INVIERNO
Desde su cama miro por
las ventana en donde a esa hora el hielo de la madrugada empañaba los vidrios y
cubría todo el verdor de la pradera con un suave rocío, que aunque suave
quemaba toda planta donde se posaba. Por un instinto propio, se aferro con más
fuerza a las cobijas y pensó que era un día pésimo para salir, estaba helando,
se sentía un poco agripado, no había dormido bien y aparte de todo los perros,
esos malditos perros con sus ladridos no le permitieron conciliar el sueño en
las pocas ocasiones en que los estornudos y la fiebre le daban cabida al
descanso.
En medio de todo, y
haciendo acopio de su mejor esfuerzo decidió pararse, era lunes y era
obligatorio y prioritario asistir a la oficina, en donde un informe de costos
lo esperaba pendiente desde el viernes. Maldijo una y mil veces esa situación y
ya sin más remedio paso a la ducha, se vistió y luego de beber a sorbos cortos
una taza de café humeante dirigió sus paso hacia la estación del metro más
cercana, en donde casi todos los días esperaba el vagón que lo acercara al
lugar de sus funciones. En las pocas calles que había de recorrer cada mañana
entre su casa, ubicada en los suburbios de la ciudad y la famosa parada del
metro, observo la gente abrigada hasta el tope, con caras de pocos amigos e
imaginó que al igual que él, expresaban en sus rostros el mismo fastidio por la
vida que en ese momento lo embargaba.
Ya en su transporte
habitual, le fastidiaba el endiablado aroma de la gente, todos sobre todos, el
vagón a reventar, el entra y sale de los pasajeros subiendo y bajando, los
niños tratando de resguardarse del frió acomodándose estratégicamente, y
aprovechando lo congestionado del servicio, entre los holgados abrigos de
algodón de los más ancianos de esta ruta, pero por fin termino este suplicio y
luego de pelear a dentelladas por salir con todas sus prendas completas de
aquel maremagno de cabezas, cuerpos, agites y palabrotas. Al salir de la
estación, tomo una gran cantidad de aire, ese aire frió que adentro le faltara
y que llenaba con toda vitalidad sus pulmones revitalizándolo y haciendo de
lado, así fuera en apariencia los síntomas de la gripa que tanto lo molestaran.
Camino unas calles más hacia el norte observando en uno que otro puesto de
revistas los titulares de los diarios del día, compro luego un paquete de
cigarrillos, y llevándose uno a la boca y como todas las mañanas, sorbió un
irlandés, que compraba sin falta en un quiosco donde todos los oficinistas se
reunían a conversar trivialidades antes de encararse con el día.
Con pasos entrecortados y
lentos subió los cinco pisos que lo separaban de su cubículo en una agencia de
consultores contables muy afamada en la ciudad, sin miramiento alguno, sin
saludar a nadie se dirigió directo a su puesto de trabajo e inmediatamente puso
manos a la obra…, hecho un vistazo rápido a su informe represado y vio que era
algo más sencillo de lo que él se imaginaba. Por fin algo bueno le sucedía,
pensó; ya no tendría que embromarse horas eternas analizando cifras, sacando
cuentas, actualizando cálculos y todas esas carajadas que se anudan a la ciencia contable. De
pronto algo raro paso, sintió en el aire un hermoso e indescriptible aroma, un
olor pasajero, que desde su silla era imposible identificar.
Con mucha curiosidad,
pero lentamente se levantó para intentar identificar la fuente de ese perfume
que lo hacía estremecer y aún sin ponerse de pie del todo, la vio. Era alta, rubia, hermosa, un
cuerpo espectacular que se dibujaba con mayor claridad gracias al vestido
ceñido que lo cubría, piernas largas y torneadas, sonrisa perfecta, y unos ojos tan verdes que invitaban a
descansar dentro de ellos, sin embargo su belleza no era lo mejor; lo
esplendido es que era la nueva compañera y que solo estaría separada de su
pequeño puesto de trabajo por un murillo artificial de no más de un centímetro
de espesor. Pero ahí tampoco paraban las sorpresas…, estaba seguro haber
reconocido en esa diosa a una antigua compañera de la escuela y evoco con
nostalgia esos días aciagos de juegos en el sube y baja y de las primeras
letras. No recordaba su nombre pero sabía a ciencia cierta que era ella: la
niña pecosa de braquets, que él junto con otros compinches de niñez se
deleitaban en hacerle la vida imposible y en provocar sus lágrimas. Por un
instante le aterro ese recuerdo, ¿y si ella también lo hubiera reconocido?, ¿y
si ella también recordara entre sus nuevos compañeros al patán aquel de las
groserías y las molestias?, pero No, no podía ser, habían pasado quizá
veinticinco años, el ya no era ni física ni interiormente el bruto de antes y
ella por su puesto y por lo que saltaba a la vista había sepultado por completo
a la pecosa nerda de la escuela, entonces se relajo y pensó en la forma más
adecuada para dirigirse a esta musa inspiradora sin quedar como un idiota y sin
parecer el más intenso de los hombres.
