ese es mi
único mandamiento. Ella me confesó que ahora no deja sus pantuflas por nada del
mundo… Buen tema para un poema, ¿no le parece?
-¿Está seguro? Hace tantos años que no la ve, Etna.
Tal vez está confundido, siempre he pensado que usted jamás la va a poder sacar
de su sistema, hermano. Además lo veo feliz en medio de una tristeza
atroz que su mirada no disimula… Bueno, no tanto tristeza como decepción, no sé
si me equivoco.
-Obvio, estoy feliz, triste, como dice usted,
también confundido, decepcionado, narcotizado, horrorizado. Están los recuerdos
con ella, lo hecho y no hecho cuando estuvimos juntos, viejo, pero hay cosas
que se notan, los hijos le han marcado el cuerpo y el rostro. Son dos, me
comentó, niños igualitos a ella, tiernos, igualiticos a al papá también, según
Maribel C. No creo que sea posible, los “chinos” no son calvos y feos, ni están
trastornados, no tienen cara de mala gente. Me mostró una foto y son los clones
de ella, gracias a los ángeles de la maternidad. Todos estos actores, su
presencia, influyen en lo que es ahora. Las líneas en la frente y las
incipientes bolsitas bajo los párpados delatan que ha crecido, ya no es la
misma, me miró diferente y eso no deja de escandalizarme-una mueca de
resignación humanizó su rostro.
-Pensé que me iba a decir que lo había dejado
impactado, enamorado nuevamente.
-La vi con gratitud, eso es jodido para un tipo
como yo, una falta de respeto con ella. Siempre estuve seguro de desearla hasta
que fuéramos ancianos, me traicionó el cálculo optimista. Maribel C ya tiene
una vida con tareas específicas, yo no tengo con qué pagar el arriendo de este
mes. Creo que mi sentido de construcción de futuros se quedó sin musa, mi
querido Javi.
-(Silencio).
-Me volví a quedar sin ella, esta vez porque la
vida lo quiso así, ninguno de los dos tuvo nada que ver… Y le voy a hacer caso
al destino por primera vez. Me liberé, por eso estoy feliz. ¿Otro “whiscacho”?
A las once pasadas
el “viejo Santafé” cobró la cuenta y nos sacó a empellones del local. Caminamos
hasta el Bulevar y encontramos abierto Canterbury,
“desparchadero” de bohemios y oficinistas con algo de espíritu. Pedimos más
whisky y dispuse mi cabeza para analizar los poemas que a Camilo se le
empezarían a ocurrir. La suerte estaba echada, me iba a aburrir como una ostra.
Me sorprendió. Sacó una libreta de su morral y escribió con tinta azul un
verso. Me pasó un esfero de tinta negra y me dijo que escribiera la siguiente
línea. Aquel juego de adolescentes ebrios, hacer un poema a cuatro manos y
regalárselo a la bonita de la noche, resucitó en ese bar lleno de gente
demasiado joven para estar tan aburrida. Las letras y los tragos, combinación
perfecta y perversa, empezaron a hacernos mella. Etna se descompuso, miró por
los cristales y desató la cascada de frustración que le comía el espíritu.
-Soy un mal elemento… Girasoles naranja en una casa
que no tenía muebles. Girasoles naranja en una casa vacía. Girasoles naranja en
una casa que se quiere llenar. Eso era todo, dolor, echada de culpas, el amor
vivo. Inspiración en un fracaso, en la médula del imposible final feliz. ¿Dónde
encuentra más elementos melodramáticos? Lo que me dolió al ver a Maribel C fue
que todo eso lo evaporó el tiempo que pasó, Barrera. Uno no extraña lo que le
sobra, lo que tiene a la mano. Ese material que nos da bríos para escribir son
los recuerdos cuando están patentes y asumimos que todo ocurrió hace horas. La
vi y de inmediato sentí su progreso. De aquella niña con la que enloquecí sólo
quedan melancolías que se agotaron, un número determinado de fábulas que se
desgastan cada vez que las traigo a colación. Ahora, Maribel C es una señora
atractiva y madura, una vida de proyecciones, dos hijos sangrones y bellos que
piden de todo a todas horas, un esposo insufrible. Me vi en un espejo
mentiroso, juré que estoy igual, que veinte años no me pasaron por encima. Un
error imperdonable. Me acabo con rapidez y mi único acerbo son los remembranzas.
Vaya si es fregado comprobar cómo pasa de rápido este cuento que llamamos
crecer-se limpió la boca y siguió escribiendo su parte del verso.
El hombre me dejó frío. Un mago de la palabra, un
manipulador con muchos escrúpulos, me hizo ver lo que no quise hasta esa noche:
aparecieron en mis espacios mentales Ceci, la amiga de Vanegas, Carolina,
Adriana viviendo en Miami, Claudia A, Sandrita P, Aura, Marcela, Sulma,
Lili, Diana, Gloria, Nidia, Lucía, las nenas del Instituto, todas las niñas bonitas
que ya no andan descalzas porque son más cómodas las pantuflas. Ya ellas no
pintan girasoles naranja en su primer apartamento de solteras y con novio,
quienes utilizan ahora los pinceles son sus hijos, adolescentes como alguna vez
lo fuimos Camilo Etna, Fercho, Mico, Carlos Eduardo, Los Barrera, José, Lucho,
Giovanni, los manes del Seminario Espíritu Santo. Dolido, me lancé al vacío
defendiendo a toda una generación:
-Claro que no las queremos igual, Etna. Ellas ya
tienen quien las quiera y quieren a quien las quiere o no las quiere tanto.
Nosotros somos niebla, añoranza, un espacio pulcro en medio de una cotidianidad
que golpea cruel. Lo entiendo hermano. Al igual que la democracia, el amor es
un concepto ideal que no aplica en la vida moderna. Es duro asumir certezas,
los escritores combatimos esa enfermedad llamada verdad sin mucho éxito, lo
real evidencia su poder llenándonos de grietas la piel de la cara, loco.
Aceptar nos libera, ser libre es jodido, lo bueno es que uno se acostumbra.
-Igual uno siempre encontrará niñas que se quiten
las pantuflas y llenen los muros de la casa con florecitas de colores. Por eso
estoy feliz, Barrera.
-Esas niñas descalzas siempre están buscándonos y
las encontramos así no conozcamos sus caras. Andan por ahí con pendejos que las
entretienen traicionándolas mientras llegamos, hermano. Un último trago.
Brindemos por las inmortales jovencitas lindas de nuestra historia, ¿o de
nuestra histeria?
-Radical lo que dice, cierto hasta el tuétano. Se
lo acepto por borracho y honesto. El trago es el suero de la sinceridad
¿Acabó el poema a cuatro manos? No he visto a cuál muchachita se lo vamos
a entregar.
-Quememos esta vaina en el cenicero, no tentemos a
la suerte-ordené. Y añadí-: La inocencia nunca muere y estas mujeres de las que
hemos hablado desde las cuatro la tienen toda, hoy se merecen la fosforescencia
exclusiva de nuestras palabras. Buen título para un aborto poético-etílico.
-Bueno. Estoy feliz y triste y confundido y la amo
y la detesto por envejecer y la vuelvo a amar y me quedo sin frases. Me volvió
a joder de felicidad Maribel C. Lo sucedido debe contarlo en un cuento, Javi.
Va a ser bien cursi y bien del alma.
-Del alma sale todo lo que hacemos ciertos
fantasmas cuando nos da por salvar el mundo y sus princesas vampiras, como dice
Calamaro.
-Por cursis no nos ganaremos el Nobel. Lo profetizo
en este bar.
