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domingo, 26 de agosto de 2018


EL MECANISMO

Por: Javier Barrera Lugo


I

Cada elemento encaja con naturalidad en el soporte del mecanismo. La milimetría de las piezas al unirse se confirma perfecta: hojas de metal pulido y con leve coloración rojiza, flejes que pese a su grosor se estiman resistentes, tornillos diminutos, muelle sólido, resortes y engranajes bailando una danza que habla sobre el tiempo que se deja medir para esfumarse, resucitar, expandirse y contraerse infinitesimal. Esa es la naturaleza de los hechizos que trasiegan por el universo. Todo lo anteriormente descrito, se acopla  en una caja que encarcela un disciplinado corazón artificial, que al final de la cuenta, asemeja una cebolla metálica que compró un hombre rico por puro capricho o tal vez queriendo reforzar su puesto de gregario en una sociedad jerarquizada a la que nada ni nadie parece importarle.
     La idea es que el dispositivo ensamblado iguale la contundencia de los estribos que lo soportan, ese es un principio del oficio; pero como era de esperarse, el Maestro privilegió la belleza sobre la estabilidad en el diseño. Arte es el  sello de esta casa artesana en la que por medio siglo se ha fraguado una tradición de pulcritud que a mí, francamente, me parece superficial.
       Lo que tengo permitido hacer y debo hacer, quedó finalizado. La primera virtud que debe trabajar un aprendiz es la humildad. El Maestro ordena que me acerque para observar. Sus manos grandes como de estrangulador, llenas de vellos entrecanos y venas gruesas marmoladas, toman con delicadeza las herramientas que parecen de juguete, ajustan, atornillan, remueven las imperfecciones que aparecen traicioneras a última hora. “Siga durmiendo, pendejo…” me enfatiza el viejo  balbuceando molesto. El rubor cubre mis mejillas y el corazón se achicharra. El látigo de la corrección ante una falla  evidente que yo mismo generé y no detecté, es peor que la puñalada por la espalda de una mujer.
      Los ojos del Maestro brillan con mística. Un leve toque a la rueda dentada exterior y el mecanismo empieza a latir. El soplo inicial sobre la cabeza de Adán emociona. El flujo de la vida y su electricidad, su irremediable extinción,  es ahora  manifiesta.
       “Haga el recibo y entrégale el reloj al Doctor Albarracín. Hoy los aguardientes los invito yo.” Me dijo tras salir del trance creador.

II

La muchachita se cansó de rogarle que la llevara para la pieza. “Estoy cansado, hoy no tengo ganas de empelotarme o de empelotar a nadie… Sírvame un trago, mamita, tómese uno y váyase. Aquí ya no hay plata.” La puta lo miró con desprecio y se le “pegó,”  segundos después, a otro anciano cascarrabias  que tarareaba tangos de Alberto Podestá.
       “Sabe, Floro, el de hoy fue el último reloj que voy a ensamblar. Me cansé de esta joda... Le vendo el negocio, quédese con él, acábelo, quémelo… ¡Haga lo que quiera!” Cinco segundos después la borrachera lo estampillo contra la mesa.
       Roncancio, el dueño del café, me ayudó a subirlo al taxi. Sacó  del delantal un reloj que el Maestro le dejó como prenda por el valor de una cuenta  noches atrás. “Cuando se despierte,” me susurró, “dígale que esas cervezas de la vez pasada fueron por mi cuenta, que no se preocupe y guarde su reloj en un lugar seguro.”
      Saqué del bolsillo unos billetes y le dije que se pagara. El gordo me miró con un dejo de lástima y me aconsejó: “guárdelos Florencio, de pronto le hacen falta… y más con lo que sabemos.”
       Asumo que mi cara de sorpresa ante el comentario le hizo confesarme lo que sucedía, porque era el único que, al parecer, no estaba al corriente de los hechos: “¿El viejo no le contó lo del cáncer? Se lo confirmaron hace poco,  le quedan  meses, pocos, eso sí, ¿me entiende?… ¡Uy, hermano! Discúlpeme, pensé que don Poncio le había… eh… pensé…
       Ahora que soy un viejo relojero en tiempos de relojes chinos, vulgaridades de plástico plagadas de ordinariez, porquerías sin mística, entiendo que todo pasa, que los mecanismos asombran, funcionan, desaparecen. Lo único infinito parece ser  el tiempo, ese padre sádico que  contempla necedades mientras nos volvemos polvo en la eternidad sin siquiera notarlo.

domingo, 19 de agosto de 2018

UNA VEZ MAS



UNA VEZ MÁS.