El trabajo pues, se
olvido; toda la mañana estuvo planeando al mejor estilo de una guerra de
guerrillas las mejores tácticas y estrategias que le permitieran por lo menos,
invitar a un trago a esta princesa, y lo más importante, que esta princesa
aceptara su cortesía. Trazo planes , dibujo bocetos, ensayo discursos,
improvisó poemas, pero al final solo una maldición escapaba de su boca y la
razón era sencilla: su timidez de mamut, que siempre lo había alejado de su
encuentro con el sexo bello, siempre, desde su adolescencia fue un petardo, no
coordinaba sus movimientos, le temblaba la voz y el ridículo llego a su máximo
punto una noche ya de adulto, cuando en una fiesta y por presión de sus amigos,
intento coquetear a una chica que le habían asegurado era la más fácil del
planeta. Cuando ella con una sonrisa de oreja a oreja se ofreciera sin tapujos
a sus flirteos, el en medio de un ataque de nervios, no controlo sus esfínteres
y en medio de toda la multitud, muchos vieron como una mancha oscura y húmeda
cubría su zona genital y bajaba extendiéndose por toda su pierna izquierda.
No, no se atrevería a
hablar con ella. Ya pesaba demasiado en su memoria la trágica noche de la
fiesta, y le horrorizaba que frente a tal monumento llegado a la oficina le
ocurriera lo mismo. Entro en angustia, sudaba copiosamente y el catarro que la
noche anterior lo desvelara había desaparecido por completo. Las piernas le
temblaban, el corazón latía con más fuerza que de costumbre y sentía sus
piernas tan pesadas que le parecía haber nacido anclado al lugar en donde en
ese momento se encontraba.
Necesitaba urgentemente un cigarrillo y como pudo y
esforzándose a fondo logro alcanzar el ascensor, y una vez en la calle respiro
aliviado y trato de poner orden en sus ideas. No fue uno sino dos los humeantes
compañeros que este amigo se inhalara y gracias al aire nuevo y a la nicotina
que ya recorría todo su cuerpo decidió que lo mejor era buscar algo simbólico,
que sin necesidad de palabras expresara por él aunque fuera en parte todo lo
que estaba sintiendo. Sintió el calor en sus dedos y cuando ya estaba a punto
de quemarse sepulto la colilla bajo su pie derecho, desconcertado miro a lado y
lado de la calle buscando el detalle que debía acercarlo a ella y estando en esto
recordó el idioma universal e infalible de las rosas. Con la decisión ya tomada
corrió hasta el parque más cercano donde sabía encontraría las más hermosas
exponentes de estas plantas y compro las más roja y pasional que se le
atravesó.
En un dos por tres estuvo
de nuevo en sus escritorio y después de ocultar sigiloso bajo el saco el
presente celestino, lo oculto con cuidado atrás de su escritorio en una botella
de refresco vacía que él se preocupo por llenar hasta la mitad con agua y algo
de azúcar, como le enseñara su mamá para conservar por más tiempo la delicadeza
de estas compañeras. Pronto sería la hora del almuerzo y el aprovecharía la
ausencia de todo mundo y disculpándose en la cantidad de trabajo represado que
tenía; para depositar en el escritorio de su admiraba el regalo que seguramente
le encantaría; luego con un simple guiño de ojo, ella sabría quien sería el
caballero misterioso de la ofrenda y se acercaría a agradecerle gentilmente su
amabilidad, entonces, ya roto el hielo y ante lo encantador del obsequio el
pondría todo su talento, y su esfuerzo obviamente y la invitaría al cine, a
cenar, en fin a lo que ella quisiera.
Puso nuestro personaje en
práctica su titánica odisea, cuidando minuciosamente cada detalle de su plan,
espero que ya no hubiera nadie, roció con unas gotas de su perfume la rosa, la
saco cuidadosamente, le dio un beso y muy cuidadosamente, faltando cinco
minutos para la hora de regreso del personal la deposito con todo el cuidado
que pudo sobre el teclado de la computadora de la bella. Por poco lo mata la
ansiedad cuando la vio dirigirse a su escritorio, ¿Qué pensaría?, ¿como lo
tomaría?, este y otros interrogantes tendrían respuesta pronto.
