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lunes, 18 de septiembre de 2017

¿CÓMO SE LLAMABA ESE PAÍS?


¿CÓMO SE LLAMABA ESE PAÍS?


De repente, todo parece tan claro y al mismo tiempo, hay tanta sombra en todas partes.
De repente, como que ya se acaba el dolor y sin embargo duele tanto que uno ni siquiera puede mantenerse en pie.
De repente, uno se olvida de todo, pero vienen esas caras tristes, los niños llorando agarrados a las perneras del pantalón; no te vayas papi y de tales, pero fui yo alguna vez el papi de alguien, cuándo, cómo, dónde y con quién.
De repente uno se ve otra vez llegando alucinado y obnubilado, buscando con los ojos perdidos y perdido uno también, oyendo un idioma que dijeron que era el propio pero que con ese maldito acento nadie lo entiende.
De repente uno sabe que nadie nos espera en ninguna parte y sin embargo sigue buscando con los ojos alelados aleteantes de sombras viejas, la cara conocida que tal vez, no nos identificó entre la multitud.
De repente, dos y tres días en que no se sabe qué mismo irá a pasar.
De repente uno pregunta y nadie contesta porque nadie sabe nada.
De repente el peso del equipaje que terminamos botando por ahí, porque nos sobrepasa las fuerzas, el olor de la ropa sucia que ya no podemos recambiar, la plata que ya se acabó en llamadas y búsquedas inútiles, y el miedo de salir a la calle y de que alguien nos meta en algún lugar del que ya jamás podremos salir.
De repente la vergüenza.
De repente el hambre.
De repente también la soledad en esta maraña de caras que poco a poco se van volviendo conocidas, aunque no hablemos con nadie, aunque simplemente sea la costumbre de dormir en estas sillas duras o en este suelo frío con olor a desinfectante, de repente una voz que nos pregunta qué nos pasa y no hay palabras, ni lágrimas, ni ninguna respuesta porque no nos pasa nada, o simplemente de golpe nos pasa todo lo que nos ha podido pasar en un solo minuto.
De repente una moneda desconocida en la mano que no hemos extendido para eso.
De repente un bocadillo un poco de refresco algo y esa gratitud que también es ignominia y humillación y ganas de morirse pero después de comer recién al tercer día de no, y de repente, el ruido de otro avión que sale de otro avión que llega, nadie sabe para qué.
De repente una figura de mujer nos vuelve a encender brevemente el deseo pero ya no hay fuerzas ni siquiera para eso.
De repente aquellos papeles que casi no podíamos firmar con el obstinado temblor de las manos, con los ojos empañados y la expectativa atenazando la garganta sin poder evitar mirar la sonrisa satisfecha del prestamista.
De repente las deudas, de repente los niños, de repente la primera prostituta barata y maloliente, de repente la escuela, de repente la voz de la mamá que nos dice desde la ventana que ya está la comida, de repente una calle y la pelota de trapo que alguna vez pateamos.
De repente la sensación de estar comenzando otra vez a volar, de volver a los llorosos abrazos de la despedida, de volver a la cuna caliente, de volver al hueco profundo y oscuro del abrazo mayor y de no acordarse ni saber de qué color eran los ojos de la madre, ni quién mismo es uno, ni cómo se llamaba ese país…,

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Los perros de la División Anti Drogas del aeropuerto olisquearon un par de veces el cuerpo tendido en el ángulo del suelo y la pared. Cuando uno de ellos quiso mordisquear una mano, el guardia se lo impidió halando de la traílla y preguntó al barrendero negro:
– ¿Cuándo parece que fue?
El barrendero se encogió de hombros:
–No sé. Yo volví de vacaciones recién esta mañana. Tal vez no había comido desde que me fui –se quitó la gorra y pasó el dorso de la mano por los ojos amarillentos–. Pobre.
La gente comenzó a amontonarse alrededor. Alguien quiso tomarle el pulso, alguna cosa. El guardia lo detuvo:
–No, déjelo. Si quiere ser útil, mejor vaya a buscar a un comisario. Solamente él puede levantar el cadáver.


LUCRECIA MALDONADO
Quito, Ecuador