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martes, 31 de mayo de 2016

ANTECEDENTES

ANTECEDENTES
Por: vilaregut matavacas


Un rayo de luz, entre tantos como atravesaban el aire y la atmósfera, dio en un pedazo de metal redondo medio oculto entre el polvo de la calle. Santiago vio el destello. Caminó unos pasos sobre los diminutos granos de arena que apenas se mantenían unos instantes en el mismo lugar y se agachó. Sus dedos redondos y tostados como el café rodearon el pedazo de metal, lo levantaron del suelo, jugaron con él dándole vueltas y lo guardaron en su bolsillo. En el aire, ante sus ojos, apareció un trompo de colores transparente. Santiago casi pudo notar como el mecate blanco de algodón se enredaba en su dedo índice. Había estado ahorrando para comprar un trompo durante las últimas semanas y ahora la luz del sol le regalaba el último peso que le faltaba. Sonrió y siguió caminando entre el polvo de las calles de su pueblo.
El sol calentaba el negro alquitrán del asfalto y éste abrasaba el aire que sorprendido culebreaba por encima de las calles de la ciudad. Ronald miraba el espejismo en el horizonte que dibujaba el final de la cuesta por dónde subía al taxi que le llevaba al aeropuerto. En ese aire intrépido que se hacía visible ante sus ojos por el calor, Ronald se vio rodeado de gentes de tez morena que le agradecían su esfuerzo y dedicación, su altruismo para con ellos, los pobres desheredados de la tierra, que ahorita, y gracias a él tendrían un pozo de agua en su comunidad. Casi pudo sentir sobre su piel las sonrisas blancas, por el contraste de las pieles, de los más pequeños del lugar. Sonrió y siguió cómodamente sentado en el taxi que le llevaba al aeropuerto a través de las calles de la gran urbe.
El cursor, una rayita negra y vertical, parpadeaba sobre el fondo blanco electrónico de la pantalla. La luz como azulada del monitor iluminaba el rostro de Jamileth. Ya no quedaba nadie en la oficina, solamente el celador escuchando la radio en la pequeña recepción de la casa que servía de sede a la pequeña organización no gubernamental. El lugar dónde Jamileth laboraba y de donde recibía un poco de dólares para sobrevivir con su chigüín de cinco años. Acababa de leer el correo electrónico que confirmaba la hora de llegada del vuelo que traía al técnico cooperante de la contraparte de su organización en el norte. El nombre de Ronald había aparecido al final del texto, en el centro de la pantalla, firmando el mensaje. El nombre de alguien de quien tenía que inventar el rostro pues no conocía nada de él. Las únicas pistas que tenía eran sus mensajes escritos con un lenguaje que no escapaba del marco lógico que la relación requería. Jamileth estaba cansada, llevaba muchas horas frente la computadora. Le ardían los ojos. En ese ardor apareció su imagen, se miraba un poco mayor. Junto a ella un hombre le tenía la mano. Estaban sentados, elegantemente vestidos, la marcha triunfal del avance de los egipcios sobre los etíopes de la ópera Aida de Verdi amenizaba el momento. Era la promoción de su hijo. El protector de pantalla oscureció su rostro y la sacó del ensimismamiento. Movió el ratón y la luz de la computadora iluminó tenuemente la sala de nuevo. Jamileth apagó la computadora. Recogió sus cosas. Enllavó el cuartito dónde ella trabajaba y salió a la recepción. Dijo un “que pase buenas noches don Apolinar” y salió. Llegó dónde su mamá para recoger a su hijo y juntos platicando sobre sus cotidianidades se fueron a su casa. Allí nadie les esperaba.
Santiago caminaba con un gran balde de agua sobre la cabeza. Con el antebrazo en posición horizontal y la mano izquierda a la altura de la cabeza se ayudaba a mantener el equilibrio sujetando el fondo del recipiente. Con la mano derecha sujetaba la parte superior del balde. Recordaba el día que habían inaugurado el pozo. A partir de ese día sólo tuvo que caminar unos cien metros para halar agua. Recordaba también los meses que anduvo un extranjero por el pueblo revisando la construcción del pozo. Parecía que se llamaba Ronald pero todos le llamaban “gringo”. Se le veía ir de aquí para allá quemado por el sol y brillante y resbaloso por el sudor.
Ronald estaba elegantemente vestido en una lujosa sala de conferencias. Ante él un grupo de personas miraba las fotografías que mostraban los trabajos de construcción de unos pozos en algún país desconocido y la sonrisa de algún que otro chaval o chavala acarreando agua en un balde sobre su cabeza. Había estado apenas unos tres meses en ese país y ahorita estaba presentando a su audiencia una conferencia sobre el trabajo realizado y los principales problemas que achacan al país y la forma de solucionarlos. Durante su estancia había hablado largamente con Jamileth. Él le había regalado palabras como objetivos general y específicos, indicadores, actividades, evaluación, ciclo del proyecto, efectividad… Ella le había hablado de su hijo, de sus veinticinco años, de su trabajo. El parecía haberla escuchado, pero ahora lo que ella le dijo no impregnaba su discurso. Al igual que cuando hablaba con ella un “yo” iniciaba sus frases y poco de lo que no era de su mundo particular entraba en sus ideas.
Jamileth había llegado al aeropuerto para recibirle y prácticamente no se había separado de él en los tres meses que duró la visita de Ronald. Para cumplir con su trabajo había descuidado un poco su vida particular, la íntima. Procuró siempre tener listo lo que él demandaba en lo referente al proyecto y organizó el tiempo libre del extranjero de manera que éste se fuera completamente satisfecho del país. Le llevaron a conocer los lugares más bellos. Parajes que muchos de los habitantes de la zona jamás habían visitado y que con poca probabilidad visitarían. Pasear y hacer turismo es un lujo que no se podían permitir. Un quehacer que no formaba parte de su cultura. Tal vez un legado más de la situación actual del mundo. Una herencia más de la historia que vivieron sus antepasados y de la situación de dominio sobre sus tierras que tuvieron los antepasados de los extranjeros de occidente. Jamileth había heredado un contexto que no le dificultaba viajar. A Ronald le habían legado unas circunstancias que le facilitaban viajar. Tal vez los dos viajaban pero no del mismo modo, el viaje de Jamileth era otro, al igual que su mundo. Las oportunidades siguen sin ser las mismas para todos.
