SE
VENDE VESTIDO DE NOVIA
CLAUDIA ARROYAVE (1983).
Nació en Santa Rosa de Osos. Estudió periodismo en la Universidad de Antioquia,
e hizo un curso de narrativa en Colima, México. Vivió durante dos años en Santo
Domingo, Antioquia, enseñando literatura. De esa estancia nació su segundo
libro, El pueblo de las tres efes. Actualmente reside en Bogotá.
Tres
días antes de la boda de Raquel, en el momento mismo en que su hermana Libia le
hacía los últimos ajustes al vestido de novia, llegaron con la noticia.
Encerradas en el cuarto de costura, lo primero que oyeron fue el grito de doña
Noelia, cotidiano aullido que, por tan habitual en ella, no sacó de su
concentración a prometida y modista. “Quién sabe qué se le cayó a mi mamá”,
dijo Libia, “De seguro se machacó con algo”, especuló Raquel, y a volver a lo
propio que para mimar a la doña estaban Arturo y Gladis, los otros hijos. Pero
no tardó el reloj en marcar cinco minutos cuando don Ramón Hincapié, padre del
novio, se apareció en la habitación con cara de martirio, ojos de toro, boca de
perro de pelea, y entre ahogos, lágrimas y mocos detuvo la pasada de la aguja
por las enaguas esponjosas: “Quítate ese vestido, Raquel bendita. Ya no te vas
a poder casar”. Y en el acto cayó hincado a los pies de la ahora viuda, en un
dolor intenso del tamaño de una gastritis. Espectadora número uno de la escena,
doña Noelia lloraba a cántaros y gritando cual si la torturaran esperaba la
reacción de la envuelta en el vestido blanco: “Qué pasó, don Ramón, a ver,
explíqueme, cómo que no me puedo casar, por qué lloran, qué pasó, por el amor
de Dios”. Y no pudo evitar que su cuerpo se desplomara cuando el primer hincado
habló por segunda vez: “Mataron a Ignacio, mijito, me mataron al hijo, me lo
mataron”. Y en los segundos gastados mientras Raquel reacciona, sépase que
Ignacio era un jovencito muy querido, adorado en el pueblo porque sonreía
siempre aunque no hubiera por qué. En la casa de la novia lo querían tanto que
los dejaban conversar en la sala hasta las once de la noche, y había tardes en
que, tan comedido él, acompañaba a las cuatro costureras en las largas sesiones
de pulida y planchada. A través de los tres espejos dispuestos estratégicamente
en el cuarto, Ignacio miraba a Raquel y le quitaba la ropa con un suspiro, y
ella agachaba la cabeza desapareciendo en la mente a su mamá y a sus hermanas y
desnudándose en medio de la lana regada y los retazos de uniformes del Liceo y
de la Normal. La menor de todas, la más
bonita, la más callada y la más boba de las hijas de la modista había
conquistado al hijo de don Ramón, y con siete meses de noviazgo se había echado
al bolsillo al hombre más comedido, trabajador, ordenado, respetuoso, sencillo
y noble que el pueblo haya conocido. El matrimonio había tenido que aplazarse
dos semanas porque al padre Mario le había dado una diarrea espantosa, si no
los novios ya estarían de mucha argolla en el dedo. Don Ramón se fue y tuvo que
pasar un día con todas sus horas para que Raquel comprendiera que ya no iba a
usar el vestido de novia que le había hecho Libia y que ella misma tuvo que
quitarle porque de dolor su hermana no se podía mover. Tuvieron que pasar dos
días con todos sus minutos para aceptar que Ignacio había muerto a cuchilladas
en la puerta de la carnicería de su papá. Tuvieron que pasar completos los tres
días con todos sus segundos, con el velorio, el entierro y el llanto de todo el
pueblo, para que la soltera enviudada se levantara del golpe y decidiera ir
personalmente al comando de policía, dizque a perdonar al asesino. “¿Al
comando, Raquel? ¿Qué vas a ir a hacer allá, Dios mío?”. Pero no hubo madre que
lo prohibiera, suegro que la detuviera o hermanos que la convencieran. “Voy a
perdonar al hombre, ¿no entienden eso tan sencillo?”, dijo. Pero nadie supo cómo
llegó al comando. “Déjeme entrar, comandante, yo necesito ver a ese hombre”. Y
él que no. “Se lo suplico, comandante, hágame el bien”. Y él que no.
