LA
ECUACIÓN DE DIOS
Por:
Javier Barrera Lugo
**Este
perfil fue publicado el 3 de marzo 2014 en la sección Kien bloguea, del medio
digital Kien y Ke.
Dedicado
a: Santiago Ojeda y Daniel Barrera,
los únicos
científicos reales que conozco.
Grigori
Perelman es un hombre ruso de cuarenta y siete años, ascendencia judía, soltero,
profundamente religioso (iglesia ortodoxa), alto, desgarbado, calvo en la parte
superior del cráneo, aunque desde la base de su testa crece una desordenada
melena castaña que casi le llega a los hombros. Viste de jeans, chaqueta de
paño desleída, camisa apergaminada, unos zapatos tenis que parecen tener su
edad y una capa de mugre que cualquier desadaptado promedio estimaría obscena.
Su mirada compleja, cercana al estrabismo, tiene impresa la pureza del fuego,
el destello palpitante prodigado por las
mentes superiores cuando limitan su territorio. Vive encerrado, sin contacto
con la humanidad junto a su madre, la anciana Luvob-quien mantiene la economía
doméstica con su pensión-, en un humilde apartamento clavado en la periferia de
San Petersburgo. Una particularidad más: pertenece al grupo de los matemáticos
más brillantes de los últimos cinco siglos.
Su historia es fascinante: A finales de
mil novecientos ochenta, se le otorga el doctorado en la Facultad de Mecánica y
Matemática de la Universidad Estatal de
Leningrado, con una tesis que tituló: Superficies
en silla en espacios euclídeos (espacios geométricos que siguen los
principios que en esta materia expuso Euclides tres milenios antes). A los
dieciséis años, representando a la URSS, gana la medalla de oro en la olimpiada
mundial de matemática llevada cabo en Budapest, Hungría. MENSA, una organización de carácter internacional que evalúa el
coeficiente intelectual de personas destacadas, determina, en ese mismo
período, que el suyo, es el más alto que
han comprobado. Desde muy corta edad ejecuta con virtuosismo el violín, una
prueba más de su estirpe superlativa. Estrategia, visión, un horizonte rodeado
de metas. Inicio de una década redonda para Grigori. Por esa época, jóvenes de
su edad en todo el mundo se enfrentan a un dilema mayor: utilizar oxy 5 u oxy 10 para tratar la plaga del
acné; él, en cambio, no sólo resuelve, ingenia fórmulas para descomprimir los
enigmas de la naturaleza. Ironía pura podría titularse aquella obra del destino.
Tras recibir el doctorado comienza a
trabajar en el prestigioso Instituto
Steklov de Matemáticas de la Academia Rusa de las Ciencias, donde se
enfrasca en problemas que trascienden la academia y caen en escenarios tan
diversos como la planeación agrícola o la estrategia militar de encriptamiento
de códigos. Pasa dos años becado, a
mediados de los noventa, en la Universidad
de California, Berkeley, además de estudiar dos semestres en las
Universidades de Nueva York y Stony Brook.
Esas experiencias educativas cimentan la obsesión que años después, dará frutos
impensados hasta para los optimistas extremos: La conjetura de Poincaré, el
problema abierto más grande de la topología (estudio de las propiedades de los
cuerpos geométricos) queda como pesadilla exclusiva taladrándole el espíritu.
En mil novecientos noventa y nueve el
prestigioso Instituto Clay, pionero
en la investigación de las diferentes ramas de la matemática y su difusión,
instaura un premio para quienes comprueben la teorización de los siete problemas del milenio, acertijos
que promulgan la solución de ecuaciones que exponen diferentes realidades
abstractas a través de símbolos, caracteres y números; pero que no revelan el
desarrollo cierto de ellos. La explicación sustentada de los mismos es premiada
con un millón de dólares. La conjetura de Poincaré hace parte de la selección y
el avezado Grigori, toma por su cuenta este jeroglífico que tiene como base
fundamental la geometría de las esferas, una materia que domina como ningún
otro ser en el planeta.
En dos mil dos, Perelman, sube a la
cumbre del cielo y le grita a todo el que quiera escucharlo que la mentada
teoría que el matemático francés Henri Poincaré le planteó al mundo en los
albores del siglo veinte, deja de serlo para convertirse en un teorema (una
proposición que afirma una verdad demostrable). Revuelo general. Sus colegas,
acuciosos, le dan vueltas a la fórmula, a sus elementos constitutivos, buscan
un resquicio, una grieta que rompa el dique, degradan y rescatan, olvidan lo
aprendido, sus concepciones. Los prejuicios elaborados con paciencia de
costurera, se incineran en las piras de sus egos. Llegan a la misma conclusión
que desde el principio un hombre ascético dominado por la excentricidad les
recitó como una oración aprendida: nada permanece oculto, o es imposible de
lograr para un espíritu envenenado con la dulce ponzoña de la curiosidad. De
los siete problemas sólo se han resuelto dos a la fecha: Poincaré y El último teorema de Fermat, por Sir
Andrew Wiles, matemático británico, en el noventa y tres del siglo anterior.
El mundo de las ciencias exactas celebra
a rabiar el logro de “Grisha”, el irrepetible
Grigori Perelman. Para el resto de la humanidad es un hecho que termina
depositado en la intrascendencia. Se expresa la sorpresa de manera jubilosa,
cartas larguísimas de felicitación, idolatría repentina; pero ella, traicionera,
sabia, fanática, cruel, sádica, deja para el final la saña de su coletazo máximo:
Grigori, en un acto de iluminación esquizoide, de sentido común y una autoridad
disfrazada de enajenación mental, rechaza el dinero que gana en franca lid. La
organización del premio del milenio determina como zanjado el asunto de la
Teoría de Poincaré: es un axioma. Corre el dos mil diez; ocho años de revisión
minuciosa de sus pares le confirman la inmortalidad. Grigori se mantiene firme,
no recibirá jamás un centavo por este trabajo. El escándalo estalla, las
matemáticas resaltan por fin en los tabloides, no por su esencia o su valía, un
acto honesto de conciencia pulveriza las ventanas humidificadas de la sociedad.
Huraño, responde la pregunta que todo el mundo se hace. ¿Por qué? Con la
tranquilidad que le da su nuevo estatus de profeta trastornado, responde a
quemarropa:
“No quiero estar expuesto como un animal
en el zoológico. No soy un héroe de las matemáticas. Ni siquiera soy tan
exitoso. Por eso no quiero que todo el mundo me esté mirando.” Baldado de agua
fría.
Cuatro años después, el hombre que
domina los conceptos de las fuerzas esenciales y la abstracción rechaza
también la Medalla Fields, el Nobel de
las matemáticas, dotado con diez mil dólares de premio. ““Sé cómo controlar el
universo, ¿por qué tendría que correr tras un millón de dólares?”. El puñetazo
va directo al mentón de quien cuestiona su aburrido desplante hacia el dinero,
la fama, o como dijo Gabo, “la mierda de la gloria.” En dos mil seis rechaza también la medalla que
el Congreso internacional de matemáticos realizado
en Madrid le otorga. Previamente lo hizo con el premio de la Sociedad Matemática Europea, porque según él, estaban
incapacitados para evaluar su trabajo. El daño queda hecho. Sus palabras
denuncian ochenta meses de enclaustramiento, la decisión de olvidar los peros a
su genialidad, la frivolidad manifiesta que juzga su trabajo. Algunos de sus
conocidos dicen que después de la comprobación de la teoría perdió el amor a
las matemáticas, el interés, la pasión, que una niebla helada le entró en las
vísceras cuando descubrió cómo se amalgaman las fibras creadoras cuando de instituir
embrollos se trata.