Fernando Vanegas Moreno.


Hace frío, ¿Verdad?..., la forma más estúpida para abrir conversación, pero la única que se me ocurrió esa mañana. Sin embargo, ella, hizo lo que hace toda mujer cuando un desconocido la aborda; apretó muy fuerte el bolso..., bueno, me sonrío y, creo que un imperceptible "tiene razón", se escapó de su boca.
La había seguido con la mirada varias mañanas, me parecía angelical ese rostro; esa mirada, me mataba...,

Hace un buen tiempo, había decidido que la soledad también es una opción, que a veces, se camina mejor en ausencia de todos, que el aire no es necesario compartirlo, en fin, que a nadie me entregaba..., muchas rosas tomé, todas, dejaron espinas a su paso.

Pero ella tenía algo, no sé, despertaba en mí una combinación rara entre gusto y curiosidad..., siempre la vi sola, en los momentos en que se debía socializar, siempre se apartaba, se aislaba, bueno, no estaba del todo sola, llevaba un libro (siempre el mismo), que la seguía a todas partes, raro pero me intrigada.
Mi personalidad siempre tímida, formaba una muralla infranqueable que no me permitía hablarle, me intimidaba, me repelía. Ya no recuerdo cuantas veces intenté acercarme, las mismas, que faltando un metro para ella, me hacían entrar en pánico y devolverme como un idiota al lugar desde dónde había arrancado mi intención..., bueno hasta esa mañana.

Luego de vencer mil miedos y medio y tras lanzar aquella frase tan profunda y tan poco utilizada sobre el clima, me animé a seguir hablando: — te he visto varias veces aquí, ¿Enseñas? Me observó cual bacterióloga y contestó: —No, tan solo me gustan los espacios tranquilos para leer, y aquí he encontrado los mejores.

En esos días, dictaba yo una electiva los sábados en la mañana sobre Krav Maga a los primíparos de la universidad Manuela Beltrán, arriba, por la circunvalar, pegada a los cerros orientales de Bogotá, y bueno, ella leía.

¿Puedo sentarme?, continúe..., —si quiere—, murmuró..., y me acomodé. Por otros mil miedos, juntos permanecimos mudos mirando a Chapinero, el barrio tradicional que se extendía a nuestros pies, y que enmarcaba en ese instante, lo patético de un sábado mañanero de conquista.

Luego, todo fluyó y hablamos como viejos conocidos, la charla nos fue acompañando calles abajo hasta encontrar la simbólica carrera séptima, también nos llevó de la mano hasta "Anacaona", un añejo sitio salsero por la 47, ahí en ese lugar no pude callarla..., el silencio y la timidez del comienzo, dieron paso a un torrente de anécdotas y de historias de su vida, de su permanencia en Europa, de su deseo de volver a Italia, de su razón de estar en Colombia..., solo estaba aquí para encontrar a un alguien, a un ser, que el destino y un sueño, le habían dictado que encontrara..., eso y nada más, luego, estaría completa y su existencia sería plena..., (está loca), pensé yo; creer en sueños, en el destino..., en fin, esperemos a donde llega esto...,

Me sorprendió de pronto con un beso, me asombró más mi corazón: ya la amaba sin siquiera proponérmelo; alumbraba de nuevo mi razón..., la tarde pasó, la noche se fue y la madrugada nos espantó.

Las sorpresa más grande llegó cuando, luego de pagar la cuenta regrese a nuestra mesa y ya no estaba; en la carrera interminable de su labia, nunca inquirí su nombre o acaso, el lugar donde soñaba, se había ido, nunca más la volvería a ver..., solo encontré una nota en una servilleta que aún guardo y que decía: "eres el sueño y el destino que me faltaba"..., le estoy muy agradecido, me partió el alma..., pero tuvo la bondad de dejarme las dos partes.

sábado, 4 de agosto de 2018

HAZ LO CORRECTO


HAZ LO CORRECTO

Por: Javier Barrera Lugo


Los pecados escriben la historia, el bien es silencioso.
Johann Wolfgang Von Goethe  