“Compadézcase de mí, comandante”. Y él que no. “Necesito saber quién me mató a
Ignacio, comandante”. Y él que no. “Póngase en mi caso, comandante”. Y él que
no. Y ella llore y suplique. Y él que va sintiendo el corazón achatarse. “Mire
que…” Y él que “mmm”. Y ella que suplique y llore. Y él que “está bien, pero
que la acompañe el agente”. El calabozo era un hueco negro y húmedo que olía a
desgracia. Para llegar hasta allá, Raquel caminó dieciocho metros y diecinueve
miedos —el mismo número de sus años—, transitando una especie de laberinto
fantasmal apenas comparable con su propia cabeza. En una mano llevaba el corazón
que le latía enloquecido, y en la otra ese cálmate, mujer que tanto se repetía
y que se quedó pegado a la reja cuando por fin llegó. Ni una palabra y el
asesino al fondo. “Párese, desgraciado, y venga que la señorita le tiene que
decir una cosa”, palabras pronunciadas afuera por el agente aquel, mientras
adentro, que no se veía más que una luz ahogada, un carraspeo de garganta fue
la primera señal. Y Raquel inmóvil en la reja, quien la viera diría
imperturbable, pero no, eso no, después de tres días no era más que calvario,
truenos, ganas de vomitar… Pero sacó fuerzas de su desgastada reserva y
entonces habló. “Venga, señor. ¿Puede acercarse?”. En menos de tres segundos,
la figura del asesino: cubierta su cabeza con un poncho mugroso, camisa apenas
cerrada en un botón, barriga, barba, arrugas, manos en los bolsillos, ojos
brillantes y huidizos que sin oponerse chocaban con la línea de luz que entraba
por una ventana condenada. Ni una pizca de arrepentimiento en su rostro. —Que
Dios lo perdone —dijo Raquel al tenerlo frente a frente. —Yo no quiero que
nadie me perdone. A mí que me devuelvan mis vacas —respondió el hombre con los
ojos ahora menos brillantes pero de golpe fijos. —¿Vacas? Pe… pe… pero… ¿cómo?
¿Usted me acaba de matar a Ignacio y sigue pensando en vacas? —A mí me robaron
mis vacas y me las mataron. —Pero eso no era culpa de Ignacio, bendito sea
Dios. ¿Es que usted no tiene corazón? Véame a mí, véame a mí. Usted me mató el
marido. Yo me estaría casando hoy. Y véame a mí, por el amor de Dios. ¿Son más
importantes unas vacas que una persona? ¿Ah? ¿Son más importantes? A ver,
dígame, dígame… Y ese cálmate, mujer que traía Raquel en una mano se deslizó
por la reja, fue a parar al piso del calabozo y se escurrió por cuanta grieta
encontró en el laberinto y se fue yendo y se fue yendo hasta caer a un pozo
invisible y desaparecer. El agente no vio la metáfora, pero sí el desaliento de
Raquel, el no puedo creer lo que oigo, el si no me tienen me desmayo. Entonces
la tomó por el brazo y “deje esto así, señorita”, le dijo. Pero ella, que sólo
había ido a pedirle al hombre que le hiciera el favor de matarla, se aferró de
nuevo a la reja y le dijo al agente que el asunto no había terminado, y volvió
sobre el asesino esa voz llanto, laguna, interrogante, odio. —A ver, responda,
¿son más importantes esas vacas que este dolor? Usted que va a entender eso,
por Dios, esas son cosas que usted no entiende. ¿O sí? A ver, dígame por qué lo
mató. —Porque me robaron mis vacas y me las mataron. —¿Y ya? ¿Tan sencillo? Porque
le robaron unas vacas. Válgame Dios. —Eso pa’ usted no es nada, porque no eran
sus vacas. Yo las levanté, yo las cuidé más que a mi mujer. Yo ni comí cuando
se enfermó mi Victoria, la más alentada. Yo levanté esas vacas, yo solo. Estas
manos las ordeñaron, abonaron la tierra pa’ que se pusieran más robustas. Y me
las robaron, de un día pa’ otro yo ya no tenía mis vacas, ni con que comprar
otras. ¿Sí ve? Me las robaron. —Y eso le da derecho a matar a alguien, ¿ah? —Yo
no iba a matar a nadie. Yo dije: que aparezcan mis vacas, pero no aparecieron.
Y después me dijeron que don Ramón las compró. Se las compró al que me las
robó. ¿Sí ve? Ese señor compra reses robadas porque valen más poquito, y
después se las vende a la gente como si nada. Allá llevaron a mi Victoria, a la
Tota, a la Bizcocha, mis tres vaquitas. —Usted está loco, loco. ¡Por Dios!
