El Grupo editorial
Idiota Inútil, desea a todos sus seguidores y colaboradores, una feliz navidad
y un próspero año nuevo
LO
MEJOR DE 2017
LUZ Y OSCURIDAD
Autor: Daiana Daguerre
Me
siento sola, ¿no hay nadie más aquí?
- si yo. La Oscuridad... vente conmigo, ¿te despreciaron? no importa yo no lo haré, ¿se burlaron de ti? ven conmigo y nos burlaremos de ellos, ¿te lastimaron? dale vamos nadie más lo va a hacer ahora-.La oscuridad vestía un vestido negro de seda, frío como la muerte. Malvado, Perverso.
-No lo haré- respondió la chica- Eres mala, fría despiadada. No me convertiré en lo que tú eres -A lo que la oscuridad respondió- ja ja. Niña, te puedo dar todo. Puedo hacer que sufran y paguen cada una de las que te hicieron. ¿No ves que no ganas nada con defenderlos? Ellos se burlaron de ti, es hora de que ellos sientan lo que tú sentiste-.
-No
y no- volvió a repetir esta con lágrimas en los ojos- sé que me dañaron, sé lo
que me hirieron y me sentí fatal, pero hacerles lo mismo, sólo me convierte en
uno de ellos-.
-
no niña no te equivoques, no te conviertes en uno de ellos, te conviertes en ti
misma-.
La
chica al sentir estas palabras quedó helada y se repetía para sí: “¿en mi
misma? ¿Acaso el mal soy yo?, ¿será mi destino?”.
Mientras
tanto, la Oscuridad, que podía leer sus pensamientos agregó: - Es tu destino.
Tu destino es ser mi sucesora. ¿No disfrutas el sufrimiento en sus ojos? ¿No
disfrutas el sentimiento de temor que les inculcas?-
Esta
al escucharse a sí misma se sonrió, pues dio el trabajo por terminado, ya nada
tenía que hacer allí.
La
muchacha la miró seria, enjugándose las lágrimas de los ojos y respondió: - Y a
todo esto… ¿Dónde está la luz, lo bueno, lo que sea?-.
La
Oscuridad largó chispas de sus ojos y agregó – no seas tonta. Ella no existe,
es solo lo que ustedes quieren creer. Es ese sentimiento que los vacía poco a
poco a todos y cada uno de ustedes, por eso vengo a librarte de ese tonto
sentimiento sin esperanza-. Y se acercó para llevarla.
.Espera-
respondió la chica ahora con autoridad y potencia- ya se lo que quieres. ¿La
luz soy yo verdad? Cualquiera te hubiese aceptado, se hubiera perdido en su
propia cordura. ¿No ves que es inútil? Mientras que yo, y todos los que
existamos no nos rindamos daremos paso a la luz. La luz somos todos los que
creemos, somos todos los que tenemos ese sentimiento de esperanza y de que todo
puede ser mejor. Al cabo, si no existiera la luz nadie se te opondría. ¿Pero
vez? Fallaste, es mejor que te vayas. Aquí nada tienes que hacer-.
La
Oscuridad llena de odio, se alejó al rincón más oscuro de la habitación y se
fue así como lo hizo la sombra al ser perseguida por un rayo de sol.
LA
VENTANA
Por
Fernando Vanegas Moreno
Oscar era un rogado…, cada
vez que había fiesta donde Ramírez, nos sumergía en sus cavilaciones,
nostalgias y desvelos, nos involucraba por dos horas o más, en su bohemia
infinita, para al final, sacarnos el cuerpo y decir, no, yo no voy…, hombre,
no joda, porque no dijo desde el comienzo, explotaba Vlas…, los demás,
seguíamos el juego y nos apartábamos en paz; luego, la noche continuaba y lo
que ocurriera o dejara de ocurrir, siempre llegaba a la ventana.
“Los Ritos” (Rito y Rita), era
como cariñosamente conocíamos a los padres de la familia Páez Pinilla, gente
divinamente, arraigada en Ciudad Jardín norte, uno de los muchos barrios de la
capital colombiana. Tenían más por tradición que como medio de sustento, una
pequeña miscelánea, que para nosotros, impúberes currinches, se convirtió en el
punto de encuentro y de “cónclave” adolescente; en la ventana de ese comercio,
se ennobleció el dulce trasegar de estos polluelos.
Jorge, Chepe, Nano y
Adriana, son los hermanos mayores de esta historia, entonces eran nuestros
héroes; ya eran “grandes”; profesionales o en camino a serlo, tenían relaciones
adultas, hablaban con madurez…, nosotros todavía, nos emocionábamos con
“profesión peligro y los magníficos”, series televisivas de la época, y que
bueno, hablan bien de nuestra seriedad infantil.
Como decía, esa ventana era
punto de encuentro, de salida, de llegada, de anécdotas, carcajadas, chistes,
bromas, y muchas veces, testigo mudo de dolor y lágrimas, la ventana era un
parcero más en ese parche.
Fue también celestina y
alcahueta: muchos nos reunimos ahí con nuestras
tiernas amantes de jardinera gris y saco verde, las siempre presentes
niñas del Instituto Ciudad Jardín del Norte. -¿Lalita nos vemos a la salida del cole?, claro, ¿Dónde?, -ya sabes, en la ventana, ahí te espero-.
Y no fui el único, todos geo referenciamos el lugar, como punto romántico de
amores inocentes, primeros besos, chocolatinas, esquelas, credenciales,
solitarios, poemarios, peluches…, despedidas, llanto, promesas vanas. Alix,
Adriana, Diana, Viky, y por supuesto, Monika (así, con K), fueron nombres
recurrentes en el viejo dintel.
Casi todas las tardes,
Andrés “el cabezón”, “Chucho”, Ernesto, Vladimir, el señor Oscar, en algunas
ocasiones Italo Javier, y obvio, este servidor, y previo a nuestro
“voluntariado”, como alfabetizadores nocturnos, nos reuníamos allí para
corregir exámenes, sacar notas, preparar clase, hacer demagogia…, carreta…,
solo hablábamos mierda, (fumábamos algunos), arreglábamos el colegio,
programábamos salidas, futbol, baloncesto; nos hacíamos matoneo y nos sacábamos
los trapos al sol, lo normal a esa edad. Madreábamos a los de décimo, y
trazábamos tácticas y estrategias para las contiendas, fuimos malos de novela,
los perversos de los pitufos, los malandros de mi pequeño pony.
También en aquel entrañable
vitral, planificamos sin éxito, grupos de estudio pre ICFES, pre
universitarios, pre…, presuntuosos, era lo que éramos…, tales grupos siempre
fueron una disculpa para el desorden y la juerga.
“Que es lo que pasa
camaleón, calma la envidia que me tienes, que aunque tu cambies de color, yo sé
muy bien por dónde vienes”…, Nano trato de mil
formas, de adentrarme en el son, la salsa, el guaguancó, la charanga y todos
estos ritmos caribeños…, no lo logró, yo iba por otro lado, sin embargo, lo
entendió, y entonces, apoyado en la calma inquietante de nuestra ventana, me
hablaba de sus experiencias en el ejército, me regalaba consejos y palmadas en
la espalda, me obsequio en una hoja cualquiera, la letra de “pedro
navajas”, esa canción de calle, de putas y borrachos, el tema aquel que
nos trae sorpresas, todo, porque mi adorada niña, necesitaba ese poema urbano
para algún deber escolar, así era Nano, un bacán, desprendido, generoso,
grande, inmenso…,
El arrabal sigue ahí,
estoico, nuestra ventana por el contrario, ya no está, al igual que varios de
los protagonistas de esta historia…, sin embargo, cada vez que retorno a aquel suburbio, visito el sitio, vuelvo a
atrás en mi memoria, rebobino el casete, y siento que el tiempo se detuvo,
entonces, recuerdo al viejo Nano de nuevo, su sonrisa despidiéndome con esa voz
eterna que me susurra al oído:
Ay
ya tú ves
como
el que no sabe,
conoce
más
que
aquel que cree que sabe.
Y
aunque pagué
por
mis viejos errores,
aún
guardo en mí,
Amargos
sinsabores.
“El
pasado no perdona”
Del
álbum: el que la hace la paga, Ruben Blades, 1983.
EL
PUEBLO SIN NOMBRE
Jeackson Antonio Vargas Benítez, El salvador.
El resplandor del sol iluminaba el día. En el
cielo se observaban pocas nubes. Una brisa cálida y suave atravesaba las hojas
de aquel pequeño árbol de jocote que media poco menos de dos metros.
La mano de don Víctor lanzaba puñadas de
maicillo, que recogía de un pequeño guacal de morro que tenía sujeto con sus
piernas. Las palomas armaban un alboroto para poder agarrar un poco.
Ya acabado el grano, en un pequeño guacal de
plástico color rojo, don Víctor colocaba agua fresca para las pequeñas
avecilla, para que introdujeran sus diminutos y delicados picos, con los cuales
absorbían casi gota a gota aquel limpio líquido, obedeciendo a su instinto
natural acudían en pequeños grupos.
Don Víctor acostumbraba luego de esta rutina,
a tomar una taza de café. Le pedía a su esposa aquel pequeño antojo. Ella le
observaba el rostro fijamente, con una inmensa ternura, con aquellos ojos grisáceos,
que parecían brotes de agua zarca. Con una sonrisa en su boca, aquella bella
mujer de tez morena se dirigía a la cocina por la taza de café. Sabía que a su
esposo le gustaba el café hecho en hornilla de barro, para beberlo recién
sacado del fuego. El rico aroma se expandía por cada rincón de la casa.
Cayó la tarde, las aves anunciaban la noche.
Don Víctor y su esposa sentados en la mesa, uno frente al otro. Ella dijo:
“Gracias señor por este alimento, bendícelo y te pedimos que se convierta en
alimento para nuestros cuerpos”. Amén – terminaron los dos-, comenzaron a
comer. Don Víctor le sonrió a su esposa y le dijo con vos tierna y suave “Te
amo, muchas gracias por la cena”. Ella sonrió y lo miro lleno de ternura.
Terminaron la cena. Ambos se levantaron. Don
Víctor se dirigió a la sala, y observaba fijamente la foto que estaba colocada
en la pared blanca. Era de uno de sus hijos, fallecido en la guerra. Una
pequeña lágrima atravesó su mejilla. Pensó en ese instante, “Señor estoy seguro
que lo tenés gozando de tu gloria, vos sabes que el dio la vida porque sus
hermanos tuvieran un lugar mejor donde vivir y también los Quería proteger”.
Luego de eso se fueron a acostar. Antes de
dormir don Víctor comentaba lo bueno que había sido su hijo, los sueños que
tenia, las grandes ilusiones. No quería que sus hermanos vivieran en un lugar
lleno de odio, soñaba con un lugar más justo. Ahora está en un lugar mejor-
dijo su esposa-. Aquí fue su primer paso, allá es el segundo, en el cielo le
está pidiendo a Dios por ese lugar más justo y mejor para nosotros. Luego de
esta conversación se durmieron.
Don Víctor comenzó a soñar. Iba caminando por
unas montañas. Se oían ruidos de helicópteros, de un lado hacia otro. Él se
asustó pues también se escuchaban disparos, muy cerca de él. Comenzó a sudar, a
desesperarse. El corazón le latía cada vez más fuerte. Un escalofrío le
recorría todo el cuerpo, y corrió muy rápido. De repente a lo lejos vio sentado
a un grupo de niños muy tranquilamente. En el centro estaba un joven de tez
morena, cara pequeña, cabello negro y brilloso, muy liso. Su nariz era muy
escasa, pero muy fina. Don Víctor lo reconoció de inmediato, era su hijo,
sentado al centro.
