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viernes, 11 de junio de 2021

A DON GUILLE ARBOLEDA

 

A Don Guille Arboleda

 

Por: Javier Barrera Lugo




Hace un año no aparecieron las agallas o las fuerzas necesarias ante el dolor de su partida repentina, para decirle, para escribirle a Don Guillermo Arboleda Otálora, “Don Guille,” lo mucho que lo aprecié, lo mucho que me enseñó; pese a que nos conocimos por poco tiempo.

No alcanzaron las intenciones para expresarle lo mucho que valoré que él, en un acto de gallardía propio de los hidalgos de otros tiempos, me dijera al calor de varios brandis, él, algunas cervezas yo, (y como fondo triunfal la gritería majadera de mi pequeña Mili) que no sólo me consideraba el marido sinvergüenza de una de sus hermosas sobrinas, sino su amigo. Fue un honor, un gozo profundo que hoy valoro más, ya que provino del sentir de un Caballero, de un Señor a carta cabal.

No hay espacio para la tristeza este viernes. Obvio, hay ausencia, duele; pero esta no puede ser la excusa para recordar de manera lastimera a un hombre que intentó la felicidad cada día de su existencia. Siempre me habló en positivo sobre la gente que amó, de sus mujeres amadas amantes sin más títulos, acerca de las locuras de amor que cometió, reconoció y atesoró; de todas sus hijas e hijos, de sus sobrinos, nietos y sobrinos nietos a quienes veneró y apoyo en lo que pudo y más.

No hay espacio para la lágrima taciturna. ¡No! A don Guille, lo sitúo recordando sus correrías por el campo colombiano, compartiendo las noches con labriegos como él, hombres honestos, duros, que les sacaban versos a sus faenas agotadoras armados de una guitarra, tragos de aguardiente en cantidades industriales y la penumbra cómplice amacizada por los destellos de las brasas latiendo en el fogón de leña. Rugían bambucos y guabinas, guaneñas, milongas, tangos asesinos de furtivas pasiones, ritmos cargados de romanticismo, nostalgia, de sentimiento puro con el que les agradecían a los dioses muertos el don de caminar por el mundo verde, de vivir y perderse en él, en sus placeres sin pedir permiso.

Estoy seguro que cuando nos volvamos a encontrar, en algún espacio colorido del sueño, me recibirá con unas cuantas “águilas” frías puestas sobre la mesa, y mientras bebo como ternero huérfano y cierro el hocico, porque cuando la experiencia habla los niños callamos, Don Guille narrará tramas de películas de su idolatrado “Tarzán, el hombre mono,” héroe de su infancia que peleaba contra cocodrilos a mano limpia en algún estanque africano recreado con maestría por la producción de los filmes en piscinas abandonadas de California; sacará tiempo para contarme el paso a paso, los ingredientes con los que cocinó una hogaza de pan cuyo sabor y consistencia de la miga rebasaron en calidad a las hechas por los legos de convento por allá en los albores de la alta edad media.

Habrá tiempo para perder, impunemente sonrientes, en un lugar donde esta medida que involucra manecillas, silencios, insomnios, olvidos, omisiones, la angustia de una niña que busca una voz que se pierde para siempre jamás en los confines de la necesidad, la necedad y la orfandad que segrega a los iguales, no es una variable que se tenga en buena estima.

La vida siembra, da, siega. La ausencia de los amigos es una dura lección acerca de las lealtades. Ya se me habían adelantado Matallana, mi viejo, Cata, Tis y Olga, las tías adoradas; personas invaluables que me vieron con el lente de sus almas cristalinas, con sus defectos, sus virtudes inagotables, su comprensión, su apoyo, con la integridad de los seres que son capaces de acallar sus egos y sus ansias estériles con tal de apoyar al amigo en la consecución y las consecuencias de sus sueños.

