EL
ECLIPSE DEL 98
RAFAEL
AGUIRRE. Nació en Medellín. Ha publicado cuentos y ensayos en
libros, revistas y periódicos. Entre otras distinciones, fue finalista del
Premio Nacional de Cuento 1998 de Min cultura. Actualmente prepara un segundo
volumen de cuentos y dos novelas. Es psicólogo, educador y actualmente miembro
del consejo editorial de la revista Rampa.
“Amigo
Escorpión, hoy es un día muy especial para usted, la interposición de la luna
entre el sol y la tierra, formando en nuestro planeta una franja de oscuridad
casi total, le traerá energía en abundancia y nuevos bríos a su espíritu.
Atienda los consejos de la persona más cercana a usted y buena suerte”.
Era la voz del astrólogo en
el programa para noctámbulos, trasmitiendo desde la capital notas de farándula,
noticias, datos curiosos y algo de música. Pero a medida que avanzaba la
madrugada, las ondas hertzianas se esfumaban en ruidazales electrónicos y
entonces, también ellas lo abandonaban. El pequeño radio de pilas y un
periódico de cada ocho días eran su único contacto con el mundo exterior y
hasta le servían de calendario. Completaba, según sus cuentas, 22 días de
cautiverio sin conocer el nombre del sujeto que le habían asignado como guardia.
Desde muy temprano se atrevió a hablarle: “Señor… mi nombre es Fortunato Díez,
¿cómo se llama usted?” Él dio una respuesta que hacía honor a su apodo: “Me
llaman Carepalo. Es mi nombre de batalla y punto”. Esa madrugada del 26 de
febrero de 1998, cuando la radio transmitía datos pertinentes al evento
cósmico, Carepalo le increpó desde el otro lado de la reja: ¡¡ey!, póngale más
volumen a esa vaina…” y así lo hizo el prisionero, interpretándolo como un
asomo de sensibilidad de su carcelero. De un periódico dominical que le
trajeron a su celda, aprendió de memoria los pormenores del suceso celeste. Se
sintió el ser más desgraciado al no poder gozar, junto a su familia, de la
efemérides astronómica. Sin embargo, un asomo de regocijo lo embargó cuando
notó que su cancerbero también leía el periódico abstraído en los datos
técnicos del fenómeno, y miraba al cielo probándose unas gafitas para observar
eclipses. Desde entonces, analizó cada uno de sus gestos y llegó a percibirlo
como una extensión de sus ojos hacia el exterior. ¡Dios mío! Si se emociona con
las maravillas de la naturaleza, entonces Carepalo tiene corazón, pensó. No
puede ser tan mala una persona que mira al cielo. Parece asombrarse un poco por
su manera inusual de levantar las cejas, arrugar el entrecejo y tocarse el
mentón. No hay duda, tiene capacidad de meditación, está ansioso y no quiere
perderse ningún detalle del eclipse. Carepalo siente emociones, concluyó
percibiendo posibilidades de diálogo, destellos de esperanza y luces de
libertad. Había leído que ese día la luna ocultaría por completo al disco
solar, produciendo un cono de oscuridad
total a lo largo de una franja que en promedio tendría 140 kilómetros de ancho.
Entonces, a juzgar por el interés que Carepalo mostraba al respecto, tuvo la
certeza de que su confinamiento se encontraba en dicha franja. —Amigo, ¿sabía
usted que Cristóbal Colón salvó su vida por un eclipse? —le pregunto al
carcelero. — ¿Y cómo fue eso? —contestó él muy interesado. —Resulta que en uno
de sus viajes perdió sus víveres y el agua dulce que llevaba —le explicó
notándolo receptivo—. Entonces acudió a los indios del Caribe en busca de
ayuda, ellos se la negaron. Como era un excelente observador del cielo, utilizó
su saber y los amenazó con que esa misma noche la luna se teñiría de sangre.
