Histeria
de Kauil
Semper
Simul Semper Carmina, Cata
EL PRECIO DE LA FELICIDAD
Por: Javier Barrera Lugo
Lo encontré tirado sobre una banca del parque del
barrio Pío Xll. Estaba lleno de escaras, ojos melancólicos, siempre lo fueron,
el color de su rostro, detenido en algún estadio del infierno, se mezclaba con
la inmunda tonalidad de la ropa que parecía tener puesta desde hacía décadas. Su
apatía parecía consciente. No pude ser ajeno a los sentimientos de repugnancia
de la gente que lo miraba sin hacerlo, sin compasión o emociones, como si de un
mal augurio ubicado en el paraíso se tratara. Lo vi y lo irrespeté, sentí pena sincera
por aquel guiñapo que alguna vez consideré mi amigo y en ese momento cargaba la
espantosa enfermedad terminal del abandono. No lo quise molestar, me alejé.
Doce años antes, Henry, era el ejemplo perfecto de
cómo la perseverancia y la falta de escrúpulos llevados con inteligencia son
capaces de generar dioses mentirosos. En la empresa donde trabajábamos se
destacó por sus arriesgadas maniobras comerciales, por el carisma que embrujaba
hasta los funcionarios más déspotas de la aduana nacional, por la temeridad con
que sustraía mercancías importadas sin ruborizarse, de frente, sin falaces
atisbos de moral. “Pinta pa’ millonario”, dijo alguna vez el dueño de la
compañía mientras el intrépido muchacho entregaba escrupuloso el resultado de
un saqueo organizado por él. Al final de la tarde todos en la oficina lucíamos
lentes de diseñador, corbatas de seda Hermès,
botas militares robadas de algún menaje de la embajada americana, navajas
suizas y hasta utensilios de cocina que hipócritas disfrutábamos como si fueran
nuestros; en el fondo pensábamos que culpable era quien ejecutaba, no quienes nos
lucrábamos del botín.
Como casta ejemplar de adolescentes lanzados al
mundo con expectativas de triunfo siempre estábamos bebiendo, trabajando como
mulas adiestradas, inventando faenas sexuales que involucraban mujeres
inalcanzables, retirando dinero del banco donde la agencia tenía cuenta para
sobornar a honestos hombres a nombre de otros hombres honestos que eran
nuestros referentes, celebrando una vida que apenas comenzábamos. Lo que fue
marginal al principio se hizo ley y nadie tuvo los pantalones o las ganas para
detenernos. Henry, se volvió una especie de capo dispuesto a no desamparar a
los cachorros de su generación. Los viejos funcionarios de la oficina lo
odiaban, acusaban por la espalda, rasgaban sus vestiduras olvidando que ellos
también fueron “rateritos” que se pulieron con los años y en ese momento
despotricaban de sus jóvenes contrincantes escudados en prósperos negocios
legales e hijos estudiantes de medicina que les lavaban la vergüenza de la cara.
Pero a Henry, eso lo tenía sin cuidado. Se echó al
bolsillo a las piezas claves en la aduana, la empresa y las oficinas de los
clientes, lo que le garantizó además de dinero, control absoluto sobre la
agencia donde éramos, según la documentación legal, “simples” tramitadores de
aduana ganado el salario mínimo. El dueño estaba feliz, las cosas fluían, se
multiplicaban los negocios, la vida era buena. Un grupete de muchachitos le
estaba generando más dinero que la “parranda de veteranos cicateros” que pedían
mucha más tajada por hacer menos. Las ganancias ya no se le quedaban a mitad
del camino. A los viejos les lanzaba huesos para que gruñeran pero no mordieran.
Ellos aceptaron sin chistar: la experiencia les dictaba lo que terminaría por
suceder.
Los saqueos de mercancía y comisiones cobradas a los
transportistas se volvieron ganancias de segundo orden con la nueva dinámica
impuesta por Henry. Los sobornos coparon el espectro e hicieron palpable la
bonanza. Cada cliente requería más y más cosas que debían pasar a través de la
franja gris otorgada por la legislación aduanera del país y sus corruptos
guardianes. Insaciables, pagaban por pecar y los integrantes de cada nivel de
la cadena no nos hacíamos rogar. A un grupo de “rapaces”, se les concedió el
poder sin contarles que éste es como una boa constrictora: hechiza, acaricia,
se cierra y termina por romper el espinazo de su víctima.