-Por cursis nuestra gente, los amigos, las niñas de
las pantuflas, las niñas descalzas y hasta el “viejito Santafé”, van a sonreír
un ratico y agradecidos se sentirán, así no nos vuelvan a hablar. Ante eso el
Nobel es una huevonada.
-¡Salud por eso, hermano!
-¡Saludcita, poeta!
ROSA
Y LEÓN DESPERTARES
Jorge Alfonso Manrique Varela,
Bogotá, Colombia
Me estoy volviendo loco. Resulta que estoy en
la biblioteca de una casa muy antigua de mi ciudad, donde vivieron una pareja
de ancianos que se encargaban de limpiar todos los días, una esculturilla de un
caballo que se encuentra en un parque muy cerca de la casa. Al decir que se
encargaban me quedo corto, porque esto no era un trabajo ni mucho menos para
ellos. Inexplicablemente para mi entender, esto se trataba de una misión
sublime y trascendente sin comparación alguna que justificaba la vida misma
para estos dos personajes: Rosa y León Despertares.
Suelo ir a ese parque frecuentemente. Una
noche en las que estaba ahí, me llamó la atención la pareja de ancianos que
estaban limpiando la estatua; las veces que los había visto también era
haciendo lo que hacían en ese momento. Lo extraño y fascinante es que no
recuerdo haber estado en ese parque sin verlos cerca del caballo; ellos ya eran
parte y fundamento esencial de ese lugar. La luna resplandecía en el cielo, me
acerqué a la pareja; sin mirarlos a los ojos esto es lo primero que les dije.
- Felicitaciones, el caballo se ve bien-:
Nunca había visto algo comparado a la reacción que tuvieron aquéllos
personajes, la señora Rosa
Abrió esos ojos miel, tan mieles que yo digo:
esto es tan miel como los ojos de la señora Rosa. Después de mirarme con una
expresión descomunal de sorpresa, miró a su amado señor diciéndole.
- ¡Escuchó papito!-. -¡Sí mamita!-: Le
respondió don León con una voz gruesa y ronca; se dieron un abraso tremendo,
tan sentido que yo me estremecí profundamente, estaban tan alegres que no había
necesidad de hablar o preguntar para darse cuenta. Inmediatamente pensé. ¿Pero
qué les dije? Sin
darme cuenta, los dos viejitos estaban cerca de mí, ofreciéndome una sonrisa.
El resto de la noche la pasamos en la casa de Rosa y León Despertares: hablando
sobre el pasado, el amor y la vida. No hablamos nada sobre el tema del caballo.
Después de esa noche, ésta es la segunda vez
que vengo a la casa de los Despertares; ayer pasé por el parque como solía
hacerlo frecuentemente, -ya no como antes-, por pasar y nada más, ahora era por
saludar a la pareja. No se encontraban allí esos dos viejitos, que con esmero
cuidaban de ese caballo de piedra oscura, de mirada triste y presencia
melancólica. Me sorprendí muchísimo al no encontrar la pareja en un momento del
día en el que siempre estaban. Me dirigí a la casa con el motivo de averiguar
qué era lo que les había pasado. Cuando llegué, la puerta estaba abierta, paré
un momento en la entrada timbrando unas cuantas veces sin recibir contestación.
Entré, dirigiéndome rumbo al segundo piso;
atravesando un pasillito que llaman el “hall” e inmediatamente después, unas
escaleras que dan la curva hacia la izquierda. Al subir por las escaleras
despacio y sin hacer ruido, vi una aglomeración de señores todos viejitos, unos
hombres y otras mujeres, vestidos de negro y en profundo silencio. Casi me
muero. Guardé silencio, sin darme cuenta una de las hermosas señoras de
cabellera plateada, rostro gastado y ojos profundos, puso su mano en mi hombro
halándome hacia un sitio de la sala donde se encontraba una silla apartada de
todas las demás; involuntariamente me senté.
Donde me encontraba sentado, veía a mi
izquierda a un espacio considerable, al grupo de viejitos que vi al entrar; al
frente mío había más hombres y mujeres sentados con el rostro pétreo. A mi
derecha veía el pasillo, un largo pasillo en el cual dos cuartos se encontraban
de frente. Observé de nuevo para encontrar a quién le podía preguntar por los
señores Despertares. Me dirigí sin inmutarme hasta donde la señora que me había
recibido; cuando iba en camino, ella me miró. Al ver que yo estaba a punto de
hablarle, levantó muy suavemente su mano colocando su dedo índice en el medio
de sus labios.
Ya era suficiente, así que me dirigí hacia la
salida con toda la intención de marcharme de ese lugar tan desquiciado; al dar
los dos primeros pasos rumbo a mi liberación, una de las puertas de los cuartos
del pasillo se abrió. Yo quedé expuesto por ser el único personaje que estaba parado,
miré de reojo y observé que dos personas salieron del cuarto. Al principio no
los distinguí, en seguida descubrí que se trataba de don León y doña Rosa; ¡que
alegría! Porque debo confesar que en ese momento, después de ver a todos esos
viejitos, pensé que esto era un velorio y que los señores Despertares se habían
muerto; lo que pasó después confirmo el pálpito.
Los ancianos me hicieron un gesto para que me
acercara. Cuando entré a la biblioteca, don León se sentó junto a doña Rosa,
esperaron a que yo hiciera lo mismo. El que habló fue don León.
- Todas las personas que has visto hoy
en la casa, ya estamos muertos. Cuando éramos más jóvenes tuvimos que salir de
nuestras casas porque los militares nos iban a matar. Recorrimos las montañas
llegando a la ciudad después de mucho tiempo. Lo único que trajimos del antiguo
hogar, fue el caballo al que llamamos “pálido”. Él nos salvo la vida. Cuando
murió, con su cuerpo hicimos la escultura que está en el parque. Ahora hijo, te
lo recomendamos.
Al terminar, doña Rosa se levantó de la silla
acercándose a mí; me paré, nos dimos un fuerte y sentido abrazo. Salí solo de
la biblioteca, sin entender lo que pasaba, cuando llegué a la sala, ya no había
nadie; revisé toda la casa con el mismo resultado, tiempo después regresé a la
biblioteca. Han pasado muchas horas desde que vi a los ancianos despertares,
ahora me encuentro acá solo escribiendo con la intención de convertir en real
lo que he vivido. Voy a dejar de escribir para ir al parque; ahora estoy
tranquilo. Estaré al lado del caballo, seguramente tendremos mucho sobre qué
hablar.
EL
CORAZÓN DE LA TIERRA
Por: Fernando Vanegas Moreno
¿Que qué es ser minero?,
pues yo no sé, minero es el dueño de las minas, nosotros somos simplemente
socavoneros, topos…., peones. La vida aquí empieza temprano; conozco papás,
hijos, nietos, todos, toditos enclavados en estas montañas…, ya no me acuerdo cuanto
tiempo llevo aquí, ni cuantos años tengo, la tierra se me ha tragado la
existencia. Es difícil, pero a la vez es hermoso, tal vez lo digo por qué no sé
hacer nada más, porque no conozco nada más. A las cinco de la mañana se ingresa
con la noche en la espalda, y como a las cuatro de la tarde vemos por primera
vez la madrugada de estas tardes.
Se golpea, se amontona, se
recoge y se encarreta pa´fuera…, esa es la vida del carbón, y, tal vez nuestra
propia vida…, nos golpeamos, nos amontonamos y con los años nos encarretan
pa´la tumba…, irónico y jodido: el carbón sale de las entrañas de la tierra,
nosotros volvemos a esa misma madre. Mi nombre es José Galviz, pa´servirle a
usted y a cuanto viviente se pueda, nací (no me acuerdo hace cuanto tiempo), en
Tausa, región hermosa, verde y prospera pa´ los que tienen plata; junto con
Sutatausa, Capellanía y Ubate, forman el corazón del carbón en Cundinamarca…,
se me pasó la vida entre socavones, picos y escoria, no me arrepiento, con eso
salieron adelante y comieron seis hijos…, yo no tuve estudio, pa´que, nunca me
gusto…, los hijos si son algo letrados; todos terminaron su primaria, los
mayores se dedican al transporte (también del carbón), tienen sus hogares y me
han dado seis nietos, las menores (por que son mujeres), están en Ubate y
Bogotá, trabajando en fabricas de lácteos y otras vainas, de ellas si no espero
nada, las mujeres sufren más que los hombres y cuando la ruana nace terciada…,
pues ni hablar.