Junto a él, estaba otra persona que lo miraba
atentamente y se sonreía. Como se notaba el cariño que aquel hombre le tenía a
su hijo. Un hombre barbado, moreno – igual que su hijo-, de mediana estatura,
que denotaba paz y serenidad.
Don Víctor se acercó más, para escuchar mejor
lo que su hijo decía. Cuando se acercó pudo escucharle contando una pequeña
historia:
Crecí en un pueblo que lleva un nombre muy
peculiar, y contradictorio a su realidad. Hace alusión a un bosque que no
existe, a un río, hoy contaminado, su nombre es río boscoso. Alejada de la
modernidad, la gente de mi pueblo se levanta muy temprano. A veces salen antes
que el sol. Nos gusta ver las estrellas, y soñar cosas bonitas cuando las
vemos. No podemos pasar por alto tan bella creación. Imaginen un mundo donde
nadie las vea, que extraño sería, pero eso no pasa en mi pueblo. Nos bañamos
con agua muy helada de nuestras pilas, a guacaladas como comúnmente decimos por
aquí.
Después del baño, ponemos un poco de café al
fuego, para tomarlo luego bien calientito y así opacar el frío y pegamos la
corrida al cuarto, porque en la madrugada uno sí que se caga del frío. El humo
del café se mezcla con la neblina de la madrugada, es rico beberlo en un
pequeño guacalito de morro y acompañarlo de un pedacito de pan dulce. Entre
soplo y trago se va acabando. Llega la hora de irse a trabajar, para nosotros
esto no es molestia, el trabajo es bien remunerado y con lo que se gana alcanza
para cubrir los gastos necesarios. A mi gente no le da miedo salir de sus
casas, pues no hay peligro alguno – aun siendo de madrugada y bien oscuro-.
Antes de salir nos despedimos de los que quedan en el hogar y le damos las
gracias a Dios por un nuevo día regalado. Caminamos un poco para tomar los
autobuses que nos llevan hasta la capital, donde está el medio de trabajo más
grande de la región. Se puede observar mucha gente en la calle que van también
a sus trabajos. La brisa helada de la madrugada nos cubre todo el rostro.
Salta el primer rayo del sol por encima de
las copas de los árboles, esta suave luz ilumina volcanes, sueños, ilusiones,
esperanzas, nubes, las cuales se ponen amarillitas como yemas de huevos. Esto
solo dura unos instantes por que luego se pone bien clarito. Los pájaros salen
cantando de entre las hojas verdes y frescas de los árboles, empapadas del
rocío de la madrugada. Gota a gota cae el rocío en el verde pasto, donde solo
se ven filas de hormigas trabajando.
Al llegar al trabajo, todos somos bien
recibidos por sus compañeros y hasta por el jefe del lugar, mi gente no conoce
de injusticias, las personas con cargos importantes no se aprovechan de sus
cargos pues ellos saben que es por nosotros que ellos están ahí, trabajan muy
bien, no se aumentan los salarios injustificadamente, pues ellos siente que
esto es incorrecto, y un grave irrespeto para mi pueblo y ellos respetan eso,
aunque aumentarse el salario no es malo cuando uno se lo merece, mi pueblo así
los premia pagándoles y aumentándoles cuando es necesario, hay un equilibrio en
mi sociedad. Aquí se nos respeta nuestra dignidad, no se burlan de nosotros, no
nos engañan. Si una de estas personas comete algo malo o no está haciendo bien
su trabajo, no se siente digno de estar más ahí, delega su puesto a otro que lo
desempeñará mejor, están conscientes de eso.
Volvemos a nuestros hogares, satisfechos de
un día de labor más. Llegamos a descansar para el día siguiente.
El joven pone punto y final a la historia.
Una sonrisa aparece en su rostro. Don Víctor se pregunta, ¿De qué lugar estará
hablando mi hijo? El joven dice a los niños. “voy a confesarles. Que en esta
historia solo hay dos verdades. La primera, el lugar si lleva el nombre de un
bosque que no existe y de un río que está contaminado. La segunda, mi gente aun
en su mala situación, en sus miserias, injusticias, inseguridades da gracias a
Dios por la vida, guardan la esperanza de un futuro mejor. Un niño se pone de
pie rápidamente. Don Víctor se impresiona al ver al muchachito preguntarle a su
hijo, si en la historia hay solo dos verdades y las demás no, ¿qué nos querías
decir? Don Víctor ve como su hijo se sonroja, lo que quería enseñar es que
tratar de ocultar las verdades no es bueno, dejar pasar de largo o esconder las
injusticias, la realidad y no luchar por un lugar mejor, también quería
enseñarles lo bueno que es soñar con lugares tan bellos como este, es un regalo
de Dios. Para que nosotros trabajemos por este lugar. Don Víctor salto de
inmediato muy asustado y se dio cuenta que estaba soñado, rápidamente se
dirigió hacia la sala. Se sentó en un sofá azul muy cómodo, a ver la foto de
marco ocre que colgaba en aquella pared blanca. Absorto en la cara de su hijo.
LA REALIDAD DE UN SUEÑO
Juan Hasty González, Cuba
Una mañana de mayo, cuando muchos árboles se
llenan de flores y el sol resplandece en el alba, un niño llamado Chefi,
despierta y se da cuenta que no está con sus padres, ni con su familia - ¿Dónde
está papá y mamá?- se preguntó. Se sentía tan solo y fue entonces cuando se
decidió a caminar por aquel hermoso lugar y descubrir todo a su paso, todo lo
que ve es ajeno a su vista, pero agradable. Extrañado se pregunta -¿Por qué
estoy aquí?- y al instante una voz de tono dulce embargó su corazón y le dijo:
- Chefi, ¿Quieres saber qué anhela realmente
tu corazón?
Sorprendido se pregunta - ¿Por qué estoy
aquí? ¡No sé quién me habla! ¡Muéstrate! ¿Dónde estoy?
Sigue caminando y al rato se encuentra con el
mar, deseoso de sentir el fresco aire del mar y ver su color verde y azul, abre
sus brazos, respira profundo, sopla la brisa suave en su piel, detenidamente
observa las aguas; agua de siempre, agua con vida, aguas extendidas, aguas
dormidas.
El niño Chefi sigue sin entender y una vez
más la voz le dice:
- Ahora no es necesario que entiendas nada,
sino que comprendas que debes de crecer y seguir adelante, caminando sin mirar
atrás
Siendo obediente a la voz, se desplaza por
toda la orilla del mar, las olas bañan sus pies una y otra vez, de pronto
comienza a correr largo tramo de la playa, se detiene y se da cuenta que se
encuentra en el mismo lugar donde dormía, de pronto despierta y comprende que
estaba profundamente dormido y todo era un gran sueño.
Chefi se había quedado acostado en un
parquecito de la escuela. Camino a su casa, las flores que se desprenden de los
árboles le caen a cada paso que da como si fuera nieve del cielo, flores
hermosas, rosadas y blancas.
Muy contento con el sueño que había tenido
exclama:
¡Voy para mi casa que está en mi pueblo, que
está en mi tiempo!
¡Voy para mi casa que ya he aprendido a mirar
el cielo!
POETAS
NUEVOS
ANDRES
DAVID CORREA BUSTAMANTE
CAT-DOG
¡A ver!...
¿Quién dijo que después
de una caricia en la cabeza,
no iban a sentirse complacidos
el can acostado en mi pierna
si por la esquina de su ojo, ve con recelo
la postura del noble felino
acomodado sobre mi otra pierna
y reclinado en espera del momento
para descansar, ambos al abrigo
de la joya solar en la medianía de los cielos
que por el techo prendado de luz
sus lanudas pieles calor embeben,
al son de las notas prodigias de Mozart,
¡a ver!... quién dijo que ambos
no pueden convivir con el instinto
de herirse el uno al otro
con la pericia acostumbrada
de siempre estar a la defensiva
cuando en perpleja armonía
y mutua resignación
pueden hasta concebir el sueño juntos?
¡A ver, quién dijo que no!...
de una caricia en la cabeza,
no iban a sentirse complacidos
el can acostado en mi pierna
si por la esquina de su ojo, ve con recelo
la postura del noble felino
acomodado sobre mi otra pierna
y reclinado en espera del momento
para descansar, ambos al abrigo
de la joya solar en la medianía de los cielos
que por el techo prendado de luz
sus lanudas pieles calor embeben,
al son de las notas prodigias de Mozart,
¡a ver!... quién dijo que ambos
no pueden convivir con el instinto
de herirse el uno al otro
con la pericia acostumbrada
de siempre estar a la defensiva
cuando en perpleja armonía
y mutua resignación
pueden hasta concebir el sueño juntos?
¡A ver, quién dijo que no!...
MORALEJA EN TERRAZA PASTEUR
Alas del viento
rompen la intemperie,
en jauría perennal
hacen del suelo
gotas de sobra.
rompen la intemperie,
en jauría perennal
hacen del suelo
gotas de sobra.
Siento su
ágil estela
como tenues ráfagas
en la cumbre de mi cabeza,
en el lomo de mi hombro,
en la penumbra de mi oído...
como tenues ráfagas
en la cumbre de mi cabeza,
en el lomo de mi hombro,
en la penumbra de mi oído...
¡Ah, claro! van hambrientas
tras las boronas de vida
que un vagabundo
con lento afán
al final de la calle les da.
tras las boronas de vida
que un vagabundo
con lento afán
al final de la calle les da.
UMBRAL DEL ENSUEÑO
¡Dónde estás corazón!
de tu vacía celda pectoral te has ido,
ya en anhelada quietud no puedo respirar;
has dejado allí la forma de tu ausencia...
(por no decir que muero lento sin ti)
de tu vacía celda pectoral te has ido,
ya en anhelada quietud no puedo respirar;
has dejado allí la forma de tu ausencia...
(por no decir que muero lento sin ti)
¡Dónde
estás amor femíneo!
te busco tras la muralla inhóspita de la distancia
cuyo largo lomo se unen cielo y tierra;
perturbador calvario que te separa de mí,
más no detiene la ardua esperanza de encontraré...
(por no decir que no puedo estar sin ti)
te busco tras la muralla inhóspita de la distancia
cuyo largo lomo se unen cielo y tierra;
perturbador calvario que te separa de mí,
más no detiene la ardua esperanza de encontraré...
(por no decir que no puedo estar sin ti)
¡Dónde estás amor mío!
es inolvidable tu grata presencia
en el centro abundante de mi recuerdo;
infinito umbral en la brecha del ensueño...
(por no decir que siempre pienso en ti)
es inolvidable tu grata presencia
en el centro abundante de mi recuerdo;
infinito umbral en la brecha del ensueño...
(por no decir que siempre pienso en ti)
¡Dónde estás corazón!
carne de mi enlutado espíritu,
necesito tu rojo palpito en las venas
de cada borde de mi agónico cuerpo,
así no caeré en la indolente desdicha de la soledad...
(por no decir que vivo por ti)
carne de mi enlutado espíritu,
necesito tu rojo palpito en las venas
de cada borde de mi agónico cuerpo,
así no caeré en la indolente desdicha de la soledad...
(por no decir que vivo por ti)
ANDRES DAVID CORREA
BUSTAMANTE, Nació en Bogotá en 1991, participó en los talleres de creación
literaria de IDARTES de 2015. Miembro perteneciente del Taller de escritores
Gabriel García Márquez desde hace 5 años, donde ha participado en la última
publicación “Desde el patio de las leyendas” de la serie de libros Otra
palabra. Un eco familiar y en cotidiano trasegar en el trabajo, hacen que su
sensibilidad vislumbre un camino de expresión manifiesto aquí, en sus primeros
esbozos poéticos.