¿Entonces si yo le robo esa camisa usted me mata? ¿Si le robo esa camisa me
mata? —A mí que me roben lo que quieran, ya está. Ya no tengo mis vacas ni con
que comprar otras. Y dicho esto Raquel dejó venir un llanto de esos inevitables
que provocan las cebollas o los dedos recién machucados. Luego, con la mano que
ya no tenía la calma agarró de la camisa al hombre que, ¡desgraciado! la seguía
mirando a los ojos. El agente, a su derecha, le pidió compostura, la cogió del
brazo y trató de separarla de la reja, pero ya la pobre no podía retroceder.
Ignoraba Raquel a dónde se estaba yendo su cordura, quizá a las mismas grietas
recorridas por su calma. En su cabeza la sangre empezó a revolverse y a hacerse
más líquido, más antojo, y en un despiste del agente, la niña viuda sacó el
cuchillo de entre sus faldas y con una fuerza demencial atravesó el estómago
del enrejado. Los ojos del policía se hicieron dos globos de navidad encendidos
y membrudos y, como en cámara lenta, vio caer los dos cuerpos al mismo tiempo,
uno a cada lado de los barrotes: de éste, la asesina sin soltar la mano del
mango que como perchero salía del estómago; y de aquel, el asesino desmayándose
así: mórbido, lóbrego, dramático, esquelético, anómalo, camino del sarcófago.
Así mató Raquel a quien mató a Ignacio. Y después, con el cuchillo en la mano
sin calma, dejó el cuerpo tendido al otro lado de la reja, en tanto el agente
llamaba a gritos al comandante, que no apareció en escena porque ni estando en
el lugar del crimen los policías llegan a tiempo. Entonces deshizo los
dieciocho metros y treinta y seis miedos de aquel laberinto ahora encandilado
que la conducía a quién sabe dónde, ya no con ese cálmate, mujer en una mano,
sino con el filoso cuchillo que su por poco esposo le había prestado a doña
Noelia para arreglar las carnes de la cena de bodas, y que ella llevaba
escondido para pedirle antes al ahora muerto que la matase. No hubo quien la
atajara porque al pasar frente a los agentes de guardia, la que caminaba era
una figura de ultratumba, un Satanás cargando su tenedor, una estampa de esas
del desfile de mitos y leyendas, así, tenebrista como una mujer de Caravaggio.
La cómo sonámbula era todo menos la niña Raquel, la hija de la modista, la
nuera de don Ramón, la vecina del comando, tan seria ella, tan hacendosa, tan
sin pecado. Afuera de la casa Libia tomaba el sol y terminaba de cambiarle una
cremallera al pantalón de su hermanito Arturo, cuando vio venir a Raquel
caminando. Se rascó los ojos y parpadeó con prisa cinco veces. ¡Unos segundos
antes la había dejado dormida en el sillón de la sala! Pero lo cierto era que
su hermana había salido con sigilo, y ahora no estaba caminando, no, venía
levitando, flotando, espantando; con el vientre manchado de sangre, un cuchillo
empuñado en la mano derecha y el cabello cubriendo parte de un rostro amarillo,
color de ciruela podrida. Y del asombro, la otra ni pudo levantarse de la
acera. Se tapó la boca con las manos, siguió con la mirada el pique de las
gotas rojas contra el adoquinado y acompañó el cuchillo en su caída vertiginosa
contra el pavimento. Vio en la esquina a tres policías atolondrados mirando a
su hermana desaparecer a cada paso. Imaginó en la velocidad de un sueño los
hechos que acaban de narrarse, y al cerrar la boca se mordió la lengua. Raquel
imitó la acción del arma y buscó el piso como hacen las hojas de los
guayacanes. Libia se clavó sin culpa la aguja en un dedo, tiró el pantalón y
corrió a confundir la sangre de su mano con la del asesino asesinado que cubría
íntegra la mano de Raquel. Viendo que de las puertas vecinas iban saliendo ojos
inquisidores, la arrastró hasta la casa. Su mamá y sus hermanos, Arturo y
Gladis, habían ido a visitar a don Ramón, así que Libia llegó sola al fondo del
corredor, arrastrando como carretilla a su hermana moribunda. Iba a descargarla
sobre el sillón de la sala cuando una presencia blanca le cambió la expresión
del rostro. Extendido perfectamente sobre el sillón, con una cabeza de muñeca
saliéndole por el cuello, Raquel había puesto sobre su traje de ángel una hoja
que con caligrafía perfecta y en tinta negra decía: “Se vende vestido de
novia”.
De
Mientras Dios descansa, Fondo Editorial Universidad Eafit - Alcaldía de
Medellín, 2007.