Pero le decía: la tierra es
demandante, si usted deja de explotarla con forma, con entusiasmo, con…, como
decirlo, con cariño, la tierrita se revela y no desaprovecha oportunidad
pa´desquitarse, pregúntele a Egidio, ese cojo que ve allá, se emborracho todo
un fin de semana y cuando empezaba el lunes la tarea, se desapuntalo el túnel y se le vino encima,
a él y a nueve más…, él la sacó barata, solo magulladuras en las piernas, los
otros si ya están gravemente muertos, jajajaaja. No crea que soy indolente o
irrespetuoso con la parca, es que de tanto verla y convivir con ella, ya hasta
amigos semos. Si no es el grisu (un gas que no huele y lo va adormilando a uno
hasta dejarlo inconsciente), es el hollín que se cuela en los pulmones y lo
acorta poco a poco en sus añitos, las hernias y el dolor de las articulaciones,
los problemas en los ojos y las infecciones respiratorias, todo eso, son las
formas y los castigos que a diario vemos y a lo que nos enfrentamos; por eso le
digo, la muerte ya es nuestra amiga.
Me gano 20 mil pesos
diarios, siete días a la semana, aunque soy honesto, muchos fines de semana no
trabajamos, y es que en este trabajo y en estas tierras, el sábado es el día
sagrado de santa Pola…, jajajaja, es decir, hay que ir a tomar cerveza y jugar
tejo…, ¿Cómo más nos divertiríamos por estos lares?. Algunos dirán que es
injusto…, injusto es no tener que hacer. Uno debe vivir la vida que le toca, y
a mí me toco esta, no me arrepiento de nada.
Hace poco vino un doctor de
esos de Bogotá…, que esto es una injusticia, una inequidad creo que dijo y que
la dotación y que la salud y que la ARP y no sé que más vainas, se fue lanza en
ristre contra don Pedro el dueño de la mina y le dijo que era un ilegal, un
explotador…, un cochino. Esos doctorcitos de mierda…, vienen una vez cada
veinte años o cuando hay elecciones y ya creen que tienen todas las
respuestas…, dijo que nos iba a cerrar y la gran alternativa que nos dio fue la
labranza…, a mi me perdonan, soy campesino y me crie entre el maíz y las
sementeras, pero pa´los que no tenemos ni un puñado de tierra, volver al azadón
significa jornaliar, y un jornal en estos pueblos solo paga 10 mil pesos el
día, y eso si el precio en Bogotá esta bueno, de lo contrario pues, a la
perdida.
Cuando uno es niño, y entra
por primera vez a un túnel, da arto miedo, uno se ahoga, no se acostumbra a la
oscuridad, a la humedad, al olor agrio de los topos más viejos…, y es que con
el tiempo, uno empieza a oler a mina, o sea a moho, a ruin…, a mierda. Yo
empecé como a los doce, mi papá también era un peón y como a mí no me gusto el
estudio, pues aquí vine a parar; ya con mi primer plata y sin obligaciones,
pues vinieron las viejas, las polas y me quede, ser libre a los doce era un
amanecer de noche y cuando uno le coge gusto a la plata pues hasta y fueron
peras, jajajaja.
Hoy la charla estuvo buena,
tal vez porque usted no es arrogante…, hace unos meses vino un monito de la
televisión a hacer lo mismo que usted…, bueno, digo el santo no el milagro, ese
señor dizque es boyaco y venía con todo listo, cámaras, carros, luces y cuanta
vaina se imagine…, usted, sumerce, solo vino a conocer ¿verdad? Y pues bueno,
se topo conmigo y preguntar nunca ha sido malo ¿cierto?
Yo a usted le corono una
cerveza, no la merecemos, además ya estoy seco de tanto hablar y usted debe
estar seco de tanto oír, jajajaja, si…, esta es la vida en el hueco…, vivimos,
no existimos, todo nos llega tarde, hasta los años…, mi vieja, mi esposa se ve
mucho más joven que yo, pero yo tengo más salud…, hace poco le descubrieron
azúcar en la sangre y esta achacada la cucha, bueno hay vamos, los hijos han
estado muy pendientes…, Dios dirá.
José
voltea la cara hacia otro lado, no quiere mostrar esa lágrima que asoma. Para
estos hombres es malo ser débil, para estos débiles, es imprescindible ser
hombres, lo son desde que llegan a esta tierra, desde que amamantan sus sueños,
desde que caminar se vuelve herramienta. Se despide escupiendo el último trago de
la cerveza que me “coronara”; su mano callosa, es fuerte y brusca, casi parte
la mía: Hay mijo, algún día vuelva, que el cuento no termina
aquí, el cuento solo comienza, la tierrita tiene muchas historias…, las
historias del corazón de la tierra.
En Tausa hace unos años….
HISTERIA
DE KAUIL
SEMPER
SIMUL SEMPER CARMINA, CATA
TARDE DE FRÍO EN CERETÉ
POR: JAVIER BARRERA LUGO
Para:
Motas.
"En
vano golpea a las puertas de la poesía el que está en sus cabales", dijo no sé si Sócrates o Platón, allá en la noble
Grecia, el centro del universo hace cuatro mil años y no se equivocó al
proferir esta sentencia. Quien se compromete con el acto poético, con la poesía
pura y cruda, hacerla, destruirla y vivirla, tiene la capacidad de subvertir la fealdad de un
mundo hecho para el deleite de pocos. Raúl, el poeta, el marica, el loco,
camina las calles de Cereté, tarareando como poseso una canción de Orlando
Contreras, la que le dedicó a Isabel, la del verso, la noche en que se casó con
el inagotable alcalde del pueblo. Camina y está feliz como siempre lo fue, a su
manera.
Pese a que está muerto, me reconoce. Levanta la mano
izquierda y me llama. El pavimento de las calles arde, como si de un horno
industrial de fundición en plena producción se tratara. Me recibe con un
“quiubo”, Barrera, que es como mis buenos amigos suelen matizar nuestros
encuentros.
-Está
fresco Cereté hoy y eso que no está corriendo brisa-, me dice, y continúa con
las palabras que juzgo quieren salírsele descarriadas de la boca-: parece que
por fin nos vamos a parecer a la Europa que estos paisanos sarracenos, negros e
indios siempre han añorado. ¿Conoces Bruselas?
-No
la conozco, Raúl, jamás he estado allí, de hecho nunca ha llamado mi atención-
le contesto animado.
-Allí
los niños mean en las fuentes de agua fresca, sus padres se lo permiten porque
dicen que los anticuerpos de la orina poseen características terapéuticas que
deben ser compartidas con los habitantes de la ciudad. Es algo maravilloso.
Sus
ojos se pierden en la inmensidad del Sinú. Ya no poseen el brillo que la locura
les impregnaba cuando trasegaba por el presente, son mansos, carecen de
visceralidad, es un estado semejante al de la paz el que se funde en los
colores que brillan sobre la superficie de sus pupilas. Lo interrumpo con una
pregunta que por la cara que me hace, fue inconveniente hacer.
-No
sabía que habías ido a Bruselas. Sé que Borrás el poeta comunista estuvo allí
en los sesenta, pero de ti no lo recuerdo, ¿cuándo asomaste por allá?