Histeria
de Kauil
Semper
Simul Semper Carmina, Cata
EL PRECIO DE LA FELICIDAD
Por: Javier Barrera Lugo
Lo encontré tirado sobre una banca del parque del
barrio Pío Xll. Estaba lleno de escaras, ojos melancólicos, siempre lo fueron,
el color de su rostro, detenido en algún estadio del infierno, se mezclaba con
la inmunda tonalidad de la ropa que parecía tener puesta desde hacía décadas.
Su apatía parecía consciente. No pude ser ajeno a los sentimientos de
repugnancia de la gente que lo miraba sin hacerlo, sin compasión o emociones,
como si de un mal augurio ubicado en el paraíso se tratara. Lo vi y lo
irrespeté, sentí pena sincera por aquel guiñapo que alguna vez consideré mi
amigo y en ese momento cargaba la espantosa enfermedad terminal del abandono.
No lo quise molestar, me alejé.
Doce años antes, Henry, era el ejemplo perfecto de
cómo la perseverancia y la falta de escrúpulos llevados con inteligencia son
capaces de generar dioses mentirosos. En la empresa donde trabajábamos se
destacó por sus arriesgadas maniobras comerciales, por el carisma que embrujaba
hasta los funcionarios más déspotas de la aduana nacional, por la temeridad con
que sustraía mercancías importadas sin ruborizarse, de frente, sin falaces
atisbos de moral. “Pinta pa’ millonario”, dijo alguna vez el dueño de la
compañía mientras el intrépido muchacho entregaba escrupuloso el resultado de
un saqueo organizado por él. Al final de la tarde todos en la oficina lucíamos
lentes de diseñador, corbatas de seda Hermès,
botas militares robadas de algún menaje de la embajada americana, navajas
suizas y hasta utensilios de cocina que hipócritas disfrutábamos como si fueran
nuestros; en el fondo pensábamos que culpable era quien ejecutaba, no quienes
nos lucrábamos del botín.
Como casta ejemplar de adolescentes lanzados al
mundo con expectativas de triunfo siempre estábamos bebiendo, trabajando como
mulas adiestradas, inventando faenas sexuales que involucraban mujeres
inalcanzables, retirando dinero del banco donde la agencia tenía cuenta para
sobornar a honestos hombres a nombre de otros hombres honestos que eran
nuestros referentes, celebrando una vida que apenas comenzábamos. Lo que fue
marginal al principio se hizo ley y nadie tuvo los pantalones o las ganas para
detenernos. Henry, se volvió una especie de capo dispuesto a no desamparar a
los cachorros de su generación. Los viejos funcionarios de la oficina lo
odiaban, acusaban por la espalda, rasgaban sus vestiduras olvidando que ellos
también fueron “rateritos” que se pulieron con los años y en ese momento
despotricaban de sus jóvenes contrincantes escudados en prósperos negocios
legales e hijos estudiantes de medicina que les lavaban la vergüenza de la
cara.
Pero a Henry, eso lo tenía sin cuidado. Se echó al
bolsillo a las piezas claves en la aduana, la empresa y las oficinas de los
clientes, lo que le garantizó además de dinero, control absoluto sobre la
agencia donde éramos, según la documentación legal, “simples” tramitadores de
aduana ganado el salario mínimo. El dueño estaba feliz, las cosas fluían, se
multiplicaban los negocios, la vida era buena. Un grupete de muchachitos le
estaba generando más dinero que la “parranda de veteranos cicateros” que pedían
mucha más tajada por hacer menos. Las ganancias ya no se le quedaban a mitad
del camino. A los viejos les lanzaba huesos para que gruñeran pero no
mordieran. Ellos aceptaron sin chistar: la experiencia les dictaba lo que
terminaría por suceder.
Los saqueos de mercancía y comisiones cobradas a los
transportistas se volvieron ganancias de segundo orden con la nueva dinámica
impuesta por Henry. Los sobornos coparon el espectro e hicieron palpable la
bonanza. Cada cliente requería más y más cosas que debían pasar a través de la
franja gris otorgada por la legislación aduanera del país y sus corruptos
guardianes. Insaciables, pagaban por pecar y los integrantes de cada nivel de
la cadena no nos hacíamos rogar. A un grupo de “rapaces”, se les concedió el
poder sin contarles que éste es como una boa constrictora: hechiza, acaricia,
se cierra y termina por romper el espinazo de su víctima.
Las palabras del padre Camilo sobre la honestidad,
repetidas por seis años de bachillerato, escaldaron mi culpa. Mis viejos no se
rompieron el lomo para que fuera un simple rufián ignorante. Decidí irme de
aquel lugar, dejar de figurar como elemento en una ecuación de la que nunca me
sentí parte. De aquel grupo hambriento de pelafustanes sólo estimaba a Henry y
a Juan Carlos, “el pollo”. De los otros siete compañeros jamás me fié y el
tiempo le dio la razón a mis instintos. Henry, confiaba en mí, daba razones, me
contaba sus asuntos, jamás suavizó puntos de vista y eso se lo agradezco
todavía. Tomaba en cuenta mis razonamientos aunque al final decidiera hacer lo
contrario. La noche en que celebramos mi despedida de la empresa nos separamos
de la muchedumbre y dijo con voz de verdadera tristeza, que me cuidara, que no
los olvidara, que mantuviéramos contacto. Incumplí cada una de estas promesas.
La cautela y esa maldita propensión a juzgar estando manchado, jugaron en
contra de unos principios débiles, o por lo menos a prueba, de un muchacho
asustadizo.
-¿Por qué seguir haciendo esta mierda, Henry?-dije más como imposición maniquea que
como pregunta. Con una sonrisa sació mi curiosidad.
-Vea poeta marica, soy un tipo que se rompe por sus
sueños y mi sueño es ver feliz a mi mamá, a mi “chinito” (3 años en aquel
entonces) y a Kelvy, la noviecita. No estudié, no respeto lo ajeno ni valoro el
esfuerzo y sus recompensas. Mire cómo
andan los que lo han hecho así, llenos de deudas, saltando “matones”, no son
nadie la mayoría. Sin padrinos esta pendejada no funciona. Estoy aprovechando
mi cuarto de hora. En unos añitos me retiro con plata y todos contentos. El
plan es seguro… ¡Camine nos
emborrachamos y deje de joder, hermano. Hoy es su último día aquí!
Si hay algo seguro es que nada lo es. Entender eso
costó lágrimas. Comencé a vivir otras cosas, me enamoré, perdí, volví a
enamorarme, pagué por ello, encontré rostros hermosos en la selva, las ilusiones ya no fueron amantes sino
compañeras, no busqué más trabajo y le aposté a escribir. Pasaron varios años,
las noticias sobre Henry y su grupo me llegaban a cuentagotas y por terceros:
que empezaron a consumir coca, que los sobornos se intensificaron, que formaron una banda y robaron tractomulas
que llevaban mercancías de los clientes, que se transportaban en camionetas
4x4, que Henry ya no era Henry sino un criminal con demasiadas ínfulas, que
andaba armado y lleno de fantasmas que lo obligaban a hacer estupideces, que le
dieron un tiro en el pecho, que los amigos lo delataron y terminó “comiéndose”
cinco años en La Modelo, que ellos
quedaron tranquilos en sus casas, que Kelvy, lo mandó al carajo y se casó con
otro tipo, que al hijo se lo llevó la ex
esposa para Cali, hastiada de aguantar privaciones, que a Henry, lo volvieron a
encarcelar en Francia por robarse una chaqueta en Charles de Gaulle, que
traficaba drogas en Corea del Sur, que era un perdedor llevado por el vicio,
que… Que… Que…
Tantas cosas se dijeron, tantas se comprobaron y
otras tantas entraron a ser parte de la visceralidad de su leyenda. Lo más
triste es que los beneficiarios de sus escaramuzas de bandido se cansaron de
aguantarlo y se fueron no bien la fortuna cambio de acera. Alguna vez me
encontré por casualidad al “pollo” y me contó cosas que matizaron mi
irrelevante punto de vista respecto a la historia que estoy narrando:
-Todo lo que le comentaron es cierto, poeta. Del
muchacho buena gente no quedó nada. Siempre estaba en unas “turcas” increíbles,
metiendo como loco y jodiendo con esa puta pistola que disparaba cada vez que
le ganaba el vicio. Cuando le entraba la depresiva se ponía a mirar al infinito
y se acordaba de una vaina que le dijo a usted,
algo sobre los sueños.
Mi cara apesadumbrada debió activar algún mecanismo
de recuerdos, porque acto seguido, dejó el vaso de cerveza sobre la mesa y
comenzó a hablar con sincera congoja.
-No le miento. El hombre se ponía “mamón” cuando
estaba borracho, pero tenía sus razones y ninguno era capaz de preguntárselas,
le teníamos miedo. Me contó por ejemplo que la ex mujer no lo dejaba ver al
niño si no llevaba equis cantidad de plata, la mamá le quitó unos ahorros y se
los dio a una iglesia cristiana a la que asistía-su rostro se tornó
sombrío-imagínelo, poeta, el man
reventado y la señora regalando lo único que tenían…Qué estupidez… Y la de
Kelvy, fue peor: Henry, le mandó arreglar las tetas y la muy bandida se fue con
un vecino porque el hombre no le estaba dando plata. Mucha rata, poeta… Le pagó
carrera en la universidad, le puso carro, apartamento, le mantenía el hogar al
suegro y el h.p. del paseo fue él… ¡Qué descaro!
-¿Y qué dijo él cuando pasó todo eso?-pregunté.
-No dijo nada, no se quejó. Un varón de verdad,
poeta. Siguió rebuscando, pero ya nadie le tenía confianza. Nuestro jefe el
Doctor XXXX que tanta plata ganó con los torcidos que hicimos, lo “vendió” con
las demás agencias, nadie le daba trabajo, por eso se puso a robar carga de los
antiguos clientes… Ese viejo es un hipócrita y hasta para el senado se postuló
diciendo que iba a luchar contra la corrupción… Pobre marica.
Insistí con la pregunta, quería saber que había
dicho respecto a lo de sus sueños, de lo que hablamos la noche de mi despedida
de la agencia. El “pollo”, hizo un esfuerzo, bebió un trago largo y me dijo:
-Estábamos en Galerías,
en un “rumbeadero” a donde fueron varias veces, según recordó. Me contó
que usted le preguntó las razones por las que hacía lo que hacía y que él le
contestó que por sus sueños, o algo así. La vaina fue, y nunca se me va a
olvidar, poeta, porque los ojos se le llenaron de lágrimas, que me dijo que se
le había olvidado decirle algo más ese día: que prefería vivir diez años llenos
de alegría y pagar lo que tocara, así fuera la muerte, a vivir toda la vida
esperando el momento indicado para sentirse feliz y que este nunca llegara. Eso
fue lo que me dijo. Todo de ahí para adelante ya lo sabe.-concluyó.
