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domingo, 8 de marzo de 2015

LAS INMIGRANTES

LAS INMIGRANTES


Beatriz Botero


Ese frío día de otoño madrileño, Juana entró corriendo al dispensario. —Por favor, ¿en dónde encuentro a la señora Tarkov?
 —¿Es pariente?
—No, soy compañera.
—¿Compañera?
 —y la enfermera alzó las cejas. —Sí, sí, compañera.
—Pero, usted puede tener sesenta años menos…
“Imbécil” pensó. Luego: —Compañera de vivienda.
—¿Vive usted en la Casa Refugio?
—Sííí… —casi gritó con impaciencia—. Por favor, ¿puede decirme en dónde está? —Está bajo sedantes, la impresión que recibió ha sido demasiado fuerte.
—Sí, pobrecita, su única amiga. 
—¿Conocía usted también a la señora Aslan? —preguntó la enfermera.
—Claro, todos la conocíamos, al menos los que vivimos en el Refugio.
—¿Y por qué razón vive usted allí? Francamente, si le quitan los puestos a los ancianos…
—No he quitado ningún puesto, yo pago, no estoy gratis. Nuevamente la enfermera la escudriñaba de arriba abajo. “No le voy a dar explicaciones”, pensó Juana “a nadie le interesan mis asuntos personales”.
—¿Cree que puedo esperar a que despierte para verla?
—Como quiera —respondió la enfermera, empezando a revisar papeles. Juana se sentó en una banca al lado de la ventana y, al tiempo que miraba, empezó a recordar su llegada a Madrid después de tantos planes. Su ingreso al Tecnológico no había sido difícil dadas sus buenas notas; su alojamiento en un hostal cercano había sido contratado desde antes y en su viaje no había tenido tropiezos. Pero, al llegar al hostal, encontró una enorme pancarta que decía: Cerrado por orden del Ayuntamiento de Madrid. No hubo quién le diera razón de nada hasta que al fin se le ocurrió llamar a una pariente de su madre que vivía en el Convento del Carmelo. Tras una corta conversación, Sor Aurora de los Desamparados le dijo que se dirigiera al Refugio de Ancianos de la Plaza de Santa Engracia, que era manejado por otra monja de su comunidad y, mientras tanto, ella llamaría para que le dieran, al menos, asilo temporal. Era una casa en donde vivían ocho ancianos, seis hombres y dos mujeres. No había allí servicio de comidas; todos los días eran traídos, en un coche cantina, el desayuno, el almuerzo y la comida. Una sola monja cuidaba de todos repartiendo los platos; ya por la noche, los ayudaba a acostarse. Esto hizo que la recibiera bien cuando ella llegó y empezó a ayudarle con los ancianos y, como no se presentó nadie más, la dejó quedarse en una habitación pequeña que quedaba detrás de la cocina, sin afanarla para que se consiguiera otro vividero. Pero no fue fácil alternar con los ancianos. Por lo general, cada cual se la pasaba encerrado en su cuarto frente a un televisor o dormitando. Algunos escasamente la saludaban y los otros la ignoraban. Con la única que consiguió amistarse fue con la señora Tarkov, esa viejita inmigrante rusa que le contaba de sus primeros tiempos duros por una Europa empobrecida y no muy amigable para aquellos cientos de inmigrantes de la Gran Rusia. Decía haber alternado en París con los intelectuales más importantes de la época; pero al poco tiempo de estar allí murió su esposo, y entonces ella siguió buscando un mejor pasar, hasta que finalmente fue a dar a Madrid, en donde, gracias a un movimiento caritativo mundial, había por fin podido descansar y tener asegurada su manutención. —Ahora —decía— vivo sólo de mis recuerdos. Muchas veces, Juana le indagaba sobre sus orígenes familiares; si había tenido, o no, hijos. Pero la vieja señora se emocionaba y empezaba a hablarle en ruso y ella no se atrevía a interrumpirla, así que quedaba sin saber mayor cosa. Sólo con la señora Aslan, la otra anciana de la casa, se la veía contenta. Se reunían en su cuarto todas las tardes y en un samovar calentaban el té que tomaban con unas galletas que guardaban del desayuno y el almuerzo. Se instalaban al lado de un pequeño gramófono del que invariablemente salían notas del compositor ruso Katchaturian, a quien Juana reconocía por ser también el compositor preferido de su padre. Muchas veces, cuando llegaba, ya después de oscurecido, al entrar, las oía reír y conversar siempre con la misma música de fondo. La señora Aslan era diminuta; si acaso alcanzaría un metro con cincuenta. Llevaba siempre el pelo blanco recogido en una moña y estaba tan encorvada que para saludar tenía que alzar completamente la cabeza. Y, entonces, mostraba unos ojos grises y vivos y una bella sonrisa. En varias ocasiones, Juana quiso detenerse a conversarle, pero ella le daba unos toquecitos en la mano y seguía derecho a su habitación o se entraba donde la señora Tarkov. “Ha de ser tímida” pensaba Juana. “Pero el todo es que se la ve contenta”. —Oiga, ¿se ha dormido? —la voz vino desde el mostrador. —Ah, me habla a mí —respondió Juana, aún sin saber de qué se trataba. —Claro, a usted le hablo, mire, la señora Tarkov ya está más despierta. Puede pasar a saludarla si quiere. —Gracias —respondió Juana levantándose de un salto. —Segunda puerta a la derecha, en el piso de encima. Subió y en puntillas se dirigió hacia la habitación, que estaba entreabierta. Silenciosamente se acercó y miró. ¡Cómo parecía de pequeña la señora Tarkov! Se diría, apenas, una