Páginas

miércoles, 23 de septiembre de 2020

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL / CUENTO 2

 

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL

 

Una pandemia que contamina y diseca las esperanzas, que permite apartarse, aprender a perder y resucitar, así la ceguera colectiva no nos quiera dejar salir de los titulares apocalípticos que engalanan los noticieros.

Idiota Inútil, publica 9 cuentos escritos por Javier Barrera Lugo (1 por las siguientes 9 semanas), basados en las 9 conclusiones que le ha dejado la pandemia por COVID-19, al filósofo sur coreano Byung-Chul Han, expresadas en diversos medios de comunicación y que, para criterio del escritor, son contundentes y veraces.

A continuación, presentamos el segundo postulado de Byung-Chul Han, y el segundo cuento de Barrera. 

Gracias por seguir la serie, esperamos la disfruten.

  

BYUNG-CHUL HAN SOBRE LA PANDEMIA** 

** Reflexiones del filósofo tomadas de una entrevista para Carmen Sigüenza y Esther Rebollo, de Agencia EFE. Todos los derechos reservados a sus autores.

 

Postulado 2

“La pandemia no es solo un problema médico, sino social. Una razón por la que no han muerto tantas personas en Alemania es porque no hay problemas sociales tan graves como en otros países europeos y Estados Unidos. Además, el sistema sanitario es mucho mejor en Alemania que en los Estados Unidos, Francia, Inglaterra o Italia”.

 

 

 

LAVADO DE CONCIENCIA CON AGUA DE MAR


                                                                        Foto de Javier Barrera Lugo. Todos los derechos reservados 2020.

Por: Javier Barrera Lugo

Le comento el que considero un problema gravísimo. La mirada vacía me invita a bajar el tono de preocupación, impropio para un novato, cerrar la boca y dejar que “papá me enseñe a hacer hijos…”

Su cara tiene el tinte de alarma adecuado para un burócrata que intenta dar la impresión de querer solucionar una crisis sin exagerar la nota, dejándole “a los de arriba” la responsabilidad de hacerlo.

            Con una paciencia que enloquece, le escribe al coordinador sanitario del cementerio, quien hace teletrabajo:

Urge su intervención para tramitar, lo antes posible, envío de contenedor 40 HC reefer, ya que se recibieron diez cuerpos más de los señalados en la planilla de traslado enviada por el Hospital Central a las 6 de la tarde de ayer, y ya no hay espacio de almacenamiento. Quedo atento a instrucciones.  Firma: XXX, Supervisor de Sanidad, Cementerio del Norte.”

            “Limpie el parqueadero, saque unas lonas y ubique a los muertos mientras llega el contenedor. Ponga a los choferes del hospital a acomodarlos… No vaya a ser pendejo. Esos “manes” son mañosos y no les duele ponerlo a hacer el trabajo… A los que no ayuden, dígales que les firma la planilla a lo último; saben “cómo es la vuelta” y por no salir tarde, se “mosquean…” No se deje ver la cara, mijo…”

“Es un zombi con mal aliento,” pienso, mientras me cacarea las instrucciones. Cuando termina la retahíla, toma su periódico y empieza a resolver el crucigrama.

            Panorama desolador: da miedo ver como los cadáveres no están divididos entre los que murieron por el virus y los que no. Una bolsa negra los iguala. Todos son víctimas del Covid para un sistema atestado de tragedias huérfanas. Al crematorio sin preguntas; más plata para el hospital, para la EPS. Un familiar quejumbroso no pasa de ser incidente.

Los administrativos de hospitales y clínicas son omisos, actúan por inercia, no se cuidan, juegan a la ruleta rusa en cada traslado de los fardos biológicos forrados con plástico de los que quieren deshacerse. Es afán y ya, salir rápido del problema. Tanta muerte, tanta carga, tanta negligencia, ya no nos diferencia,” filosofo para mí mismo, tratando de evadir las miradas llenas de odio de los conductores, que, a regañadientes, acomodan a sus infortunados pasajeros en el pavimento. Firmo el recibido y se largan.

A media mañana ya no son diez los cadáveres en el piso. En dos horas de operación llegan siete muertos extra. Le aviso el supervisor. Balbucea sin mirar un “recíbalos,” y eso hago. Reitera el correo electrónico al coordinador, para luego rascar con el borrador varias casillas del crucigrama que parecen no acomodarse a sus certezas.