Lo paradójico del asunto es que los beneficiarios
jamás seremos culpables a los ojos del mundo, hasta de víctimas se disfrazaron
algunos. Los viejos de la oficina retomaron sus negocios una vez desapareció el
postulante a príncipe de los ladrones. Sus hijos se graduaron de médicos y los
recogen, siendo hoy respetables abuelos, los sábados para almorzar en sus
lujosos almacenes de muebles, en sus fábricas de tubos o en las agencias que
compraron. Los doctores y dueños se atornillan aún al poder y ya prepararon a
la siguiente generación de cafres
ansiosos por acabar con todo. Kelvy,
debe ser una respetable matrona sin pasado, obsesiva, traidora. Los delatores, los siete nefastos cómplices,
estarán rumiando su pusilanimidad en oficinas donde son tímidos puntos grises
dispuestos a vender a cualquiera por treinta monedas de plata. Todos tan
culpables como inocentes, porque el paso del tiempo nos limpia todo menos el
remordimiento, esa vocecita incómoda que se esfuerza por no dejarnos dormir tan
rápido cada noche.
El precio de la felicidad. Cuánto estamos dispuestos
a arriesgar, cuánta paciencia tenemos… No es un asunto de ética sino de
compulsión, tomarlo todo, atragantarnos, escapar, repetir hasta hacernos daño o
menospreciar el tiempo, aguantar, pujar, esperar. Es un asunto personal, creo
que hasta intuitivo. Sólo dejo una historia por si la quieren leer, no voy a
juzgar a nadie, no tengo esa potestad.
LOS
MALANDROS DEL BARRIO
Por: Javier Barrera Lugo
“Mantente
alejado de los bordes. No te dejes sorprender por la espalda. Debes estar
alerta. El trabajo del diablo nunca se revela por completo hasta después de
medianoche” -Reflexiones espeluznantes sobre la nafta, la locura y la
música”, Hunter S. Thompson-
El
entorno etílico de mi barrio estaba marcado por tres elementos que lograban una
perfecta simbiosis: masculinidad, que debía demostrarse a cualquier precio -no
era tierra para débiles-, un obstinado instinto de supervivencia- lo mío, los
míos, no se tocan-, y el chisme como arte depurado. El vulgar cuento llevado al
límite ponía a prueba no sólo al interlocutor sino a las fuentes, a los
testigos presenciales y de oídas que casi nunca se equivocaban, así el 90 por
ciento de lo que contaran fuera parte de su calenturienta imaginación.
Las cantinas del Citi (Ciudad Jardín
Norte), el barrio donde me crie, o malcrié, más bien; llenas hasta el gorro de
maestros de las diferentes ramas de la construcción y la decoración, choferes
de bus, intelectuales de izquierda que siempre estaban a la espera del puesto
soñado en alguna entidad del estado y bachilleres recién egresados, eran la
principal agencia de noticias de la pequeña comunidad encerrada en sus
problemas, una especie de Associated Press tercermundista.
Desde allí partía la confirmación
oficial de cualquier evento, por ejemplo, las infidelidades de alguna fulana,
“la mujer” de un conductor de bus amarillo que se revolcaba -mientras este se
partía el lomo haciendo la ruta Ciudad Jardín Nte - Marco Fidel Suárez, por
toda la avenida Caracas, de cuatro de la madrugada a once de la noche-, con un
ruso desempleado que como único atributo varonil presentaba seis niños de tres
madres diferentes a las que molía a golpes para marcar territorio.
El lema del grupo de tertuliantes era el
mismo: “esto no puede salir de aquí,” lo que significaba que el cornudo se
enteraría tres días después de todo, ¡y de último! Ese era el premio a su inocente forma de amar. El
tema se cerraba con un lavatorio del honor: golpiza invalidante a la
casquivana, un machete o cruceta incrustado en la cabecita del ofensor y el
pendejo del bus dos meses encerrado en La Modelo por intento de homicidio,
cargo del que lo exoneraba algún juez tras el pago de una coima… Y después, la
paz.
En esas cantinas de barrio eran los
hombres quienes repetían como loros la información que recogían desde las
fuentes primarias sus compañeras sentimentales durante el día. Ellas,
celosamente vigilaban los movimientos de los vecinos: a qué hora llegó tal, qué
se compraron los Barrera, esos petardos que se creían diez estratos más que
todos, o cuáles “chinas” entregaron su virginidad al vago del noviecito y
arreglaron las consecuencias de este acto generoso, una madrugada practicándose
abortos en la droguería de Hermes, ese tegua que se jactaba de ser un médico de
prestigio y sólo recetaba tabletas de asawin y colmen, medicamentos que volvían
aún más violenta a mi loca abuela Ana Rosa.
El chisme tenía una connotación de bando
real. Cada residente cuidaba sus actuaciones para no caer en los infundios de
Alicia de Talero, matrona apodada por
los mamagallistas “El Espacio” (periódico popular de la época donde eran los
pobres, el lumpen, sus tragedias,
protagonistas de los titulares). También se evitaba caer en las garras
de la señora Nativa, denominada “El Bogotano,” (competencia del primer diario
reseñado y cuya esencia, descrita con toda la visceralidad por el filósofo y
educador Germán Solano, era su sello de calidad: “Ese pasquín se dobla y la
sangre salpica por todo lado.”)
Completaba el ideario del cuarto poder
colombiano insertado en nuestra comunidad la señora Rosa de Valderrama, “El
Tiempo,” llamada así porque al igual que el otrora diario de la familia Santos -y bien diabólicos todos-, hoy propiedad de
“Sarniento Anculo,” era una chismosa de marca mayor, ventajosa y casi
centenaria. Decían los vecinos que la entrometida anciana “le daba teta a la puerta
de su casa,” porque se la pasaba entre gallos y medianoche recostada contra el dintel
esperando material para alimentar su morboso placer. “En la noche la gente sí
es como es, el hijueputa es hijueputa y los angelitos se empelotan,” le gritó
una tarde a una mujer acusada por ella de infiel, cuando le hizo reclamo.
De esta trinidad de la patraña se
desprendía una tropa de matronas que como leales miembros de la Gestapo,
recogían información de todos los rincones y de quien diera “papaya,” para
entregársela calientita a las viejas generalas de la calumnia. Un protocolo no
escrito ordenaba que fueran ellas y sólo ellas, las encargadas de inundar con
veneno los ansiosos oídos del barrio.
El chisme era la espina dorsal de
una comunidad engordada en la candidez, donde los problemas apretaban, pero
carecían de la crueldad que el mundo de ahora brinda como mazamorra. La gente
en esos años no se tomaba tan en serio el amor o la carencia, ni el logro o los
lujos innecesarios como lo hacemos nosotros. El himno de batalla era existir
sin mayores pretensiones filosóficas o complejos arribistas; ser no parecer.
El chisme era la forma de vencer el
tedio, ponerle color a la vida que todavía no tenía los grilletes del chat,
netflix, o la basura que nos enreda el existir. Desafortunadamente, a raíz de
varios eventos cargados de atrocidad, ese
entorno bucólico y el alma colectiva
cambiaron. Sin darnos cuenta se hicieron diferentes las relaciones,
entramos de lleno a una realidad que por estos días es ya una inatajable
condena para toda la nación.
Los malandros del barrio hicieron su
aparición. Salieron del cascaron y se mimetizaron tras el argumento de la
pobreza para justificar y llevar a cabo fechorías. De los grupos de muchachos
que coronaron la adolescencia fumando marihuana y enamorando colegialas,
gracias a la irrupción del bazuco en la calle, se pasó al empoderamiento de
pequeñas pandillas que comenzaron a cometer asaltos a los comercios, atracos a
punta de cuchillo (si los tarados conseguían un revólver lo vendían para
consumir. Un cuchillo no vale nada) y robos a las casas de sus vecinos. El Citi se volvió una “olla” donde los niños
ricos de los barrios aledaños llegaban en sus carros a comprar el vicio que les
destrozaba la vida, con el dinero que sus padres (los mismos que les
destrozaron la vida desde antes de nacer) les daban. Los niños pobres
recolectaban chatarra, robaban las pocas cosas que tenían sus ranchos para
complicarse aún más la existencia. La maldita droga comenzaba a volver zombis a
una generación de bogotanos.
Los Zarabanda, los Coloreto, el parche
del cabezón Valderrama (una copia paupérrima de Ramón Valdez, pero sin gracia, hijo de doña Rosa, la
chismosa conocida como El Tiempo), los hermanos Barón, entre otros, comenzaron
a patrullar el barrio como hienas. Nada se podía dejar olvidado, las puertas,
abiertas de par en par por 30 años, se cerraban con pasador. El estado de
zozobra fue patente.
Los borrachos andaban en manada para
evitar ser atracados, los niños de la escuela éramos víctimas del famoso: “deme
una moneda o lo chuzo,” que casi siempre terminaba con el robo de la maleta y
de los maltrechos zapatos. Todo, absolutamente todo, era objeto de hurto por
parte de estos personajes nefastos; hasta las escasas señales de tráfico de la
avenida principal eran robadas para vender el metal del que estaban hechas.
Lo que por décadas fue chisme
institucionalizado y hasta inocentón, en los tempranos años ochenta se volvió
reporte judicial: que le dieron una puñalada a fulano anoche como a las 11
cuando llegaba de la universidad, que de la tienda de zutano se llevaron un
poco de mercancía, que a perencejo lo amenazaron de muerte por denunciar un
atropello en la estación de policía.
El caos dominaba, pero nadie en sus
cabales padece sentado tanto atropello. En las cantinas los hombres, mis
vecinos, los amigos de mi familia y de las familias de todos, recios personajes
curtidos en los vejámenes de la violencia partidista que los afectó en sus
pueblos, los que en el cuartel hicieron frente a los secuaces de Tirofijo y
Guadalupe Salcedo, los policías retirados que se amangualaron con Efraín
González para matar masones liberales y persiguieron sin titubeos a
Sangrenegra, tomaron decisiones.
Como paso inicial en su estrategia de
guerra contra el delito, utilizaron la mejor herramienta de comunicación con la
que contaban, el chisme, para enviarles mensajes a los malandros del barrio:
“La muerte les pisa los talones.” “Tres huevones no van a dañar la tranquilidad
del vecindario.” “Si matar a veinte vagos es salvar a doscientos niños del
vicio, le cortaremos la cabeza a sesenta para dejar bien limpias las cuadras.”
“Vale la pena el sacrificio si el bien vuelve a las calles.”
Desde las cantinas se diseminaban las
advertencias, pero con una característica de honor: el autor o autores de las
amenazas no tenían rostro, el miedo a represalias estaba también incrustado en
el bando de los justicieros. Y la consigna se respetó, la causa gozaba de la simpatía popular. La
gente defendió a sus defensores.
Los malandros pusieron cara a sus nuevos
adversarios. Comenzaron a usar a sus madres, usuarias y víctimas del chisme,
para enviar recados de vuelta: Que ellos no se metían con nadie, sólo “metían…”
Que no eran cobardes y se enfrentarían al que fuera, que no se dejarían matar
como marranos... Que por eso eran adictos, por la falta de amor y comprensión
de la sociedad… Unos maricas completos, siempre lo he creído, y pido excusas por
la licencia que me tomo al dar esta opinión.
Los vengadores no se precipitaron, no
contestaron; le permitieron bajar la guardia al enemigo. Dos meses después del
intercambio de mensajes el primero de los malandros cayó víctima de tres plomos
que le destrozaron el pecho. Los “bazuqueros” estaban en uno de los parques
cercanos a la iglesia consumiendo tranquilamente cuando dos grupos apostados en
las entradas comenzaron el ritual de purificación. Nadie vio quién disparo, no
se distinguieron voces, los gritos fueron ruido que se perdió en medio del
traqueteo, pero hubo gratitud en las miradas, en los silencios cómplices.
