EL NEGRO QUE NUNCA TUVO MIEDO
Por: Javier Barrera Lugo
Las calles fueron
tomadas, literalmente, por el silencio. Contadas almas en pena, pasmadas por el
exceso de licor y la sensación de vacío, llenaron de pasos mudos el retorno del
día, enmarcaron el inicio de una pesadilla colectiva que sólo ocho años después
pudo ser desalojada de los corazones. Pero las marcas que una navaja les trazó
en la cara a ciento setenta y seis mil personas que asistieron al
Maracaná el 16 de julio de 1.950 y a los cien millones de brasileros que
detuvieron sus vidas y las trasladaron a la cancha más famosa del mundo,
seguros de lograr su primer título mundial de fútbol, aún hoy, supuran
indignación y vergüenza que tiñen de abatimiento la bandera auriverde donde el
lema Orden y Progreso resalta como una máxima por cumplir.
Los goles de Juan
Alberto Schiaffino (21´ del segundo tiempo) y Alcides Ghiggia,-la estocada
mortal- (34´del segundo tiempo), aterrizaron a una Nación que consideró como
tarea cumplida, antes de jugar, el último partido de la copa que debían ganar.
Toda ilusión le cedió el turno de fluir por las venas a la triste realidad:
promesas absurdas de los políticos, miseria, racismo, exclusión y resignación
que se hacían menos palpables cuando un grupo de hombres salía a patear
entusiasta una pelota que volvía hermanos, por unas horas, a los esclavos y sus
amos. Duro despertar para una sociedad acostumbrada a la alegría que se
experimenta y se inventa también.
Pero esta hazaña se
cuenta desde dos orillas. El tamaño del perdedor, las grietas que quedaron en
el suelo tras su caída, hacen notable la victoria del David de este relato: la
selección uruguaya de fútbol, liderada por Obdulio Jacinto Muiños Varela,
Obdulio Varela para los conocidos, mítica camiseta celeste número 5, el Negro
Jefe, como era llamado por sus compañeros y la gente de la República
Oriental, revalidaba lo que veinte años antes obtuvo un grupo de hombres que
las arenas del tiempo enterraron para las generaciones siguientes. Varela y su
pandilla cosecharon con gallardía un nuevo fruto para llenar de felicidad a sus
paisanos. Devolvieron el estremecimiento provocado por el triunfo a un país
pequeño geográficamente, pero que atesoraba un espíritu que era superior al de
muchas potencias globales. Este título, alcanzado en tierras cariocas, se
sumaba al primer campeonato del mundo (1.930) del que fueron anfitriones y
ganadores, las medallas de oro olímpicas del 24 y 28, y las copas
América del 16, 17, 20, 23, 24, 26, 35 y 42. Los dirigidos por Juan
López, se coronaron vencedores pese a los pronósticos nada optimistas de sus
propios dirigentes, de los mandamases de la FIFA, los organizadores del torneo,
los mandaderos de las autoridades civiles y militares y del mundo que giraba
alrededor de una esfera de cuero y millones de preconceptos.
El Negro Jefe,
desconoció los augurios de sus propios capataces de corbata y terno, quienes en
un acto de indecencia, natural en los políticos, le pidieron al plantel antes
de saltar al campo “ser dignos, perder por menos de seis goles, jugar con
guante blanco (no dar patadas), porque según ellos estar en la final era de por
sí una ganancia, un estandarte que colocaba a su país en el centro de las
miradas”. Obdulio, un ser honesto y orgulloso de su estirpe mulata, una persona
que nunca le tuvo miedo ni a la escasez, ni al trabajo, un individuo que no dio
por sentada condición o destino, reunió a sus compañeros en la boca del túnel y
les gritó unas palabras que orientaron al grupo hacia el éxito: “Vamos a jugar
como hombres. Nunca miren a la tribuna. No piensen en toda esa gente, no miren
para arriba, el partido se juega abajo, y si ganamos no va a pasar nada, nunca
pasa nada. Este partido se juega con los huevos en la punta de los botines.
¡Los de afuera son de palo!”. Las cartas quedaron sobre la mesa.
Albino Friaça, adelantó
al local en el minuto dos del segundo tiempo. El partido estaba parejo, juego
ansioso de Brasil, control por parte de Uruguay. Una vez validado el tanto,
Obdulio, corrió al encuentro del árbitro, el señor George Harris, y comenzó a
reclamarle un supuesto fuera de juego. Mientras el traductor consultado
por el juez ayudó a zanjar las diferencias de conceptos e idiomáticas, pasaron
varios minutos. Nadie entendía la actitud del Negro Jefe, ni siquiera
sus compañeros. El gol fue legal, obtenido sin ventajas; pero él tenía clara la
estrategia: enfriar a los adversarios, desesperarlos, darle aire a sus
muchachos. Sobre esto, en una entrevista conferida años después, contó los
detalles de su ardid: “Si seguíamos así, si les procurábamos tiempo de
respirar, nos pasaban por encima. Tomé el balón y busqué al inglés. El público
comenzó a gritar, los rivales estaban desesperados. Inicié una guerra de
nervios que tuvo recompensa”.