En dos mil tres, cuando se retira de
Instituto Steklov, las directivas lo
tildan de inconforme, de soberbio, de testarudo. Algunos de sus colegas se
dedican a buscarle “clavos sueltos” a su trabajo, lo que precipita la
deserción. Austero, busca refugio en ese hogar que desconoce, con la vieja que
lo parió, y desaparece de la escena tan a prisa como un fantasma al mediodía.
Sus apariciones, después de tomar la decisión que movió la estructura de una
ciencia exacta, son esporádicas. Fue fotografiado en un vagón del metro de San
Petersburgo, en un mercado de su distrito comprando provisiones. Sobran los
rumores, los alienígenas se manifiestan más que "Grisha". Un
periodista avezado logra sacarle unas frases mientras camina por una calle secundaria
cercana a su vivienda. La pregunta es la misma: ¿Por qué? Deja una contestación
que no merece mayores análisis: “ellos (los matemáticos), casi todos son
conformistas. Son más o menos honestos, pero toleran a quienes no son honestos.
No es la gente que rompe los estándares éticos quienes se consideran extraños.
Es gente como yo quienes somos aislados.”(SIC).
Chocante, adusto, demente. Los
calificativos exceden la capacidad de entender una siquis acostumbrada a objetar
el oropel de las cosas que le importan al rebaño. En unas declaraciones que
concede en abril de dos mil once, manifiesta que trabaja en una ecuación con la
que quiere demostrar la existencia de Dios. Nuevamente rompe la vajilla en una
casa repleta de habitantes asustadizos y pacatos. Ya Isaac Newton, el matemático más famoso de
la historia, después de descubrir los trucos primordiales de la mecánica del
universo, desarrolló una curiosidad innata por las claves veladas que acarreaba
el concepto básico que ha inquietado a sabios y comunes: la existencia de una
entidad superior. Paralelos a sus estudios y labores en ciencias, abordó
también el desciframiento de los interminables mensajes, que a su juicio,
fueron infiltrados en libros específicos de la Biblia (Daniel, Revelaciones), en los cuales aparecen
codificadas las fechas y las advertencias con las que El Creador nos anuncia su
presencia y el fin de lo tangible. Repudiado por la Iglesia y muchos de sus
contemporáneos, prefirió el calor de su taller, la caricia de los libros, el
aislamiento, para seguir pellizcándole verdades a un universo inundado de
secretos.
Diógenes el Cínico, filósofo griego
resume en una cita la actitud valerosa de Perelman y de Newton, que con casi
tres siglos de diferencia le dieron al
sinopense, si no la razón, por lo menos un espaldarazo a sus criterios cargados de
ironía y certezas verificables: “…un perro de los que reciben elogios, pero con
el que ninguno de los que lo alaban quiere salir a cazar". Quien piensa
será incómodo, rechazado por aquellos que se otorgan la dignidad de amos del
conocimiento, de los que abusan escudados en la fe ajena. Por lo menos el buen
Grigori, un ruso sin uncir, se ahorró ese mal sabor de boca al rechazar un
caramelo relleno de bilis.
Una nota final, una reflexión, una
pregunta que me permito después de desmenuzar y escribir esta historia: Si existen
comprobaciones matemáticas respecto a las formas de la creación (ADN, física cuántica,
química, astronomía, biología, cálculo infinitesimal, etc), de sus dinámicas, por
qué es descabellado pensar que también se pueda lograr explicar a través de
códigos matemáticos la latencia del inventor del caos. La verdad es como una
torta, cada quien prepara una a su gusto.
Sé que es prematuro inferir una respuesta. Tal vez Grigori nos dé la sorpresa y
en algunos bisiestos los colegios, en clase de religión, terminen explicando la
Ecuación de Dios; y la cruz, la estrella de David, la media luna, la esvástica,
sean reemplazados por una grafía alfanumérica para idolatrar a placer. Habrá
que esperar, sorpresas vienen.