Así empezaron a morirse miembros de cada
una de las pandillas hasta que según palabras de mis vecinos, el barrio se
limpió. Los Zarabanda, hijos de unos viejos que se dedicaban a arreglar estufas
de gasolina en un rancho a punto de desplomarse, terminaron sus días en un
potrero aledaño con sendos tiros de gracia en la nuca. Dos hombres y una niña
bonita a los que la droga volvió engendros famélicos llenos de costras y
arrugas, acabaron aferrados a pipas de bazuco que los policías apagaron para
vendérselas después a otros seres que nunca llegaron a importarle a nadie. Al
otro día del crimen los padres de los Zarabanda abrieron el local como si nada.
Creo que descansaron.
De a poco, los miembros de las pandillas
se fueron perdiendo del panorama, migraron para las invasiones de Suba, para el sur, para la mierda, si se me
pregunta. El barrio volvió a su letargo, pero algo se perdió. Ya en las
cantinas la pelea leal se cambió por caras hostiles, tipos armados que
demostraban su poder disparándole a los pendejos que todavía creían en el honor
de un combate parejo.
La guerra del país se metió en nuestro
paraíso feo. Muchos de los delincuentes se transformaron en militantes y
milicianos de movimientos armados de izquierda por mera necesidad comercial.
Las banderas del M-19 y el ELN ondeaban en los sitios públicos. Los malandros
nuevos fueron protegidos por los guerrilleros ya que se volvieron sus mecenas
gracias a las cuotas que pagaban para que los dejaran distribuir el vicio. Los
insurgentes les enseñaron el arte de hacer la guerra como contraprestación a su
aporte.
Los viejos defensores de la moral y la
salud de los niños esta vez no se metieron. Estaban cansados, viejos, esas
batallas ya no eran de ellos y además los malos, los drogadictos sin padrinos
se volvieron paisaje, cotidianidad. Problemas más grandes empezaban a crecer en
nuestras casas: la estafa del UPAC, la falta de trabajo, la apertura de Gaviria
que destrozó a la clase media, los sueños que se hicieron imposibles de
cumplir, el horror de la masificación, el dolor de la comunicación que se
volvió pegarle con un dedo a un aparato sin alma.
Las chismosas y el chisme mutaron,
empezaron a morir. Las cantinas, con su olor a orina y amistad, le dieron paso a los Bogotá beer Company, a
los bares con temática y sin sustancia, a la trivialidad de la conquista porque
toca fornicar con alguien, a facebook, donde el chisme es joda tonta. Todo pasa y todo queda, esa es la ley de la
vida.
La nostalgia me llevó a la tienda del
viejo Santafé hace unas semanas. De allí salió el tema para este relato. Quería
escuchar a Julio Jaramillo y Alci
Acosta, tomarme un whiscacho sir Edward, hablarles a mi viejo y sus amigos
también fallecidos. Rodaba mis pensamientos cuando se me acercó un señor mayor:
“¿Barrera?”¿Usted es el hijo de Barrera el pintor, cierto? Vea, me contó mi
hija que usted trabaja en un periódico...” Quise explicarle que alimento un
blog que nadie lee, pero me di cuenta que sería estéril hacerle entender algo
que para mí también es una ecuación algebraica. Le respondí que sí. El señor se
animó, me invitó un trago y me dijo:
-¿Se
acuerda lo de la matanza de los viciosos aquí en el citi por allá en el 84? Yo
fui uno de los que “quemó” a varios de esos hijueputas. Se lo merecían. Si no
es por nosotros este barrio sería un antro.
La confesión me heló la sangre, me
agarró fuera de base, con pocos tragos en la cabeza para resistir el golpe.
Además, me perturbó concluir que lo que el señor esperaba de mí era
agradecimiento por un acto macabro que según él, se realizó en nombre de las
buenas intenciones Quería mi venia y mis plausos sin siquiera darme a conocer al menos un
detalle mínimo de sus motivaciones.
El viejo Santafé, que todo lo escucha,
que todo lo sabe, y lo que es peor aún, todo lo comunica, ni se mosqueó con lo
que el otro anciano me relataba. A las 8 de la noche, cuando el “cuchito” me
pidió ayudarle a cerrar el local, me dijo: “Esos manes eran unos verracos.” Se
refería al anciano y su grupo de vengadores. “No les tembló el culo con esos
pendejos que se estaban tirando el barrio. Si no fuera por ellos, muchos de
ustedes, “chinos” en esa época, se hubieran ido por el mal camino. Les debemos
mucho, no crea… Es que esos marihuaneros dañaron “harta juventu” por acá y la
policía no hacía ni mierda; allá, echados en la estación sacando panza…
¡Malparidos!” Calló para ver qué comentaba.
Quise decirle que lo que esta patrulla vengadora cometió fue un abuso
igual o mayor al de los malandros, ejecuciones sumarias, nada menos; pero
recordé cómo las autoridades a quienes la constitución y las leyes honraron con
la tarea de servir al pueblo, se arrodillaban ante el dios dinero y los dejaban
libres, o ni siquiera se tomaban el trabajo de ficharlos sino que cobraban el
soborno frente a la mirada aterrada del vecindario.
Los que hablan de derechos humanos
parecen no ponerse en los zapatos de las víctimas, igualan comportamientos
delictivos con dignidad personal y al final la gente que se porta bien termina
debiéndole al criminal que nunca pensó en la sociedad cuando por calmar una
adicción o su codicia, terminó dañando a gente inocente.
Puede que suene a fascismo lo que acabo
de escribir, pero es una realidad de a puño. Una democracia sin justicia es
simplemente un accesorio inútil, un título con el que un grupo de personas
adecenta un país que siempre ha estado hecho trizas.
Caminé hasta el Bulevar Niza para tomar el bus hacia mi casa. Ahora que
Emilia está presente en mi vida la idea de proteger es casi frenética. No
dulcifiqué lo que aquellos hombres hicieron, simplemente entendí lo que logró
el desespero en unos padres y vecinos que en aquellos años pasaban ya las
cuatro décadas de vida, como yo ahora, y
que como yo, velaban por niños que en esa época tenían la edad de mis
sobrinos hoy. Los pensamientos quebraron mi cabeza, la conversación con el
viejo fluía como un torrente, volvía… Su voz, firme, detallaba lo sucedido:
-Cuando
esos huevones empezaron con su marihuana y sus escándalos, algunos dijimos que
había que pegarles un “sustico” para que dejaran la joda. La mayoría decidió
que los dejáramos quietos, que esas vainas se les pasaban cuando dejaran
embarazada a alguna “tontarrona…” Es más, varios maestros de construcción,
hombres decentes, se los llevaron a trabajar a las obras y a la semana nos
contaban “emberracados” que se les
habían perdido las herramientas, la plata, o que a los maricas en quienes
quisieron confiar hicieron perder la “coloca” a toda la cuadrilla porque los
ingenieros encontraron a los viciosos fumándose
un “bareto” en horas laborales.
-Cuando
dice, “la mayoría decidió”, ¿a quienes
se refiere? Pregunté.
-Pues
a los que colaborábamos en el barrio, los primeros que llegamos a construir
aquí: unos policías pensionados que fueron chulavitas* y otros tipos que fueron
cachiporros** bravos en los llanos, algunos de la junta de acción comunal,
dueños de negocios, padres preocupados, los mismos vecinos de los basuqueros
que todos los días los padecían con su fumadera y atracos a sus hijos cuando
llegaban de estudiar, y por la noche los escándalos, la venta de drogas. A los civiles les tembló la mano y no nos
dejaron darles una buena “muenda” a esos pendejos. Cuando la cosa se puso color
de hormiga, fueron ellos quienes nos pidieron de rodillas sanear el
barrio.
El cerebro me burbujeaba. Aquel anciano
de casi 80 años contaba las cosas como quien relata su día de compras en el
supermercado. Su cara golpeada por los años no le hacía honor a la mirada llena
de fuego que envidiaría el propio Lucifer. Seguí con mis preguntas:
-Pero
¿por qué no les advirtieron, sólo los asustaban y dejaban que se fueran?
-Pues
claro que lo hicimos. Las mujeres de nosotros les contaban a las chismosas del
barrio lo que estaba por suceder, que habían escuchado por ahí lo de las
amenazas. Mijo sabe que un chisme empieza así y llega hasta donde tiene que
llegar. La mayoría de las mamás de los marihuaneros supieron; pero decían que
era injusto, que sus “chinitos” eran unos angelitos… ¡Viejas alcahuetas! Los
malparidos metían vicio en la terraza o frente a sus casas todo el día, apuñalaban
a la gente que madrugaba a trabajar honradamente… ¿y disque angelitos?
¡Alcahuetas!
También
hicimos lo mismo en las cantinas. La mayoría de los hombres sí sabían quiénes
éramos y que queríamos hacer. Regaban el cuento, pero nos cubrían la espalda,
no sé si por gusto a la causa, por cariño o miedo… A lo mejor más miedo que
otra cosa, ¿cierto, “chino”?- Su carcajada apagada me heló la sangre por
segunda vez.
“El mundo no es justo y menos lógico,”
pensé. El viejo me invitó otro Sir Edwards. Debí darle una señal equívoca de
simpatía por su causa -trate de no revelar ninguna emoción, pero fallé-, porque me apretó la mano y dijo: “no tiene
que agradecer nada, por nuestro esfuerzo, usted tiene que escribir en su periódico
esto que le cuento (¿?). Y nosotros tener nuestros últimos años en paz…
Cumplimos con nuestro deber, así vale la pena morirse…”
Los monstruos viven mucho, su aparente
superioridad pide elogios; son impertinentes, megalómanos, estúpidos
funcionales. Los farcos, los elenos, los paras, los del M, todos argumentaron
pelear y asesinar a nombre de nosotros, el pueblo, todos pidieron ser reparados
por su “patriotismo” y lo lograron. Hasta un viejo que creyó estar hablando con
un chiquillo de siete años me restregó su testosterona a la hora de jugarse el
pellejo a mi nombre, aunque sin mi tácita autorización.
“¿Va a escribir sobre lo que le conté,
periodista?” dijo mientras con una seña le pedía la cuenta a don Santafé.
Intente hacer lo que regularmente hago, decirle a la gente lo que quiere
escuchar y después desechar la promesa: “Claro, jefe. La otra semana lo coloco
en “mi periódico...” Una fuerza, el ímpetu de ser un individuo y no un
hipotético “chino huevón” que se iba a volver bazuquero a los 8 años, me
llevaron a contestarle lo que de corazón pensaba:
-Yo no escribo lo que un
delincuente me confiesa y quiere que publique.
Váyase para un juzgado y cuente su cuento allá. A lo mejor lo declaran héroe, protector
de la juventud… No me interesa… Y además ya le dije: ¡no soy periodista! ¡No
trabajo para nadie! ¡Soy un borracho con ínfulas de novelista, así que no me
joda!
El viejo ni se mosqueó, el sí, sin
pudor, escuchó lo que quiso escuchar. “Chao, Barrerita, gracias por su
comprensión, mijito.” Sacó unos billetes arrugados, los dejó sobre el mostrador
y se fue. Desde la puerta me dijo: “Ustedes los periodistas no son sino
chismosos que ganan plata con eso. Seguro todo lo que le conté se sabrá…. ¡No
me los conociera…!
Le dije a don Santafé, que así lo
hubiera hecho ya el anciano matón, yo pagaba los whiskys que me tomé, que
ningún asesino me subsidiaría jamás algo que consumiera. El viejo Félix, sabio
y curtido en el arte de escuchar y no juzgar, me aconsejó: “No se llene de
odio, amigo. Si supiera lo que he visto y oído en este local… Mejor dicho es
que ni vuelve.” Su risa llenó la cantina.