Cuando terminaron de construirse los pozos Ronald ocupo su tiempo en la identificación y redacción de otro proyecto. Jamileth le siguió atendiendo y conoció un poco más de su prepotencia y de ese aire de superioridad que exhalaba el extranjero. Otro proyecto significaba continuidad en su trabajo. Jamileth sabía que dependía de la ayuda externa para subsistir y que la injusticia que sufría la mayoría de la población de su país era la razón de su fuente de vida. Ronald, aunque estaba en una situación similar, no era tan consciente de ése hecho. Le faltaban todavía bastantes viajes para descubrirlo y sentir cierto desasosiego e incluso cierto ridículo existencial ante quienes se había mostrado prepotente y ante él mismo.
Santiago no pudo comprar el trompo que había soñado. Un día llego a su comunidad un gobernante de los grandes. Un señor elegantemente vestido, con un bigote ridículo pero que él debía de considerar que le daba cierta dignidad. Llegó en un medio de transporte distinguido, un carro caro o tal vez en helicóptero. Saludó a varias personas del pueblo, a algunos de los más pobres también. Habló lo que alguien calificó como un gran discurso. Muchos no entendieron el porqué de tanta palabra vacía. Pero así hablaban los políticos. Terminó pidiendo reales al pueblo porqué resultaba que sin saberlo el pueblo y el país entero tenían una deuda. Otra herencia del pasado y de una historia mal contada. Santiago se sintió conmovido y hasta sintió lástima por ese señor tan elegante y tan desdichado. En verdad también se sintió algo obligado a contribuir con la patria. Así que entregó sus pocos pesos, los que tenía destinados al trompo. Todos menos uno, el que le regaló el sol. Un poco en el fondo de si mismo sintió como que le robaban. El gobernante refinado recogió bastante y fue a pagar la deuda a otro gobernante de otro país. Con esa plata el otro país hizo grandes inversiones pues era bastante dinero. Con lo que le sobró el gobierno fue caritativo y entregó esas migajas a grupos de personas, todas ellas profesionales, que trabajaban en organizaciones que elaboraban y ejecutaban proyectos. Alguien podría decir que proyectos de desarrollo pero ese término es demasiado específico y puede llevar a conclusiones erróneas.
Jamileth encendió su computadora. Como cada mañana revisó el correo electrónico. Habían pasado varios años desde la primera visita de Ronald. En la bandeja de entrada había un mensaje de él. El gobierno de su país había destinado una aportación económica a su organización. El financiamiento para el proyecto de letrinas estaba garantizado. Ya llevaban varios proyectos juntos y aunque cada vez era más difícil conseguir plata esta vez habían tenido suerte. Ronald viajaría en los próximos meses y volvería a encontrarse con Jamileth. A lo largo de los años se podría decir que se habían hecho amigos, aunque seguían en realidades distintas. Ronald seguía hablando de sí mismo y escuchando poco a Jamileth. Aunque algún cambio poco perceptible se había producido en el extranjero. El calor volvería a calentar el asfalto y el aire intrépido se volvería otra vez visible ante los ojos de Ronald cuando fuera cómodamente sentado en el taxi que le llevaría al aeropuerto. En esta ocasión ningún espejismo o sueño se le apareció entre el aire serpenteante.
Ronald continuaba ajeno al mundo. Seguía con su necesidad de ayudar a los pobres a los desamparados. Aunque había viajado ya bastante todavía no había descubierto la injusticia. Sentía y pensaba la pobreza como una desgracia, casi como algo inherente a la sociedad y contra la que se luchaba con trabajo y esfuerzo. Nunca habló de injusticia en sus conferencias o charlas ni se reveló para pedirla y exigir dignidad. Facilito el acceso al agua de muchas personas e hizo que sus vidas fueran un poco más cómodas. Hubo bastantes niños que murieron de cólera y muchas madres que lloraron porqué perdieron a sus hijos.
Jamileth seguía sin compañero, había tenido uno pero le salió miedoso y se fue. Le dejó otro hijo. El hijo mayor se aplazó y no había salido de promoción. En la pantalla del ordenador y cuando los ojos le ardían Jamileth todavía podía ver la graduación de su hijo. El muchacho casi nunca estaba en casa. Únicamente llegaba a pedir comida y reales. Jamileth había procurado educarle correctamente. Le había llevado a marchas a favor de la justicia y de la dignidad. Había pintado con él mantas sobre los derechos de los niños y las niñas. Había participado con los jóvenes y adolescentes del barrio en talleres y capacitaciones sobre salud sexual y reproductiva. Había diseñado y pintado con ellos murales reivindicativos en los muros de la ciudad. Ahora su hijo andaba vagando fuera de su control. Jamileth sentía que se le perdía su primer hijo. Ella nada podía hacer. Su hijo tomaba ya sus propias decisiones. Jamileth se convenció de que en cualquier forma de vida que uno elija, uno puede ser feliz. No negó la posibilidad de que su hijo fuera feliz aunque por el momento no se cumpliera lo que ella había imaginado para él. Sufría pero esperaba que su hijo fuera feliz. Aprendió a despojar de todo perjuicio el concepto de felicidad. Cada uno escoge… pensaba y debe de tratar de ser feliz en su elección.

