TRES
AGUJAS
Por:
Camilo Etna
Decidieron conducir al prisionero hasta el
lugar más alejado de la playa para asesinarlo con sevicia, sin asco o
compasivas señales de debilidad. El inspector, limpiándose las uñas con
paciencia y atendiendo al mismo tiempo los asuntos relevantes de su cargo, le
pidió a Cubillos, un viejo sargento a punto de recibir la pensión, que se lo
llevaron lejos para que pudiera gritar a
sus anchas sin molestar a los vecinos de la estación de policía.
El
sargento designó a cinco reclutas para que lo trasladaran hasta El Faro, donde una cuadrilla de matones
a sueldo lo recibiría con toda la pompa de las tribus de matarifes, rebanarían
su cuerpo y lo echarían al mar, después de torturarlo, claro está. Cada uno de
los hombres, muchachitos menores de dieciséis años, para ser exacto, fue
prevenido para no hablar con el condenado.
-Este tipo engatusa mentes con dos
palabritas, así que ninguno trate de conversarle o responderle las vaina que
pregunte. Yo mismo me encargo del pendejo que le siga la corriente-dijo el
gordo suboficial mientras se limpiaba el sudor de la cara.
A
diferencia de las ejecuciones anteriores, la gente guardó respetuoso silencio.
Cortinas y puertas se cerraron, los niños fueron recogidos de los basurales por
sus madres y encerrados en las habitaciones más escondidas de las casas. Los
borrachos, hacinados en las cantinas ubicadas en las afueras de la aldea,
escondieron sus botellas apenas el séquito de ejecución dobló la esquina y
cruzó silencioso la calle.
El prisionero levantó la mirada, que parecía pegada a los recuerdos del
camino, para observar a una mujer madura que se le acercó con una palangana de
peltre y le dio de beber un sorbo de agua. Trató de agradecerle el gesto de
humanidad, pero uno de los soldados, mostrándole la culata del fusil, lo hizo
desistir.
Las miradas de amonestación no fueron suficientes para aterrar a la
mujer, que quedó hipnotizada viendo como el cortejo se perdía entre las dunas.
Los soldados se alborotaron; los nervios se tomaron rostros y miradas, llenaron
de nubes las órdenes dadas con claridad, nada para llorar, mucho para perder,
caminar un kilómetro con ese prisionero se les empezaba a volver la travesía
idiota a través del limbo.
El prisionero, una vez desaparecieron los testigos, comenzó a rezar en
voz alta. El adolescente que le mostró la culata a manera de amenaza, se le
acercó, lo tomó por los hombros y le dijo en el oído para que ninguno de sus
compañeros le escuchara:
-¡Déjese de bobadas. Uste’ me
enseñó hace unos años que dios no existe! Tenga las “pelotas” de morirse con
honestidad… Valiente “redentor” del pueblo haciendo lo contrario a lo que
piensa- dijo antes de retomar su puesto.
El condenado lo miró con rabia. “A quién se le ocurre salvar a un pueblo
“bruto” que no tiene ni pizca de humanidad, ni siquiera con un condenado”,
pensó, y acto seguido dejó escurrir una lágrima que le cruzó el extremo
izquierdo de la cara.
Los mercenarios contratados para ajusticiar al prisionero salieron de
los matorrales y le hicieron señas a la tropa con los machetes resplandecientes
para que dejaran caminar al hombre sólo hasta donde se encontraban agazapados.
El dragoneante que dirigía al grupo hizo una señal con el brazo y sus
compañeros se detuvieron. El condenado trató de gritar, pero el muchachito que
antes le habló, le pegó un empellón y lo hizo caer en la arena. Le dio dos
puñetazos y le clavó tres agujas en el antebrazo. El prisionero no gritó. Unos
hilillos de sangre, que se volvieron un pegote al mezclarse con los granos
blancos, cubrieron el pecho y el resto del brazo del hombre que no pudo esconder
la mirada de horror.
-¡Levántese
de una buena vez y afronte su destino como un macho, carajo!- Dijo el
muchachito nublado por la rabia. Y prosiguió:-Cuando le clavó estas agujas en
el paladar a mi mamá, antes de matarla disque por colaboradora, sí era todo un
héroe, ¿verdad? Siga de largo y afronte el hecho de querer ser el “salvador” de
un pueblo que nunca le pidió ser defendido…
El prisionero sintió como la brisa le refrescaba el rostro lleno de
sudor. Con cada paso el gusto se le volvió un ancho espectro de tonalidades
metálicas que le produjeron náuseas. Mientras los mercenarios lo veían llegar
como una presa fácil con la que cebarían, sólo pudo recordar el momento en que
su hijo Isaías, aprendió a caminar.