La cabeza
hueca de Robespierre
Por: Javier Barrera Lugo
Imagen de Maximilien Robespierre en 1785. Óleo de Pierre Roch Vigneron.Tomada de Wikipedia
Dentro
del plan inicial no se contempló que la táctica de “seducir” a la bestia recién
parida y sus instintos cargados de desquite a través del miedo, se
privilegiaría sobre la necesaria consolidación de los valores del movimiento:
libertad, igualdad, fraternidad, la basura retórica que rápidamente se tornó utópica,
para mantener el orden y atajar las ambiciones de la militancia, sus figuras
emergentes, liderazgos incipientes, a los “mesías” de tres centavos tanto o más
dictatoriales que los monarcas asesinados o exiliados en su esplendor.
Los dueños de la manida “verdad”, “probos”
guardianes de la reforma, impusieron a la asamblea nacional, sin mayores reticencias,
aquel artefacto construido en el infierno por seres humanos y por lo tanto sádicos,
que unieron la eficiencia mecánica con el terror, el hedor de la sangre y las
heces para crear los elementos de la coreografía sacrílega que necesitaban los “reformadores”.
Una laja de metal afilado, marco de madera,
batiente cordel de cáñamo separando el infierno en las estrellas del infierno
en la corteza terrestre; espanto inserto en cada estría de los materiales… Un
prodigio de la ingeniería dispuesto para imponer disciplina y fidelidad como hitos
de militancia ciega dentro de cerebros llenos de espuma. La guillotina se volvió
la novia fea de la naciente burguesía, del lumpen nunca bien ponderado y
prolífico.
El asunto lo manejaron los inquisidores
autoproclamados “defensores de la revolución”, con la máscara de la
implementación de un elemento material para salvaguardar del enemigo interno el
alma de la naciente república, aquel proyecto que crecía como “la primera república guiada por ángeles
incorruptibles”, aunque construida, seamos sinceros, sobre la pusilanimidad de
las teorías que germinaba entre el excremento de la venganza, las cabezas
separadas de los cuerpos, ilustrados ejecutores y calanchines brutos ávidos de
poder.
Ese conciliábulo de resentidos e idólatras
de las “ideas”; vibrantes y arrodillados frente al poder de la materia y el
miedo que impusieron los insurrectos amparados por la estupidez, decidió que la
guillotina sería la institución ideal para cimentar el “orden”, asegurar los
valores de la causa, acabar con protestas, con disidentes, que, según “los
líderes,” hicieron metástasis desde el instante en que la base argumentativa de
la revolución, se hizo un amasijo de palabritas huecas aplicadas en la cara de una
“virgen muerta” que se maquilló las marcas dejadas en la jeta por la venganza
social espuria, cruel, redundante en un país destrozado por sus prejuicios, la
tradición absurda de la servidumbre, ese vómito purulento que carcomía a la sociedad
desde que la sumisión se hizo destino para una mayoría castrada.
Robespierre, “el erudito” del movimiento
revolucionario, el “santo varón” que juró, en medio de delirios místicos
propios de la naturaleza vil, defender
la causa y sus métodos, a la gente -la miseria de los menesterosos y artesanos
eran los átomos esenciales para hacer lentos los cambios y perpetuar la
influencia de los líderes-, decidió que el sacrificio (no propio), los litros
de sangre, el pánico que atravesaría como rayo helado las gargantas, serían las
líneas que harían institucional lo que desde el principio fue orgánica putrefacción
usada para enterrar la banalidad carroñera de las casas reales de aquella
Europa, desde siempre encarceladas entre la decadencia de una belleza fútil e incestuosa y la hipocresía de
quienes derrumbaron un poder para imponer con violencia el raquítico fulgor
moral del suyo.
El período del terror le brindó una
posibilidad de oro a Robespierre para deshacerse de secuaces, copartidarios y
enemigos, de la incomodidad del disenso, ese veneno irrigado en los
recientemente creados vasos comunicantes entre ideólogos y la base que esperaba
como paliativo a su orfandad histórica, la imposición de la ley del talión. El
dictador asigna el odio como elemento de cambio.
La “revolución”, esa institución sin
rostro; pero llena de hígados que usurparon el lugar de los cerebros, asumió el
perfil del asesino descarnado, la esencia del déspota ávido de cariño falaz,
fornicario, caudillista; el fétido aroma que dejaban en el ambiente los
calzones que el miedo era capaz de hacer bajar en masa sin mayores problemas.
El poeta Florentino Borrás, crédito de
Charalá, comunista sin jefes, lo ha dicho un sinnúmero de veces en los cursos
de poesía comunal (institución de agitadores sin dientes, le digo) para quienes
quieran oírlo: “Revolución: la oportunidad que tiene el pueblo bruto para
cambiarle el rostro a los amos… Esas matanzas no sirven pa’ más.” ¡Qué grande
es el viejo charaleño!
Durante las purgas revolucionarias cayeron
ejecutados 17.000 culpables e inocentes, y se sumó a esa lista de la infamia el
cuerpo del mismísimo Maximilien Robespierre, tras el juicio sumario del comité
de seguridad pública, su base operativa y tentáculo afilado contra la oposición
durante años. Fue acusado de sanguinario, traidor de las causas justas del
levantamiento y por intento de creación de una dictadura.
El inquisidor popular, el purgante, terminó
gestándose en inconsciencia una suerte de suicidio justiciero, un
ajusticiamiento primitivo bajo la pesada hoja metálica manchada con varios
tendones de cuellos fantasmas el 28 de julio 1794.
Tanto sacrificio para que un proyecto
utópico de justicia popular terminara convertido en la plataforma que lanzaría
al estrellato de la infamia a uno de los monstruos más grandes de la historia:
Bonaparte, el primer anticristo.
En los recovecos de la Place de la Révolution, hoy conocida
como Plaza de la Concordia, los chivos expiatorios de la falacia democrático –
revolucionaria, las víctimas de la masacre de la Vendée, los miles de
inocentes, María Antonieta, pueril, bruja hermosa, banal, Luis XVI y su fimosis
heredada, entre los principales; culpables y castos que soportaron la crueldad
de la cuchilla, hoy son mudos fantasmas que de madrugada juegan fútbol con la
cabeza hueca de Robespierre, el psicópata insaciable, burgués taimado,
exponente que hizo patente que los guerreros de la Bastilla, sus pensamientos y
consignas, lo único que garantizaron a la humanidad fue la romantización de una
élite de carniceros.
Como vigorosos Zidanes, Mbappés de hombros
límpidos y sin sesos, Platinis sin gota de sangre en sus cuerpos de humo, los
fantasmas terminan por ser una bola de contradicciones, de elementos cuya
disposición no altera el producto final. Parafraseando al poeta argentino de
marras: si existe, que Dios salve a los oprimidos, -a los “nadies” y las
“nadias”, dijo una genio- de sus salvadores.
Bogotá,
29 de mayo 2025.