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lunes, 4 de agosto de 2014

TARDE DE IDIOTAS

HISTERIA DE KAUIL
SEMPER SIMUL SEMPER CARMINA, CATA

TARDE DE IDIOTAS
POR: JAVIER BARRERA LUGO



Era fácil para nosotros llegar a conclusiones básicas. Unas cejas pobladas, un puñado de jetas pálidas a las que no les cabía un milímetro más de tejido labial y babas, miradas extraviadas entre las ventanillas del bus como marco para quienes nada podían decir en su defensa, nos hicieron creer que el abuso era tolerable. Todos los días desde que tengo memoria, el vehículo dejaba junto al colegio parroquial a los alumnos de aquella fundación que atendía a personas con discapacidad cognitiva y de los cuales mis amigos y yo nos burlábamos hasta el hastío. (No por un acto de maldad sino de ignorancia, si  podemos asumir este argumento como defensa)
“Esa peladita no deja de mirarlo, poeta”, gritaba con sorna mi amigo “el diseñador”, y yo sólo atinaba a buscar una ofensa peor que mitigara la vergüenza infundada que quemaba mi interior. La mujer, de unos dieciocho años, trigueña, escasa estatura, gorda, bigote poblado y una parálisis cerebral que la hacía moverse con dificultad, me miraba y se carcajeaba hasta mucho después de que el auxiliar de la ruta la retiraba de uno de los puestos cercanos a la puerta y lograba que se agarrara del caminador de aluminio. Preso por la mediocridad, cumpliendo una rutina vil, levantaba el brazo y le decía abusivo: “cuídate, mi amor”, y volteaba para darle una sonora palmada en el pecho a mi amigo, el bromista “tiralíneas”. Así, con un acto canalla, encontraba la aceptación de un grupo pasado de revoluciones.
El “pelacables” era el más radical a la hora de burlarse tanto de los alumnos como de nosotros, los que con una cerveza en la mano celebrábamos la majestad de ser unos simples vagos sin oficio o utilidad. Imaginaba las clases que tomaban los muchachos cada mañana, a la profesora llena de amargura enseñando a doblar papelitos que sus alumnos escarbarían como a animalitos de colores sin entrañas y que terminarían comiéndose por instinto, los eternos gruñidos para hacerse entender, la maldita anarquía que reinaría en el pedazo de isla donde los “idiotas” eran normales, corrientes, iguales por una horas. 

Tanto tiempo hablando de ellos, de cómo serían, qué harían para provocarnos risas cuando los bajaran del bus y se los devolvieran a sus padres. Eso sí, nunca se nos ocurrió pensar en las ideas que rondarían sus mecanismos internos; qué les pareceríamos nosotros ahí, parados mientras el atardecer se volvía historia, siempre en el mismo orden, con la misma curiosidad infantiloide y esa sensación de superioridad que denunciaba nuestro patetismo espiritual. Sus caras llenas de ángulos y circunferencias prominentes, aquellos jadeos impotentes, nos decían sin hacerlo, que algo malo teníamos en el corazón para desperdiciar los pocos talentos que la naturaleza nos otorgó con inconcebible generosidad.
“El bobo del palo”, aquella criatura enfundada en una ruana, sombrero de fieltro, temperamento violento, -que recordaba las descripciones que los viejos hacían de la patasola- ojos bizcos, y que sólo se hacía entender a punta de onomatopeyas y señalando las cosas; aparecía como referencia de lo que considerábamos extraño. Que la familia no lo quería, que le levantaba las enaguas a las tías cuando estaba “cachondo”, que era el personaje al que todo el barrio le jugaba bromas cuando se formaba en la fila para reclamar los cinco galones de cocinol que de mala gana el gobierno de la ciudad vendía en los barrios populares y tantas desfiguraciones dejó. Los cerebros reverberaban con las especulaciones. Aquel personaje desentonaba, según nuestro concepto, en un barrio donde fuimos jóvenes y nos enamoramos de las madres de nuestros hijos reales y ficticios… Ese era nuestro deporte favorito: denunciar con comentarios rastreros a los “idiotas” que nos dañaban el paisaje y la uniformidad dudosa.
Ese viernes el sol de julio carbonizaba cualquier intención. El“pelacables”, “el diseñador”, “Don aerolínea” y mi amigo el “periodista”, pasaron por el almacén de mi viejo y me invitaron a mitigar el bochorno con unas cervezas frías. En la noche iríamos de cacería, las vendedoras de zapatos del Bulevar no daban espera. Don Santafé destapó las primeras y nos lanzó su acostumbrado latigazo: “¿Y sí saben, no…?” El viejo siempre con sus comentarios indirectos, con su malicioso tonito de chismoso inocente, nos llevó hasta el centro de la exasperación. “¿Y ahora qué pasó, “cuchito”?”, preguntó “el periodista”, más como protocolo que con curiosidad.
El viejo, sabio perro acostumbrado a latir echado, se fue hasta el mostrador y me pasó la edición del día del periódico amarillista de los Ardila. Con estupor y un sentimiento de rabia contra mí mismo, leí en voz alta el titular que mis escrúpulos aún procesaban:

¡SE ACHICHARRARON!
BUS ESCOLAR QUE LLEVABA NIÑOS DISCAPACITADOS DESPUÉS DE CLASES, SE INCENDIA POR ACTO IMPRUDENTE DEL CONDUCTOR. 12 MUERTOS. LUTO EN EL BARRIO CIUDADELA FLORIDA

Nos miramos con espanto. Sinceramente conmovidos, vapuleados, despachamos los cunchos de las cervezas más culposas que alguna vez tomamos y decidimos irnos temprano para la casa. Por el camino le dije al “pelacables”, lo único inteligente que me salió de la cabeza en años: “Tarde de idiotas la que empezamos a soportar.”

31/07/2014

**TODOS LOS DERECHOS RESERVADO PARA EL AUTOR.

Foto tomada de: http://biblioalange.wordpress.com/author/peferova/