-Jamás
he estado allí, lo vi en un documental medio “maluco” de esos que le prestaban
las embajadas a INRAVISIÓN en los ochentas. Una belleza, Barrera, una belleza
que ahora que estoy muerto no me interesa comprobar. Sabes, la imagen la
trajeron a mi mente dos chiquitines que estaban haciendo lo mismo en el río,
meaban como dioses valones buscándole la fecundidad a las aguas… De eso parece
tratarse este cuento de la muerte, señor, añorar lo que no se alcanzó a ver,
asumir el silencio y no sentirse jodido por ello. Que tarde entendemos las
cosas los maricas que aún creemos en el amor- sentenció, no dolido sino
buscando hacer encajar un sueño en las lágrimas que los fantasmas no pueden
sacarse de lo que les queda de alma.
Le
invito un trago de aguardiente y lo bebe despacio, varios sorbos y una mueca
que me desconcierta. Busco un tema que no lo haga divagar entre los recuerdos
de vida, pero me quedo callado, no sé de qué diablos puedan hablar los muertos.
Pido dos copas más y me siento en uno de los escalones de acceso al local.
Raúl, acaricia mi cabeza y me suelta una de esas frases con las que siempre me
deja hecha trizas la conciencia:
-¿Te
atemoriza la idea de la muerte, dejar de respirar, no volver a ver a los que
amas?
-Claro,
Raúl, mucho. Alguna vez deseé que pasara, pero cuando pensé que la “pelona”
estaba cerca se me vinieron a los sentidos demasiadas miradas, el deseo de
sentir pieles que no conozco, ambientes en los que me sentí feliz así hubiese
sido una vez. Llámalo cobardía, no me ofendo si lo dices, pero todavía tengo
ganas de hacer vainas.
-Yo
también, poeta varado, yo también. Creo que los dioses me jugaron sucio y me
fui mucho antes de lo debido. Tanta vaina para nada, tanto verso que la gente
olvidó antes de que me echaran encima la primera palada de tierra, tantos
hombres y mujeres que amé contando cosas inapropiadas, que eran sólo de
nosotros, la escritura de poemas con popó sobre las paredes blancas del sanatorio,
las comilonas de huevos fritos con helechos, la pobreza a la que ellos le
dieron el talante de vergüenza, cuando para mí fue el espacio en el que fui
libre… Morí antes de tiempo, la gloria me llegó después de muerto, valiente
pendejada…
-¿Fuiste
feliz? ¿Eso bastó?-pregunto compungido.
-Bastó,
marica, pero los de nuestra calaña no nos conformamos con la probadita, tú lo
sabes, es todo o nada hasta el hastío. No somos normales, nos limpiamos el culo
con la plata que hay que guardar, amamos a muerte, nos volvemos un ocho en
felicidad o tristeza. Bastó y no fue suficiente, ¿me entiendes?
-Claro
que te entiendo, Raúl. Lo peor es que también empecé a entenderme.
-Vamos
a caminar. Es la primera vez que en Cereté,
a esta hora de la tarde hace un frío tan bestial. Disfrutemos de la temperatura
glacial en la imperfección del paraíso.
Caminamos
hasta que el cielo desapareció y Raúl, de a poco, se hizo silencio. Volví a la
pensión, saqué los últimos billetes que me quedaban y salí a la cantina del
frente a emborracharme. Una mujer de ojos verdes y piel morena se sentó a mi
lado y me pidió un aguardiente. Le dije que me iba a emborrachar en silencio,
que no la molestaría, que me acompañara. Encendió un cigarrillo y me sonrió
antes de servirse el segundo de la noche.
MI REFLEJO
Brailyn García Trimiño, Cuba.
Adoro a los espejos. ¿Imaginas la vida sin
ellos?
No es vanidad, pero si
no estuvieran, si de pronto dejaran de existir, habría un caos.
No me refiero al simple,
vulnerable y gastado acto de reflejar nuestras caras y cuerpos en ellos, sino
de cuestiones del alma.
Sería como quemar una
parte importante de nuestra vida.
Las fotos son buenas,
pero recuerdas la primera vez que te miraste a un espejo. Tal vez no te
acuerdes pero él sí, él no olvida: la primera sonrisa, el primer uniforme, el
llanto más agudo, el suspiro más hondo.
Los diarios son buenos,
pero alguien los puede descubrir; entonces se enterarían de lo que jamás
hubieras querido que nadie supiera: el primer amor, el primer beso, los
horrores de tu cuerpo, o la inconformidad con la propia vida.
Los amigos también son
buenos; pero cuántas veces deseabas estar solo para meditar un poco y organizar
tus pensamientos, esos que te llenan la cabeza producto del común ciclo vital,
sin encontrar solución alguna.
Ahí estaban entonces,
solos, tú y el espejo. Listos para desaparecer juntos, tú en él, y salirte de
ese sitio, al que a veces no quisieras regresar, y encontrar el mundo
imaginario, donde la vida tiene matices.
Hace 35 años en mi casa
vive un espejo. Adoro a los espejos. Este es diferente.
Hace días que no me
reflejo en él, será que lo encuentro obsoleto. O más bien creo que no se
acuerda de mí, que no me quiere.
Es cierto que hace
tiempo que no hablamos. Pero tiene que entender que yo crecí, que ya no le
puedo dedicar el mismo tiempo que antes; he madurado, y mi sonrisa a pesar de
la corta edad está aburrida, se siente cansada. Es que ya no río igual, lloro
menos y sueño más.
¿Pero seré egoísta? He
tenido fotos, diarios y amigos, y todo ha pasado, pero él sigue ahí,
reflejándome cada día, pero sin intercambiar palabra alguna.
Por eso hoy no me
reflejé en el espejo de mi cuarto, el que me acompaña hace tanto tiempo desde
hace tanto tiempo, hoy me vi, tan solo me vi y le hice un regalo . Hoy me vi,
hoy solo me vi, y también le hice un regalo. Le obsequié una oveja
fluorescente. ¡Sí! Cuando todo se pone oscuro ella permanece encendida, así no
estará más solo, y aunque yo me duerma una parte de mi permanece encendida.
El espejo de mi cuarto,
el que todo lo ve desde su lugar, está rodeado por un marco de líneas sinuosas
como látigo sobre las olas, como el propio sol. Es precioso. Mide algo más de
un metro, pero eso no es lo importante, lo importante es que nadie en el mundo
sabe tanto de mí, ni me conoce tan bien como mi propio espejo.
Adoro a los espejos.
Sobre todo al mío. Es por eso que hoy le declararé mi amor. ¡Sí! Creo que estoy
enamorado. ¿Pero cómo lo hago?, ¿le bailo?, ¿le beso?, o ¿le canto? Ya sé, le
voy a decir lo que siento con una canción que me encanta:
“Cada vez que veo tu
fotografía descubro algo nuevo que antes no veía.
Siempre te he soñado
indiferente, eras tan solo un amigo, y de repente lo eres todo, todo para mí,
mi principio y mi fin”.
Así es, cuando lo haga
estoy convencido de que no me rechazará. De esta forma también le estaré
agradeciendo por soportarme durante tanto tiempo. Pero yo sé que me ama, aunque
no me lo diga.
Solo faltan veinte
minutos para que este viaje termine, llegue a mi casa y comience otro viaje más
interesante; de hecho, el más interesante jamás emprendido. Lo digo porque
cuántas personas han decidido abandonarlo todo y perderse con su propio espejo.
Le pediré que me llene
de su alegría su buen humor, de su melancolía, su pena y dolor, que me dé su
aroma, hasta su sabor; pero algo más importante aún, que me dé su mundo
interior.
