SIN
EGOÍSMO
Por:
Javier Barrera Lugo
Lo amo viejo. Nunca lo voy a olvidar.
No eran un cúmulo de dogmas rígidos. Aquellas
reuniones de amigos al alba fueron sólo un ritual de parámetros flexibles que
mi viejo instituyó como escape creativo a las preocupaciones que le generaban
una vida de trabajo dedicada a sacar adelante, junto a doña Teresa, a cuatro
hijos pasados de revoluciones. Todo parecía ubicado estratégicamente en aquel
tinglado cimentado en la evasión necesaria que deben tener los seres humanos
para no enloquecer: par amigos igual de fastidiados y con el espíritu lleno de
emoción, unas cervezas en el estanco de
Víctor, donde funcionaban además el despacho de busetas y una polvorería mítica
que en julio y diciembre, inundaba de fuego las calles del barrio y que mantuvo
por décadas el ominoso récord de explosiones sin muertos más grande de la
ciudad. (Don Héctor sobrevivió a uno de estos eventos un día de velitas del
84). Daba cierre a la gaseosa planeación estratégica de la bohemia, alguna
pelea entre obreros ebrios hasta el copete
que lograban el dudoso milagro de hacer que los policías abandonaran el
imperio de ronquidos que era la estación del “City” y sellaran la cantina donde, con o sin uniforme puesto, eran
clientes puntuales.
De aquel templo de la tertulia y tragos bien
entendidos salía cada quién para su casa, pero un latido vital delataba que las
cervezas no fueron las suficientes, que la vida transitaba furiosa y pese a que
había que madrugar, los sentidos estaban plenos, que el tocadiscos Hitachi recién comprado y los acetatos
de Orlando Contreras, Antonio Aguilar, Lucho Bowen, Helenita Vargas, Javier
Solís, Osquítar Agudelo, María Dolores Pradera, Cuco Sánchez, Daniel Santos y
Olimpo Cárdenas, hacían “coquitos”
para ladrar historias de desamor, de
vagos que se metieron a soldados para tocar la corneta y terminaron aprendiendo
que la milicia no es sino un refugio para quienes no saben hacer nada salvo
obedecer. Esa fiebre de ociosidad los llamaba como si de ambrosía otorgada por
el dios Baco se tratara. Don Héctor, líder por naturaleza, brindaba la sala de
su casa y asumía las consecuencias de enfrentar a mi mamá.
Los relojes no eran un problema para nosotros. Los
niños no piensan en el tiempo, les sobra; únicamente la perorata en voz baja
entre mi viejo y su adorada Teresa, nos hacía prender las alarmas respecto a
los sucesos por llegar. Ella le reclamaba por hacer “recochitas” a la una y
media de la madrugada con un “grupete de pelafustanes y justo al lado del
cuarto de los “chinos”. Un exabrupto
que no estaba dispuesta a tolerar. “Son muy pequeños y no quiero que aprendan
mañas, ni palabrotas de borracho”, decía, ignorando que Andrés, el “terremoto”
de la casa, “la porcelana”, no sólo las decía con una habilidad de carretero
enguayabado, sino además, las escribía con grumos de tiza en los tejados de la
casa vecina donde se encaramaba para asustar a las mojigatas novias de los
payasos de Animalandia, que en aquel
tiempo eran la sensación en un país donde la caja idiota y sus bufones empezaba
a volverse una secta con millones de adeptos.
Una vez capoteado el temporal, con la venia de mamá,
que a regañadientes aceptaba las peticiones de su amado, las voces se
acentuaban, el escarceo de las luces de la sala dominaba los dinteles de las puertas,
las melodías fluían y un Alejo de siete años, Andrés y yo, comenzábamos nuestra
educación sentimental sin entender mucho de lo que se decía en aquel recinto. Todas
las canciones hablaban de desamor, de errores, de amantes y queridos a quienes
las penas se les escapaban con el sudor, describían las lágrimas de unas madres
que vivían en pueblos lejanos de la provincia y se la pasaban rezando por la
suerte de sus hijos encandilados con promesas que la ciudad se negaba a
cumplirles, triángulos apasionados, corazones a quienes un mal proceder terminó
por quebrar, un trago, mil tragos para paliar gigantescos dolores. En silencio
escuchábamos, reteníamos, nos burlábamos del viejo, de García, su compadre, del
tío Félix, del señor Moreno (igualito al papá de la serie ALF, lo juro),de don
Libardo Vera, crédito de Espinal, Tolima, un tirano con su familia y un alma de
dios con el resto de la humanidad… Instantes que no se borraron, cientos de
vigilias que se nos metieron anárquicas en la sangre y el cerebro.