Caminar es la mejor forma de activar la
mente, a mí me funciona, así que rebasé el Bulevar Niza y mis pasos me llevaron
hasta la calle 100 con avenida Suba, donde finalmente tomé el bus. Cavilé
mucho, seguí enfadado, dándome golpes de pecho por haber caído en la tentación
de creer en lo pragmático de las acciones que nos da miedo, pereza o pudor,
ejecutar.
No es malo tener ideas preconcebidas, lo
difícil es creer que son inamovibles. Siempre me consideré un ciudadano
correcto, un defensor de la legalidad, un dechado de virtudes democráticas… La
conversación con el anciano vengador, me hizo entender que no lo soy. En un
país donde la ley se compra y las autoridades vuelven grisácea la frontera
entre el bien y el mal, la concepción de
justicia como valor no pasa de ser un mero accesorio para decorar y adecentar la consciencia. “Todo colombiano
lleva un “paraquito” ***adentro,” dijo algún filósofo popular. Desgraciadamente
no se equivocó. En Colombia el amor, los amados, se defienden a muerte o son
ellos los que dejan de existir.
Chismes, malandros y muerte… En el Citi
se encontraron una vez para no separarse nunca. Las chismosas fallecieron, las
calles se quedaron solas, ladronzuelos venidos del infierno roban a granel.
Todo es tan artificial en estos días que asquea. Ojalá el viejo Santafé dure
mucho, no resistiría tomar licor barato en un chuzo pretencioso de la 93 donde
los malandros, esos sí de verdad, políticos y sus ejércitos de gorilas, narcos
y modelos con tarifa, son el ejemplo de éxito para una generación ciega.
EL ÁNGEL QUE SE VOLVIÓ PÁJARO DE AGUA
Feliz cumpleaños ángel prematuro...,
Por: Javier Barrera Lugo
Aquella noche decidimos
salir de la casa, llevar dos sillas de plástico blancas, una docena de cervezas
calientes y ponernos a observar el cielo. Le confesé que nunca había visto la
limpieza del firmamento, la claridad de la vía láctea llena de lugares silentes
y lejanos. Lo mío siempre fue la ciudad, neones empotrados en paredes
sucias de sudor petrificado que le daban a una cara hermosa de mujer, el matiz
vampirezco que fascinaba la precaria idea de sensualidad preconcebida por un
tipo como yo, inexperto en las artes de amar la esencia. A ella le interesó
poco mi revelación.
Su rostro transmitía la tranquilidad que mis palabras le quitaban al
momento. Evitó mirarme. Comprendí que era el silencio el estado que
imperaría en nuestra jornada de curiosidad astral. Nada de disertación o comparaciones,
cualquier intento por reseñar historias de borrachera o juegos con los ingratos
amigos estaba prohibido; aquella noche previa a las fiestas en Neiva la
dedicaríamos a curiosear el lugar del cual provenía; eran el cielo y sus
secretos vedados para los hombres comunes lo único que le interesaba procesar.
Yacó fue el primer lugar del mundo donde existí, lo comprendo ahora, mientras
rememoro este momento. Sin obligaciones o afanes cacareando como esquirlas de
metal, lo que quedaba por hacer era adentrarse en el bosque que ella
llevaba pegado a la mirada. El olor a limón y calor se metía en cada célula
haciendo imposible la idea de la muerte. La quebrada, de día henchida por
rumores de agua y piedras cincelando su sutil destrucción, en la noche hizo un
pacto con la mujer más hermosa de mi vida y cerró la boca jugando con la
oscuridad. El único sonido posible fue el del universo detenido para que lo
miráramos hasta cansarnos.
Las estrellas titilaron. En el horizonte los cerros eran la panza de un círculo
perfecto en el cual nuestros ojos inventariaron los variados secretos de la
creación: cómo los embriones y el cosmos tienen la misma morfología, cómo
un chorro de semen cósmico sigue una ruta directa para encontrar los recipientes
donde la vida late furiosa, cómo las estrellas fugaces son la representación
vívida de la pasión que intoxica fulgurante y muere cuando la gravedad de un
cuerpo gigante la atrae a su centro, o cómo la desnudez es el estado natural de
todos los elementos de un sistema organizado a la perfección.
-Algún día, próximo, creo,
estaré de vuelta en esa casa que ahora vemos… No me preguntes cómo lo sé, pero
lo sé. Mis alas están secas bajo la piel de mis omoplatos, mi lanza la dejé
guardada en un arcón junto a los recuerdos de cientos de viajes que hice a
través del tiempo. Ya pronto tengo que volver y nada, ni nadie, pueden revocar
ese llamado que hace mi naturaleza libre… Las puntas de acero de mis
extremidades azules rasgarán la carne de mi espalda, estarán fuertes, fulgurarán.
Soy un ángel disfrazado de aire que revolotea por el desierto, un pájaro de
agua que se enamoró de este mundo y huyó con la condición de seguir siendo,
tras un tiempo, el acompañante de quienes sufren.
-Soy uno de los que
sufrirá cuando te vayas… Si buscas alguien a quien cuidar, cuídame-dije presa
de la angustia.
Ella no respondió. Me miró con esa ternura despojada de cualquier manipulación,
tomó un sorbo de cerveza y continuó su observación. Para mí, el cielo y su
belleza perdieron intensidad. Me concentré en mirarla de refilón, evitando
perderme el espectáculo hermoso que comenzaba a gestarse: en su rostro
empezaron a concentrarse cientos de puntos de colores que rotaron entre sus
facciones.
Al principio los movimientos fueron aleatoriedad pura, haces partiendo de un
milímetro de su rostro y terminando con nuevas tonalidades en el flanco
opuesto, filamentos que impactaban contra otra centena de hilos luminiscentes y
después desaparecían siguiendo la música de un improbable flautista de Hamelin
empotrado en el envés de su piel. Pero como todo con aquel angelito siempre
terminaba impregnado de simetría, tras un breve lapso en que las luces cesaron,
aparecieron miles de puntos cromáticos que formaron un centro compacto y
cientos de brazos fluyendo y rotando hacia la izquierda. El giro de una galaxia
coloreada se reprodujo sobre su mejilla derecha con total precisión.
Pareció no reparar en un hecho que era totalmente natural para un ángel que
poseía también la virtud de ser un pájaro de agua. Lo que no pudo obviar fue mi
bocota abierta de la cual salía una generosa cantidad de baba. Carcajadas y un
certero comentario acudieron a apalearme cuando la sorpresa me hizo colapsar:
-¿Por qué tienes esa
expresión de susto? ¿Viste acaso un fantasma? ¿Tengo monitos en la cara? ¿Qué
pasa? Me dijiste cuando te conocí que no le temías a nada, pero tu rostro dice
otra cosa…
-Nada de normal tienen mil
luces que aparecen en los cacheticos de la mujer que uno quiere. Además, que
las mismas chispas de colores empiecen a rotar y se vuelvan una perfecta
espiral… ¡Déjate de joder…! Esto no tiene nada de cotidiano…
-Soy un ángel, me lo has
dicho desde que nos conocimos. A los ángeles y a los hombres nos delata lo que
el rostro muestra. A mí, en este momento, me mueve la energía que el cosmos
transmite. Estoy obsesionada con el movimiento perpetuo del universo. Tú y yo
siempre seremos eso…
-Tú siempre serás
poesía-le dije. Y complementé-: los versos son eternos caminos, los poseedores
de ellos el hogar. El hogar de un ángel está donde se producen los versos que
inspira.
-No me vas a convencer
para que me quede, esa decisión no es mía.
-El cielo tampoco. El
cielo somos nosotros.
-Nosotros somos el amor; y
los sentimientos, por más miedo que nos dé, deben volar… ¡Y yo volaré! Soy un
pájaro de agua.
Esperamos el amanecer. Me dijo que en su rostro se dibujada una almohada e iba
a dormirse un rato. La acompañé hasta la puerta del cuarto y me quedé bebiendo
las últimas dos cervezas en el solar. No sé cuál fuerza me impulsó a verme el
rostro en el espejo que estaba colgado en el marco de la puerta trasera de la
casa, tal vez fue el miedo. Del otro lado del vidrio un rostro arruinado por el
trasnocho aparecía congestionado por densas nubes en cuyo interior un
ángel transformado en pájaro de agua remontaba el suelo buscando una galaxia
espiralada llena de colores.
LA NIÑA
Por: Javier Barrera Lugo
Mi
consultorio quedaba al frente de su casa. No era un lugar espectacular; nada de
lujos o detalles que llamaran la atención más de lo debido: un escritorio que
heredé de la desaparecida ferretería de papá, un afiche descolorido de José
Gregorio Hernández, fantasmal médico venezolano cuya santidad erigió el pueblo
al que aún cura de la enfermedad mientras duerme, dos sillas de madera con
cojinería de hule color café y una cartelera en la que con tiza registraba el
valor de los servicios que prestaba. La niña se la pasaba horas frente a una
ventana mirando hacia mi local.
Y no era de extrañar que eso sucediera
con cualquier vecino o transeúnte; un letrero que anuncia: “Se lee la suerte, ligo el amor y
la fortuna sin importar la fase de la luna. A través de la telepatía ubico
tesoros, gente perdida y deudores en huida,” es un cascabel para la
curiosidad; pero que una pequeña de seis años se plantara desde las ocho de la
mañana hasta las siete de la noche a espiarme, a escrutar a mis clientes y las
estupideces que hacía por ellos, no dejaba de ser perturbador, y esa sensación
no aparecía por mi vida desde que estuve sumido en la indigencia.
Fui marihuanero por muchos, muchísimos
años. Mis padres me dieron todo, buenas universidades en las que me movía como
borracho posgraduado y certificado en los bares aledaños, antros llenos de
gente estúpida a quien usé y me usaron.
Los viejos invirtieron una tonelada de billetes sólo para que no
aprendiera a ser médico, zootecnista, economista o ingeniero civil. Me gradué
de vago y papá lo único que pudo hacer fue echarme de esa, su casa, donde me
malcriaron y los problemas se resolvían de un plumazo.
Deambulé con un costal al hombro por
varios meses, aguanté miserias, enfermedad, comí mierda de la buena y asumí el
fracaso absoluto como vocación hasta que conocí a “la pelirroja,” una pitonisa
y vidente llegada de la costa atlántica
con la que después de mucho rogarle, me organicé. También estaba enviciada,
pero tenía claro su oficio y cómo hacerlo provechoso. Dayanis, así se llamaba,
fue generosa siempre, me enseñó todo lo que debe saber un lector de destinos y
un amante sin lecho para salir de pobre.
Mi mujer de arcilla, la difunta
“pelirroja,” me repetía todo el tiempo: “No tenemos poderes, sólo un cerebro
sin usar y mucha hambre…” “La gente pide a gritos que le digas lo que quiere
escuchar.” “La telepatía es saber hacer la pregunta correcta para que te den la
respuesta que necesitan sin darse cuenta… Después es cuestión de organizar las
ideas y hacerles creer que esa solución que siempre han tenido frente a sus
narices, se las envió a través de ti un demonio o un santo, eso depende del
marrano. A la gente le da pereza pensar en serio… ¡Son una partida de maricas!”
Y así comenzó mi vocación. Los
militares, mis mejores clientes, pringados de ego y venéreas, me pedían
menjurjes para torcerle el cuello a la
disfunción eréctil y la falta de plata. Yo les colocaba a unos frasquitos
plásticos gotas de agua de rosas, leche condensada, creolina, y les decía que
se los untaran por todo el cuerpo para quitarse la sal.