Como moscas pegadas a los cristales, los vecinos escudriñan desde sus ventanas los diecisiete bultos envueltos en plástico negro y cubiertos por lonas. Intentan tomarles fotos, hablan de lado a lado, envían mensajes desde sus teléfonos, especulan, critican, conspiran… Sólo llegan murmullos: “¡Dios mío…!” “¡Qué pecado…!” “¡Santísima virgen...!” “Esta gente nos va a infectar…! El daño está hecho.

La situación se calienta. Los periodistas piden acceso a las instalaciones y el supervisor, con el crucigrama en la mano y la paciencia intacta, se acerca a la reja y les dice: “No puedo dejarlos entrar, ni puedo decir nada… Hablen con el coordinador sanitario. Acá les dejo el número y correo electrónico del tipo. Cuando él me confirme, van pa` adentro.” Le entrega un papel con los datos a un reportero que mete casi medio cuerpo entre las láminas del portón.

Los tipos no se rinden. Ante la falta de respuestas de la administración del cementerio suben a los tejados, terrazas, balcones y hasta postes del vecindario. Las cámaras evidencian el rostro sin maquillaje de la pandemia: cuerpos en el piso, yo, con ropa de bioseguridad blanca y actitud vacilante, rociándoles creolina para tratar de camuflar los olores que empiezan a desprenderse. Todo es caos silencioso.

El supervisor informa que se va a almorzar y le pregunto si es conveniente que lo haga, teniendo en cuenta lo que pasa. “A mí no me pagan las extras, chino,” contesta, tratando de parecer gracioso. No lo logra.

A las tres de la tarde llegan diez cuerpos más y no hay rastros del contenedor solicitado. Ya son veintisiete muertos, veintisiete hijos, madres, abuelos, amigos; veintisiete personas tiradas como basura en un parqueadero y a nadie, salvo a mí, parece importarle en este maldito cementerio, en esta maldita administración, en este bendito país hecho de mentiras.

La calle se llena de alboroto. Los dolientes aparecen y exigen a gritos que se trate con dignidad los restos de sus familiares, o les sean entregados para sepultarlos. Golpean portones, muros, rejas de las ventanas, se hacen ver de la prensa. El circo inicia función… Nada pasa aún… ¡Nada hacemos aún…!

Cinco de la tarde. El supervisor me cuenta que por tercera vez reiteró el correo de solicitud al coordinador. “Eso ya no llegó hoy, “chinito.” Revise que las lonas queden bien puestas, tome fotos de cómo quedan los cuerpos y váyase para la casa. Los celadores se encargan de rociar la creolina a media noche. Triste y todo, pero no se puede hacer más.”

Un absurdo tras otro, desorden, escalas de mediocridad que no se matizan, sólo crecen. No he almorzado, estoy enfadado. No se puede ser tan irresponsable, tan indolente, somos mediocres como institución, como sociedad. Nos quedó grande almacenar, cremar, darles dignidad a los restos de una persona. Intento contar hasta diez… en tres, siento que es un esfuerzo inútil. Mi reclamo es beligerante en esencia, desinteresado: ¿Qué hacemos? El supervisor me mira con lástima, intenta ignorarme; pero un último resquicio de humanidad, el enfado casi domesticado, le hace responderme:

“Ya le dije, nos vamos. Hicimos lo que pudimos, lo que nos toca. Pedí el contenedor, usted ubicó los cuerpos, les regó desinfectante para que apesten menos. ¿Qué más hacemos? ¿El trabajo del “tontarrón” del coordinador que no coordina ni una cagada? ¿Le echamos viento a la gente que por falta de respiradores se muere? ¿Metemos a la cárcel a los perros que durante los últimos treinta años se dedicaron a robar la plata que era para la salud? ¿Hacemos justo un sistema que los políticos y los de los bancos tienen vuelto mierda y acomodado a su avaricia? ¡No me haga perder tiempo, hermanito…! Sea realista. En nuestro trabajo es algo necesario, comemos gracias a esa vaina...  Es nuestra verdad...”

Se limpia el chorro de saliva que se le escapó mientras gesticulaba el argumento. Su mirada llena de desidia, otra vez, reitera las instrucciones: que me largue sin protestar, que me valgan nada unos muertos, que, gracias a Dios, no son míos; que me olvide de sus familias, los periodistas, los quisquillosos vecinos, del mundo que parece feliz siendo robado, de una especie anestesiada que hoy le agradece su suerte al capitalismo depredador que permite comprar celulares y no esperanza, así como lo hizo con el vasallaje o la esclavitud. Los hombres pedimos a gritos sentir el látigo castigándonos la espalda.