Sin duda alguna quiero
su sonrisa, su color, la muerte y la vida, su frío y ardor, quiero que me dé su
calma, su furor, y su oculto rencor.
¡Al fin llegué!
Es que ha pasado tanto
tiempo desde que nos vimos por primera vez, que nadie en el mundo me conoce tan
bien como mi espejo, ese que está en el cuarto, que vive conmigo, que yo amo.
— ¡Qué amabas! Dijo una
voz en el interior de mi cabeza al ver la escena.
— ¿Cómo que amaba?,
¿justo ahora?, hoy que venía dispuesto a declararle todo mi amor. ¡No es
posible!
Puede que no quisiera
creerlo, pero ahí estaba. O mejor dicho, no estaba.
Todas las alas de mi
libertad, la senda que estaba completamente dispuesto a seguir, el aire que
respirar, el agua que beber, y el sueño que quería alcanzar completamente
deshechos. Deshechos porque no está. Se esfumó, y para siempre.
Adoro a los espejos,
pero maldigo la hora en que vine a enamorarme de uno. Y precisamente hoy, que
finalmente me había decidido a contarle, ya no está. Lo busqué y rebusqué, y
solo encontré una nota.
No conozco esta letra.
Aunque lo que dice me es suficiente para entender.
Justamente hoy, el día
de mi cumpleaños. Cómo iba yo a imaginarme que lo que más me importa en el
mundo desaparecería así, de ese cuarto descolorido pero nuestro.
Se llevó la oveja que le
regalé. También se llevó mi libertad.
Hoy no puedo dormirme.
No sé hacerlo sin mi espejo, al que amo. Pero qué puedo hacer.
Solo deseo pedir un
favor a la maldita soledad, la única que de verdad y sin variaciones llega
cuando todos se van, la única con la que puedo llorar: que lo busque y lo ame
como a ninguno, para que logre sentir lo que siento.
Y yo solo le prometo que
nunca más volveré a adorar así, a ningún espejo.
PAPÁ,
NO ME OLVIDES
Capítulo segundo (páginas
33-40), del libro ¿Cuánto cuesta matar a un hombre?, de José Alejandro Castaño
Alzheimer: eso dicen que
tienes. Tú no lo sabes, pero eso no importa, ya no. Ahora, mientras me miras y
ríes, yo te contaré una historia.
¿Recuerdas que en el frente
de la casa había un jardín?, ¿te acuerdas, papá?. Allí sembraste un árbol de
guayaba, uno de ciruelas, tres de naranja y uno de mandarina que nunca dio
fruto, pero que acentuaba el olor verde que se metía por la sala cuando la puerta
estaba abierta y nos hacía creer que vivíamos en un bosque. Había tres palmas,
cinco helechos, una mata de limoncillo y un montón de rosas: blancas, violetas,
rosadas, amarillas, rojas…era sorprendente que
en un espacio así de pequeño, en
mitad de un barrio de casas amontonadas en las faldas de Medellín,
pudieran crecer tantas plantas.
Tu mayor disgusto era
descubrir a un muchacho robando naranjas o pisando el jardín en busca de alguna
pelota perdida. Pero la naturaleza, ingeniosa y acrobática, se inventó un truco
para poner a salvo las rosas: asfixiadas por la sombra, fueron trepando el
tronco de los árboles y, abriéndose paso por entre el follaje, alcanzaron las
copas del ciruelo y el mandarino. De lejos, aquellos árboles parecían sombreros
de fiesta porque en sus copas, atraídos por el néctar de las rosas, danzaban
mariposas, colibríes y abejas. Las sombras proyectadas sobre el frente de la
casa tenían la forma de un estanque de rosas flotantes y pequeños peces con
alas que desconcertaban a los gatos de la cuadra.
¿Te acuerdas, papá?, la casa
también olía a pan recién horneado.
En el patio había un taller.
Allí hacíamos parva para vender por el barrio con viejas recetas de familia que
mamá no compartía con nadie: tostadas, panderitos, pan de salvado, galletas de
mantequilla, pandequeso, mojicones, milhojas y pasteles. Los domingos la cuadra
se llenaba de un olor que atraía a los vecinos y amenazaba, decías tú, con
cortar la señal de televisión. Al momento, enviadas por sus maridos para
preguntar que estábamos horneando, aparecían las vecinas en la puerta de la
casa.
Entre semana hacíamos
empanadas y arepas de huevo que vendías en la feria de ganados, cerca de Bello.
En vacaciones del colegio yo te acompañaba, entonces ocurría el milagro, uno
que yo esperaba como se espera un premio: nos íbamos caminando y tú
aprovechabas para contarme historias sobre cosas que te habían pasado. De
cuando te fuiste de la casa, o del perro de ojos de distinto color que un día
te encontraste y fueron amigos muchos años, de la novia que se llamaba Raquel y
se parecía a una actriz de película, de cuando viviste en una ciudad de hierro
y manejabas la rueda de Chicago y el carrusel de los caballos, de la primera
vez que viste pasar un avión y corriste a esconderte en un galpón de gallinas,
de la monja a la que le dejabas carticas en las bancas de la iglesia y del
primer paracaidista que hubo en el mundo, que por gritar groserías mientras
caía terminó ensartado en la cúpula de una iglesia y se quedó a vivir allí por
tres meses mientras traían una escalera de la China lo suficientemente larga
para bajarlo. Yo me reía, y esos viajes por las faldas del barrio hasta la
feria se hacían tan cortos, tan cortos, papá, que el tiempo parecía andar sobre
patines.
Había otras historias, claro.
Unas dolorosas que te hacía
llorar. Siempre fuiste un llorón. Yo me avergonzaba cuando la gente nos miraba.
Nunca fuiste un ogro, apenas un papa llorón que sabía contar historias. La de
las pelas era mamá, que a veces se quejaba de tu mansedumbre con mi hermana y
conmigo. Rosalba. Es el único nombre que ahora recuerdas y repites. Ella es
quien te cuida y se las arregla con tu memoria perdida.
El otro día vine a
visitarte.
Estabas en el suelo, apurado
con los puñados de maíz, fríjol y lentejas que ella tira para que tú recojas.
Es la única manera de tenerte ocupado, dice mamá, con la cara descompuesta y la
voz débil. Ya no lees, no ves televisión y, según mamá, ni siquiera duermes.
Caminas, te tropiezas con las cosas, desconectas el teléfono, escupes en el
suelo, te desvistes una y otra vez, quitas los bombillos, te tomas el agua de
los floreros, preguntas por gente que ninguno conoce…¿habrás preguntado por el
paracaidista ensartado en la cúpula de la iglesia? Mamá dice que no sabe, que
tal vez, que ella también comienza a perder la memoria.
Ayer te dieron de alta.
Dormí dos noches en el
hospital al lado de tu cama. Era una sala grande con quince enfermos más. Como
no había camillas, algunos estaban tirados en el piso, con sus bolsas de suero
colgadas en puntillas que las enfermeras iban clavando en la pared. Tú siempre
confiaste en los políticos. Eras del Partido Conservador, decías, y siempre
votaste por ellos en elecciones. Llegabas a casa con el dedo rojo, sucio de
tinta: la marca de quienes apoyan la democracia. ¡Qué mierda papá! Te robaron,
nos robaron. Hace tres meses debieron operarte. Tu vejiga es incapaz de
expulsar la orina que acumula y tu vientre se hincha como la giba de un
dromedario, entonces lloras de dolor, pero no sabes qué pasa. Estás en lista,
dicen los médicos sin mirarte a la cara.
Ahora estamos esperando un
examen de cerebro que debieron hacerte hace dos años. Mamá puso una tutela,
pero ni siquiera el fallo a tu favor ha logrado nada. Debemos esperar.