Ella entonces, regalo una
sonrisa amable a manera de hasta luego a las dos amigas con las que había
compartido el descanso del medio día y sin vacilar llego a su escritorio, miro
entonces su teclado por unos segundos, algo sorprendida levanto su cara y trato
por lado y lado de identificar a alguien que se hubiese atrevido a tal detalle,
paneo de izquierda a derecha y de derecha a izquierda pero no respuesta alguna.
Tomo la rosa entre sus manos, la olió y cuando ya se disponía a sentarse miro a
su lado y un guiño tímido e imbécil se escapo de su compañero de cubículo, más
que un guiño aquello parecía más bien un tic nervioso tan característico de
nuestro famélico amigo.
Sorprendida entonces,
frunció el ceño y a continuación ocurrió todo lo contrario a lo que nuestro personaje
había imaginado…., Lo miro como las bacteriólogas suelen mirar las muestras
coprológicas que llegan a sus manos, tiro la rosa a la esquina mas apartada de
su escritorio, entre dientes se entendieron algunas palabras irrepetibles, hizo
un gesto obsceno con su mano izquierda y a continuación y de manera brusca se
sentó en su silla sin levantar de su pantalla el fulgor de sus bellos ojos
verdes.
Nuestro Romeo, sintió su
corazón como un cristal al cual le acaban de dar con un martillo……, algo hizo
crasch, en su interior, se sentía triste y desolado y sobre todo se sintió
avergonzado y apenado por haberse atrevido a mirar a esa mujer, por haber
tenido la osadía de imaginar que una simple rosa le permitiría a él, un pobre e introvertido sujeto,
compartir un momento agradable al lado de semejante espectáculo de ser.
Como un caracol amenazado
se encerró en su pequeño espacio, sin levantar la mirada de la pantalla, sin
tomar agua, sin escuchar a nadie, sin siquiera ir al baño. La tarde se fue de
esa manera y las sombras de la noche le permitieron olvidar por unos segundos
el mal rato; espero paciente hasta que no hubo quedado absolutamente nadie y ya
con la soledad de compañera retomo el camino que lo llevaría de nuevo a casa,
en donde de seguro un buen vodka, un habano, y algún buen libro lo alejaría por
lo menos esa noche del ridículo de esa tarde. Mañana seria otro día y ya las
cosas volverían a su estado normal de letargo y monotonía, en resumen creía él,
ya había pasado todo.
Opto por caminar las cincuenta
calles que lo alejaban de su hogar, necesitaba despejarse y olvidar, en el
camino fumo varios de sus cigarrillos y con las manos en los bolsillos y andar
despreocupado hizo más lento su arribo. En el parque devolvió con una patada un
balón que algunos adolescentes habían perdido en medio de su juego, acaricio
con ternura la cabeza de un labrador y en la tienda de licores de la esquina se
aprovisionó de una botella de Absolut y de un nuevo paquete de Marlboro. A
pesar de todo y lejos ya de su vergüenza se sentía tranquilo, triste por el
fracaso pero tranquilo, ¿sería acaso resignación?, solo él tenía la respuesta.
Al voltear para tomar su
calle y al observar desde la distancia, detalladamente, detenidamente, el buzón
de la entrada de su casa, observo, y repito en la distancia, que algo salía de la ventanilla de su Box Mail. Trataba
de identificar lo que era pero buenos pasos lo separaban de ese sitio y le
imposibilitaban la plena descripción de su objetivo. Con miedo, curiosidad y
nerviosismo, se fue acercando cada vez más a su casa, sus ojos no podían creer
lo que veían, era increíble, sorprendente, hasta terrorífico, pensó; ahí, en su
buzón, en su casa, sin saber cómo o porqué estaba su rosa, sí, la misma que le
regalara aquella tarde, la misma que fuera despreciada, la provocadora de su nuevo fracaso emotivo, ahí estaba…., la
retiro tembloroso y confirmo lo que ya sabía, no se equivocaba, era la misma
rosa, aún tenía su olor. Sus ojos, sin saber el motivo exacto, se aguaron, y
más tembloroso todavía extrajo de su casita de correo una nota que antes
envolvía la flor mística, un escrito pulcro y fragante, con el mismo olor que
tanto lo atrajera esa mañana. Al abrirla encontró una caligrafía perfecta que con trazos de firmeza le decía:
¿Hoy a las 10 está
bien?…, llámame 321432…..
Jack