Así ocurrió, pues se trataba de un eclipse de luna, y ellos muy asustados le
dieron todo cuanto pidió. — ¿Y cómo es un eclipse de luna? —preguntó Carepalo
con curiosidad. —Es casi lo mismo, sólo que esta vez la tierra le tapa el sol a
la luna, y se da en noches de plenilunio. —En realidad no le entiendo mucho. En
cuanto a la historia de Cristóbal Colón, ni crea que a usted le va a pasar lo
mismo. Unas horas después, Fortunato Díez relataría a sus amigos aquella noche
de 3 minutos y 58 segundos, la manera como fue plagiado, desde el momento en
que unos hombres armados lo abordaron cuando venía de vender unas vacas en el
pueblo: “Esto es un secuestro. Manéjese bien y nada le pasará”, le dijo uno de
los plagiarios. Lo subieron a un campero, lo amordazaron, lo maniataron, le
vendaron los ojos y entonces se sintió como una de las pepitas del inmenso
cascabel en que se le había convertido el mundo. Luego de cinco horas de
carretera le destaparon los ojos, le desamarraron las piernas y lo obligaron a
caminar durante tres horas por terreno boscoso hasta llegar a un rancho
camuflado entre el follaje, y allí lo tumbaron en un cuchitril de 2,50 por 3
metros. El día del eclipse, Carepalo se mostró ansioso y muy interesado en las
notas que la prensa y la radio daban sobre el acontecimiento. Serían las 11 y
20 minutos de la mañana cuando, mirando por las gafitas especiales, dijo
“¡mierda! La luna ya empezó a morder el sol” y yo desde mi prisión le pregunté,
“¿por qué lado?”, y él me respondió, “por el occidente y parece una almendra de
higuerilla”. Guardó silencio y al cabo de un buen rato añadió: “ahora el sol se
parece a los cachos de una vaca”, fue entonces cuando desde mi encierro noté
que realmente oscurecía y hacía frío. Empezó a describirme los hechos como si
se compadeciera de mi falta de espacio y de campo abierto para ver lo que él
veía: “Parecen las 6 y media de la tarde pero con un cierto color de
mandarina”, me decía emocionado. “Ahí va un montón de pájaros asustados. Los
cogió la noche a destiempo. Don Fortunato, escuche… Los grillos ya empezaron a
chillar. Y es verdad que en el suelo se reflejan pequeñas medialunas”. Por
primera vez se refería a mí con el “don” y me sonó tan amistoso, que ya no lo
veía como a un criminal. Yo no podía mirar más que un pedazo del bosque a
través de las rejas y el perfil de su rostro anonadado por la oscuridad que se
aproximaba. De pronto el bosque se llenó de murmullos nocturnos. Sentí la
necesidad de arroparme con una sábana y empecé a temblar, no sé si de frío o
por la perturbación de no poder mirar en libertad el último eclipse de siglo en
mi terruño. Entonces también empecé a llorar. “Carepalo, ¿qué ves ahora?”, le
pregunté distinguiendo su bulto que miraba hacia arriba y me daba la espalda.
Él me respondió: “por favor no me hable, no tengo palabras para describir lo
que veo”. El día se había ido en una oscuridad aplastante. Me incliné para
tratar de observar el poco cielo que podía llegar a mis ojos, y por entre las ramas de los árboles, hacia el
occidente, alcancé a ver una estrella. Era Venus, el mismo lucero que en las
madrugadas veía aparecer a través de una hendidura por donde llegaban a mi
celda los primeros rayos del sol, tan sutiles, que a veces los consideraba como
una bendición de las Alturas. Entonces le dije a Carepalo: “Yo no puedo ver
nada, pero le confieso que tampoco tengo palabras para describir lo que
siento”. Sería la media noche de esa noche de un suspiro, cuando escuché a
Carepalo que en tono grave y la voz quebrada dijo: “Es como una bendición de
Dios… Sólo que esta vez se puede distinguir la inmensa sombra de su mano”. Me
pareció que levantaba los brazos al cielo y susurraba algo como hablándole al
Creador. A mi celda había entrado una luciérnaga. Afuera, el bosque murmuraba
en currucutúes, guacharacas, aleteos y ruidos de alimañas entre la hojarasca.
Hasta que una luz ambarina empezó a penetrar de nuevo por los ramajes. El trino
de los pájaros completó el cuadro de otro amanecer. Esta vez el día volvía más
rápido y me olvidé de la opresión mañanera de otra jornada de incertidumbre.
Por más de media hora Carepalo estuvo de pies dándome la espalda y mirando
hacia el suelo. Confieso que sentí lástima por aquel pobre diablo cumpliendo
con la misión de no dejarme escapar. Sin mirarme a la cara dijo: “Don
Fortunato, en el suelo, a un lado de la reja encuentra las llaves de su celda.
Después de lo que vi, siento que no puedo ser el mismo. Le aconsejo que espere
a la noche, coja por el camino junto al río y preséntese en el primer caserío
que encuentre. Es su libertad y también la mía”. Atardeció, oscureció y
amaneció dos veces en el mismo día. Jamás olvidaré aquella noche. Quizá tampoco
la olviden mis nietos cuando se las cuente con palabras que nunca desatarán ese
nudo imposible de sentimientos: entre terrible y maravilloso, cruel y humano,
miserable y grandioso: puro discurso de Dios escrito en la naturaleza. En
cuanto a él, vi cuando se hundió en el bosque como un niño entre las fundas de
su madre y desde allí, sin poderlo ver, me gritó: “¡Ah, y mi nombre es Juvenal
Fonnegra. Adiós don Fortunato!” No volví a saber de él. Y fui libre como la luz
que renació de aquella oscuridad que me salvó.
De
Las tentaciones de Tánatos. Fondo Editorial Universidad Eafit. Colección
Antorcha y Daga. Medellín, 2006.
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