El pequeño Santiago aunque, un poco mayor, seguía notando el mecate blanco de algodón en su dedo índice y seguía soñando con un trompo de colores. Se sentía capaz de hacerlo girar y con él hacer girar el rumbo del mundo.

lunes, 23 de mayo de 2016

MIENTRAS ESPERO

 MIENTRAS ESPERO

Gracia Aguilar Bañón


Aquí sentada mientras espero que llegue el “ayudante” para que le lleve esta comida a mi hijo, no puedo hacer otra cosa que repasar mi vida y contársela a ustedes, aunque no tengo muy claro para qué. Quizá para desahogarme, para frenar un poco esta rabia que no puedo gritar, porque me harían callar.
Llevo ya dos horas y sé que aún me queda un buen rato. Estas cosas van lentas. Cuando viene Nuri, mi hija, la atienden más rápido, tiene suerte, o lo más seguro es que le haya gustado a alguno de estos policías. Yo ya soy demasiado vieja (demasiado parecida a estas otras tantas mujeres que esperan también aquí, a mi lado, enfrente de mí) para recibir un trato especial. Así que ellas y yo nos limitamos a insistir, una y otra vez, hasta que deciden hacernos caso, por cansancio o aburrimiento o, en ocasiones, cuando conseguimos reunirlos, por los “chelitos” que les ponemos disimuladamente en la mano. Hay veces que nos exigen el dinero sin tapujos y si les decimos que no tenemos nada, nos hacen esperar a propósito, tan jodones, nos ignoran, para que aprendamos que al día siguiente no debemos volver con las manos vacías. Como vine yo hoy, sólo con la comida de Domingo y con una camisa limpia para que se cambie. Ya son diez días los que lleva ahí dentro, el pobre, que no hizo nada, que me lo cogieron siendo inocente.
Sí, ya sé que piensan que soy su madre, que qué voy a decir si es mi hijo, que pesa más el corazón que la cabeza. Pero no crean que espero que todos ustedes me comprendan, no, que lo único que quiero es que me escuchen. Ustedes no van a poder hacer nada por cambiar esto, ni yo tampoco lo pretendo, que quede claro. Bien sabe la vida que ya he aprendido a conformarme, a aceptar lo que venga con resignación. Soy pobre, pero no pendeja. Y no rezo cada noche para que mi situación cambie, lo que le pido a Dios es que me de fuerzas para seguir viniendo cada día, para que Domingo no acabe en el olvido como le pasa a la mayoría de los que están igual que él. Que eso es lo triste. Así terminan: en las celdas de esa maldita cárcel, sin posibilidades ya de salir porque nadie se acuerda de ellos, convirtiéndose en uno más, en uno de esos tantos.
...Míralo, ahí viene el “ayudante”, con esa cara de poder, como si no supiera que en realidad es tan desgraciado como yo...
Ya sabía que no me iba a hacer caso, pero tenía que intentarlo. Lo malo es que está anocheciendo y no dejé la cena preparada. Menos mal que Nuri se hará cargo. Que se está portando muy bien esa hija mía del alma a la que no supe encaminar. Ya me la puedo imaginar a ella dentro de diez años en este mismo lugar, sentada aquí donde yo estoy, trayéndole comida a uno de sus ahora pequeños. Porque la vida da vueltas y se repite. No quiero decir con ello que mi madre, que Dios la tenga en su gloria, se encontrara algún día en esta situación (no, eran otros tiempos, entonces no te metían en la cárcel, directamente te hacían desaparecer). Pero que alguien me explique si no cómo es posible que a ella la abandonara mi padre, que a mí me terminara dejando el que nunca llegó a ser legalmente mi marido (porque ya estaba casada con otra) y que el condenado ese que dejó preñada por tres veces a la Nuri desapareciera con la última barriga.
Mi pobre Nuri... No supe evitar que pasara por lo mismo que yo. Me quedé sola cuando los muchachos estaban en la edad más difícil, y entre el trabajo y la casa se me escapó. Por ser la más grande y hembra dejó de estudiar para ayudarme con los pequeños... Sí, qué bien lo veo ahora, de lejos, cómo se repetía la historia, pero entonces no fui consciente. Lo normal era que una chica ayudase a su madre en la casa. Y ahora ya no sabe, no puede hacer otra cosa.