Los humanos tenemos la capacidad de demostrarnos en los momentos menos pensados de qué estamos hechos, de echar a la basura las voces que invitan a despedazar lo que nos importa, de cumplir lo que, en circunstancias duras o llenas de placer, prometemos; de hacer lo que debemos. La vida y sus escenarios son batallas que se pelean a diario y las decisiones que se tomen, buenas o malas, hacen la diferencia. Hombres nobles son aquellos que se sacrifican en pos de la felicidad de los otros, sobre todo si son sus hijos. El siguiente relato describe sobre la honestidad de un gran padre, un gran tipo…

       Al padre le gusta jugar tejo los fines de semana, tomarse sus cervezas, charlar con colegas de oficio sobre la cotidianidad de las obras de construcción donde trabajan de sol a sol poniéndole color a las paredes de unas casas donde personas como ellos sueñan el futuro. Tanta es su afición al deporte nacional, que patrocina un equipo en su barrio del cual es capitán y el mejor jugador. La camiseta que los identifica es blanca, ribetes negros contrastan el cuello y las mangas. “Decoraciones xxxx” se llama la escuadra que posee un récord de imbatibilidad en campeonatos del sector. Más de una docena de trofeos engalanan la sala de su casa: copas, bandejas, pequeños jugadores de estaño empotrados en tablillas de madera y detenidos en el tiempo a punto de lanzar el disco de metal que hará explotar mechas imaginarias, hacen parte de la colección de laureles con los que sus cuatro hijos de entre 5 y 10 años juegan a cualquier cosa, sobre todo, a destruirlos de a poco. Son niños obstinados y bastante fastidiosos, si se me pregunta.

       El padre tiene 37 años, mediana estatura, bigotes y cabello mostrando las primeras canas. Fuma mucho. Preocupado por cómo este vicio lo afecta, decide comprarse una bicicleta de carreras para entrenar y mejorar su estado físico. Aprovecha cualquier rato libre para salir a pedalear. A las canchas de tejo llega en bicicleta y se devuelve a la casa, algo entonado, en bicicleta. Va a las ferreterías a comprar pintura para las obras, imaginándose una etapa de la Vuelta a Colombia en la que se pelea la punta de una etapa eterna con Ramón Hoyos, “Pajarito” Buitrago, Alfonso Flórez y Rafael Antonio Niño, ciclistas colombianos con chapa de héroes. Su afición guarda respeto a estos hombres de metal y corazón henchido, porque también él se considera un luchador.

       Es poco dado a atesorar bienes superfluos, salvo su bicicleta. Ama aquel armazón de metal y caucho; la limpia cada vez que puede, compra aditivos especiales para engrasarla, monta, desmonta, vuelve a montar, piñones y platos como los ingenieros soviéticos lo hacían con las piezas de sus cohetes espaciales. El universo de sus fantasías, las pocas que se permite y le permite su realidad, giran en torno a la sencilla máquina roja cromada. El resto del tiempo aparecen obstáculos por superar y superados, como es obvio, con mucho trabajo y sacrificio silencioso.

       El 24 de diciembre de 1.984, el padre es de nuevo puesto a prueba por la vida. Completa meses sin trabajar, su mente, lo que queda de esperanzas, están cansadas. Gracias a las medidas tomadas por dirigentes ineptos, políticos ladrones (es redundancia, lo sé), la usura de los banqueros internacionales y locales, el país enfrenta una cruda recesión. Los sectores productivos no cuentan con fuentes de financiación que revitalicen su vapuleada necesidad de capital de trabajo. El de la construcción, mayor empleador de la ciudad, es el gremio que más siente el frenó económico. Los clientes del padre se quedan, al igual que él, con los brazos cruzados viendo como el humo cubre las salidas. Llegan las verdes tras un período de maduras que el padre aprovechó para comprar y adecuar la casa familiar y guardar un remanente para emergencias; pero la crisis es profunda y los ahorros se acaban.

       La costumbre colombiana de beber todos los santos días del último mes del año mientras se juega tejo debe esperar. No hay con qué patrocinar el equipo victorioso esta vez. Canastas llenas de cerveza se dejan en las neveras, la prioridad es que la esposa y los hijos coman bien. “Un “chino” con hambre no estudia, se enferma,” le dice a los “amigos,” que le increpan la negativa a invitar unas agrias para evadir la puta realidad.