Los alrededores del cementerio son escenario de un jolgorio macabro que se desborda. La policía antidisturbios rodea a dolientes y vecinos que suben el tono de la protesta, lanzan golpes, insultan a los gaseosos dueños del país, a los políticos “garosos,” al incompetente alcalde y a nosotros, sus lacayos, simples burócratas que les chupamos la sangre.

El periodista que metió medio cuerpo por la reja buscando una primicia, me reconoce. “Oiga, hermano,” me dice, “¿les tomó fotos a los cadáveres tirados en el piso? ¿Tiene alguna? Vea que los de RCM le dieron un millón de pesos al supervisor sanitario por una “fotico” de lejos de los muertos… Si tiene alguna de “cerquita,” le puedo conseguir hasta dos milloncitos… ¿Sí tiene alguna?

La indignación que sentí ante la propuesta, me la quitó pensar en las sonrisas de mi “cuchita” y Soraya, cuando les diga que “me dieron una bonificación en el trabajo,” y con esa “platica” haremos el viaje soñado a San Andrés, una vez se acabe este tema con el virus. El muerto al hoyo y el vivo al baile, no puedo ser el único pendejo que piense con el corazón. Ya me cansé de ser tan pendejo.  

lunes, 14 de septiembre de 2020

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL / CUENTO 1

 

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL

 

Una pandemia que contamina y diseca las esperanzas, que permite apartarse, aprender a perder y resucitar, así la ceguera colectiva no nos quiera dejar salir de los titulares apocalípticos que engalanan los noticieros.

Idiota Inútil, publica 9 cuentos escritos por Javier Barrera Lugo (1 por las siguientes 9 semanas), basados en las 9 conclusiones que le ha dejado la pandemia por COVID-19, al filósofo sur coreano Byung-Chul Han, expresadas en diversos medios de comunicación y que, para criterio del escritor, son contundentes y veraces.

A continuación, presentamos primer postulado de Byung-Chul Han, y primer cuento de Barrera.

Gracias por seguir la serie, esperamos la disfruten.




BYUNG-CHUL HAN SOBRE LA PANDEMIA**

** Reflexiones del filósofo tomadas de una entrevista para Carmen Sigüenza y Esther Rebollo, de Agencia EFE. Todos los derechos reservados a sus autores.

Postulado 1

“El coronavirus está mostrando que la vulnerabilidad o mortalidad humanas no son democráticas, sino que dependen del estatus social. La muerte no es democrática. La Covid-19 no ha cambiado nada al respecto. La muerte nunca ha sido democrática.”

 

UN CAPÍTULO MÁS EN LA ETERNA LUCHA DE CLASES

(CUENTO UNO)


Foto: Javier Barrera Lugo. Todos los derechos reservados.

La dueña de la casa donde Amalia tuvo la “suerte” de servir, entró en pánico cuando supo que ella, la abnegada, la pulcra, la escrupulosa muchacha de servicio, la “jausmeik” (le decía así, con ese inglés molesto del ignorante que brilla por su arribismo infantiloide y ramplón), acababa de morir en un hospital al sur de Bogotá, a causa del virus de moda.

            Desesperada, la mujer pidió a Alirio, el jardinero, sacar en bolsas negras “las cositas de la finada,” que estaban en el cuarto de servicio: dos uniformes (de esos blancos con los que se segrega a la “cachifa” de la patrona), unos zapatos de caucho, peinilla negra con pelos atrapados entre los dientes, estampas de los santos que no le hicieron el milagrito de sobrevivir, dos fotos del hijo… la vida de una mujer, que como debió titular Gabo en uno de sus cuentos llenos de magia, no se alquilaba, sino se postulaba para soñar.

            La esperada gratitud para casi doce años de servicio, se consumió en una hoguera que tímida, hizo cenizas cosas valiosas sólo para su propietaria. La señora de la casa, además, dio órdenes estrictas para que el hijo de Amalia, o su familia, se abstuvieran de ingresar al predio. Si necesitaban el dinero de la liquidación, lo haría llegar a través de una transferencia bancaria.

 Argumentó el veto con una lógica arrogante, descarnada, llena de miedo: “esa gente nos puede traer el virus para acá. ¿De qué sirve cuidarnos, trabajar en casa, vestir trajes de bioseguridad, la limpieza de las cosas, no poder viajar a la finca, vivir encerrados, si dejamos que “esos” se nos entren acá?… Los vecinos de esos barrios, Dios me perdone, son cochinos, indisciplinados, les ganan las ganas de morirsen… El tapabocas lo usan en el pescuezo, ¿se imaginan? No voy a arriesgar a mis hijos por el descuido de Amalia…”

No le refutamos. Cobardes, escuchamos y ya. La necesidad obliga. La condenada vieja no se compadeció de su sirvienta; “la consentida,” le decía, cuando no le pagaba a tiempo la quincena y quería apaciguarla. ¿Qué debemos esperar hacia nosotros? Según lo hizo ver, Amalia se salió “a lo loco,” a ver cómo y quién le contaminaba el cuerpo… ¡Vieja mentirosa!