Las veladas eran sanas, generosas en remembranzas,
críticas frente a las actuaciones del presidente de turno y su partido. En
primera plana como un mandamiento, el análisis vehemente sobre el desempeño
mediocre de Santa Fe y Millonarios en el torneo local de fútbol, los sucesos de
los amigos, negocios y proyecciones, la bendita vida diaria que parecía
burlarse de la disposición cruzada de los sueños. La música ablandaba cualquier
atisbo de pesimismo, latía; los viejos, en ese momento hombres que rozaban los
cuarenta años, se dejaban tentar por la poesía de lo cantado, por sus
elaboradas letras y lo esencial de cada instrumento. Y no es que sus mujeres
fuesen traidoras agazapadas y por eso padecieran, al contrario, fueron y son
leales compañeras de ruta, señoras intachables que criaron a una generación que
de a poco empezó a olvidar su índole, que compró un boleto para la prosperidad
cosmética con sabor a babas. En aquellas canciones mi padre y sus amigos
encontraron el sentido lírico de las vivencias ajenas, las palabras hilvanadas
por portentos de la composición para quienes era claro que la lúdica
inconforme, el juego de las letras, era hermano gemelo de la desesperanza, dama
caprichosa que educa restregándonos los errores en la cara.
El quilombo terminaba casi al alba con dos canciones
que eran himnos de una liturgia forjada por camaradas honestos: “En el juego de la vida” del gran Daniel
Santos, con la cual el grupo, literalmente, tumbaba las paredes con sus
gritos ebrios y llenos de alegría:“En el
juego de laaaa viiiiddddaaaa…Juega el grande y juega el chico, juega el blanco
y juega el negro, juega el pobre y juega el rico… Juega con tus cartas
limpias…Vive y deja que otros viiivaaannnn…”. La segunda, un portento de
canción interpretada por Orlando
Contreras, “La voz romántica de Cuba”,
metálica, deliciosa, atarbana y rasposa,
Sin Egoísmo: “Pooorrr esooo te deje, con gran dolor te
abandoné, porqueeé sin egoísmo vivo yoooo… Para queeé tenerte así, sin
niinguuna comprensión, si yo sé, que tu amoorrr, fue una ilusioooonnnn… Poorr
eso te dejeé, con gran dolor te abandoné, porqueee sin egoísmo vivo yoooo… ¡Y
sooy feeliiizzzz!”.
Las luces se apagaban. Alejo dormía al igual que
Lili, en ese momento una nena graciosa, rubia e histérica. Papá y mamá cerraban
las puertas, se sumergían en los secretos de su cuarto hasta la salida del sol.
Cada espacio de nuestra casa era llenado por el silencio tóxico de lo habitual.
Junto con Andrés, a escondidas, subíamos a la terraza y escuchábamos cómo la
señora Consuelo, esposa de Don Libardo, denunciaba a grito entero el precario estado
de conciencia con el que llegaba a perturbarle el sueño a toda su familia. Las
palabras ceceadas del hombre sólo
dejaban intuir un “¡negra, estaba donde Barrera! Deje de joder y hablamos
mañana. Ve, por eso es que me da “jartera”
venir a dormir la “jartera”. Remataba
el comentario con una carcajada de sibarita. Minutos después todo era cobijado
por el mutismo. Mi hermano y yo nos tapábamos la boca para que nuestras risas
no se escucharan. En puntas de pies volvíamos al cuarto para seguir siendo los
mocosos que llegarían trasnochados a la escuela y que hoy tienen la edad de ese
grupo de bohemios adorados y buscan negarlo a toda costa.