       El padre no les hace caso. Tiene su bicicleta para salir a rodar las calles destartaladas de la ciudad y desahogar la impotencia de no poder trabajar teniendo salud y ganas. Por dignidad desperdicia su talento, su tiempo valioso, pasando cotizaciones de obra que, a la larga, sabe no le van a aprobar, “hay que intentarlo,” se repite buscando apalear la ansiedad.  Sólo el biciclo lo escucha llorar (los hombres de su generación no lloran jamás y menos en público), ayuda a esquivar por instantes la presión de ser “la cabeza del hogar,” como lo considera la esposa.

       Todo el mundo se prepara para celebrar nochebuena. Es época triste para la comunidad trabajadora del barrio, poca plata, caras largas, regalos que el niño Dios no entregará por más bien que se hayan portado quienes le escribieron la carta de pedido. Los hijos sueñan con una pista de carros y un balón para los tres; una bebé de plástico con pelo rubio de nailon es anhelo para la más chiquita de la casa. En su inocencia lo dicen fuerte, como dando órdenes, hacen planes, recrean partidos en los que el “Nano” Prince, Falcioni y Gottardi, juegan a su lado un campeonato del mundo donde son figuras por añadidura y hasta la muñeca que orina “si le das agüita con el tetero,” levanta la copa FIFA.

       El padre los escucha y se llena de dolor, de ira por lo injusto de la situación. No hay con qué comprar nada. Quiere explotar de una buena vez; sabe también que no debe hacerlo, esas son las reglas de la vida y sus niños no tienen por qué pagar las consecuencias. La esposa observa silente y con los ojos encharcados. Conmovida, le dice que salga y se tome unas cervezas con los vecinos que desde temprano acaban con el acopio de la cantina. A regañadientes le hace caso, toma la bicicleta, se va.

       Pasan unas horas. El padre entra con sigilo, le pide a la esposa que aleje a sus curiosos hijos de la puerta y así lo hace. Entra como una exhalación y se encierra junto con ella en el cuarto matrimonial. Demoran varios minutos y como si nada hubiese pasado, salen a cocinar el ajiaco con el que se celebrará el nacimiento del Cristo que tanto se añora. La mujer sonríe. De los niños, sólo el mayor se da cuenta que algo inusual sucedió, pero calla; con diez años entiende que todo terminará por saberse y es mejor no tantear los secretos de papá y mamá.

       La media noche llega con su carga emotiva. Siguiendo su costumbre, la esposa llora recordando a los familiares que ya no están, mientras abraza con fuerzas a sus “pollos,” que brinconean de lado a lado como voladores sin palo. El padre toma el teléfono anaranjado y llama a su hermana, quien tras la felicitación de rigor le pasa a Josefa, su mamá, y la viejita, tras un corto saludo, traslada la comunicación a su cuñado que tiene fama de hablar mucho de nada en particular. Todo es paz, respeto, la comprobación de que no se necesita mucho para sentir alegría.

       Los niños reciben regalos que no tienen forma de balón, de muñeca de pilas u óvalo de carreras. Son pequeños, se doblan apenas los toman. Rompen el envoltorio y se encuentran con camiseta tipo polo y pantaloneta para cada uno. El niño Dios estuvo “escaso”, pero no los olvido, ese es el aliciente; muchos de sus amiguitos ni cena tenían esa noche. El padre los observa y se nota que los ama; se los demuestra, no se los dice (la maldita masculinidad actuando de nuevo), asume que lo saben o lo sabrán algún día, a lo mejor cuando sean tipos de casi cuarenta años como él.

      Al día siguiente el padre se despierta y lleva a los niños a un parque donde no se ven muchos carritos, patines o balones nuevos. Los hijos, unos privilegiados en medio de la tormenta, estrenan ropa y juegan hasta el cansancio. Nuevamente en la casa, el hijo mayor se da cuenta que la bicicleta del padre no está, tampoco la herramienta para acicalarla, mucho menos los neumáticos de repuesto y a su viejo eso parece no molestarle, pese a que esa máquina es su tesoro. Intenta preguntar, pero se queda callado otra vez al entender que las pantalonetas y camisetas tipo polo no las regalan “peladitos” rubios, crespos, vestidos con túnica rosada que nacieron en Belén de Judá, ni un gordo noruego vestido de rojo, sino un hombre bueno que al hablar con su yo interior sobre si beber para olvidar o hacer felices a cuatro culicagados muy cansones y una esposa frenética, se dijo: Haz lo correcto.