LA FE
Por: Javier Barrera Lugo
La cuadrilla estaba en silencio paleando tierra
junto al dique. Después de recoger los trastos del desayuno me acerqué al amo
para ver qué necesitaba. “Te voy a comentar algo que nunca debes olvidar”, dijo
sin mirarme, utilizando un tono paternal que me dejó perplejo. Una actitud rara
emanada de un tipo que demostró, desde que sus santos lo pusieron aquí, que
había nacido para ordenar, no para convencer. Un súbdito leal de la corona en
faena de conquista económica, que desde el principio aclaró que nuestras
tierras le pertenecían al rey de España y las riquezas que encontrara en ellas
iban como ganancias de la encomienda con la que le premiaron su labor de evangelización.
Bajé la mirada esperando que sus palabras no fueran reforzadas por las
acostumbradas bofetadas con las que premiaba mis servicios.
Su pecho lleno de sudor brillaba como una de esas
piezas doradas que papá Diógenes enterró junto a las matas de coca el día que el
amo degolló a mi hermano por intentar fugarse. Tomó aire, hizo una introducción
a la cuestión que quería explicarme e inició su retahíla. Para el padre Fraga, los
malestares del cuerpo jamás podrían compararse al dolor del alma. “Uno termina
por acostumbrarse a las punzadas en las piernas, al latidito fastidioso de la
mejilla cuando un absceso propiciado por el escorbuto amenaza con hacer
explotar una encía llena de pus; es más, creo que uno se habitúa al eterno
zumbido de un oído congestionado por la infección, pero el peso de una tragedia, la forma en que destroza los pocos espacios
que la mente le otorga a la lucidez, es
un suceso para el cual no existen remedios suficientes”.
A sus cuarenta y siete años sabía de lo que hablaba.
Se necesitaba tener su corpulencia, su fuego interior, para escapársele tantas
veces de las garras a la señora muerte y sus consecuencias. Siendo un niño, en
su natal Lugo, experimentó la putrefacción de la carne viva producida por la
viruela. Espantosas cefaleas le negaron la posibilidad de pensar, las pústulas
que le deformaron el rostro y dejaron clavados en un marco de bulbos y cisuras sus
ojos verdes, le dieron a su fisonomía la dura dignidad del sobreviviente. La
fiebre lo condujo a testificar delirios en los que era perseguido por demonios
que le quemaban las plantas de los pies con tizones al rojo vivo. Doña Jacinta,
su madre, recordaba esto cada vez que prosternada en tierra daba gracias a la
Virgen de los Dolores por haberlo salvado de los estragos de la enfermedad.
“Cosa difícil, Simeón”, dijo, utilizando mi nombre
de converso. “Crucé un pasadizo lleno de luz blanca, maciza, tuve conciencia de
encontrarme con personas que creí cercanas, pero no reconocí a ninguna; un
sentido de confianza anómalo… No creo que puedas entenderlo… Y esa maldita
sensación de concebir lo que me dijo una voz sin palabras llegó a frustrarme. No sé si fue la de Dios, la del diablo, la de la tía
Concepción o la de una puta metafísica… Me sentí pasmado, no bien; se trató del
acto mismo de desencarnar. La agonía fue atroz…En un momento el destello se hizo
tenue, desapareció; me encontré con el rostro de mamá lleno de lágrimas que
mezclaron miedo con alegría y la alabanza al único Dios verdadero…”¡Te has
salvado!”, es lo único que logré entenderle…Nunca olvidaré aquello”. Guardé
silencio. El hombre cruel que conocí en mi ocupación de guía por el monte, el “azote
de los indios”, como lo llamaban sus secuaces, fluía como una hoja seca sobre la
memoria de sus tormentos.
Fue de los primeros curas que llegaron junto a los
invasores a tomar posesión de esta selva. Nunca creyó que nosotros, “los
animales”, “los inferiores”, “las bestias de párpados rasgados y mirada ladina”, “los estúpidos que exhibíamos
nuestras “vergüenzas” sin el menor recato”, tuviésemos un alma para salvar. Tantas
veces lo vi desgarrando a latigazos el lomo de cargueros por derramar algunos
granos de la provisión, que aquella confesión me llenó de horror las venas. “Este
tipo me quiere hacer algo. Como las serpientes, se acerca sigiloso y no bien me
descuide, me dará un trancazo en la cabeza. En menos de lo que dura un suspiro,
seré carnada para algún Yacaré1”,
pensé. Cuando un hombre deja expuesto un
flanco hará lo posible por cerrar esa brecha y este indio que relata, estaba
parado en la mitad de ella. Para mi fortuna, esa certeza sólo la tuve yo.
