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sábado, 24 de noviembre de 2012

IMPERIO DE HUMO Y PIEDRA


Semper simul, Semper carmina.


IMPERIO DE HUMO Y PIEDRA
Por: Javier Barrera Lugo


Para: Martín Suárez B.

La dignidad parece relativa en una ciudad donde la mayoría de nosotros utiliza el ladrido como táctica de disuasión. La factoría,  el rebusque, la falta de empleo, la calle donde se aprenden la prostitución, la mensajería y la poesía, son maestras despiadadas que nos esquilman el placer de soñar sin consecuencias. Olvidadas, quedaron las realizaciones que existieron sólo en los atrofiados cerebros de los tecnócratas, aquellas promesas que nos vendieron los dueños del caos para hacerse elegir de algo y robar a placer. Ahora ese reclusorio para sordos al que llamamos sociedad, se encarga de oprimir los sentidos de quienes nacimos humanos y nos fuimos haciendo monstruos en silencio, de a poco cada día. “Qué le vamos a hacer”, dicen la mayoría de los habitantes de esta sabana, mientras observan por las ventanas de sus oficinas como se oculta el futuro que parece nunca asomarse completo por este paraíso en llamas.
La tarea es imaginar algo mejor para todos, aunque la fe no sea una cualidad que sobre en esta ciudad de cadenas, lo digo de corazón, sin odio. Caminamos por el vacío y sólo los desprendidos tendrán posibilidades reales de no volverse diosecitos sádicos. Aquellos capaces de darle un gramo de alegría al prójimo sin esperar recompensa por ello, serán bendecidos con la gloria que se demuestra en pequeños actos generosos. Sin ánimo de parecer una plañidera aferrada a las columnas del templo, creo que al mundo le sobra el tufillo de crueldad que desesperanza y le faltan certezas para luchar beneficios generales a la hora de cerrar cuentas.
¿Se preguntan por qué escribo estas líneas en tono mesiánico-jactancioso? (por si acaso,  no vendo la revista ATALAYA; A continuación lo aclaro todo: hace un par de semanas choqué de frente con la realidad. Los prejuicios de la gente me lanzaron un navajazo a la cara que produjo una herida llena de fuego y suciedad, desnudó lo patéticos que podemos ser los hombres como especie dominante del planeta. No soy soberbio, pero juzgo, me unto, no coloco la otra mejilla,  mi intención es quitar una máscara, averiguar sin anestesia cuánto de nuestra alma quedó refundida en la mediocridad que los amos del mundo nos inculcaron; mi propósito, amigo lector, es confirmar que le hacemos caso a las mentiras del mercado a ojo cerrado y nos comportamos como cerdos (come lo que puedas, atragántate y escapa) condenados a sobrevivir a cualquier precio, a comprar la felicidad que se exige como dogma en los anuncios de televisión. Aristas que confrontan una verdad feroz para los seres que rondamos esta comarca en guerra: somos esclavos, no artífices de nuestra realidad.
Seis y treinta de la tarde, viernes 26 de octubre de 2.012. Abordo el bus para retornar a casa después de un día de labor. El trancón absorbe lo poco de energía vital que le queda a la gente que va apiñada en los quince vehículos de transporte público, los treinta y dos carros particulares y un sinnúmero de taxis que atiborran la entrada de Álamos, a esa hora. Metros adelante, un hombre saca desesperado la mano de la chaqueta que la protege del frío, solicita ser llevado y aborda con dificultad el vehículo. Paga el pasaje completo (no es de los que ruega que lo lleven por mil pesos) y empieza a cantarle al mundo, con la peor voz del mundo, que es otro discapacitado vicioso que afea lo mundano, un mocho mundial, el “patuleco” que acaba de emerger del más profundo recoveco del inframundo; que va hasta La Gaitana,  uno de los barrios más “picantes” de Suba, y necesita dinero para comprar jabón, comida y unos caramelos para sus sobrinos de tres y cuatro años, “las únicas personas, después de mi mamita, que no me ven como un incompleto pedazo de mierda”. Concluye su petitorio con una sentencia lapidaria: “Y no me miren mal, aunque huelo a feo yo también pagué completo el pasaje y tengo derecho a sentarme en la silla azul”[1]. Un par de hombres que ocupan estos puestos exclusivos no le hacen caso, observan extasiados a la pareja que en ese momento abandona un motel, detallan las facciones, curvas, pliegues y cabello mojado de la mujer vestida de negro. Imaginan.
El trancón juega contra el discapacitado, contra la tolerancia de todos los que intentamos no centrar los pensamientos en el hedor de aquel hombre que pone a prueba el mecanismo democrático que sustenta una tarifa de transporte. Su reclamo de comodidad piadosa es anulado por el silencio del par de voyeristas a los que la lascivia vedada, les mantiene abierta la boca como asnos. ” ¡Jamás se van a levantar estos malparidos!”, pienso  con rabia. El calor del bus atestado hace peor el tufo de aquella masa quejumbrosa. Habla sólo, berrea, cuenta detalles de su adicción, de los sobrinos a los que quiere obsequiar golosinas en halloween, de su paso por el colegio con excelentes notas, del abandono, de una vida (la suya) que a ningún pasajero interesa. No es momento para misericordias, la fetidez es insoportable.
Una dama sentada en la segunda fila de asientos, al lado derecho del pasillo, saca un frasco de perfume barato y comienza a rociarse la hipotética aura que rodea su figura mofletuda.  Un acto que hace patente el “¡bájese h.p. ñero…!”, aunque sin palabras, hipócrita y pendenciero. No creo que aplique justicia a conciencia, el instinto la ciega, pero su desesperada reacción detona un incidente que evidencia lo muerta que parece estar también la piedad. Miradas van y vienen, se estrellan accidentalmente, evaden responsabilidades individuales. Los reclamos, mentales al principio, se vuelven balbuceos y terminan por ser aullidos de manada horrorizada cuando un hombre (si se puede tildar así a un  parásito que destila odio) descarga a gritos su resentimiento. Bufa quejas como un niño sin carácter, excluye al indigente como si este fuera un saco de basura mal ubicado. Se dirige a la cabina del conductor, quien se ha hecho el de la vista gorda todo el tiempo, y le hace una agresiva petición:

-¡Baje a este tipo ya!-ordena. Acto seguido, sustenta su demanda: - ¡Usted no puede mezclar gente con “desechables”!  Quién quita que este “huevón saque un arma y nos atraque… ¡Que lo baje, hombre… O le hacemos para este “tiesto” y no respondemos!-vuelve a insistir y la mayoría de pasajeros, actuando como cobarde gavilla, inician un vergonzoso motín.
No me indigna solamente el comportamiento de los demás, indigna mi silencio cómplice, mi pusilanimidad. No es justo lo que sucede, lo sé y por el momento no hago nada. Callo por miedo, me excuso en “no meterme en lo que no me importa”, y lo repito autocomplaciente diez veces más. Entiendo lo del olor y las consecuencias que genera, pero si nos basamos en la teoría económica que domina al mundo y acatamos simplistas, el libre mercado (pague su comodidad, quien tiene el capital tiene el poder) y no en conceptos primarios de segregación, el indigente tiene todo el derecho a transportarse en el bus y viajar sentado. Cumplió las reglas, pagó completo, ¡PAGÓ! señores defensores del sistema. La gente decente obvió esta pequeña norma y no contentos con esto, comienzan a pontificar respecto a lo que debe hacer el indigente: “¡que se baje!” dicen muchos, “¡bájelo a la brava!”, ordenan  otros, el resto optamos por callarnos, mirar hacia otro lado y esperar el resultado. No pasa nada de lo antes mencionado.
El indigente, en un acto de lógica dignidad, le insiste al conductor sobre el pago que hizo. Da razones acertadas para que se le cumpla el derecho a ser transportado. Apela a las migajas de buen corazón que le puedan quedar a los pasajeros, pierde los estribos, exige, pero nunca de mala forma. La respuesta que recibe es una amenaza directa del conductor: “se baja o lo bajo, h.p.” dice para recibir los favores de la turba ansiosa, mientras, bamboleaba de lado a lado una gruesa varilla de acero. No aguanto más, es inaceptable lo que ocurre. Le digo al conductor que no proceda de esa manera, que sigua la ruta y se deje de pendejadas. El hombre mira con arrogancia al vacío, no se digna verme a los ojos, me insulta: “Entonces bájese usted y ayúdele a su “novio” a subirse a otro bus, sapo” Me quedo sin palabras… Igual hubiesen sido un desperdicio. La gente se suma a la ofensa y me dicen una docena de cosas del mismo o mayor calibre. “Todo está consumado”, pensé.
El conductor, en un acto desesperado, al ver la dignidad a toda prueba  del indigente, toma un galón con agua y se la empieza a lanzar en pequeños espasmos, como si de un endemoniado se tratara. Los pasajeros comienzan a gritar extasiados, (turba estúpida) para que el bus retome la marcha. Se rindieron. El conductor vocifera: “¡entonces jódanse y aguántense el olor!”. Acto seguido, cierra su cabina y acelera furioso. Deja abierta la puerta del bus y comienza a mecer el vehículo de lado a lado de la vía, parábolas imaginarias manchan el asfalto, la gente protesta. El mal está hecho. Quiere que la física y su actitud pedante lancen por los aires a aquel desafortunado maloliente que despedaza los sueños de grandeza de los enfurecidos habitantes de un imperio de humo y piedra que agoniza bajo el fuego de su propia insensatez.
Me bajo y las miradas de odio acompañan la escapada. El indigente guarda silencio, la gente ya no protesta, mastica la rabia como si de dulce veneno se tratara. Mis sentidos experimentan alivio, el alma parece estar herida de muerte. ¿Por qué demonios una sociedad sodomizada por sus majaderos dirigentes es capaz de fragmentar aún más la dignidad de los menos afortunados? Eso es lo que se consigue con un  linchamiento, negar al otro, su esencia. Rebajando la índole de la víctima crece la autoestima del agresor. Nuestra sumisión consciente es menos escabrosa si la contrastamos con el patetismo que les atribuimos a otros. De eso se trata el juego hoy en día: patearle las costillas al que esté en el piso atolondrado, al que no puede defenderse. Sinfonía de cobardes. Reglas sucias rigen estos tiempos de gente dócil por convicción.
Días después, estallan otro tipo de verdades en mi entorno. Compruebo que no todo está perdido, que el anhelo todavía abre ventanas, cimenta  actos nobles, apadrina milagros cotidianos y sublimes. David y Liliana, con ojos nublados por lágrimas alegres y miles de esperanzas, nos enseñan a un grupo de conocidos, las imágenes en tercera dimensión del hijo que esperan. Un hecho cargado de belleza me quita el mal sabor de boca que dejó lo sucedido unas noches antes. Fe, decencia, humildad, ganas de cambiar el mundo. Una nueva vida tiene el poder de cambiarnos el espectro oscuro que quiere aplastarnos de golpe. Viendo a aquel niño preparándose para invadir el mundo, entiendo lo que tantas veces leí y no dimensioné en su momento: No podemos rendirnos. Merecemos algo mejor de lo que tenemos. Los sueños no se negocian.

¡Gracias, Martín!


[1] En el transporte público de Bogotá las sillas azules están destinadas para ser utilizadas por personas en situación de discapacidad, mujeres embarazadas y personas de la tercera edad.

EL PADRECITO ANGELITO