Hace un mes te pusieron una sonda.
A veces te la jalas y mamá
se las ingenia para distraerte dándote chupetas y ocultando la bolsa debajo de
tu ropa. Ella, nadie más, logra que tus ojos chispeen como antes, como cuando
salías a vender la parva por el barrio y, mientras te abotonaba la camisa y
alisaba tu delantal, te advertía que no te metieras a ninguna casa a conversar
porque te cogería la noche. Parecía la advertencia de un hada a un personaje de
cuento. No siempre hacías caso.
La gente te llamaba para
que, mientras te compraban, les contaras una historia, y el tiempo se te iba y
se hacía de noche. A veces llegabas a casa con cosas que no lograbas vender y
ella sentenciaba que seguro te habías quedado hablando. Entonces los desayunos
y parte de los almuerzos de los días siguientes eran los panes, panderitos,
mojicones y milhojas que no habías vendido.
De todas tus historias hay
una que recuerdo más que las otras. Es la más triste.
Es esa de tu mamá. La
llevaban camino al manicomio. Era una mujer rubia. Su foto está en casa, metida
en la biblia en la que mamá lee los salmos. De ella heredaste los ojos azules.
Tenía veinticinco años y los hombres que la llevaban se detuvieron para darle
de beber a los caballos. Tu padre iba con ellos. Te habían dejado allí dos años
antes, al cuidado de una tía, justo después de que ella empezó a perder la
cordura y a llamar las cosas con nombres distintos. ¿Qué edad tenías?, ¿seis
años, siete? Jugabas en el piso de madera de la casa, afuera del corredor de la
entrada. La sentaron en una piedra, con las manos amarradas. Tenía un vestido
largo, como alguien importante. El cabello dorado, recogido en una cola. El
cuello alto, los zapatos de tacón y la mirada perdida. Se llamaba Aurora y te
quedaste viéndola sin reconocerla. Entonces pasó algo: ella salió de su silencio,
como el preso que logra la escotilla de la celda en la que permanece atrapado,
y te sonrió. Después te llamó con la cabeza. Mientras caminabas hacia ella tu
padre ordenó desatarla y darle de beber.
Te besó en la frente, me
contaste. Fue un beso largo, largo, y luego te peinó con sus dedos libres. Te
llamó por tu nombre: Gustavo, y eso siempre lo recordaste como un prodigio,
como un último regalo. Ya no la viste más y es el único recuerdo que tienes de
ella. Mamá dice que a veces la llamas, y que mientras almuerzas de pronto
preguntas si vendrá.
Yo soy afortunado.
De ti tengo miles de recuerdos, papá. Hay uno que evoco
como se hace con un buen sueño que uno no quiere perder. Es de ese año en que
nos fuimos a vivir a Apartadó, en esa finca bananera llamada Bambú en la que te
dieron trabajo. Mamá estaba en el Sena. Allá trabajaba como aseadora y dejaba a
mi hermana en casa de la tía Inés. Por alguna razón, esa vez me llevaste
contigo. Yo tenía seis años. Debías cortar la maleza de un canal de agua antes
de que llegara la época de las lluvias. A ti, me contaste después, te habían
dado el más largo y enmalezado, quizás porque eras nuevo. Ya en el sitio,
juntaste un par de ramas de un árbol y, con la primera yerba cortada, me
hiciste una casa. En una así, me dijiste, había vivido Tarzán cuando era niño.
Esa fue, justo, la primera película que vimos en cine, y yo me quedé admirado
por tu habilidad. Después te quitaste la camisa y la llenaste de hojas para que
la usara de colchón. Yo me quedé ahí viéndote trabajar y te oía cantar
canciones. A veces regresabas y me traías conchas vacías de caracoles y las
garzas seguían tu rastro en busca de los insectos que quedaban al descubierto
cuando rozabas la yerba.
Mucho después, siendo un
adolescente, me contaste que limpiar ese enorme canal te había costado más
tiempo y esfuerzo que a tus compañeros, especialmente porque, al terminar cada
día, tu insistías en quedarte dos horas más para barrer la yerba, amontonarla
lejos, y prenderle fuego. Todos te decían que por ese trabajo no te pagarían
más. En efecto, al final de la semana, con el trabajo terminado, el pago fue
tan poco que fuiste a donde el dueño de la finca, el señor Howard, a hacerle el
reclamo. Él no te escuchó. Dijo que ese era el pago para quienes desmalezaban. Pero
dos días después, el domingo siguiente, cuando salía para el pueblo a comprar
la carne para sus perros, la limpieza de un canal llamó su atención e hizo para
el carro en el que viajaba.
Estaba tan desconcertado que
le preguntó al conductor si ese canal era de su propiedad porque no lo
recordaba, entonces se bajó y caminó una parte del trayecto. El agua pasaba
cristalina y podía oírse correr por el suelo limpio de yerbas y de hojas. El
lunes mandó llamarte, papá, te dio el doble de sueldo y te contrató en la
planta donde empacaban el banano, un lugar a la sombra y con agua para
hidratarse. Después te ofreció una casa en el campamento de los trabajadores y
nos fuimos a vivir los doce meses en que mamá accedió vivir lejos de Medellín.
Todo eso lo supe cuando yo era un adolescente y me quisiste enseñar que el
esfuerzo con atajos no sirve.
En realidad no sé si
aprendí.
Cuando vengo a visitarte me
pregunto qué puedo hacer por ti, y por mamá, que llora en silencio y tampoco
duerme. A veces se queja, dice que no será capaz. Debe bañarte pero tú no te
dejas y manoteas furioso sin entender qué pasa. Cuando yo te baño y peleas te
aprieto las manos. Tú cedes, humillado por mi fuerza y me miras con rabia. El
otro día me preguntaste por qué te hacía eso, y yo no supe qué contestar. Te
abrazo, papá. Te quiero, te digo. Y tú me preguntas quien soy.
Soy yo, papá. Y esta es mi
manera, mi pequeña manera de decirte que, quizás, después de todo, aprendí la
lección. Este libro es un esfuerzo sin atajos, espero.
CALEIDOSCOPIO
Por:
Sanlisan
Uno debería pensar más tiempo en los colores. Detenerse a
ver cómo nos atraviesan sin que ninguno de nosotros se dé cuenta. Dentro de su
brillantez, logran atraparnos, sin sentido, nos hacen presos y nos dejan
libres, medianamente logramos separarlos uno del otro.
Osadamente hemos cambiado sus nombres a nuestro antojo y ellos dan cuenta de eso, de esto que no es normal. Y cobran vida.
Osadamente hemos cambiado sus nombres a nuestro antojo y ellos dan cuenta de eso, de esto que no es normal. Y cobran vida.
El más puro de los azules, mal llamado celeste, te eleva
para confundirse con el cielo soleado del invierno, te lleva y sin avisarte te
suelta: caes al abismo.
No hay nada de malo en ese amarillo que alegra las mañanas, que confunde las tardes de encierro, que sólo él hace que termines el día en calma. Puede ser que el naranja te distraiga, durante los fines de semana recobra su fuerza y se engrandece, eres casi que minúsculo a su lado, eres solo lo que queda. Ni que decir del rojo, que se mimetiza con los labios, los ojos y el corazón, que se hace llamar dueño del amor, es capaz de hacer contigo lo que quiera, ir, esperar, viajar, regresar, reír, llorar, esperar, desesperar, aguantar, soñar, desear, llorar otra vez, sufrir, ver hasta quedarte ciego y volver a desesperar. Ese que parece inofensivo que atrae a tu piel cuando se dibuja en cualquier parte. Rojo pasión. Rojo dolor. Rojo fervor. Rojo dolor.
