CONSUELO POSADA.
Antioqueña
de nacimiento, vivió desde muy niña en Barranquilla. Cursó un posgrado de
humanidades en Italia, y fue durante muchos años profesora de Teoría Literaria
en la Universidad de Antioquia. Después de su jubilación regresó a
Barranquilla, donde, retirada de las aulas, se dedica “a la escritura de los
relatos literarios que siempre estuvieron presentes, pero que apenas ahora
logro tener como un objetivo primordial”.
ALICIA Y LAS MARAVILLAS
También me acuerdo hoy de la
Alicia adorada de Alejandro Durán y de Alicia la flaca de Aníbal Velásquez.
Por
Consuelo Posada
Aquella mujer me hizo amar lo prohibido desde siempre y
era ya mayor cuando yo apenas me asomaba al territorio de los hombres. La
envidiaba cuando empecé a conocer el mundo por dentro y la seguí envidiando en
ese largo camino hacia la vida adulta cuando, para parecer mayores, decíamos 17
sabiendo que aún faltaban meses para llegar a los 16. Después, cuando los años
pasaron y nos llegaron las arrugas, ella se quedó como “Alicia sin tiempo”, en
una cara sin edad, como la de las monjas. Alicia encarnaba lo no permitido, en
un barrio demasiado quieto, donde los sueños de cambio eran una infracción y la
libertad una palabra reservada a los hombres. Pero ella manejaba sus propias
reglas: escogió y tuvo los mejores muchachos, jóvenes y mayores; fue la dueña
de todos los bailes y gozó los parejos más apetecibles, arrinconándolos hasta
el final de las fiestas. Las malas lenguas decían que ofrecía y daba y éste
era, tal vez, su secreto, en ese pequeño mundo donde todas las jóvenes
guardaban celosamente su verdad obligada de vírgenes. Así que Alicia dañó los
noviazgos que quiso, pues cambiaba caprichosamente los acompañantes mientras
las lánguidas novias se quedaban tragando sus lágrimas. Se casó muy pronto con
aquel Félix que había sido su novio casi oficial, con él siguió, sin crisis
conocidas, caminando con garbo después de cada parto, con un meneo de caderas
que no pararon los cinco hijos biológicos, ni la crianza de los sobrinos y
niños de parientes, que ella cuidó como suyos. Ahora, de abuela gozona,
mantiene la risa de adolescente y sigue dando tema para habladurías. Los
hombres del barrio han respetado en silencio su amor de turno pero no esconden
los halagos y siguen ofreciéndole un piropo entusiasmado. También en mi
familia, donde no se podía siquiera insinuar antipatías por ella, cuando éramos
jóvenes y ella empezaba sus andanzas públicas, he visto picardía en las
sonrisas masculinas a su paso, aunque mis hermanos y tíos aparentan
despreciarla. Nadie se ha empeñado en probarle nada, aunque las señoras dolidas
del vecindario siguen inventando historias, sobre todo después del hermoso
muchacho, ayudante de la tienda, que llegó al barrio el último año. Todos sabían
a donde iba y de dónde venía cada tarde, pero ella mantuvo sus gestos y aunque
pasaba sin saludar, su caminado lento y su cara sin culpa, parecían un desafío
a las miradas de curiosidad o de censura. A pesar de los comentarios, su marido
se ha quedado en el barrio y en la casa, dispuesto para los hijos y atento con
los vecinos, pero desentendido de los chismes domésticos. Tampoco ella se ha
alejado, más allá de las horas necesarias para sus romances temporales y aunque
ha buscado amor en muchos hombres sus pasos han estado cerca de sus hijos. Pero
esta vez, cuando vino a saludarme en los días siguientes a mi llegada, pidió
que me la llevara a Bogotá, y habló de querer vivir lejos una nueva vida. Yo
miraba con encantamiento su figura, sus movimientos desenvueltos cuando hablaba
y su seguridad para defender las cosas que la hacían feliz. ¿Por qué Bogotá? Le
pregunté. ¿Qué pasaría sin el barrio y qué haría con los hijos? Aunque no tenía
respuestas precisas, su carcajada no parecía una evasión y se concentraba en el
tema de la que podría ser su vida en la capital. No encontré cómo decirle que
yo también quería que ella me llevara un día a su mundo y que cada vez que
volvía, con mi marido y mis hijos, me daba envidia su vida. Ella ha sido capaz
de vivir lo que yo apenas puedo admirar de lejos: la cumbiamba, el parrandón y
las verbenas y ha sabido continuar los días de fiesta de la adolescencia. Su
disfrute de hoy parece igual al de los domingos en el Jardín Águila, cuando
después de misa, a escondidas y con el uniforme del Colegio, iba con algunas
amigas a mirar el baile que se hacía en una pista abierta y allí la encontraba
radiante, sudorosa y concentrada en sus mejores pases. Cuando en los momentos
serios se hablaba de sueños de grandeza, de estudios, carreras y viajes, ella
no se mostró jamás interesada y parecía contenta con su suerte y convencida de
estar hecha para quedarse. Han pasado tantos años y todo sigue casi igual. Yo
me casé con ese hombre reglado y quieto y vivo un mundo de prohibiciones y decencias.
Soy una de las pocas que pudo irse, conocer el mundo y estar lejos; pero ahora,
los deseos de volar se volvieron ganas de regresar. Tantas cosas que soñamos un
día, hoy se desmoronaron. Sé que no existen las opciones completas. Mis amigas
dicen que si te casas con un hombre perfecto, pronto estarás aburrida y
desearás secretamente encontrar el amor desaforado. Creo que en mi caso hubo
razones más allá de su aparente perfección para llegar a sentir este hastío que
me llena el alma. No estoy segura si Alicia sabe pesar el valor de su goce, si
sabrá que las que fuimos tras sueños difíciles ahora daríamos todo por poder
olvidarnos del mundo trascendente en una noche de baile callejero. Ella no
tiene que hacer esfuerzo y puede vivir así cada momento. La noche del viernes,
víspera del carnaval se hace en el barrio la gran verbena con una pista de
baile en plena calle. “Ni se te ocurra” contestó mi marido cuando insinué la
posibilidad de que fuéramos un rato. Así que estoy entre los espectadores y
aunque estaré afuera me siento complacida. Cuando revienta la música del
pickup, Alicia está allí, en primer plano. ¿Y tú por qué no bailas? me
pregunta, con el mismo movimiento en sus hombros y una risa de cascabel, que
parece retarnos a todos. Esta mañana vino a buscar hilos y cintas para retocar
sus atuendos de fiesta. Me ofrecí a ayudarle, más por la tentación de tenerla
cerca y oírle sus cuentos sobre lo que sería el recorrido de las carrozas en
este sábado de carnaval. Contó, emocionada, los detalles de la comparsa y me
mostró algunos de los pasos de la danza que habían ensayado durante varios
meses. Ahora acaba de pasar, vestida de cumbiambera. Desfilará bailando, en una
de las comparsas de “La batalla de flores” mientras yo, de señora decente,
estaré en un palco mirando pasar el carnaval desde afuera, como he visto pasar
la vida. Estoy esperando que en un momento mi marido aparezca con su gesto
serio y la orden de irnos. En silencio, cerrará la puerta del carro, encenderá
el aire acondicionado y no se hablará hasta la llegada.
De
“Ellas escriben en Medellín”. Varias autoras. Hombre Nuevo Editores. Medellín,
2007.