La vida está llena de chispazos, de momentos que
hacen soportable la cotidianidad, esas explosiones de magia que los científicos
llaman asimetrías, las que soportan y reafirman una variable constante. Esta pandilla
de almas rebeldes en la medida de sus posibilidades, sin quererlo, nos enseñó
la dignidad patente en los comportamientos extremos que sólo tienen
consecuencias para el corazón dispuesto a enamorar o morir en el intento. Las
“tomatas” fenecieron, los amigos se fueron a escribir otras historias, se
cansaron de celebrar, tal vez la edad les regaló el placer de la mesura. Pero
el daño quedó hecho. Los hermanos Barrera descubrimos con la temeridad de lo
fortuito que la capacidad de perdón de las mujeres es selectiva, que siempre
dejan una colilla del pecado perdonado a la mano para cuando sea necesario
abrir una herida que se infecta. Nos enseñaron el bigotón Daniel Santos y
Orlandito Contreras, Don Héctor, el
tío Félix, que los hombres lloran si se enamoran, cuando no los quieren, cuando
no utilizan, cuando utilizan y no aman lo suficiente o se convierten en
máquinas hastiadas de sí, cuando de verdad duele el alma. Comprendimos que el
amor es puro, duro, deforma y conforta como la linfa de una mandrágora. Lección
aprendida y comprobada muchas veces…Hicimos bien la tarea.
Siempre viene una reminiscencia bonita, un latigazo
de electricidad en el pecho cuando de casualidad los de mi generación y origen escuchamos una
de las canciones emblemáticas de aquella cofradía, un raro placer que parece
destinado a los escasos antros donde se reúnen cada vez menos pensionados o
conocedores del tema a rumiar tiempos mejores. La nostalgia está mandada a
recoger, dicen los dueños del mundo, las directrices del mercado se aplican
hasta en los lugarcitos en los que se reúne el lumpen de una metrópoli plagada
de espejismos. Hoy en las cantinas el
sonsonete que impera es el de la hostigante música popular y sus frases
inconexas, los Jhonnys y los Pipes, que de buenos sólo tienen el apellido
porque con su arte dudoso hacen honor a una máxima de la vida:“vulgaridad es la
virtud del mediocre”. Son espacios destinados al fetichismo de la
intrascendencia, a la ordinariez de la mente, las conversaciones tienen otro
calibre, el único objetivo es el ensimismamiento sin reparos, la estúpida
sobrevivencia amputada de anhelos, el mero hecho de la ebriedad.
La poesía es veneno que provoca, sus adoradores, una
suerte de suicidas aferrados a la existencia que por instantes se sumergen en
las violentas aguas de la melancolía para testificar su ingenuidad. Usted que
lee esta reflexión tiene un nombre particular para esa persona que le enseñó a
percibir lo que se siente sin querer o queriéndolo mucho, un tío, su padre, su
mamá, un vecino bonachón, un sabio borrachín que remontaba las calles de su
parroquia tarareando melodías del ecuatoriano Julio Jaramillo, “el ruiseñor
de América”, los temas
milimétricamente tristes de Don
Alcibíades “Alci” Acosta, o Renunciación,
de Javier Solís, “Rey del bolero ranchero”, (No quiero verte llorar, no quiero ver que las penas se metan en tu alma
buena por culpa de mi querer…No quiero verte sufrir, no soy capaz de ofenderte
si sabes que hasta la muerte juré ser sólo de ti…).
La belleza es una noción subjetiva, el tono colorido
que hace falta para subvertir las pesadillas. Tantos rostros, tantos momentos
que nos indican que el tiempo pasó, que nos vamos haciendo viejos, que los
hombres no mueren, que sus corazones estarán junto a nosotros mientras no
carguemos la enfermedad del olvido. Alcemos las copas, volvámonos a enamorar,
todo existe si así lo queremos.
Renunciación (Javier
Solís)
Temeridad (Olimpo
Cárdenas)
Si Dios me quita la vida (Javier Solís)
Fallaste corazón (María
Dolores Pradera)
Tres corazones (Cuco
Sánchez)
Pasaste a la historia (Helenita Vargas)
Sin egoísmo (Orlando
Contreras)
En el juego de la vida (Daniel Santos)
Cataclismo (Javier
Solís)
Me recordarás (Javier
Solís)
No hay comentarios:
Publicar un comentario