Las palabras del padre Camilo sobre la honestidad,
repetidas por seis años de bachillerato, escaldaron mi culpa. Mis viejos no se
rompieron el lomo para que fuera un simple rufián ignorante. Decidí irme de
aquel lugar, dejar de figurar como elemento en una ecuación de la que nunca me
sentí parte. De aquel grupo hambriento de pelafustanes sólo estimaba a Henry y
a Juan Carlos, “el pollo”. De los otros siete compañeros jamás me fié y el
tiempo le dio la razón a mis instintos. Henry, confiaba
en mí, daba razones, me contaba sus asuntos, jamás suavizó puntos de vista y
eso se lo agradezco todavía. Tomaba en cuenta mis razonamientos aunque al final
decidiera hacer lo contrario. La noche en que celebramos mi despedida de la
empresa nos separamos de la muchedumbre y dijo con voz de verdadera tristeza,
que me cuidara, que no los olvidara, que mantuviéramos contacto. Incumplí cada
una de estas promesas. La cautela y esa maldita propensión a juzgar estando
manchado, jugaron en contra de unos principios débiles, o por lo menos a prueba,
de un muchacho asustadizo.
-¿Por qué seguir haciendo esta mierda, Henry?-dije más como imposición maniquea que
como pregunta. Con una sonrisa sació mi curiosidad.
-Vea poeta marica, soy un tipo que se rompe por sus
sueños y mi sueño es ver feliz a mi mamá, a mi “chinito” (3 años en aquel
entonces) y a Kelvy, la noviecita. No estudié, no respeto lo ajeno ni valoro el
esfuerzo y sus recompensas. Mire cómo
andan los que lo han hecho así, llenos de deudas, saltando “matones”, no son
nadie la mayoría. Sin padrinos esta pendejada no funciona. Estoy aprovechando
mi cuarto de hora. En unos añitos me retiro con plata y todos contentos. El
plan es seguro… ¡Camine nos
emborrachamos y deje de joder, hermano. Hoy es su último día aquí!
Si hay algo seguro es que nada lo es. Entender eso
costó lágrimas. Comencé a vivir otras cosas, me enamoré, perdí, volví a
enamorarme, pagué por ello, encontré rostros hermosos en la selva, las ilusiones ya no fueron amantes sino
compañeras, no busqué más trabajo y le aposté a escribir. Pasaron varios años,
las noticias sobre Henry y su grupo me llegaban a cuentagotas y por terceros:
que empezaron a consumir coca, que los sobornos se intensificaron, que formaron una banda y robaron tractomulas
que llevaban mercancías de los clientes, que se transportaban en camionetas
4x4, que Henry ya no era Henry sino un criminal con demasiadas ínfulas, que andaba
armado y lleno de fantasmas que lo obligaban a hacer estupideces, que le dieron
un tiro en el pecho, que los amigos lo delataron y terminó “comiéndose” cinco
años en La Modelo, que ellos quedaron
tranquilos en sus casas, que Kelvy, lo mandó al carajo y se casó con otro tipo,
que al hijo se lo llevó la ex esposa
para Cali, hastiada de aguantar privaciones, que a Henry, lo volvieron a
encarcelar en Francia por robarse una chaqueta en Charles de Gaulle, que traficaba
drogas en Corea del Sur, que era un perdedor llevado por el vicio, que… Que… Que…
Tantas cosas se dijeron, tantas se comprobaron y
otras tantas entraron a ser parte de la visceralidad de su leyenda. Lo más
triste es que los beneficiarios de sus escaramuzas de bandido se cansaron de
aguantarlo y se fueron no bien la fortuna cambio de acera. Alguna vez me
encontré por casualidad al “pollo” y me contó cosas que matizaron mi
irrelevante punto de vista respecto a la historia que estoy narrando:
-Todo lo que le comentaron es cierto, poeta. Del
muchacho buena gente no quedó nada. Siempre estaba en unas “turcas” increíbles,
metiendo como loco y jodiendo con esa puta pistola que disparaba cada vez que
le ganaba el vicio. Cuando le entraba la depresiva se ponía a mirar al infinito
y se acordaba de una vaina que le dijo a usted,
algo sobre los sueños.
Mi cara apesadumbrada debió activar algún mecanismo
de recuerdos, porque acto seguido, dejó el vaso de cerveza sobre la mesa y
comenzó a hablar con sincera congoja.
-No le miento. El hombre se ponía “mamón” cuando
estaba borracho, pero tenía sus razones y ninguno era capaz de preguntárselas,
le teníamos miedo. Me contó por ejemplo que la ex mujer no lo dejaba ver al
niño si no llevaba equis cantidad de plata, la mamá le quitó unos ahorros y se
los dio a una iglesia cristiana a la que asistía-su rostro se tornó
sombrío-imagínelo, poeta, el man
reventado y la señora regalando lo único que tenían…Qué estupidez… Y la de
Kelvy, fue peor: Henry, le mandó arreglar las tetas y la muy bandida se fue con
un vecino porque el hombre no le estaba dando plata. Mucha rata, poeta… Le pagó
carrera en la universidad, le puso carro, apartamento, le mantenía el hogar al
suegro y el h.p. del paseo fue él… ¡Qué descaro!
-¿Y qué dijo él cuando pasó todo eso?-pregunté.
-No dijo nada, no se quejó. Un varón de verdad,
poeta. Siguió rebuscando, pero ya nadie le tenía confianza. Nuestro jefe el
Doctor XXXX que tanta plata ganó con los torcidos que hicimos, lo “vendió” con
las demás agencias, nadie le daba trabajo, por eso se puso a robar carga de los
antiguos clientes… Ese viejo es un hipócrita y hasta para el senado se postuló
diciendo que iba a luchar contra la corrupción… Pobre marica.
Insistí con la pregunta, quería saber que había
dicho respecto a lo de sus sueños, de lo que hablamos la noche de mi despedida
de la agencia. El “pollo”, hizo un esfuerzo, bebió un trago largo y me dijo:
-Estábamos en Galerías,
en un “rumbeadero” a donde fueron varias veces, según recordó. Me contó
que usted le preguntó las razones por las que hacía lo que hacía y que él le
contestó que por sus sueños, o algo así. La vaina fue, y nunca se me va a
olvidar, poeta, porque los ojos se le llenaron de lágrimas, que me dijo que se
le había olvidado decirle algo más ese día: que prefería vivir diez años llenos
de alegría y pagar lo que tocara, así fuera la muerte, a vivir toda la vida
esperando el momento indicado para sentirse feliz y que este nunca llegara. Eso
fue lo que me dijo. Todo de ahí para adelante ya lo sabe.-concluyó.
Lo paradójico del asunto es que los beneficiarios
jamás seremos culpables a los ojos del mundo, hasta de víctimas se disfrazaron
algunos. Los viejos de la oficina retomaron sus negocios una vez desapareció el
postulante a príncipe de los ladrones. Sus hijos se graduaron de médicos y los
recogen, siendo hoy respetables abuelos, los sábados para almorzar en sus
lujosos almacenes de muebles, en sus fábricas de tubos o en las agencias que compraron.
Los doctores y dueños se atornillan aún al poder y ya prepararon a la siguiente
generación de cafres ansiosos por
acabar con todo. Kelvy, debe ser una
respetable matrona sin pasado, obsesiva, traidora. Los delatores, los siete nefastos cómplices, estarán
rumiando su pusilanimidad en oficinas donde son tímidos puntos grises
dispuestos a vender a cualquiera por treinta monedas de plata. Todos tan
culpables como inocentes, porque el paso del tiempo nos limpia todo menos el
remordimiento, esa vocecita incómoda que se esfuerza por no dejarnos dormir tan
rápido cada noche.
El precio de la felicidad. Cuánto estamos dispuestos
a arriesgar, cuánta paciencia tenemos… No es un asunto de ética sino de
compulsión, tomarlo todo, atragantarnos, escapar, repetir hasta hacernos daño o
menospreciar el tiempo, aguantar, pujar, esperar. Es un asunto personal, creo
que hasta intuitivo. Sólo dejo una historia por si la quieren leer, no voy a
juzgar a nadie, no tengo esa potestad.
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