A las cinco de la tarde me ordenó servirle algo de
comer. Una porción de cazabe2,
una laja de pescado salado y agua fueron los alimentos que por cinco
minutos lo sacaron de su obsesión por darle estructura de medición a los
diferentes tipos de padecimientos de los que puede ser víctima un hombre. Se
limpió la boca con la manga de la camisa y profirió un eructo que hizo volteara
varios de los esclavos que desde la mañana le escarbaban las tripas al río
tratando de sacarle alguna partícula de oro. Su mano izquierda, grande como la
cabeza de un jaguar, buscó por instinto la cacha del machete. Acarició con
impudicia el pedazo de hueso tallado mostrándole con ese acto a los de mi raza,
a los negros, a sus iguales, peones encargados de su seguridad, quién era el
que mandaba.
Se acercó y prendió el chicote con uno de los tizones
que alimentaban el fogón. Me indicó con la mirada y un sutil movimiento de
cabeza que le arrimara la mochila. “El dolor, muchacho; el dolor es todavía
peor cuando somos nosotros, no las circunstancias, quienes lo propiciamos. Sé
que no lo entiendes, pedazo de bestia, para ustedes y sus dioses mentirosos la
muerte es una estación de la naturaleza. He promulgado bien el mensaje de Cristo,
mi embuste; gracias eso descubrí que la vida es lo que hacemos, lo que ganamos,
lo que callamos, lo que perdemos. Nada tiene sentido si no respiramos… La fe es
la mentira cómoda que no nos permite sucumbir… ”. La Biblia emergió del
interior de la talega como si fuese un niño que expulsan las entrañas de su
madre.
De una alforja sacó la botella de anisado y empezó a
beber el contenido en pequeños sorbos. Ordenó que me acostara junto a la
entrada del bohío. Mientras el licor le inundaba el cerebro recitó algunos salmos.
Ya borracho comenzó a bramar por la existencia truncada de su hijo Antonio, un
joven de veinte años que meses antes fue asesinado en un pleito de tierras con
otro grupo que tentaba la suerte en una
mina cercana a la ribera del río Capanaparo. Todos en el campamento bajaron los
ojos y se enroscaron para dormir. Los blancos, ansiosos por la reacción de su
jefe, liaron algo de tabaco, buscaron sus aposentos y se enclaustraron para
fumar en silencio. Las armas las dejaron por precaución bajo las esteras.
Los sonidos de la selva tomaron posesión del
campamento. Pequeños insectos se pegaron a mi barriga, pincharon la piel, succionaron,
se llevaron lo poco de sangre que me quedaba en el cuerpo. “Dolor; hasta un ser
intrascendente sabe el significado de esa palabra que posee tantas caras”, expresé
entre dientes, con rabia. Mientras las brasas tragaban furiosas aire para
no sofocarse, fui tocado por el embrujo del sueño. Los gimoteos del padre Fraga
chocando contra las telarañas, sus estertores cargados de desesperación,
matizaron las imágenes de la mujer que me prometió en sueños, cincos noches antes,
esperarme para escapar tras la espesa niebla que en las mañanas cubre a los
fantasmas del río con los que Antonio y mi hermano juegan a ser dueños de unas
riquezas que no son de nadie.
Yacaré:
Caimán suramericano, de piel negruzca parecido al cocodrilo pero más pequeño y
con el hocico redondeado en la punta.
Cazabe:
Torta hecha con harina de la raíz de la mandioca.
COLOQUEN
TRAMPAS AL POEMA
Rafael
Serrano
Coloquen trampas al poema
Cácenlo con balas de plata;
no preparen simples rayos de aluminio
o navajas de hojalata.
Si abre la boca,
Inmediatamente sofóquenlo con sal
antes que suspire
y si mira con sus ojos de ignominia
muéstrenle un Cristo, un crucifijo.
Ámenlo también.
Dejen que muerda el cuello
de su universo
y admírenlo
cuando cruce su sarcófago
entre el fuego y la humedad,
cuando lo vean como un murciélago
de alas membranosas.
No se sorprendan
si les habla de Esopo o de Heráclito,
de Napoleón o de los Borgia
pues él se ha escapado de la historia.
No crean en la errabunda quiromancia
De los gitanos que lo rondan,
pues ellos mienten como poetas
o como estrellas.
Tiéndale una trampa
a este caballero que evade los arcabuces
y los espejos;
nunca será cazado en su belleza
como un utensilio
de la realeza Transilvánica.
Les pido, eso sí,
no suspender ajo en el filo de sus palabras.
No entierren una estaca en su corazón
mientras sueña con un cuello de cisne
o una noche eterna.
GRAN POEMA DE UN HOMBRE POCO CONOCIDO, LO QUE NO QUIERE DECIR QUE NO HUBIESE SIDO UN EXCELENTE ESCRITOR. LA POESÍA, EL BELLO OFICIO DE QUIENES NO BUSCAN RECONOCIMIENTO A SU PERSONA SINO A LA VIDA MISMA.
ResponderEliminarFLORENTINO BORRÁS.