Ni siquiera ha encontrado a un hombre que la trate mejor. En eso yo tuve más suerte. Ya grandes los muchachos apareció Francisco. A la Nuri no le hizo mucha gracia, al fin y al cabo era la que más se acordaba de su padre y de lo que me hizo sufrir. Pero Francisco es bueno. No soy la única, eso lo sé y lo acepto, no estamos ya para poner condiciones, pero me trata bien, trae dinero a casa y se porta con los muchachos, aunque no sean hijos suyos. Y las comadres por fin me dejaron en paz. “Que se te va a pasar el tiempo y la edad no perdona”, “que luego, con arrugas, ya no te va a querer nadie”, “que un macho es necesario en una casa”, “que no puedes quedarte sola”. Qué pesadas se pusieron.
...Bueno, ahí viene otra vez con su misma cara. A ver si ahora tengo más suerte...
Creo que me vuelvo a casa con la comida. Hoy ese desalmado tiene el día torcido, seguro que ha quedado con la novia después del trabajo y le querrá brindar unas cervezas, por eso no da el brazo a torcer. Como que no le hubiera dado yo el dinero si lo tuviera, con tal de que mi Domingo comiera caliente...
Me cuesta entender a estos desdichados. No paro de preguntarme si no tendrán madre, si no sentirán un mínimo de respeto, de compasión, por unas mujeres mayores que lo único que hacen es preocuparse por sus hijos. Qué malo es eso de creerse con autoridad. En realidad ellos no son más que unos pobres desgraciados, pero tienen fuerza ante nosotras, pueden jodernos la vida y lo hacen.
Yo me he esforzado por conseguir que mis hijos sean unos buenos muchachos, y lo he logrado, por eso digo que Domingo no se merece estar ahí dentro. Él nunca ha dado problemas, consiguió su trabajo en la fábrica, incluso participa en alguna actividad de la parroquia. Cierto que se toma su cerveza de vez en cuando, pero ni siquiera toca el ron, y a las dos novias que ha tenido las ha tratado con respeto. Pero tuvo que pasar por el puente en el peor momento. Mira que se lo advertí tantas veces: “Hijo, da el rodeo, aunque sea más largo el camino, evita el puente, que todos sabemos lo que se mueve allí”. Y le pilló la redada. Lo metieron con los demás en la furgoneta y para acá que se lo trajeron. No le encontraron nada, pero tampoco lo sueltan. No me pidan que les explique porqué. Aquí no hay motivo, simplemente las cosas pasan. Y digo aquí, porque me han contado que existen otros lugares en los que no ocurre esto. Yo no hago caso a habladurías, pero la gente sí se lo cree e incluso se va a buscarlo. Así alimentan a los tiburones, porque muchos no llegan, se quedan en el camino, se los traga ese mar traicionero. Como le pasó al hijo de la comadre María. La acompañé a que reconociera el cuerpo, si es que aquello podía llamarse cuerpo. Dios mío, no fui capaz de ver en esa masa de carne al Roque, al pequeño Roque que creció junto a Domingo y se dejó llenar la cabeza de sueños. La comadre sí lo reconoció, o al menos es lo que quiso creer, porque así pudo darle un entierro. Les parecerá tonto, pero consuela tener una tumba a la que visitar y llevar flores.
A mí me cuesta pensar que allí, en la otra orilla, hay algo mejor que esto. Quizá si lo viera con mis propios ojos… Pero no piensen que sería capaz de arriesgar la vida por ello. Mi sueño no es dejar mi país. Al fin y al cabo no se vive tan mal. Si la gente aprendiera a conformarse y a vivir en paz: comer, comemos todos los días, y un techo no nos falta. ¿Para qué más?
...Mira qué bien, se va el mamarracho ese, a ver si tengo más suerte con el que entre...
¿Ven porque no me quejo? Dios acaba sonriéndome siempre: el que ha entrado es ése al que llamamos “pequeño buena persona”.
“No se preocupe mi doña, que yo se lo hago llegar”, me ha dicho al coger la comida y la camisa. Ojalá y hubiera alguno más como él. Ahora ya puedo irme tranquila, andando, a pesar de que es un paseo largo, porque ni dos pesos llevo para la guagua, pero así me da tiempo para ser agradecida. Y a ustedes les dejo en paz. Alégrense por mí y no le den mente a todas las tonterías que dice una vieja cuando el cansancio le amenaza.

...Es más tarde de lo que me creía. Está oscuro. Espero que la vida me siga favoreciendo y me proteja en el camino que me queda por delante...

miércoles, 11 de mayo de 2016

LIMPIEZA

LIMPIEZA
Por: Javier Barrera Lugo

Rituales de vida que desmitifican la muerte a cinco años de una quimera perfecta.
El fuego purifica las almas de los soñadores.