La compañera se embutía en un bus repleto de necesitados, como ella, durante dos horas, para llegar a prepararle con verdadero aprecio, el desayuno fit a la patrona (ese fetiche que le ayudaba a engañar su mente de gorda en negación), servirles el cereal bajo en azúcar a los tres engendros antes de sus clases por zoom, para que la glucosa en sangre no los alborotara, hacer la jarra de café que don Pablo se bebía antes de empezar la reunión de la mañana con los subgerentes de la fábrica. Así era la guisandera: sacrificada.

¿Cómo se contagió? También me lo pregunto. La verdad, no importa. A lo mejor habló con alguien en el supermercado, no aguantó las ganas de consolarlo y el afligido le prendió el mal. O fue la vecina cuando le solicitó la consabida “media librita de arroz” para alimentar seis chinos a los que “el Jairo no les consignó la cuota alimentaria.” Pudo ser en la EPS, esperando turno en urgencias, porque las molestias de la migraña crónica no le dejaban ni abrir los ojos hace tres semanas. Cualquiera, en cualquier lugar, por descuido, negligencia o tendencia criminal, la infectó. Sea lo que haya sido, una verdad aparece desnuda: murió sola.

Paradoja es la característica primordial de la vida en este país. Hoy, esa máxima es más que palpable. Los que vivimos, (no por gusto), al día, le quedamos debiendo hasta al perro. La lista es larga:  al que nos proporciona el sueldo mínimo y se le debe agradecer con mil venias; a la policía, que nos pregunta de mala manera, para dónde vamos y si tenemos el salvoconducto que expide la alcaldía, al venezolano, que si no se le puede o no se le quiere dar algo, insulta; a los vecinos que se quedaron sin poder hacer nada gracias a la pandemia, colocan el trapo rojo  en lugar visible de su fachada, bloquean las calles, destrozan buses que no paran y nos ponen a parir para llegar al trabajo porque “¡si me muero de hambre, usted también, pirobo!”

Lo chistoso es que para ellos, en lo profundo de su conciencia, los rasos no somos más que pedazos de mierda productiva, abono que abre puertas, cuida casas, cocina, pasea perros, poda jardines que dan paz durante el encierro, que paladea a sus enfermos;  estiércol que opera la máquina, que entrega los pedidos a domicilio, cosecha alimentos, regala “la liga,” al “emproblemado;” excremento que recicla la basura y se come la calle, los buses, el Transmilenio infectado de violencias, virus y bacilos, el que da besos con lengua a la muerte, sus sentencias e incapacidades.

Ahora, las campañas publicitarias que venden bobadas para mitigar la crisis, invitan a que nos llamen héroes… Amalia fue una heroína que le valió nada a sus patronos que presas del pánico, del ego, le negaron hasta el recuerdo a través de cosas que se quemaron. La hipocresía social da asco.

Nada que hacer, hay que dejar de chillar. La difunta ya está descansando. Nos toca seguir “moliendo,” enfermando, muriendo, perdiendo por costumbre, salvándonos por excepción. Según el tacaño que me paga el pequeño salario, lo que hay es gente haciendo fila para tener mí puesto... ¡Pobre marica!

Ir a trabajar, esa es la realidad: las puertas no pueden abrirse desde la computadora de mi casa, no se barre a través de meet, las comidas no se preparan por teams. El mundo necesita nuestras manos, nuestro aliento, nuestra esencia; pero no está dispuesto a pagar su precio, somos insumo a la baja; una crisis aumenta la cantidad de manos en estado de necesidad.

Apenas el gobierno nos deje, Mari, la niñera, Rosita, la manicurista, el jardinero y yo, visitaremos la tumba de la pobrecita Amalia para dejarle una corona bonita. Se la merece. Todos nos merecemos ese desahogo.

En cuanto a mí, he pensado que, si me da coronavirus, antes de arrancar pa` la clínica, le pego un buen estornudo a las empanadas que pide a escondidas la dueña de la casa cada día, a las diez de la mañana, y que el repartidor de la panadería deja “pagando” en la portería… Bueno, si llego a tener éxito, se contaminan hasta los engendros esos… Espero que don Pablito sea el único que se salve en esa casa; el “cuchito” es un alma de dios…

 

                                                                                                                                                                                                                                         02/09/2020