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jueves, 28 de junio de 2012

TRES AGUJAS...


TRES AGUJAS

Por: Camilo Etna

Decidieron conducir al prisionero hasta el lugar más alejado de la playa para asesinarlo con sevicia, sin asco o compasivas señales de debilidad. El inspector, limpiándose las uñas con paciencia y atendiendo al mismo tiempo los asuntos relevantes de su cargo, le pidió a Cubillos, un viejo sargento a punto de recibir la pensión, que se lo llevaron lejos para  que pudiera gritar a sus anchas sin molestar a los vecinos de la estación de policía.

    El sargento designó a cinco reclutas para que lo trasladaran hasta El Faro, donde una cuadrilla de matones a sueldo lo recibiría con toda la pompa de las tribus de matarifes, rebanarían su cuerpo y lo echarían al mar, después de torturarlo, claro está. Cada uno de los hombres, muchachitos menores de dieciséis años, para ser exacto, fue prevenido para no hablar con el condenado.

-Este tipo engatusa mentes con dos palabritas, así que ninguno trate de conversarle o responderle las vaina que pregunte. Yo mismo me encargo del pendejo que le siga la corriente-dijo el gordo suboficial mientras se limpiaba el sudor de la cara.

    A diferencia de las ejecuciones anteriores, la gente guardó respetuoso silencio. Cortinas y puertas se cerraron, los niños fueron recogidos de los basurales por sus madres y encerrados en las habitaciones más escondidas de las casas. Los borrachos, hacinados en las cantinas ubicadas en las afueras de la aldea, escondieron sus botellas apenas el séquito de ejecución dobló la esquina y cruzó silencioso la calle.

    El prisionero levantó la mirada, que parecía pegada a los recuerdos del camino, para observar a una mujer madura que se le acercó con una palangana de peltre y le dio de beber un sorbo de agua. Trató de agradecerle el gesto de humanidad, pero uno de los soldados, mostrándole la culata del fusil, lo hizo desistir.

    Las miradas de amonestación no fueron suficientes para aterrar a la mujer, que quedó hipnotizada viendo como el cortejo se perdía entre las dunas. Los soldados se alborotaron; los nervios se tomaron rostros y miradas, llenaron de nubes las órdenes dadas con claridad, nada para llorar, mucho para perder, caminar un kilómetro con ese prisionero se les empezaba a volver la travesía idiota a través del limbo.

    El prisionero, una vez desaparecieron los testigos, comenzó a rezar en voz alta. El adolescente que le mostró la culata a manera de amenaza, se le acercó, lo tomó por los hombros y le dijo en el oído para que ninguno de sus compañeros le escuchara: 

-¡Déjese de bobadas. Uste’ me enseñó hace unos años que dios no existe! Tenga las “pelotas” de morirse con honestidad… Valiente “redentor” del pueblo haciendo lo contrario a lo que piensa- dijo antes de retomar su puesto.

    El condenado lo miró con rabia. “A quién se le ocurre salvar a un pueblo “bruto” que no tiene ni pizca de humanidad, ni siquiera con un condenado”, pensó, y acto seguido dejó escurrir una lágrima que le cruzó el extremo izquierdo de la cara.

    Los mercenarios contratados para ajusticiar al prisionero salieron de los matorrales y le hicieron señas a la tropa con los machetes resplandecientes para que dejaran caminar al hombre sólo hasta donde se encontraban agazapados. El dragoneante que dirigía al grupo hizo una señal con el brazo y sus compañeros se detuvieron. El condenado trató de gritar, pero el muchachito que antes le habló, le pegó un empellón y lo hizo caer en la arena. Le dio dos puñetazos y le clavó tres agujas en el antebrazo. El prisionero no gritó. Unos hilillos de sangre, que se volvieron un pegote al mezclarse con los granos blancos, cubrieron el pecho y el resto del brazo del hombre que no pudo esconder la mirada de horror.

-¡Levántese de una buena vez y afronte su destino como un macho, carajo!- Dijo el muchachito nublado por la rabia. Y prosiguió:-Cuando le clavó estas agujas en el paladar a mi mamá, antes de matarla disque por colaboradora, sí era todo un héroe, ¿verdad? Siga de largo y afronte el hecho de querer ser el “salvador” de un pueblo que nunca le pidió ser defendido…

    El prisionero sintió como la brisa le refrescaba el rostro lleno de sudor. Con cada paso el gusto se le volvió un ancho espectro de tonalidades metálicas que le produjeron náuseas. Mientras los mercenarios lo veían llegar como una presa fácil con la que cebarían, sólo pudo recordar el momento en que su hijo Isaías, aprendió a caminar.