niña. Lentamente se arrimó y le tomó las manos entre las suyas. Le parecieron frías, por lo cual le subió un poco más la manta. —¿Juana? —preguntó la anciana con voz débil. —La misma, ¿cómo se encuentra? —Cansada, pareciera que todos los años que tengo, los hubiera vivido en una sola mañana. —No hable, ahora descanse un poco. —No, no, quiero hablar, quiero sacar de mí este día terrible. —¿Qué pasó? —Ayer por la mañana Sonia y yo desayunamos juntas luego de que el coche cantina trajera las comidas. Ella estaba de muy buen humor y quedamos de vernos a la hora del té, como de costumbre. A las cuatro yo salí a comprar una torta para la reunión y me senté a esperarla. Pero no vino, entonces Sor Ignacia de la Trinidad, a quien pedí averiguar, me dijo que la encontraba un poco indispuesta y que guardara la torta para el desayuno de hoy y ella nos lo traería a mi habitación. Esta mañana cuando Sor Ignacia trajo los desayunos me dijo que subía por Sonia y, al rato, oí que corría escaleras abajo y llamaba al Ayuntamiento. Presintiendo algo, esperé. Muy pronto llegó una ambulancia con un médico y otros dos señores. Usted salió muy temprano hoy, ¿no? —Sí —respondió Juana—. Tenía una clase a las siete de la mañana. —Pues más o menos a las diez entró el doctor a saludarme junto con Sor Ignacia a quien vi con los ojos llorosos. Me lo contaron: Sonia debe haber muerto en la noche, estaba acostada y cobijada. Se le paró el corazón. El doctor mismo me acompañó a verla. ¿Sabe, Juana? Tenía la misma sonrisa que le conocí desde hace ya unos cuarenta años. Era linda, ¿verdad? “Ella era armenia. Salió de allí unos años después de mi salida de Rusia. Llevaba yo acá varios años cuando un día oí una melodía rusa y entonces subí: desempacaba sus cosas y de un pequeño gramófono salía la música. ¿Sabe usted? Toda pieza musical lleva siempre dentro de ella el alma del pueblo del autor. Se acercó y me mostró una vieja fotografía; ella era reconocible por su sonrisa, estaba joven y hermosa. A su lado, un hombre joven la miraba fascinado y pude distinguir una dedicatoria firmada ‘Aran Katchaturian’. “No necesitamos más, desde ese momento fuimos dos amigas reencontradas en un mundo diferente al nuestro. Luego, empezamos a pasar las tardes juntas y fuimos más que hermanas durante todo este tiempo. ¡Quién creyera! la ambulancia sólo sirvió para traerme a mí hasta acá” —la señora Tarkov se silenció y se pasó un pañuelo por la cara. Con un nudo en la garganta y haciendo un esfuerzo, Juana preguntó: —¿Cómo salió de Armenia la señora Aslan? —Nunca lo supe. —¿Tuvo hijos? —No lo creo. —¿Tuvo esposo? —Lo ignoro. Desconcertada, Juana volvió a tomar en las suyas las manos de la señora Tarkov. —¿Usted nunca le preguntó nada de eso? —Claro que sí, sólo que no supe la respuesta. Dígame Juanita, ¿habló usted alguna vez con Sonia? —No, ni siquiera sabía su nombre, ahora que lo pienso. —Pero, ¿sí la oyó hablar conmigo? —Por supuesto. —Pues bien —dijo la anciana luego de un largo suspiro—, ninguna de las dos conocía la lengua de la otra. De origen ruso, sí, ambas, pero de dialectos distintos. Yo aprendí español y ella no. Cada una contaba sus cosas y la otra simplemente escuchaba. Luego reíamos juntas y con eso bastaba. Ya lo ve, tantos años de amistad. Además estaba la música, la de su amigo el compositor armenio. ¿Sería su hermano? ¿Su amante? Tampoco lo supe. Pero ése fue siempre nuestro mejor punto de comunicación. “Una vez, hace ya varios años, pude ahorrarle a Sonia una pena. Sucedió una tarde ya oscura cuando tomábamos el té en mi cuarto y de repente el aire pareció llenarse de nuestra música. Salía de todas las habitaciones. Sonia se paró asombrada y tomadas de la mano salimos al corredor. La habitación del señor Sandino estaba entreabierta y nos asomamos. En el televisor un hombre leía las últimas noticias con nuestra música de fondo. Informaba sobre la muerte del compositor. Sonia no se dio cuenta, pues sólo escuchaba arrobada. Así que yo aplaudí y ella me imitó. Salió de la habitación contentísima, casi bailando. Sí, esa pena pude ahorrársela”. La señora calló. Luego dijo: —Iba a pedirle algo, antes de que pasen por ella los de las honras fúnebres. Vuelva allá y le prende el gramófono con su música una vez más; y, por favor, recoja la fotografía de la mesa de noche. Quiero ponerla en la mía. Nadie va a pedírsela, no tendrá ningún inconveniente. Váyase ya, Juana, que estoy cansada. Juana le estrechó de nuevo sus manos, le arregló las cobijas y, en silencio, bajó las escaleras. —Oiga, ¿cómo la encontró? —le llegó la voz de la enfermera. Sin responder, Juana abrió la puerta y salió al frío de la calle. A ese frío que corta la cara y congela las lágrimas.


BEATRIZ BOTERO. “…paisa, cuentista por devoción, profesora de idiomas y cocina por afición, lectora impenitente, viajera… Desde los corredores de la vieja finca, en Eloísa, con las lomas de Antioquia a sus pies, hasta el oasis de Saravasti, con su olor de azahar y arenas de desierto, se mueve en la vida, sencilla, triste, alegre…”. Relatos suyos han aparecido en antologías del género, publicaciones literarias, y en su, hasta ahora, único libro. De Mirto y otros cuentos. Editorial El Propio Bolsillo. Medellín, 1999.