Y así fue. Vinieron el
empate, el gol del triunfo, el manejo formidable de los tiempos de juego
por parte del Negro Jefe. El resto es novela, anécdota. El rito de
premiación careció de pompa, la banda marcial, la calle de honor, la
pirotecnia, todo lo alistado para hacer fastuosa la ceremonia de investidura
del local como campeón se fue al tacho de la basura. Jules Rimet, presidente de
la FIFA, abrumado por lo sucedido, perdido en medio de rostros llenos de
lágrimas y apatía desbordante, comenzó a dar vueltas por la pista del estadio y
sólo la intervención de Obdulio, quien le sacó el trofeo de las manos, lo salvó
de parecer uno más de los orates que en ese momento no sabían qué hacer. Los
uruguayos celebraron a rabiar mientras el público abandonaba silente el
estadio. La final más emotiva en la historia del fútbol, la más dramática, la
más sorpresiva, la más dolorosa para los habitantes de Brasil, dejaba de ser un
hecho cumplido para convertirse en la leyenda fundacional del deporte que
mayores adeptos tiene en el mundo. Como buen relato épico, este posee héroes,
villanos, némesis como el Negro Jefe, chivos expiatorios como
Moacyr Barbosa, arquero de Brasil a quien su pueblo condenó al ostracismo, a la
humillación pública, pero ese es otro cuento que algún día escribiré.
Mi patria es la gente
que sufre
Una vez en el hotel,
eufóricos, los integrantes del plantel campeón decidieron beberse unos tragos
para celebrar su proeza. Los directivos uruguayos tomaron la vocería y todos se
fueron de copas por los elegantes bares de la zona de Copacabana. El único que
eludió tamaño despropósito fue Obdulio Varela, quien caminó en sentido
contrario al del rebaño y se fue como cualquier parroquiano a las cantinas de
la ciudad para compartir la pena con los habitantes de Río, quienes lo felicitaron
y alabaron su labor, eso sí, sin poder ocultar sus miradas llenas de
desolación. No estaba contento, sin quererlo había ayudado a alimentar al
monstruo contra el que luchó desde su potestad: la dirigencia corrupta y
abusiva. No se equivocó. Tras llegar a Montevideo, los autoindulgentes
mandos se premiaron con medallas de oro; a los jugadores y plantilla técnica,
los hacedores del sueño, sus verdaderos patrones, los humillaron entregándoles
medallas de plata y una remuneración simbólica que el Negro Jefe
invirtió en la compra de un carro modelo treinta y uno que le robaron ocho días
después. Fue tanta la paradoja con la autoridad mal ejercida que la camiseta y
botines que usó en ese partido legendario reposan hoy en las galerías de la
asociación uruguaya de fútbol. Hasta eso le terminaron quitando, jamás recibió
una moneda por estos tesoros.
“Mi patria es la gente
que sufre”, dijo a un periodista que lo interrogó sobre el desplante que le
hizo a la élite y gobernantes de su nación. Impávido reconoció cuánto le dolió
traicionar a los brasileros del común, al obrero, al pequeño empresario, al
peluquero, a la prostituta, a la gente que con su laboriosa humildad hace
posible que una comunidad progrese. Siempre defendió sus principios, a los de
su clase. En 1.948 lideró la huelga de futbolistas uruguayos que buscaban
el reconocimiento de su sindicato. Pese a los tejemanejes de los “titiriteros”
dueños de los clubes, la agremiación fue aceptada y aún continua vigente.
Cuando le preguntaron si sintió miedo de ser vetado por su actuación, contestó
lleno de humor que podía trabajar en lo que quisiera: “he sido albañil,
ayudante de taller, hasta periódicos vendí; me fue bien y eso que en la prensa
lo único verdadero que aparece es la fecha y el precio”.
Fue el único jugador de
Peñarol, (militó también en Wanderers y Deportivo Juventud) que no lució
publicidad en su camiseta. A mediados de los cincuenta, el equipo fue el
primero de su tierra en publicitar marcas comerciales en la indumentaria, pero
el Negro Jefe defendió con pundonor su postura vital, expresó fuerte
para que a nadie le quedaran dudas: “Antes, a los negros nos llevaban de
una argolla en la nariz. Ese tiempo ya pasó”. Fue un hombre afable, honorable,
controvirtió al injusto con argumentos, con actitudes coherentes, con una
férrea personalidad a prueba de sacrificios. El negro que nunca tuvo miedo se
retiró de la actividad sin aspavientos. No aceptó los pocos reconocimientos que
sus poderosos enemigos quisieron brindarle para ablandarlo. Se fue sin decir
una palabra, sabiendo que el pueblo, sus hermanos, sus iguales, nunca dejarían
de idolatrarlo, de considerarlo el mejor de los suyos.
El dos de agosto de
1.996 dejó de existir el mejor mediocampista en la historia futbolística de
Uruguay. La pena que le produjo la muerte de su adorada Catalina, la esposa
fiel, meses antes, acentuaron sus dolencias de vejez. Setenta y ocho años
trascurrieron desde que respiró por primera vez el aire de una tierra
bendecida, pequeña, pero con un corazón inmenso de león. Las carencias
económicas siempre lo acompañaron; como sucede con los deportistas de este lado
del mundo fueron la falta de apoyo, de moralidad de los dirigentes a cualquier
escala, la necesidad de aprovechar las oportunidades, las que le grabaron ese
carácter a prueba de fuego que lo llevó al Olimpo no sólo del fútbol sino de la
consecución de metas cuando más agudas fueron las circunstancias. Ahora en
Montevideo, en Maldonado, Colonia, en los potreros de las ciudades donde el
talento brota milagroso, miles de niños refieren su mito, lo veneran, es su
herencia. Saben que desde que el Negro Jefe dejó de jugar, la celeste no
ha obtenido resultados siquiera parecidos, que ahora la histórica garra charrúa
se confunde con el simple agravio, con la sucia agresión. El Negro nunca
tuvo miedo porque desde el principio estuvo seguro de llegar hasta donde quiso…
Lo logró con honores.