En el Japón antiguo los hombres se discriminaban entre quienes eran capaces de hacer cualquier cosa por honor, sus seguidores honestos y aquellos que bajaban la mirada mostrándose dóciles ante los primeros, sólo para traicionarlos al final y dominar con mano de hierro a los segundos. Una sociedad con milenios de tradición premió la valentía y condenó con vehemencia el apocamiento de quienes pisaron aquella tierra emparentada con el sol. Héroes que trascendieron el  tiempo, escorias olvidadas apenas dejaron de respirar, gregarios en el medio; ese fue el contexto en que una sociedad tasó la fortaleza de las voluntades.
      Dentro de las actitudes loables que terminaban premiadas con la admiración de los semejantes (en rango o nivel social), el decoro tenía un peso considerable. No se limitaba a ser una forma de refinamiento, era la vida sin arandelas, existir como individuos honestos o morir si el ideal de excelencia no se lograba. La pusilanimidad era opción para las almas que dejaban de sentir la decencia como el más trascendental de los dones otorgados a la humanidad. Mente, cuerpo, voluntad y miedos, todo era susceptible de ser higienizado, mejorado para gloria del nombre que una comunidad honraría por siglos.
       La limpieza como acción servía para exorcizar llantos infantiles en quienes tentaban las armas por primera vez, era el artificio que dopaba pieles desollada por el horror patente en el rostro duro y el alma blindada del enemigo. En esos tiempos de señores feudales y clanes que se dividían las extensiones de las islas, Hokkaido, Honshu, Shikoku, Kiusho y la lejana Okinawa, tierras a las que los campesinos se les sacaban los frutos con las uñas curtidas, los ritos de purificación lograban amalgamar sensaciones elementales con altos grados de conciencia.
       El lavado del cuerpo, un rito de asepsia que la solemnidad sintoísta avalaba como preparación para la inevitable extinción de los cuerpos-Japón ha sido tradicionalmente un país de guerra- ayudaba a cuadrar las cuentas a las posibles víctimas de la carnicería institucionalizada. Antes de las batallas, samuráis y señores  compartían las aguas termales donde hermosas maiko, aprendices de geisha, los atendían con delicados modales, servían el té, tocaban el shamisen, instrumento de cuerda, bailaban y charlaban con sus estimables invitados.
      Cuando el licor y la risa aligeraban el ambiente, los guías espirituales del feudo contaban a los ilustres líderes de la tropa historias que relataban hazañas de dioses y sus virtuosos lacayos, de demonios y sus fechorías, de  bondadosos engendros sobrenaturales que se la pasaban haciéndole travesuras a los habitantes de los pueblos más remotos  y hasta  de las venganzas que los espíritus del bosque aplicaban sobre la gente deshonesta.
       La borrachera soporífera de amos y guerreros era cortada de plano por relatos sobre los kodama, entidades sin sustancia definida que ocupaban el interior de los árboles ya que guardaban la integridad de sus gigantescos benefactores. Si algún irresponsable  osaba desgarrar las cortezas sólo por hacer el daño, si talaba inoficiosamente alguno, estos seres verdes de baja estatura se vengaban de manera implacable. Era normal encontrar cuerpos llenos de quemaduras que aparecían lejos de las cabezas arrancadas que alguna vez los guiaron, o toparse con extremidades que decoraban los sotos en primavera como advertencia a posibles agresores.
       Miyamoto Musashi,  legendario guerrero del Japón feudal, sentía aversión por estas criaturas. Alegaba tenerles más miedo a los kodama que a Gonnosuke Katsuyoshi, su diestro rival, tal vez porque a un ser vivo en este plano sabía  cómo enfrentarlo, sus espadas de madera que nunca necesitaron filo ya que eran letales con sólo empuñarlas, le bastaban en una faena contra monigotes de carne y hueso, pero aquellos espectros asociados con los secretos de la naturaleza atacaban de improviso, se dejaban ver cuando querían, decapitaban por capricho.
       Turbación, goce, expiación, gloria; eran esas las emociones principales en las cuales cientos de generaciones se desenvolvieron antes de afrontar las batallas que le dieron forma al Japón actual. Limpiarse era empezar a mejorar, curarse, prepararse para lo ineludible. Siendo niños que apenas balbuceaban, millones de hombres y mujeres fueron educados para creer en la inmortalidad de sus almas a través de la transmutación, en la moralidad de las guerras y la infalibilidad de sus cabecillas. Mientras en el continente que Colón se jactó de descubrir unas catervas de rufianes destruían las bases de civilizaciones antiquísimas por física codicia, en la tierra donde todo nace por primera vez y no es viejo, la desaparición física era un elemento de construcción, no individual sino del sentido nacional.
       A horas de la confrontación, tras la limpieza y sus liturgias, venían otros ritos igual de nobles para los valerosos militares: vestir la armadura, liar las espadas al dorso, la purificación del campo de batalla con puñados de sal, la comunión entre compañeros, carga sobre el clan enemigo, lucha fiera, respetuosa y sin escrúpulos, matar y morir como hilos conductores de la energía primaria que gobierna el mundo… Y luego el silencio.
      En un tiempo complejo plagado de pugnas, ambiciones y hasta contrasentidos, los hombres de palabra dominaban el escenario; pero algunos que no actuaron de la misma forma también tuvieron oportunidades de hacerse con el poder eliminando a los jefes que odiaron en silencio mientras les juraron lealtad de viva voz. Oda Nobunaga, quien se autodenominó “rey demonio del sexto cielo,” aludiendo que era la reencarnación de un dios de la teología budista (kami),  destacado daimyō (señor feudal) quien desde la muerte de su padre luchó por el control de la tierra y hasta asesino a uno de sus hermanos por quererlo traicionar, fue el gran unificador de las bandas anárquicas que se destrozaban por falta de claridad en el mando. Era implacable, pero justo, según cuentan las crónicas de esas épocas.
       Después de cientos de campañas destinadas a unificar el archipiélago para arraigar de manera definitiva el poder del emperador y el suyo por añadidura, la codicia se apoderó de su hombre de confianza. El samurái y general de sus ejércitos, Akechi Mitsuhide, ejecutó un golpe de estado mientras el amo se encontraba descansando en un poblado llamado Honnō-ji,  y todos los daimyō y la tropa leal esparcidos por el país en tareas de conquista.
       El renegado argumentó razones de honor para cometer su fechoría; según él,  al no respetar Nobunaga un acuerdo de paz con el clan  Hatano, por venganza, los forajidos asesinaron a su madre. Los narradores en cambio, aseguraron que se alió con la corte imperial para atajar las ambiciones del “rey demonio del sexto cielo.” Como premio a su perfidia el “soberano celestial” lo nombró testaferro y amo de lo que poseyó el noble Oda.
       Tras capturar a su jefe, lo obligó a cometer seppuku (suicidio ritual) y se apropió de todo. Leyendas recuerdan que tras purificarse con agua tibia y hojas de menta traídas desde China, Nobunaga prometió que los espíritus del bosque, de los cuales creía ser uno, resarcirían su honor y estatus. Y así pasó: mientras el samurái traidor se encontraba de expedición en el bosque, su garganta fue perforada por una lanza de bambú que un aldeano lanzó cuando confundió a Mitsuhide con una presa. La guardia intentó atrapar al cazador, “que dotado de velocidad impresionante,” según los persecutores, se metió dentro de un tronco y no se volvió a saber nada de él.