No hay nada de malo en ese amarillo que alegra las mañanas, que confunde las tardes de encierro, que sólo él hace que termines el día en calma. Puede ser que el naranja te distraiga, durante los fines de semana recobra su fuerza y se engrandece, eres casi que minúsculo a su lado, eres solo lo que queda. Ni que decir del rojo, que se mimetiza con los labios, los ojos y el corazón, que se hace llamar dueño del amor, es capaz de hacer contigo lo que quiera, ir, esperar, viajar, regresar, reír, llorar, esperar, desesperar, aguantar, soñar, desear, llorar otra vez, sufrir, ver hasta quedarte ciego y volver a desesperar. Ese que parece inofensivo que atrae a tu piel cuando se dibuja en cualquier parte. Rojo pasión. Rojo dolor. Rojo fervor. Rojo dolor.
Uno debería ser más responsable, nosotros no debemos
elegir, ellos son quienes por derecho de existir desde antes, nos debieran
elegir. Dejarnos sentir sus ganas de permanecer a nuestro lado, adornarnos con
su luz, llenarnos de motivos para despertar, levantarse, lavarse y volver a
soñar. Cada uno se quedaría eternamente y por fin seriamos la muestra viva del
color con el que abusamos al utilizar sus nombres. Podríamos elevar las anclas,
fundirnos en el mar y no dejar de ser nosotros juntos, en el fondo del océano
se dispararía nuestra propia luz, nos reconoceríamos a miles de kilómetros de
distancia. Seriamos felices sabiendo que ya no deberíamos buscar más. Se
acabaría el problema de padecer el ser otro, de confundirnos. No existiría
nunca más algo a lo que llamemos negro. Pasearíamos entre nosotros como un
arcoíris capaz de llegar a cualquier lugar con sólo sacudir el pelo.
Varios de ellos me persiguen hace días, hacen que me fije
en ellos, que quiera tocarlos, que desee sentirlos. Van haciendo un camino, van
dejando las huellas una por una y me gritan nombres, lugares, deseos que ya no
sé si son sólo eso o mi idea de un sueño en el que realmente creo que te veo.
SIN
MIEDO A LAS AGUJAS
Por:
Fernando Vanegas Moreno
Y cuentan que Dios, después
de muchos siglos de ausencia y desentendimiento resolvió un día volver a mira
hacia la tierra…, se asomo a su triangulo glorioso y lo poco que alcanzó a ver
le desmorono hasta la Gloria…, entristecido y preocupado, El Santo Señor se
paseaba de un lado a otro del cielo, pensando en que hacer para remediar tal
desmadre, cuentan también que solo se le escuchaba decir “Hay YO mío” y “ Santo
YO, que vamos a hacer”; pero siendo
Dios, Omnipotente, Omnisapiente y Omnipresente, se decidió por la formula que
dos mil doce años atrás le había funcionado: Llamo a su hijo único y le
encomendó la misión: “Tenes que bajar a la tierra y recomponerles el camino
otra vez”, cuentan que dizque le dijo; a lo que el Santo Unigénito respondió:
“Pero que, ¿otra vez yo?, manda pues a San Miguel, que ese es más fuerte que
yo…, acordate lo que me paso la última vez: me metí a redentor y salí
crucificado”. Pero Dios es Dios y su palabra es impajaritable, así que el Buen
Jesús, tomo aire, se santiguo y descendió del cielo a cumplir la Santa Voluntad
del Padre. Esta vez no llego a Israel, “allá hay mucho tropel ahorita y no me
dejan ni llegar”, pensó, “mejor, vuelo directo al Vaticano, estoy seguro que haya si seré bien
acogido”. Y dicen las narraciones que llegando Jesús a la Plaza de San Pedro,
se maravillo por lo cambiado que estaba todo esto: “que qué hermosura de
iglesias, que qué Cúpulas tan grandes, que qué maravilla de obras de arte”, en
fin todo era esplendido.
Pero cuentan también que
desde que puso un pie sobre la tierra, La Guardia Suiza y los servicios de
inteligencia pontificios, empezaron a seguir a ese sospechoso mechudo, barbado
y de sandalias, que miraba obnubilado todo a su alrededor y que regalaba con
una sonrisa y una bendición a cuanta persona se atravesaba en su camino. No
eran claras sus intenciones y se rumoraba que “hasta terrorista sería”.
Más entró en perspicacias,
cuando después de varios meses y de otro tanto de trámites, este “neo hippie”,
se atrevió a pedir audiencia con el Sumo Pontífice. “Era el colmo de la
desfachatez de ese marihuanero”, pensaron los servicios de inteligencia de la
OTAN, que ya habían sido puestos en conocimiento del sujeto por sus pares
vaticanos.
Pero Jesús no se rendía,
intentó por todos los medios habidos y por haber acercarse al máximo prelado,
pero todo fue imposible…, ni sus influencias en el cielo dieron resultados
dicen. La CIA ya había fotografiado al insistente personaje y dicen que el Papa,
al ver la imagen del tipo dizque dijo “Ese lo que busca son indulgencias
plenarias, pero qué vamos a hacer todo el mundo quiere lo mismo”.
Cansado entonces, El Maestro
se despidió de tanta opulencia y arrogancia, recordando que Él había comenzado
con un simple burro; y dicen los que lo vieron, que triste se decidió a hacer
lo que Él mejor sabía hacer: predicar. Escogió al azar, el lugar del mundo
donde (bajo su concepto), se necesitará más de su palabra y su aliento y viajo
a un país llamado Colombia…, y empezó de ceros dicen, caminando por aquí y por
allá, regalando amor y buena voluntad entre los que lo acompañaban, haciendo de
la nobleza y humildad sus mejores armas y obsequiando de vez en cuando un
milagro entre sus seguidores. Y fue tanta la gente que convocó el mechudito,
que pronto los organismos de seguridad del Estado se pusieron a la espalda del
Buen Hijo. Dicen que hasta un paisa, ex presidente él, al saber el poder de
audiencia que tenía ese muchacho dijo: “Ese lo que es es un narcoterrorista de las
FAR, que me lo traigan que yo si le doy en la jeta marica”. Pero Él, sin
importarle nada y con la benevolencia de siempre, prosiguió su camino
evangelizador, durmiendo con el más pobre, comiendo lo que había y cuando
había, cogiendo flota y Transmilenio, y obvio, ocultándose de aquellos que para
ese momento ya lo tenían más que perseguido. Y narra la historia que un
domingo, el buen Jesús llegó a la Iglesia del Veinte de julio en Bogotá y por
primera vez desde su nueva visita, se emberraco. Pero no era una piedra
cualquiera, estaba superembejucado. Dizque “que era todo ese mercado, todo ese
escapulario y todas esas imágenes, que como era posible que siendo un lugar de
oración, eso estuviera lleno de comidas, ropa y hasta ungüentos para espantar
la mala suerte, que no, que eso era imposible”, y emberriondado como estaba
dicen que agarro una riata que encontró por ahí en uno de tantos puestos y
empezó a repartir rejo a diestra y siniestra, y al rato claro, que llegaron los
del CAI, y apresaron al Noble Cordero. Dicen que llego a los calabozos de la
DIJIN, donde lo insultaron y ofendieron, lo golpearon y lo torturaron con
bolsas plásticas y golpes en las plantas de los pies, cuentan que le daban
descargas eléctricas y se reían de Él, y que cada rato le preguntaban a que
frente guerrillero era que pertenecía.