“Este es el remedio que usan los Yariguíes
del Carare para curarse los males del
cuerpo y de la suerte. Hágalo con fe “comando,” que es bendito… Verá cómo la
plata vuelve a llegarle,” les decía. Y continuaba fingiendo un trance: “Una
ojizarca llanera con los huesos llenos de humor demoniaco le pego la “pava,”
caballero... Evite meterse con otras “viejas” que no sean su mujer por un
tiempito y fijo se le arregla el “aparato…”
Los
que hacían caso volvían agradecidos cargados con mercado, plata, nuevos
clientes para mi negocio de adivinación. Era obvio, si no se iban de putas, si
estaban pendientes de su casa y descansaban, sus problemas económicos y
sexuales se arreglaban. Era el círculo idiotez-remedio-redención-caída.
Me volví un tipo que a punta de engaños
salió de la plaza de los limosneros para hacerse príncipe. La adicción a mentir
y ganar plata destruyó los demás vicios. Mis padres trataron de corregirme sin
éxito; me los saqué de encima diciéndoles que tuve una visión del futuro
cercano en la que los mandaba al carajo. Ofendidos, juraron nunca volver a
hablarme. Rompieron su promesa cuando el viejo hizo un mal negocio y la
ferretería se fue a pique. Les di unos pesos para que pagaran deudas y me
dejaron en paz.
Todo lo mío iba en línea
recta hasta que tuve conciencia de la
existencia de mi pequeña vecina. Al principio sus miradas frías parecieron un
acto indiscreto propio de su inocencia; pero ante la reiteración de su
comportamiento obsesivo, la cuestión se
me fue volviendo una molesta carga sicológica. Me sentí espiado.
Antes de su aparición pasaba horas en la
puerta atrayendo a incautos para que picaran el anzuelo y me entregaran su
dinero a cambio de paz espiritual; después de detectar a mi censora muda, lo
que hacía era esconderme como una alimaña. Una niña muda se volvió la voz de mi conciencia.
La cúspide de mi delirio llegó una
mañana de jueves. Abrí el local e hice un par de consultas sin mayores
problemas. Salí a pescar un poco de aire
fresco y la mirada de la niña se me cruzó en el camino por enésima vez.
No aguante la irritación que me causaron esos ojitos castaños clavados en los
míos. Me quité el penacho que me hacía “El indio Tibasosa, maestro adivinador,”
y agitándolo en dirección a ella pretendí pegarle un susto inolvidable para que
me dejara en paz. No movió un sólo músculo.
Herido en mi orgullo de adulto
controlador de mentes débiles, crucé la calle y timbré en su casa. Una atractiva mujer abrió la puerta. Los
mismos ojos castaños y penetrantes, el cabello negro lacio a la altura de los
hombros, piel blanca con diminutas pecas que traslucía una vena junto al labio
inferior, me aclararon lo que pasaba. La madre de Lucía, así se llamaba la
espía, me contó que la pequeña era autista y la única forma de mantenerla
tranquila era colocarla junto a la ventana para que, a su modo, se distrajera.
Me sentí como una sabandija. A
diferencia de mis habituales clientes, pusilánimes con ganas de que los demás
les resolvieran los problemas que ellos mismos generaron, Lucía avanzaba cada
día por un bosque lleno de desinterés y silencio que la naturaleza le otorgó.
Me disculpé con la mujer por el acto
precipitado que acababa de cometer en contra de su hija. Con una sonrisa que nunca desapareció, me
dijo que le transmitiría mis excusas a la niña. ”Ella es un solecito, lo
perdonará. Igual, usted no sabía nada. A lo mejor una noche de estas le cuenta
cosas sobre su mundo, del por qué lo espía. Seguro lo contactará.
La mujer se despidió y cerró la puerta
sin darme espacio para preguntar. Concluí
que la desesperación por la condición de Lucía, le había zafado varios
tornillos. ¿Cómo una niña rara me daría su punto de vista sobre lo que le
atraía de mi local, de mi oficio de pitoniso? ¿Acaso la pena llevaba a una
madre al extremo de imaginar
comportamientos normales en una hija que no lo era? Una catarata de
sensaciones amargas me hizo renunciar a seguir trabajando. Decidí terminar mi
jornada en la cantina. Cerré la puerta y le hice una seña a Lucía, que como era
de suponer, no respondió.
Las ganas de licor se fueron apagando
con cada paso. Bebí un par de sorbos de cerveza y me fui para la casa. Encendí
la televisión y automáticamente el sueño me venció. Estaba en duermevela, los
movimientos de las manecillas fluorescentes sobre el tablero del reloj eran
palpables, las luces de los carros, que invadían por milésimas de segundo el
cuarto, me mantenían alerta…
Sin aviso, Lucía apareció silente junto
a la cama. Me miró un instante, buscó la puerta y dijo: “No pida perdón por
creerme una persona extraña, sé que soy diferente…” El miedo me paralizó. No
pude musitar palabra, el corazón peleaba por salírseme del pecho.
“Al igual que usted, señor telépata,
hablo a través de la mente, pocos pueden escucharme, bueno, usted lo hizo.”
Intenté gesticular. Estaba paralizado. Pensé las frases que no le pude gritar y
para mi sorpresa las mismas le llegaron por un canal desconocido para mí. Le
dije: “Claro que puedo y creo que tú y tu madre son unas farsantes.” No
respondió.
Lucía sonrió. Me miró fijo el centro del
alma y dijo antes de desaparecer: “Abra mañana temprano su consultorio. La
verdad esta tarde estuve muy aburrida.”
Llegué temprano y Lucía ya estaba
acomodada en la ventana. Imagine palabras y sin éxito trate de transmitirlas
con el pensamiento. La niña se mantuvo imperturbable. “Fue una pesadilla, sólo
eso,” me dije.
Las consultas me tuvieron ocupado hasta
las ocho de la noche. Me apresuré a cerrar. La niña no estaba en la ventana. Su
presencia en mi cuarto, sus palabras; pero por encima de todo, la forma en que
se instaló en mi mente, me llenaron la vida de zozobra.
¿Fue
un sueño? ¿Estoy pensando lo que su mamá quiso que pensara? ¿Al igual que yo
con los desgraciados que me llenaban los bolsillos, la mujer utilizó a su hija
para hacerme imaginar y manipularme? ¿Sí tengo capacidades especiales de
adivinación, de hablar sin palabras?
Entre a mi casa con temor. Lo primero
que hice fue encender todas las luces y el televisor para darme valor. Una hora
después, calmado, convencido que el karma actuaba y era presa de una manipulación,
me acosté. Eso sí, encendí la radio para no sentirme solo.
En la madrugada intuí pasos en el
cuarto, un pequeño bulto que cruzó raudo y se instaló justo a mi lado. La niña
puso su mano derecha sobre mi frente y comenzó a cantar. De nuevo el terror
inundó cada una de mis células y quedé paralizado. Quise gritar. La boca y la
laringe no respondieron por segunda vez. Rígida, Lucía comenzó otra conversación mente-mente:
-Gracias
por llegar temprano está mañana. Espero que no lo haya puesto a pensar más de
la cuenta con esto de nuestras charlas
poco convencionales. Sé lo que atormenta su cerebro… Y sí, puede hablar a
través de pensamientos.
-¿Cómo
una niña tan pequeña puede saber tanto, expresarse de esa forma?-Pregunté
confundido.
-Es
que nací hace mucho, morí y decidí volver a nacer hace seis años.
-Y
eso que tiene que ver conmigo.
-Nada
es casual. Algo que no comprendo aún me llevó a buscarlo para informarle que
dentro de poco morirá, volverá a nacer y será como yo.
-¡No
quiero morir!
-Ya
le dije, uno no decide morir o vivir, simplemente estas condiciones ocurren.
Uno resuelve nacer, eso es todo. Cómo sean las características de esa
existencia, es un asunto aleatorio que puede darnos sorpresas…
Piénselo,
no sabía que podía hablar con la mente y ahora me cuenta que no quiere dejar de
respirar… Uno sólo posee lo que puede decidir…
-¿Y
cuándo voy a morir?
-Ya
empezó el proceso.
Todo sucedió muy rápido. Sentí las
palpitaciones del corazón deteniéndose. Los sonidos cesaron. No hubo luz… Se
hizo la paz.
El ruido de los carros me despertó. El
pánico llameó en mi interior. Intenté moverme;
los músculos no respondieron.
Desesperado, quise gritar. No lo logré. Sentí un flujo cálido bajando entre mis
muslos.
La madre de la niña entró y dijo con el
pensamiento: Lucía, te he dicho que me avises cuando tengas ganas de orinar.
Ahora tengo que limpiar…
Me llevó al baño y aterrado vi en el
espejo que yo, “El indio Tibasosa, maestro adivinador,” era la pequeña Lucía.
Quise llorar y no pude, mi rostro estaba
hecho de piedra.
La mujer me volvió a colocar frente a la
ventana. Mis pensamientos fueron lapidarios: injusticia, castigo, locura. Estas palabras cruzaron anárquicas por mi
mente hasta que un hecho contundente me hizo entender que lo que pasaba era
obra de algo desconocido que no comprendía, como dijo la niña tras anunciar mi
muerte:
Al consultorio llegó mi antiguo cuerpo y
abrió el local. Antes de entrar se quedó mirándome y utilizó el poder de la telepatía para
decirme: “Nací hace mucho, morí, decidí volver a nacer hace seis años. Anoche
volví a morir y decidí nacer en el cuerpo adulto de un hombre experto en
decirle a la gente lo que quiere escuchar.”
EL
RECLUTA
Fernando
Vanegas moreno
Solo bastan cinco minutos
para decidir y toda una vida para lamentarnos…,
Cada mañana era lo mismo:
levantarse a madrazos, hacer la cama, bañarse, aseo; sacarnos el alma en
ejercicios sin fin claro o especifico,
pasar al rancho, comer lo que decían que teníamos que comer (mejor, lo
que hubiera), y ocupar el resto del día entre mil órdenes, y en extrañar…, se
extrañó y mucho.
Éramos un combo de perdidos,
tal vez, y sin quererlo, yo el más; las “voladas” del colegio eran frecuentes y
aunque (y aquí la modestia personal no funciona), siempre destaqué como muy
pilo, me dejé llevar por mi séquito de desadaptados vagabundos. Mi promedio
académico fue siempre más que sobresaliente y las tareas colegiales eran solo
juegos que se despachaban con la mayor rapidez posible; en resumen, un genio
con alma de bohemio, como todos los genios.
Nunca me sentí a gusto entre
cuatro paredes, con el viejito aquel de cálculo susurrando ecuaciones y cifras,
con la modorra pegada al cuerpo y con ese olor a viejo que solo tienen los
profesores de matemáticas…, era un aroma mezcla de “piel roja” y mierda, de
medias sucias y baúl de orfelinato. Me desesperaba sentirme atrapado en un
círculo que era impuesto y que en mi conciencia temprana, no era para mí, me
ahogaba tener que madrugar y ceñirme a güevonadas que no contribuían o
enriquecían para nada mis expectativas, y para no aburrirlos, sintetizo: el
colegio estaba por debajo de mis expectativas. Los perdidos me ganaron y me
llevaron por un camino que solo el tiempo ya lejano me llevó a censurar y
entender.
El perfume del paño, de la
tiza, el sonar de las bolas al chocar, lo malevo del entorno, obvio, el
alcohol, fueron los ganchos fáciles para que me hiciera adicto al billar…, ya
no salía de ahí, las salidas clandestinas de las aulas se hicieron más
frecuentes, y la algarabía juvenil de mis camaradas, ayudaron en mucho en que
yo viera en ese juego, un segundo hogar, una salida excelente para mi tedio
claustrofóbico hacia la enseñanza. Me volví bueno, que digo bueno, me convertí
en un excelente jugador; al que fuera y con quien fuera le daba partido, casi
nunca perdí; deje de lado ahora si definitivamente mi interés por un cartón colegial sin alma u esencia, y me
entregue de lleno al sofisma de distracción perpetuo de carambolear la vida.