       Mitos, rituales, expresiones  en las que la limpieza otorga equilibrio a las fuerzas que rigen la existencia. Esencia, organismo, pulsiones biológicas, utopía. Todo tan fuerte en apariencia, pero con una contextura gaseosa que parece no limitarse al extremo banal de la carnalidad. Los ímpetus deben reposarse para lograr tocar la creación y sus rudas ceremonias. Muerte y vida son equilibrio, sanar es el remedio para disfrutar ese impulso eléctrico del cosmos al que comúnmente conocemos como existencia. Vale la pena  exorcizar el fulgor que sólo el miedo es capaz de clavarnos en el pecho. Ritualizar la limpieza es darle descanso a la simple superstición.

lunes, 2 de mayo de 2016

EL PRECIO DE LA FELICIDAD

Histeria de Kauil
Semper Simul Semper Carmina, Cata


EL PRECIO DE LA FELICIDAD

Por: Javier Barrera Lugo


Lo encontré tirado sobre una banca del parque del barrio Pío Xll. Estaba lleno de escaras, ojos melancólicos, siempre lo fueron, el color de su rostro, detenido en algún estadio del infierno, se mezclaba con la inmunda tonalidad de la ropa que parecía tener puesta desde hacía décadas. Su apatía parecía consciente. No pude ser ajeno a los sentimientos de repugnancia de la gente que lo miraba sin hacerlo, sin compasión o emociones, como si de un mal augurio ubicado en el paraíso se tratara. Lo vi y lo irrespeté, sentí pena sincera por aquel guiñapo que alguna vez consideré mi amigo y en ese momento cargaba la espantosa enfermedad terminal del abandono. No lo quise molestar, me alejé.
Doce años antes, Henry, era el ejemplo perfecto de cómo la perseverancia y la falta de escrúpulos llevados con inteligencia son capaces de generar dioses mentirosos. En la empresa donde trabajábamos se destacó por sus arriesgadas maniobras comerciales, por el carisma que embrujaba hasta los funcionarios más déspotas de la aduana nacional, por la temeridad con que sustraía mercancías importadas sin ruborizarse, de frente, sin falaces atisbos de moral. “Pinta pa’ millonario”, dijo alguna vez el dueño de la compañía mientras el intrépido muchacho entregaba escrupuloso el resultado de un saqueo organizado por él. Al final de la tarde todos en la oficina lucíamos lentes de diseñador, corbatas de seda Hermès, botas militares robadas de algún menaje de la embajada americana, navajas suizas y hasta utensilios de cocina que hipócritas disfrutábamos como si fueran nuestros; en el fondo pensábamos que culpable era quien ejecutaba, no quienes nos lucrábamos del botín.
Como casta ejemplar de adolescentes lanzados al mundo con expectativas de triunfo siempre estábamos bebiendo, trabajando como mulas adiestradas, inventando faenas sexuales que involucraban mujeres inalcanzables, retirando dinero del banco donde la agencia tenía cuenta para sobornar a honestos hombres a nombre de otros hombres honestos que eran nuestros referentes, celebrando una vida que apenas comenzábamos. Lo que fue marginal al principio se hizo ley y nadie tuvo los pantalones o las ganas para detenernos. Henry, se volvió una especie de capo dispuesto a no desamparar a los cachorros de su generación. Los viejos funcionarios de la oficina lo odiaban, acusaban por la espalda, rasgaban sus vestiduras olvidando que ellos también fueron “rateritos” que se pulieron con los años y en ese momento despotricaban de sus jóvenes contrincantes escudados en prósperos negocios legales e hijos estudiantes de medicina que les lavaban la vergüenza de la cara.

Pero a Henry, eso lo tenía sin cuidado. Se echó al bolsillo a las piezas claves en la aduana, la empresa y las oficinas de los clientes, lo que le garantizó además de dinero, control absoluto sobre la agencia donde éramos, según la documentación legal, “simples” tramitadores de aduana ganado el salario mínimo. El dueño estaba feliz, las cosas fluían, se multiplicaban los negocios, la vida era buena. Un grupete de muchachitos le estaba generando más dinero que la “parranda de veteranos cicateros” que pedían mucha más tajada por hacer menos. Las ganancias ya no se le quedaban a mitad del camino. A los viejos les lanzaba huesos para que gruñeran pero no mordieran. Ellos aceptaron sin chistar: la experiencia les dictaba lo que terminaría por suceder.
Los saqueos de mercancía y comisiones cobradas a los transportistas se volvieron ganancias de segundo orden con la nueva dinámica impuesta por Henry. Los sobornos coparon el espectro e hicieron palpable la bonanza. Cada cliente requería más y más cosas que debían pasar a través de la franja gris otorgada por la legislación aduanera del país y sus corruptos guardianes. Insaciables, pagaban por pecar y los integrantes de cada nivel de la cadena no nos hacíamos rogar. A un grupo de “rapaces”, se les concedió el poder sin contarles que éste es como una boa constrictora: hechiza, acaricia, se cierra y termina por romper el espinazo de su víctima.
Las palabras del padre Camilo sobre la honestidad, repetidas por seis años de bachillerato, escaldaron mi culpa. Mis viejos no se rompieron el lomo para que fuera un simple rufián ignorante. Decidí irme de aquel lugar, dejar de figurar como elemento en una ecuación de la que nunca me sentí parte. De aquel grupo hambriento de pelafustanes sólo estimaba a Henry y a Juan Carlos, “el pollo”. De los otros siete compañeros jamás me fié y el tiempo le dio la razón a mis instintos. Henry, confiaba en mí, daba razones, me contaba sus asuntos, jamás suavizó puntos de vista y eso se lo agradezco todavía. Tomaba en cuenta mis razonamientos aunque al final decidiera hacer lo contrario. La noche en que celebramos mi despedida de la empresa nos separamos de la muchedumbre y dijo con voz de verdadera tristeza, que me cuidara, que no los olvidara, que mantuviéramos contacto. Incumplí cada una de estas promesas. La cautela y esa maldita propensión a juzgar estando manchado, jugaron en contra de unos principios débiles, o por lo menos a prueba, de un muchacho asustadizo.
-¿Por qué seguir haciendo esta mierda,  Henry?-dije más como imposición maniquea que como pregunta. Con una sonrisa sació mi curiosidad.
-Vea poeta marica, soy un tipo que se rompe por sus sueños y mi sueño es ver feliz a mi mamá, a mi “chinito” (3 años en aquel entonces) y a Kelvy, la noviecita. No estudié, no respeto lo ajeno ni valoro el esfuerzo y sus recompensas.  Mire cómo andan los que lo han hecho así, llenos de deudas, saltando “matones”, no son nadie la mayoría. Sin padrinos esta pendejada no funciona. Estoy aprovechando mi cuarto de hora. En unos añitos me retiro con plata y todos contentos. El plan es seguro…  ¡Camine nos emborrachamos y deje de joder, hermano. Hoy es su último día aquí!
Si hay algo seguro es que nada lo es. Entender eso costó lágrimas. Comencé a vivir otras cosas, me enamoré, perdí, volví a enamorarme, pagué por ello, encontré rostros hermosos en la selva,  las ilusiones ya no fueron amantes sino compañeras, no busqué más trabajo y le aposté a escribir. Pasaron varios años, las noticias sobre Henry y su grupo me llegaban a cuentagotas y por terceros: que empezaron a consumir coca, que los sobornos se intensificaron,  que formaron una banda y robaron tractomulas que llevaban mercancías de los clientes, que se transportaban en camionetas 4x4, que Henry ya no era Henry sino un criminal con demasiadas ínfulas, que andaba armado y lleno de fantasmas que lo obligaban a hacer estupideces, que le dieron un tiro en el pecho, que los amigos lo delataron y terminó “comiéndose” cinco años en La Modelo, que ellos quedaron tranquilos en sus casas, que Kelvy, lo mandó al carajo y se casó con otro tipo, que al hijo se lo llevó la  ex esposa para Cali, hastiada de aguantar privaciones, que a Henry, lo volvieron a encarcelar en Francia por robarse una chaqueta en Charles de Gaulle,   que traficaba drogas en Corea del Sur, que era un perdedor llevado por el vicio, que… Que… Que…
Tantas cosas se dijeron, tantas se comprobaron y otras tantas entraron a ser parte de la visceralidad de su leyenda. Lo más triste es que los beneficiarios de sus escaramuzas de bandido se cansaron de aguantarlo y se fueron no bien la fortuna cambio de acera. Alguna vez me encontré por casualidad al “pollo” y me contó cosas que matizaron mi irrelevante punto de vista respecto a la historia que estoy narrando:
-Todo lo que le comentaron es cierto, poeta. Del muchacho buena gente no quedó nada. Siempre estaba en unas “turcas” increíbles, metiendo como loco y jodiendo con esa puta pistola que disparaba cada vez que le ganaba el vicio. Cuando le entraba la depresiva se ponía a mirar al infinito y se acordaba de una vaina que le dijo a usted,  algo sobre los sueños.
Mi cara apesadumbrada debió activar algún mecanismo de recuerdos, porque acto seguido, dejó el vaso de cerveza sobre la mesa y comenzó a hablar con sincera congoja.
-No le miento. El hombre se ponía “mamón” cuando estaba borracho, pero tenía sus razones y ninguno era capaz de preguntárselas, le teníamos miedo. Me contó por ejemplo que la ex mujer no lo dejaba ver al niño si no llevaba equis cantidad de plata, la mamá le quitó unos ahorros y se los dio a una iglesia cristiana a la que asistía-su rostro se tornó sombrío-imagínelo, poeta, el man reventado y la señora regalando lo único que tenían…Qué estupidez… Y la de Kelvy, fue peor: Henry, le mandó arreglar las tetas y la muy bandida se fue con un vecino porque el hombre no le estaba dando plata. Mucha rata, poeta… Le pagó carrera en la universidad, le puso carro, apartamento, le mantenía el hogar al suegro y el h.p. del paseo fue él… ¡Qué descaro!



-¿Y qué dijo él cuando pasó todo eso?-pregunté.
-No dijo nada, no se quejó. Un varón de verdad, poeta. Siguió rebuscando, pero ya nadie le tenía confianza. Nuestro jefe el Doctor XXXX que tanta plata ganó con los torcidos que hicimos, lo “vendió” con las demás agencias, nadie le daba trabajo, por eso se puso a robar carga de los antiguos clientes… Ese viejo es un hipócrita y hasta para el senado se postuló diciendo que iba a luchar contra la corrupción… Pobre marica.
Insistí con la pregunta, quería saber que había dicho respecto a lo de sus sueños, de lo que hablamos la noche de mi despedida de la agencia. El “pollo”, hizo un esfuerzo, bebió un trago largo y me dijo:
-Estábamos en Galerías, en un “rumbeadero”  a donde  fueron varias veces, según recordó. Me contó que usted le preguntó las razones por las que hacía lo que hacía y que él le contestó que por sus sueños, o algo así. La vaina fue, y nunca se me va a olvidar, poeta, porque los ojos se le llenaron de lágrimas, que me dijo que se le había olvidado decirle algo más ese día: que prefería vivir diez años llenos de alegría y pagar lo que tocara, así fuera la muerte, a vivir toda la vida esperando el momento indicado para sentirse feliz y que este nunca llegara. Eso fue lo que me dijo. Todo de ahí para adelante ya lo sabe.-concluyó.
Lo paradójico del asunto es que los beneficiarios jamás seremos culpables a los ojos del mundo, hasta de víctimas se disfrazaron algunos. Los viejos de la oficina retomaron sus negocios una vez desapareció el postulante a príncipe de los ladrones. Sus hijos se graduaron de médicos y los recogen, siendo hoy respetables abuelos, los sábados para almorzar en sus lujosos almacenes de muebles, en sus fábricas de tubos o en las agencias que compraron. Los doctores y dueños se atornillan aún al poder y ya prepararon a la siguiente generación de cafres ansiosos por acabar con todo. Kelvy, debe ser una respetable matrona sin pasado, obsesiva, traidora.  Los delatores, los siete nefastos cómplices, estarán rumiando su pusilanimidad en oficinas donde son tímidos puntos grises dispuestos a vender a cualquiera por treinta monedas de plata. Todos tan culpables como inocentes, porque el paso del tiempo nos limpia todo menos el remordimiento, esa vocecita incómoda que se esfuerza por no dejarnos dormir tan rápido cada noche.

El precio de la felicidad. Cuánto estamos dispuestos a arriesgar, cuánta paciencia tenemos… No es un asunto de ética sino de compulsión, tomarlo todo, atragantarnos, escapar, repetir hasta hacernos daño o menospreciar el tiempo, aguantar, pujar, esperar. Es un asunto personal, creo que hasta intuitivo. Sólo dejo una historia por si la quieren leer, no voy a juzgar a nadie, no tengo esa potestad.