LAS
INMIGRANTES
Beatriz Botero
Ese frío día de otoño
madrileño, Juana entró corriendo al dispensario. —Por favor, ¿en dónde
encuentro a la señora Tarkov?
—¿Es pariente?
—No, soy compañera.
—¿Compañera?
—y la enfermera alzó las cejas. —Sí, sí,
compañera.
—Pero, usted puede tener
sesenta años menos…
“Imbécil” pensó. Luego:
—Compañera de vivienda.
—¿Vive usted en la Casa
Refugio?
—Sííí… —casi gritó con
impaciencia—. Por favor, ¿puede decirme en dónde está? —Está bajo sedantes, la
impresión que recibió ha sido demasiado fuerte.
—Sí, pobrecita, su única
amiga.
—¿Conocía usted también a la
señora Aslan? —preguntó la enfermera.
—Claro, todos la conocíamos,
al menos los que vivimos en el Refugio.
—¿Y por qué razón vive usted
allí? Francamente, si le quitan los puestos a los ancianos…
—No he quitado ningún
puesto, yo pago, no estoy gratis. Nuevamente la enfermera la escudriñaba de
arriba abajo. “No le voy a dar explicaciones”, pensó Juana “a nadie le interesan
mis asuntos personales”.
—¿Cree que puedo esperar a
que despierte para verla?
—Como quiera —respondió la
enfermera, empezando a revisar papeles. Juana se sentó en una banca al lado de
la ventana y, al tiempo que miraba, empezó a recordar su llegada a Madrid
después de tantos planes. Su ingreso al Tecnológico no había sido difícil dadas
sus buenas notas; su alojamiento en un hostal cercano había sido contratado
desde antes y en su viaje no había tenido tropiezos. Pero, al llegar al hostal,
encontró una enorme pancarta que decía: Cerrado por orden del Ayuntamiento de
Madrid. No hubo quién le diera razón de nada hasta que al fin se le ocurrió
llamar a una pariente de su madre que vivía en el Convento del Carmelo. Tras
una corta conversación, Sor Aurora de los Desamparados le dijo que se dirigiera
al Refugio de Ancianos de la Plaza de Santa Engracia, que era manejado por otra
monja de su comunidad y, mientras tanto, ella llamaría para que le dieran, al
menos, asilo temporal. Era una casa en donde vivían ocho ancianos, seis hombres
y dos mujeres. No había allí servicio de comidas; todos los días eran traídos,
en un coche cantina, el desayuno, el almuerzo y la comida. Una sola monja
cuidaba de todos repartiendo los platos; ya por la noche, los ayudaba a acostarse.
Esto hizo que la recibiera bien cuando ella llegó y empezó a ayudarle con los
ancianos y, como no se presentó nadie más, la dejó quedarse en una habitación
pequeña que quedaba detrás de la cocina, sin afanarla para que se consiguiera
otro vividero. Pero no fue fácil alternar con los ancianos. Por lo general,
cada cual se la pasaba encerrado en su cuarto frente a un televisor o
dormitando. Algunos escasamente la saludaban y los otros la ignoraban. Con la
única que consiguió amistarse fue con la señora Tarkov, esa viejita inmigrante
rusa que le contaba de sus primeros tiempos duros por una Europa empobrecida y
no muy amigable para aquellos cientos de inmigrantes de la Gran Rusia. Decía
haber alternado en París con los intelectuales más importantes de la época;
pero al poco tiempo de estar allí murió su esposo, y entonces ella siguió
buscando un mejor pasar, hasta que finalmente fue a dar a Madrid, en donde,
gracias a un movimiento caritativo mundial, había por fin podido descansar y
tener asegurada su manutención. —Ahora —decía— vivo sólo de mis recuerdos.
Muchas veces, Juana le indagaba sobre sus orígenes familiares; si había tenido,
o no, hijos. Pero la vieja señora se emocionaba y empezaba a hablarle en ruso y
ella no se atrevía a interrumpirla, así que quedaba sin saber mayor cosa. Sólo
con la señora Aslan, la otra anciana de la casa, se la veía contenta. Se
reunían en su cuarto todas las tardes y en un samovar calentaban el té que
tomaban con unas galletas que guardaban del desayuno y el almuerzo. Se
instalaban al lado de un pequeño gramófono del que invariablemente salían notas
del compositor ruso Katchaturian, a quien Juana reconocía por ser también el
compositor preferido de su padre. Muchas veces, cuando llegaba, ya después de
oscurecido, al entrar, las oía reír y conversar siempre con la misma música de
fondo. La señora Aslan era diminuta; si acaso alcanzaría un metro con
cincuenta. Llevaba siempre el pelo blanco recogido en una moña y estaba tan
encorvada que para saludar tenía que alzar completamente la cabeza. Y,
entonces, mostraba unos ojos grises y vivos y una bella sonrisa. En varias
ocasiones, Juana quiso detenerse a conversarle, pero ella le daba unos
toquecitos en la mano y seguía derecho a su habitación o se entraba donde la
señora Tarkov. “Ha de ser tímida” pensaba Juana. “Pero el todo es que se la ve
contenta”. —Oiga, ¿se ha dormido? —la voz vino desde el mostrador. —Ah, me
habla a mí —respondió Juana, aún sin saber de qué se trataba. —Claro, a usted
le hablo, mire, la señora Tarkov ya está más despierta. Puede pasar a saludarla
si quiere. —Gracias —respondió Juana levantándose de un salto. —Segunda puerta
a la derecha, en el piso de encima. Subió y en puntillas se dirigió hacia la
habitación, que estaba entreabierta. Silenciosamente se acercó y miró. ¡Cómo
parecía de pequeña la señora Tarkov! Se diría, apenas, una niña. Lentamente se
arrimó y le tomó las manos entre las suyas. Le parecieron frías, por lo cual le
subió un poco más la manta. —¿Juana? —preguntó la anciana con voz débil. —La misma,
¿cómo se encuentra? —Cansada, pareciera que todos los años que tengo, los
hubiera vivido en una sola mañana. —No hable, ahora descanse un poco. —No, no,
quiero hablar, quiero sacar de mí este día terrible. —¿Qué pasó? —Ayer por la
mañana Sonia y yo desayunamos juntas luego de que el coche cantina trajera las
comidas. Ella estaba de muy buen humor y quedamos de vernos a la hora del té,
como de costumbre. A las cuatro yo salí a comprar una torta para la reunión y
me senté a esperarla. Pero no vino, entonces Sor Ignacia de la Trinidad, a
quien pedí averiguar, me dijo que la encontraba un poco indispuesta y que
guardara la torta para el desayuno de hoy y ella nos lo traería a mi
habitación. Esta mañana cuando Sor Ignacia trajo los desayunos me dijo que subía
por Sonia y, al rato, oí que corría escaleras abajo y llamaba al Ayuntamiento.
Presintiendo algo, esperé. Muy pronto llegó una ambulancia con un médico y
otros dos señores. Usted salió muy temprano hoy, ¿no? —Sí —respondió Juana—.
Tenía una clase a las siete de la mañana. —Pues más o menos a las diez entró el
doctor a saludarme junto con Sor Ignacia a quien vi con los ojos llorosos. Me
lo contaron: Sonia debe haber muerto en la noche, estaba acostada y cobijada.
Se le paró el corazón. El doctor mismo me acompañó a verla. ¿Sabe, Juana? Tenía
la misma sonrisa que le conocí desde hace ya unos cuarenta años. Era linda,
¿verdad? “Ella era armenia. Salió de allí unos años después de mi salida de
Rusia. Llevaba yo acá varios años cuando un día oí una melodía rusa y entonces
subí: desempacaba sus cosas y de un pequeño gramófono salía la música. ¿Sabe
usted? Toda pieza musical lleva siempre dentro de ella el alma del pueblo del
autor. Se acercó y me mostró una vieja fotografía; ella era reconocible por su
sonrisa, estaba joven y hermosa. A su lado, un hombre joven la miraba fascinado
y pude distinguir una dedicatoria firmada ‘Aran Katchaturian’. “No necesitamos
más, desde ese momento fuimos dos amigas reencontradas en un mundo diferente al
nuestro. Luego, empezamos a pasar las tardes juntas y fuimos más que hermanas
durante todo este tiempo. ¡Quién creyera! la ambulancia sólo sirvió para
traerme a mí hasta acá” —la señora Tarkov se silenció y se pasó un pañuelo por
la cara. Con un nudo en la garganta y haciendo un esfuerzo, Juana preguntó:
—¿Cómo salió de Armenia la señora Aslan? —Nunca lo supe. —¿Tuvo hijos? —No lo
creo. —¿Tuvo esposo? —Lo ignoro. Desconcertada, Juana volvió a tomar en las
suyas las manos de la señora Tarkov. —¿Usted nunca le preguntó nada de eso? —Claro
que sí, sólo que no supe la respuesta. Dígame Juanita, ¿habló usted alguna vez
con Sonia? —No, ni siquiera sabía su nombre, ahora que lo pienso. —Pero, ¿sí la
oyó hablar conmigo? —Por supuesto. —Pues bien —dijo la anciana luego de un
largo suspiro—, ninguna de las dos conocía la lengua de la otra. De origen
ruso, sí, ambas, pero de dialectos distintos. Yo aprendí español y ella no.
Cada una contaba sus cosas y la otra simplemente escuchaba. Luego reíamos
juntas y con eso bastaba. Ya lo ve, tantos años de amistad. Además estaba la
música, la de su amigo el compositor armenio. ¿Sería su hermano? ¿Su amante?
Tampoco lo supe. Pero ése fue siempre nuestro mejor punto de comunicación. “Una
vez, hace ya varios años, pude ahorrarle a Sonia una pena. Sucedió una tarde ya
oscura cuando tomábamos el té en mi cuarto y de repente el aire pareció
llenarse de nuestra música. Salía de todas las habitaciones. Sonia se paró
asombrada y tomadas de la mano salimos al corredor. La habitación del señor
Sandino estaba entreabierta y nos asomamos. En el televisor un hombre leía las
últimas noticias con nuestra música de fondo. Informaba sobre la muerte del
compositor. Sonia no se dio cuenta, pues sólo escuchaba arrobada. Así que yo
aplaudí y ella me imitó. Salió de la habitación contentísima, casi bailando.
Sí, esa pena pude ahorrársela”. La señora calló. Luego dijo: —Iba a pedirle
algo, antes de que pasen por ella los de las honras fúnebres. Vuelva allá y le
prende el gramófono con su música una vez más; y, por favor, recoja la
fotografía de la mesa de noche. Quiero ponerla en la mía. Nadie va a pedírsela,
no tendrá ningún inconveniente. Váyase ya, Juana, que estoy cansada. Juana le
estrechó de nuevo sus manos, le arregló las cobijas y, en silencio, bajó las
escaleras. —Oiga, ¿cómo la encontró? —le llegó la voz de la enfermera. Sin
responder, Juana abrió la puerta y salió al frío de la calle. A ese frío que
corta la cara y congela las lágrimas.
BEATRIZ BOTERO. “…paisa,
cuentista por devoción, profesora de idiomas y cocina por afición, lectora
impenitente, viajera… Desde los corredores de la vieja finca, en Eloísa, con
las lomas de Antioquia a sus pies, hasta el oasis de Saravasti, con su olor de azahar
y arenas de desierto, se mueve en la vida, sencilla, triste, alegre…”. Relatos
suyos han aparecido en antologías del género, publicaciones literarias, y en
su, hasta ahora, único libro. De Mirto y otros cuentos. Editorial El Propio
Bolsillo. Medellín, 1999.