Un saludo desde la distancia Don Guille. Se le quiere y se le querrá mientras existan memoria y alma. Espero esté bien, que haya juntado ya una patota de amigos allá en ese espacio del universo donde, estoy seguro, junto a sus padres, amigos, José A. Morales, Pedro Infante y hasta Johnny Weissmüller, estará entonando canciones y esperando nuestra -espero lejana- llegada a la eternidad.

28/05/2021

lunes, 26 de abril de 2021

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL / CUENTO 4

 

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL

 

Una pandemia que contamina y diseca las esperanzas, que permite apartarse, aprender a perder y resucitar, así la ceguera colectiva no nos quiera dejar salir de los titulares apocalípticos que engalanan los noticieros.

Idiota Inútil, publica 9 cuentos escritos por Javier Barrera Lugo (1 por las siguientes 9 semanas), basados en las 9 conclusiones que le ha dejado la pandemia por COVID-19, al filósofo sur coreano Byung-Chul Han, expresadas en diversos medios de comunicación y que, para criterio del escritor, son contundentes y veraces.

A continuación, presentamos el cuarto postulado de Byung-Chul Han, y el cuarto cuento de Barrera.

** Reflexiones del filósofo Byung-Chul Han, sobre la pandemia por Covid – 19, tomadas de una entrevista para Carmen Sigüenza y Esther Rebollo, de Agencia EFE. Todos los derechos reservados a sus autores.

 

BYUNG-CHUL HAN SOBRE LA PANDEMIA**

 

Postulado 4.

“Con la pandemia nos dirigimos hacia un régimen de vigilancia biopolítica. No solo nuestras comunicaciones, sino incluso nuestro cuerpo, nuestro estado de salud,  se convierten en objetos de vigilancia digital. El choque pandémico hará que la biopolítica digital se consolide a nivel mundial, que con su control y su sistema de vigilancia se apodere de nuestro cuerpo, dará lugar a una sociedad disciplinaria biopolítica en la que también se monitorizará constantemente nuestro estado de salud”.

 

DE LA SELECCIÓN NATURAL Y EL IMPERIO DEL OLVIDO

 

“…Quería decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado…”

Fragmento de cien años de Soledad- Gabriel García Márquez.

 

                                                 Por: Javier Barrera Lugo   


                                                                Foto de: Javier Barrera Lugo. Todos los derechos reservados al autor. 2021               

 

La moralina, esa hija legítima de la bastarda corrección política, empezó a dominar la psiquis mellada de un país empobrecido hasta los tuétanos. No decir nada que pudiese ofender al desgobierno y sus adeptos, era la consigna. Linchamiento público, pérdida del empleo, dos gramos de plomo encapsulados adornando el interior del cráneo: esos eran los premios a obtener por tamaña osadía.

 

 Nada de  protestar frente a nuestros detestables conocidos, quienes prefirieron defender la legitimidad inexistente de un régimen, que como todos los regímenes de este país de corazones sagrados en los que vos confías, ganó las elecciones alquilándoles conciencias, votos, fusiles, tejas, tamales y mercenarios a los gamonales de cada provincia.

 

Pero no sólo en lo recóndito de esas selvas, montañas, llanos y costas, burlaron la posibilidad de permitir que la gente tomar decisiones a conciencia. En las ciudades, el candidato títere y sus secuaces, le hurgaron con el dedo untado de vaselina, sus miedos arribistas a una porción gigantesca de la clase media (a la que como premio, un año después de instalados en el solio del libertador, le clavaron impuestos hasta por respirar) con el cuento de frenar al “castrochavismo expansionista y ateo,” que según su discurso trasnochado y trastornado, pervertía economías, espíritus, atentaba contra la esencia simbólica de ese Creador que hace tanto nos olvidó. Una tendencia bolchevique que volvería maricas y lesbianas a los niños con sólo invocar el nombre del sátrapa Hugo Rafael; irrespetando así la sexualidad decorosa escrita en un testamento antiguo por profetas misóginos perdidos en su fundamentalismo histérico hace milenios, y entregada a nosotros por nuestros ancestros de la madre patria; porque sangre de indios patirrajados, los ciudadanos de los estratos 4, 5 y 6, “la gente bien, las familias bien,” no tenemos ni una gota, gracias a Dios y al tío Varitooo, pues, hoooommeeee…..

 

 Ese sentido de absurda dignidad, gestado en las menudencias de quienes condenaron cualquier atisbo de protesta, desde el privilegio, acabó hundiéndonos… Ah, y por si acaso, terminamos peor que en Venezuela... ¡Hágame el H.P. favor!

 

El gobierno recién posesionado le añadió a una sociedad vapuleada, más desorden, toneladas de represión; y cuando todo se puso color de hormiga, aumentaron los problemas implantando medidas poco efectivas para atajar el virus chino que se tomaba el mundo. Llegó la enfermedad a un país que estaba arrasado por la violencia, la corrupción, el crimen y la peor de todas las plagas: la impiedad.

 

Mientras el “presidentico,” se gastaba la plata de la gente intentando lavar su imagen pública a través de entrevistas realizadas por “periodistas top,” a sueldo del régimen, y cuyas transmisiones pagó a precio de vacuna en los medios de comunicación más prestantes y nada veraces; en las calles, los ciudadanos enfermaban por miles y morían por centenares día tras día. En respuesta a esta masacre silenciosa propiciada por el estado, los presentadores de noticias (ojo, no los de farándula) mostraban videos del excelentísimo bufón tocando guitarra  y cantando a dúo con el “medio presidentico” del país de al lado, triste caricatura inventada por él y sus amigos del pacto de Lima-Limón y chispas de chocolate, mientras esperaban la caída incierta del burro que reemplazó a Hugo Rafael; o  llevando a la piara a pasear en el avión presidencial,  y hasta ayudándole al vicepresidente a quitarse una lagaña en una junta de gabinete.

 

 La mayoría agonizábamos lento, muy lento, vapuleados por el desempleo, la nula existencia de ideas de la dirigencia y el empobrecimiento al que fuimos condenados por un tipejo que nunca fue capaz de ver más allá de su ego, sus abundantes carnes y la vocecilla socarrona del mentor.

 

A diario gotas de terror en las noticias: niveles desbordados de moribundos en los hospitales, comerciantes ahogados por las medidas restrictivas adoptadas por mandatarios locales de izquierda, de derecha, de centro, de medio centro, de extrema incompetencia como regla. Fiestas clandestinas, hambre, trapos rojos en los dinteles de las puertas, una ciudadanía ahogándose en carencias. Mientras, los dueños del poder, el establecimiento que no mostraba la cara sino la chequera, los tildaba de renegados, de revoltosos, de indisciplinados. Un estómago vacío era la invitación perfecta a  la insubordinación, a afrontar el dilema: ¿morir de hambre o por el virus?

                                                                                        

Si alguno “osaba” salir a quejarse, gritar de físico hastío junto a una mayoría vejada, era tildado de irresponsable… “¿Cómo salen a protestar con un virus mortal latiendo en cada calle?” Preguntaba el poder. Y aconsejaba: ¡Protesten por internet! ¡Hagan plantones por zoom! ¡Griten con tapabocas desde sus casas! ¡Invéntese cacerolazos en sus baños con las puertas cerradas y la ducha a todo lo que dé…! Usaron el virus como arma de censura, los muy descarados…Pero nunca cerraron los bancos, las grandes superficies, las fábricas de cerveza, los cultivos industriales de coca, las plantas de gaseosa. Los negocios de sus patrocinadores eran intocables.

 

Así de caldeada estuvo la cosa. Vaya raza de trúhanes, que aún sigue montada y nos empalaga con promesas tan absurdas como la comodidad de quienes las abrazan sin cuestionar. 

 

 Las tan ansiadas vacunas, le llegaron tarde a Juan pueblo. El virus acabó con más de ciento cuarenta mil vidas en veinte meses. Las medidas para atajarlo destrozaron la poca economía formal y empleadora que existía.  Un microorganismo y varias bestias graduadas con honores en Harvard, dejaron a veinte millones de personas en el asfalto. Años de horror, rabia, tiempos en los que el pez grande se comió al chico; aunque sádico, jugó con él antes de embuchárselo. Le dio a su presa, pequeñas dosis de ilusión sin sustento, la subió al cielo y desde allí la dejó caer para que estallara entre sus fauces.

 

No fue ni lo último, ni lo peor que sucedió. La mala salud no produce riqueza. Los dueños del país necesitaban recursos para engrasar sus empresas, hacerlas viables en los reportes mensuales del Wall Street Journal. La gente encerrada es ingreso potencial represado, deuda latente que debe colocarse para que el paciente sangre hasta casi la extinción, pero no muera. “¿Quiere hacer el viaje de sus sueños después de tanto encierro, comprar carro o el último Ifon y no tiene plata? ¡Aproveche! La pandemia se está acabando… ¡Hipoteque su casa con bajos intereses y cómodas cuotas para que disfrute…! El gobierno le devuelve medio punto del IVA que sólo está en el 49 %…”

 

Eso le dijeron los bancos a la gente...  Y la gente, pueblo embrutecido y fácil de complacer, cayó sin chistar en la trampa. Un par de años después: remate judicial… La  cochina calle. ¡Los mocos de un “chino” llorón no atajan el desalojo…! ¡No hay trabajo! ¡Eres un perdedor, suicídate! La dinámica de los negocios en plena acción. El pez grande se volvió a mandar a la tarasca al currutaco…

 

Sin otra opción, muchos debimos salir a mendigar un trabajo, hacer lo que fuera para pagar deudas, sobrevivir, rebuscar, retacar, intentar algo para no sucumbir a la pandemia del hambre… El mercado laboral era una tragedia de 45 puntos porcentuales de desocupación. Los puestos que no fueron destruidos por la pandemia y su gestión, los asumieron máquinas (baratas, no se ausentaban por enfermedad) y trabajadores esclavos de maquilas y call centers de países difíciles de ubicar en un mapa, que cobraban cuatro veces menos sueldo y no jodían con permisos para ir al médico o recibir las notas de los hijos colegiales. Salir a molernos a golpes y en ayunas contra gigantes fue la única opción. Ni siquiera delinquir era rentable. Para eso había estructuras que organizaban el mercado negro, administraban mano de obra criminal  barata y estaban amparadas por aquellos a quienes no se debía criticar.

 

Nos volvieron parte de una ecuación macabra. Al darwinismo social impuesto por el neoliberalismo económico y social, le aumentaron una variable: “¿Está vacunado?  Porque en esta empresa necesitamos gente trabajando duro y parejo, todos los días.” Nos decían los seleccionadores cuando pedíamos un puesto. Y no les faltaba razón. Debíamos “desgarrarnos” por obtener un salario mínimo. Para eso, teníamos que “embutirnos” en un bus atestado de contagiados y no contagiados, al menos, dos veces al día, interactuar con personas de todos los calibres y pelambres (“simple pueblo,” diría la doctora Mafe haciendo cara de fo y mil veces, fo, mientras rumiaba un baby beef  patrocinado por su marido y el gremio que representaba), sudar, estornudar, comer, cagar, culear, dejarnos culear, respirar en espacios que parecían hechos a la medida de las peores enfermedades. Por eso, sólo por eso, la vacuna era parte de los requisitos exigibles para alquilarnos.

 

“No me la han colocado… El gobierno no ha empezado a  vacunar a la gente de mi edad.” Contestábamos. Y era cierto.  Ellos respondían: “Entonces, firme este papel en el que libra de toda responsabilidad a esta empresa, que es una familia, y que a bien ha tenido la deferencia de darle una oportunidad de progreso personal y familiar en un país sin oportunidades; por si se llega a contagiar del virus más mortífero en la historia de la humanidad y que ha sido casi vencido en esta patria de héroes y tumbas, gracias a los poderes del divino niño todo “monito” y bonito, ojizarco, del 20 de julio, al presidente gordo, soso y canoso; y como es obvio, por el único, el omnipotente y con tres huevas, el gran prócer de esta patria de carnitas y huesasos, el doctor Urbina Tréllez. Agradézcales a ellos, indio bruto, cochino y pervertido, que volverán a tener pan en su casa… Eso sí, por no tener la vacuna, tenemos que rebajarle el sueldo… ¿Le sirve?  

Y obvio, ni modos... Tenía que servirme.

 

Trabajar, medio comer, medio mal educar a los hijos, medio sobrevivir, estar completamente jodidos en este desespero que llenó de úlceras el alma… Todos pensamos que una vez vacunados, las cosas mejorarían; pero no pasó. El virus se potencializó. Variantes, nuevas cepas, llenaron un ambiente lúgubre. Que la brasilera, que la surafricana, que la del Reino Unido, que la de Girardot... La misma historia viciada, redundando.

 

Allá, en el paraíso, en los países serios, todos vacunados contra las mutaciones en seis meses. Acá con dos años de retraso, la primera vacuna se volvió ineficaz. Tuvimos que  seguir esperando, continuar con un trabajo de porquería y rogando porque un robot o una adolescente de la india, no nos quitara el puesto que tanto nos costó conseguir.

 

Más y más protesta estériles; movimientos en círculo, repetir lo mil veces dicho, olvidarlo al instante. El gobierno respondiendo con palos, gases, balas de goma calibradas para sacar ojos, descargas eléctricas con pistola taser por “lámpara y por jetón,” golpizas en el baño de una estación policial, almohadillas llenas de balines disparadas a la nuca adolescente que se despedaza por la violencia del taponazo, rejo para castigar a esa “tribu de terroristas” que pide siempre trato justo, educación, salud, libertad, dignidad, esas malditas cosas que deberían retribuirnos a quienes pagamos impuestos cuando compramos el arroz y las lentejas de nuestro precario menú diario. Pero no, no, no, no… Para el estado somos excremento, criaturas con menos derechos que un perro de rico, lo de esconder, el ganado que se ordeña, tetas fértiles, cero cerebro o identidad…

 

Las cárceles a las que nos llevaron se atiborraron rápido. Allá también había pabellones para infectados y para vacunados; todos moribundos, aunque unos con mayores privilegios. La autoridad siempre vigilaba a los infectados; pasara lo que pasara, siempre iban a la zanja, ya no tenían nada que perder, no se podían manipular con miedo…

 

Nuestros detestables conocidos, siguieron repudiando las críticas salidas de nuestras entrañas. Como era de esperarse, fueron vacunados antes que los médicos por el Ministerio de Salud. El amo premia con galletas la obediencia.

 

El virus chino terminó refundido en las gavetas de lo prescindible. Lo sustituyó otro aún más letal venido desde Siria. Hoy peleamos de nuevo por no sucumbir al encierro, el distanciamiento social, las efectivas mordazas desechables de color azul que esconden nuestra mueca de zozobra. El nuevo presidente, también gordo, respetabilísimo corrupto, tanto o más estúpido que el anterior; sale todas las tardes por los canales de televisión enseñándonos a prevenir el contagio sirio, aguantar, sacrificarnos por los intereses insignes de la patria boba… La historia es circular, envuelve, sofoca, le encanta torturar. Como lo dijo un nobel de literatura Caribe, sudaca y grande pensador: nuestra mayor peste es el olvido.


26/04/2021