Él, silencioso, solo veía
repetir su historia. Y para rematar su desgracia, estando detenido en ese
hueco, llego una orden de aprensión internacional, emitida por INTERPOL, dizque
por sus andanzas “sospechosas” por lados de la Basílica de San Pedro; y
Colombia, que siempre hace caso mansamente de los designios de otros, decidió
mandar al Verbo Divino extraditado para arriba, para los Estados Unidos. No más
llegar allá fue lo mismo pero diferente, un juicio sumario en donde nunca se le
permitió hablar (y mejor pensaba Él, ya estaba todo escrito), insultos y
ofensas y el veredicto final: “condenado a la pena de muerte por inyección
letal de manera inmediata por terrorismo subversivo”, y una sarta de patrañas inventadas
por los fiscales que amangualados con una defensa mediocre ya tenían el fallo
preestablecido. En fin y ya para rematar la historia, dicen que Chucho fue
conducido a la sala de su ejecución, amarrado a su última cama y en presencia
suya prepararon el coctel químico que inyectado lo despacharía de nuevo al lado
del Progenitor Eterno. Pero ocurrió lo impensable, lo inimaginable…, Dios que
nunca había perdido de vista a su Hijo, que lo había acompañado todo el tiempo,
decidió que no iba a permitir que otra vez su Amado fuera blanco de la maldad y
falsedad de los humanos, y en medio del sudor frio que ya acompañaba el Sagrado
rostro de su “pelao”; así, sin más ni más, ascendió en cuerpo y alma su retoño
frente a las miradas atónitas de guardias, abogados y sapos que nunca faltan
cuando de generar morbo por la muerte se trata. Algunos cayeron de rodillas,
otros se daban golpes de pecho y unos más se desgarraban vestiduras prometiendo
nunca más volver a pecar…, pero ya era tarde, Dios había sentenciado: nunca más
volvería sus ojos misericordiosos hacia la tierra, borraría del libro sagrado
de la vida los nombres de aquellos que tan injustamente habían tratado a su
enviado, dejaría eso sí, campo abierto para todo aquel que actuara de manera
correcta y sacara, entre millones, la cara por toda una especie, cerró su
ventana celestial y se fue a tomar tinto y a jugar parques con el viejito San
Pedro, que hacía rato lo estaba esperando.
Jesús por el contrario, y en
su inconmensurable amor, si dejo una esperanza, la certeza de que Él, como heredero del trono celestial,
siempre escucharía nuestras suplicas, en todo momento trataría de ayudarnos,
prodigaría su amor por todos y en todo momento, y su paz y su palabra siempre
nos alentarían. Prometió eso sí, después de mucho cavilarlo, que nunca, óigase
bien, nunca volvería a la tierra…, hasta que no le perdiera el miedo a las
agujas.
ALGO
DE AYER
Por: Fernando Vanegas moreno
Si que era fría esa mañana…,
salió sin prisa, asomándose a su tristeza cotidiana, creía en su alma que todo
mejoraría con el paso de las horas. Mientras esperaba el bus, subió las solapas
de su abrigo, sacó de su bolsillo izquierdo el último cigarrillo que le
quedaba, lo puso en su boca y luego de encenderlo, inhalo con fuerza aquel beso
prendado de nicotina y de barbarie. Buscaba en su memoria el recuerdo perdido
de esa niña, la de ayer, la del colegio, la que fuese en un momento de locura
adolescente, su amiga, su novia, su amante, su esposa. Últimamente la evocaba
demasiado…., tal vez era el cansancio de su vida desordenada y sin sentido, tal
vez era solo la necesidad imperiosa de querer, de amar, así solo fuera a un
recuerdo; hacia tanto tiempo de su soledad, que ya extrañaba el dulce dolor de
enamorarse.
Estaba agotado, lo miserable
de su alma solo se equiparaba con la grandeza de sus ideas, su pobre
apreciación de sí mismo, no era para nada concordante con el concepto de
“genio”, que de él tenían la mayoría de sus conocidos, y es que sí, era un
genio, algo loco, algo descuidado, algo hijueputa, pero un genio.
-Oiga marica, ¿Por qué fuma
tanto?
-Don Marica pues merezco
respeto (contestaba cuando así lo interrogaban), fumo tanto porque solo la
nicotina es capaz de hacerme escapar, y rápido, de juicios de valor como el
suyo.
No aceptaba la intromisión
fastidiosa de otras personas en su vida. Él y solo él era el dueño de su
destino, y así, esa mañana, con nostalgia volvía al tiempo aquel en que “capaba
colegio”, solo con el firme argumento de esperarla a la salida de sus clases,
cargar sus libros hasta la puerta de su casa y despedirse con un beso inocente
hasta la tarde siguiente, cuando muy seguramente, el Wimpy de Unicentro se
convertiría en el testigo alcahuete de ese amor infantil ya madurado.
Ya en su transporte, busca
la silla más apartada, se sumerge de nuevo en sus coloquios y en un momento
dado la ve reflejada en la ventana empañada de su lado, el corazón se para, es
imposible la casualidad, voltea con violencia y…, no la ve… ¿acaso su ejercicio
mental de evocación, ya raya en la obsesión y la locura? No, no puede ser. Hace
tanto no sabe de ella, son muchos años, ya debe estar casada y, muy
seguramente, será una excelente esposa y madre. No cabe duda alguna, se está
enloqueciendo. Baja con premura de aquel infierno rodante, pero el averno ya
está en su cabeza, camina rápido primero; corre después, como para intentar
dejar atrás esa imagen en uniforme colegial. Atraviesa el parque el Virrey, la
carrera 15 y continua hacia el oriente en su desesperada evasión de los ayeres.
Por fin, ya sin aliento y rendido ante la velocidad inmisericorde de su mente,
se sienta en el pasto humedecido de esa mañana, quiere dejar de recordar,
quiere que su maldita vida gris vuelva a ser como siempre, quiere criticar y
ser huraño y amargado sin que le importe nada ni nadie, quiere cabalgar en la
penumbra de su orgullo y abrazar su soledad, quiere y se da cuenta, que lo que
más quiere…, es que ella aparezca.
CUENTO CORTO DE GABRIEL
GARCIA MARQUEZ
Un científico, que vivía preocupado con los
problemas del mundo, estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos.
Pasaba días en su laboratorio en busca de
respuestas para sus dudas. Cierto día, su hijo de 7 años invadió su santuario
decidido a ayudarlo a trabajar. El científico, nervioso por la interrupción, le
pidió al niño que fuese a jugar a otro lado. Viendo que era imposible sacarlo,
el padre pensó en algo que pudiese darle con el objetivo de distraer su
atención. De repente se encontró con una revista, en donde había un mapa con el
mundo, justo lo que precisaba. Con unas tijeras recortó el mapa en varios
pedazos y junto con un rollo de cinta se lo entregó a su hijo diciendo:
"como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto para que
lo repares sin ayuda de nadie". Entonces calculó que al pequeño le
llevaría 10 días componer el mapa, pero no fue así. Pasadas algunas horas,
escuchó la voz del niño que lo llamaba calmadamente. "Papá, papá, ya hice
todo, conseguí terminarlo". Al principio el padre no creyó en el niño!
Pensó que sería imposible que, a su edad hubiera
conseguido recomponer un mapa que jamás había visto antes. Desconfiado, el
científico levantó la vista de sus anotaciones con la certeza de que vería el
trabajo digno de un niño. Para su sorpresa, el mapa estaba completo. Todos los
pedazos habían sido colocados en sus debidos lugares. ¿Cómo era posible? ¿Cómo
el niño había sido capaz? De esta manera, el padre preguntó con asombro a su
hijo:
- Hijito, tú no sabías cómo era el mundo, ¿cómo lo
lograste? Papá, respondió el niño; yo no sabía cómo era el mundo, pero cuando
sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi que del otro lado estaba la
figura de un hombre. Así que di vuelta los recortes y comencé a recomponer al
hombre, que sí sabía cómo era.
"Cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta
la hoja y vi que había arreglado al mundo".
GABRIEL GARCÍA MARQUEZ.
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