Estaba a mitad de mi último año académico y decidí de mutuo acuerdo conmigo
mismo, abandonar mis estudios, no me arrepentí en ese momento, no tuve temor,
ni dolió en lo poquito de ser pensante que quedaba.
Mi dependencia al jueguito
acabo una tarde con la mejor psicóloga y la más excelente de las terapias: mamá
y el rejo. Estaba pues distraído en el “chico” de turno, cuando se sintió en el
ambiente, la escalofriante presencia de la vieja…, no la vi llegar, el silencio
se hizo estresante…, lo único que sentí, fue el golpe seco y contundente…, un
taco de billar decoraba mi espalda…, santo remedio, mi vieja fue mi mejor
terapeuta, con solo un golpe me hacia psicoanálisis, me limpia el aura y abría
todos mis chacras, nunca más volví, como jamás volví al colegio.
Mi madre (una santa ella),
nunca dijo nada, ni siquiera aquella tarde en que le “comunique oficialmente”
mi determinación como desertor de escuela , sé que le rompí el alma, pero
permaneció estoica, en silencio, con la mirada perdida en el infinito
inconmensurable de sus tristezas…, guardó silencio igual, que cuando tiempo
después y preso de un desinterés el hijueputa por la vida, me regalé para prestar
el servicio militar, me miró desdeñosamente y su mutismo solo me gritaba que
hiciera lo que quisiera, que ya estaba muy grande, que no había querido
estudiar y que yo era el único dueño de mi destino. Yo creo que pensaba que era
solo una más de mis bravatas, un acto
irresponsable de los muchos a la que la tenía acostumbrada; pero no, era en
serio, y esa madrugada cuando en mi vieja maleta escolar, con mis dos camisetas
y mi blujean mas desgastado me despedí, entendió (junto a mi padre), que era
real, que me había embarcado en una lancha de aullidos, de humillaciones, de bajezas. Era el instante en que tenía que
madurar, y tal vez, el seguir ordenes, así no fueran las correctas, ayudarían
en ultimas a convertirme en el hombre que ellos querían, en ese ser, que hasta
ese momento, solo canas había generado.
Lloró mamá, lloró papá,
berrió mi tía, bramé yo…, nada que hacer, ya estaba adentro. Quizá no fue el
orden cerrado; aprender a marchar, adquirir una disciplina, sacar pecho, hablar
duro…, nada de eso fue duro para mí, lo realmente mortal en mi existencia era
extrañar; la nostalgia…, sentía mi hogar muy lejos…, yo, acostumbrado a comer
como náufrago recién rescatado, ahora, rogaba por un pan y un agua café…., los viejos ya no
estaban ahí para soportarme o consolarme; mis abuelos, los más grandes, los más
queridos, los más…, ahora solo eran un espejismo lejano en las madrugadas
cobijadas por el frio, o en las noches oscuras del alojamiento.
La ausencia dolía a
montones, me rompía por dentro como si naciera dentro de mí un alíen carnívoro
e inmisericorde…, todo el tiempo me taladraba el alma el no estar con los míos;
que sería de la vida de mi cucha, esa dama a quien tantas amarguras provoqué, ¿y mis hermanos?, ¿y mi viejo?, ¿y
mi abuelo?, que sería de mi anciano, ese que a escondidas me acolitaba mis
desmanes…, dolió, dolió todo.
Tomé entonces otro norte,
resolví terminar lo poco que me faltaba durante el servicio, y como era de
esperar, me gradué con honores. Era mi juramento de bandera y al mismo tiempo,
mi reconocimiento como el mejor bachiller; me sentí grande por primera vez, y a
la par, un miserable pues no tenía a ninguno de los míos cerca para compartir
ese logro…, todos estaban lejos, o no sabían, o, simplemente, no quisieron ir,
ya los había decepcionado lo suficiente y tal vez, para ellos, lo mejor era
marcar distancia con la oveja negra que se ufanaba de su arrogancia y se
revolcaba regodiento en el chiquero de su sobrades…, no los culpé, era lógica
su lejanía. Sin embargo, con el corazón arrugado, busqué entre la tribuna
alguna cara conocida, paseé mi vista dos o tres veces por esas gradas frías
donde reposaban sonrientes los invitados de mi compañía, y no, no veía a nadie.
Una lágrima se asomó de pronto y cuando empezaba a tomar impulso en mi mejilla,
un hombre enorme de sombrero llamó mi atención, sí, era él, mi abuelo, el
alcahuete, mi celestina privada, ahí estaba, firme como siempre, diciéndome en
la distancia: “hijo, aquí estoy, nunca puede estar ausente el que nunca se ha
marchado, vivo en su mente como usted vive en mi corazón”
Lloré de alegría, su
presencia borraba todo lo que yo pensaba hasta ese momento, su sombrero cubrió
de pronto hasta mis penas más pequeñas y entonces fui feliz. Más grande el
orgullo al presentarle mi diploma de bachiller y dar parte de mi contingente…,
mi corazón explotaba, el suyo no cabía en el pecho, nos abrazamos con el
silencio que nos rodeaba y lo gozamos con los ruidos que se desprendían del
alma.
Aquel día, el sol ya no fue
tan abrazante como siempre, las 22 de pecho fueron un descanso y la mirada
melancólica del abuelo; me aseguró de pronto, que todo estaría bien.
DONDE ESTÁS
Por: Javier Barrera Lugo
Nunca serás pena, jamás,
mi adorada Cata. Siempre alegría para mi alma, el bálsamo que alguna vez en la
existencia curó las quemaduras que el día a día, la cotidianidad, me
proporcionaron.
Por la eternidad esa hada mágica que se cruzó por mi vida para enseñar la
grandeza de la palabra humildad. Tú, tan inteligente y activa. Tú, tan clara a
la hora de sentir lo que otros padecen. Tú, ese farito que nos salva la vida a
tantos náufragos. Nunca podré pagarte lo que generosa me brindas, Filipina.
Donde estás el amor y la felicidad deben ser mayores porque los acompañas con
tu ternura. Debe haber miles de niños, tierras áridas como Yacó, pero llenas de
ese embrujo especial que las hace únicas.
Tu partida es una cicatriz que me acompañará hasta el día de mi muerte, también
una razón para entender que ese Dios especial en el que creemos siempre
compensa el sufrimiento si lo asumimos con entereza.
Estás en cada palabra que escribo a diario, en mi cotidianidad con los
angelitos que me pusiste en el camino para que no me sintiera solo mientras
corres por el universo con tus boticas de caucho horribles y ese deseo inmenso
de conocer el lado oscuro de la luna.
Hoy te saludo diciéndote sin ataduras que eres uno de los amorcitos de mi vida,
lo serás por lo que soy en este juego de eternidades. Te veo en sueños cada
tanto y siento tu presencia a diario. No te olvidaré porque uno no puede
olvidarse del amor.
Te amo loca, haces mucha
falta.
Semper simul, Semper
Carmina, Cata de mi alma.
Te dejo un versito que
canta Yuri Buenaventura y refleja lo que pienso de ti, de lo que serás por
siempre, una sonrisita que se brinda generosa:
“Sé que cabalgaras sobre
un valle de rosas
Buscando el cielo en el
que has creído
En el viento
buscando la risa perdida
Siguiendo la luz de las
estrellas
Sé que de esta pena sin
medida
Saldrás cantando y no
llorando
Secando lágrimas de
alegría
Secando lágrimas de
alegría
Con una explosión de amor
eterno
Con una flor en vez de
heridas
Cuando escuchen tu canto
allá en el cielo
Saldrá la mentira de su
guarida.”
Canto de Yuri Buenaventura
MIENTRAS
DUERMES
Fernando
Vanegas Moreno
Un,
dos, tres por ti y por todos tus anhelos
¿Con qué sueñas?..., ¿tal
vez con mamá?, la Santa aquella que ya hace un rato despedimos, aquella que dio
todo por dibujar en tu rostro una sonrisa, sin pedir nada, sin egoísmos…, o
quizá (no puedo ni imaginar), con la eterna filipina de la Nacho, la
incondicional que el cielo quiso prestarnos poco tiempo. Sé que las extrañas,
me duele no poder dar respuesta a esas ausencias, pero aquí estoy, presente
para ti cuando tu así lo decidas. O tu descanso y anhelos dibujan cada noche la
casa esa que tanto añoras…, la de un jardín enorme y mil perros a las afueras
de la ciudad, la de la vaca que sé, estoy seguro, no sabes cuidar, y por el
contrario, te espantaría cada vez que se acercara con sus mugidos y sus
pestañas enormes…, no sé nada, ¿con qué sueñas?
O Morfeo te premia cada
noche con imágenes multicolores de ese viaje que nunca hemos hecho…, ese tour
suramericano que siempre empieza en Bogotá pero que solo alcanza hasta Choachi…,
de seguro ya vendrá, no te afanes, todo tiene un tiempo y una historia. Acaso
esa misma pantalla refulgente de tu mente, te retornará a tu infancia: a la
calle y la despreocupación total; al yermis, el rejo quemado, las escondidas y
mil travesuras que ya los años, (por ser pocos), han ido sepultando en la
memoria. Te verás en cualquier calle con Sandra, la de hoy, la de siempre…, la
que a conciencia permitía que robaras sus juguetes para hacer con ellos cenas
de gala y etiqueta, con osos de felpa y avioncitos destartalados como invitados
principales.
Seguirá pues, una secuela de
pinturas del colegio, de mil amores, de diez mil desordenes, de cien mil
besos…, de ningún corazón. Esa primera vez nada agradable, esas otras tantas,
ya más satisfactorias, esas historias húmedas que solo te has atrevido a
contarme a mí, y que en el fondo, son muy parecidas a las de todos…, Y
entonces, tal vez, aparecerán de pronto, las minitecas, las salidas
pedagógicas, las noches inconclusas y los días interminables, el espiral
profundo del ayer.
De repente, una plaza
enorme, una biblioteca central, un edificio de enfermería, Guillermo, la
filipina, el Freud, el olor a marihuana y los festejos con vino barato en
Lourdes…, la academia, tu carrera, el trasnocho, la tesis…, tu grado…, la
oportunidad (única por cierto), que la vida y Santa Carmela, dieron por
ofrecerte en bandeja, para surgir, para basar un futuro…, y bien que lo
lograste…, muchos desprecian lo que tú, le arrancaste al existencia. Quizá, no
lo aseguro, dormirás profundo recordando estas escenas.
¿Y si solo nos ves juntos?,
si solo aprecias dos manos entrelazadas, ya ajadas, muy cansadas, pero unidas…,
si llegamos a noventa y gritamos juntos: “lo logramos”…, y si un par de arrugas
aún se besan; y si solamente recuerdas el principio de los tiempos, debajo de
ese peatonal de SAO, o las tardecitas en Centro suba y un helado. Ya no nos
podremos comer ese manjar, pero el puente tal vez siga existiendo. Y si en esas
quimeras recuerdas nuestro ayer, viéndolo desde un futuro ya más relajado…,
creo que sería en blanco y negro…, así sueñan los pensantes, así añoran los que han amado tanto.
¿Con qué sueñas?..., no creo
adivinarlo. Lo que sí puedo asegurar, es que mientras duermes, yo…, seguiré
vigilante de tus sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario