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lunes, 18 de febrero de 2019

DESENCANTO


DESENCANTO

Por: Javier Barrera Lugo

Intento fallido por ser madrugada. Alas rotas encumbran
Una balada que es triste porque el cantante anhela transigir
Nada     nada en absoluto es culpa de otros
Fui yo quien calló el horror.
-Florentino Borrás-



Al inicio de los años 90 emergió una dirigencia que en cada discurso proclamaba ser revolucionaria y honesta. En su mayoría esta élite, hija de la oscuridad y castas gamonales (aunque siempre lo negaron), la integraron jóvenes pragmáticos que camuflaron sus feroces intenciones entre atractivos discursos y humo.

       La promesa: un futuro dominado por la igualdad en el que los habitantes de esta nación, la nación misma, comenzaríamos a disfrutar un nuevo escenario con reglas claras y oportunidades que se materializarían, según los méritos, de forma casi inmediata.

       La estructura que soportaría y haría posible este país de maravillas sería la empresa privada, que sustituiría de tajo la inoperancia viciosa de una burocracia que sólo garantizaba desgracias.  La moderna visión de negocios de los emprendimientos, volverían eficientes los ámbitos en los cuales se desarrollarían nuestras vidas.

Cada cuestión del estado y los individuos se resolvería bajo directrices de mercado que se impondrían a consideraciones teóricas del orden social o al calculado ejercicio del gobierno como institución temporal. (En “plata blanca,” los neoliberales creían que era la economía, no la ideología política y el ejercicio de la misma, lo que conseguiría acabar los males que nos aquejaban).

       En teoría, era todo lo que los de a pie visualizábamos como una utopía a punto de materializarse: el cambio con justicia social era posible, seríamos ricos como la gente de las películas que veíamos, tendríamos glamour, vías, instituciones funcionales, salud, chucherías traídas de todas partes del planeta que nos harían felices al fin… Caminamos hacia el abismo imitando a altivas ovejas ciegas que siguieron las instrucciones del pastor sin chistar. eso lo comprobamos con sangre…

       La ineficiencia y descaro de los administradores públicos y sus secuaces, nuestra justificada falta de fe en quienes por centurias impusieron corrupción, desorden  y atraso en un país plagado de recursos, nos llevaron a creer que el emprendimiento privado y su ejército de técnicos adoctrinados en los postulados de la escuela económica de Chicago (liderada por los bandidos George Stigler y Milton Friedman) harían, por vez primera,  honesto, próspero y moderno el camino que habíamos seguido como nación desde la supuesta independencia de los españoles. 

       En caliente, los postulados sonaban bonitos, fáciles de implantar. ¿Quién no quería desterrar a la pandilla de burócratas y políticos (en la práctica lo mismo), que chupaban la teta del presupuesto nacional devolviéndole miseria al pueblo con sus decisiones? ¿Quién tendría las entrañas para no dejarse tentar por bienes y servicios baratos traídos desde las mecas del consumo? ¿Quién echaría por la borda la dignificación de la familia y sus sueños?

       Alguna vez el señor Chávez, peluquero y patriarca del barrio Ciudad Jardín Norte, se atrevió a decir, en un arranque de senilidad entusiasta, que el avance traído a Colombia por Gaviria y su kínder demoniaco de tecnócratas, se comprobó cuando pudo terminar sus “motiladas” con chorros antisépticos de la antes “costosísima” Old Spice de Shulton, y no con el “perrateado” y “baratongo” Menticol.

       El discurso era seductor, las piezas, pensamos, encajaban al fin. Progreso era la palabra mágica con la que la masa seguía a sus flautistas de Hamelín. Desafortunadamente, desde la antigüedad del mito, las sirenas cantaban en los arrecifes para que los torpes y borrachines nautas griegos, cautivados por las melodías, llevaran las naves hacia las rocas y se hundieran con ellas. Su placer era ver ahogados a los héroes.

       La bella niña que hizo tantas promesas, en el momento menos pensado, se levantó la falda y se sacó de entre los calzones un monstruoso falo que procedió a clavar en lo profundo de nuestro “capullo,” mientras nos agachábamos para recoger el jabón de la ilusión que se nos resbaló de las manos.

       Los jóvenes “patriotas,” los “pilos,” educados en las mejores universidades del mundo, “angelitos” que nos iban a volver el Japón de Suramérica en 4 años, mostraron sus colmillos llenos de sarro y avaricia cuando se sintieron seguros en el ejercicio del poder. En ese punto, no eran necesarios los modales. Por debajo de cuerda cocinaron sus negocios y ante las cámaras se mostraron serviles con el pueblo al que acababan de estafar.

       No sólo feriaron los activos del estado, sus empresas y responsabilidades (bajo  preceptos de comisión, acciones y puestos en juntas directivas para ellos o sus amigotes), también se encargaron de quitarle la individualidad a cada trabajador, volviéndonos piezas fungibles a disposición  de compañías, que según sus directivos, estaban obligadas a ganar plata “a como diera lugar,”  basadas “en los legítimos fines de lucro y libre actividad económica,” que amparaba la recién creada constitución, documento que redactaron los niños de los colmillos, sus viejos padres gamonaloides y los nuevos dueños de las empresas, que compraron a precio de huevo los activos que eran del pueblo. Esta práctica la terminaron llamando “confianza inversionista,” los sátrapas que llegaron después de los tecnócratas a acabar con lo poco que quedaba.

       Los esperanzados terminamos inmersos en esta ola de depredación. El trabajo desmejoró su calidad. Sólo los educados en ciertos claustros instituidos para la élite o los mejor conectados con los capos del gobierno de turno, pudieron acceder al paraíso. Para la población rasa, trabajar se convirtió en un ritual fundamentado en acatar ciertas normas dictadas por el “mercado”: nula seguridad social, reducción de la capacidad adquisitiva del salario, desmonte del bienestar laboral creando modalidades de contratación mentirosas como la prestación de servicios, el destajo y la obra o labor. Se implementó, además, la prolongación soterrada y sin remuneración o compensación, de los horarios de trabajo so pena de despido por ineficiencia, una norma no escrita o admitida, pero latente.

              El tan cacareado “estado social de derecho,” fue flor de una asamblea constituyente. Los técnicos modificaron el animal para convertir, en la práctica, decenas de derechos en privilegios. Hoy, la educación de calidad se debe pagar, la salud se prepaga, la remuneración del trabajo no pasa por la capacidad de quien ejerce el cargo, sino por los antecedentes, conexiones o capacidad de traición del “pisco” que cobra.

       Los mandamases de los robos, los mafiosos que movían el negocio de lo público, burócratas y políticos, se volvieron calanchines de los empresarios que se dedicaron a saquear el erario. Inmerso en un mercado global atiborrado de mercancías, sin mucho espacio por conquistar, los dueños de los negocios encontraron el nuevo filón a explotar: los proyectos del estado. Se centraron en exfoliar las arcas y en el mejor de los casos, a hacer obras de baja calidad para el disfrute de los que protestamos en voz baja. nuestra maldita condena, dijo el poeta Borrás… y no se equivocó.

       Todo comenzó con ilusión; pero los escasos cuentos de hadas que se cuentan en Colombia terminan convertidos en crónicas de decepción. Los jóvenes que juraron cambiar positivamente el rumbo de la patria, son ahora quienes la desangran con impunidad. Las empresas, que todo lo devastan, eligen presidentes convenientes a sus intereses y cobran por cosas que no hacen. El pueblo se acostumbró a ganar no más de dos salarios mínimos, a saber que la pensión, el premio a una vida de trabajo en otros lugares del mundo, no llegará, a tener sueños pequeños, a sobrevivir en un silencio que indigna.  
        
       Desencanto: el sentimiento que agobia a personas que conozco, por los que puedo responder. Los miedos modernos nos agobian: pobreza, desempleo después de los cuarenta años, cuando según los dueños del sistema, somos inservibles.

       Desencanto: no poder pagar universidades buenas para los hijos porque un semestre cuesta no menos de doce millones de pesos. La movilidad social, antes una apuesta que se ganaba con tesón, hoy tiene un precio demasiado alto.

       Desencanto: monstruos reptando bajo la cama. Tomar los pocos “chiros” que se poseen, vender los cachivaches que se han conseguido durante el recorrido vital, comprar un pasaje barato por atrápalomalditasea.com, visitar, por pura conveniencia, a la odiosa tía Matilde y quedarse en Miami o New Jersey como ilegal; trabajar en lo que sea, mandarles plata a los “chinos” y la mujer, huirle a la patrulla migratoria conformada por migrantes venidos a más, en un país xenófobo y con presidente fascista.

       Desencanto: rezar… rezar mucho. Orar es evidenciar el miedo y tratar de apaciguarle la voz.

       Desencanto: negarse a creer en todo y en todos como medida de sobrevivencia.  Dejar de habitar el centro del pensamiento y volverse pasajero de extremos, porque quien duda y no se mueve, termina por recibir la bala de un tirador inexperto.

       Desencanto. Vaya palabra precisa para describir lo que siente una generación a quienes nos repitieron hasta la saciedad que éramos el futuro, el cambio. Cada palabra nos la susurraron al oído maestros, guías, dirigentes, borrachos y taimados clérigos homosexuales.

Desencanto. Nuestros padres y madres, esperanzados en vivir a través de sus hijos lo que las circunstancias de la vida les negaron nos aconsejaron caminar sin mirar, a hacer caso; ese fue el precio del deseo… Lo dijeron conscientes, por ignorancia o tal vez el candor les jugó una mala pasada; de todas maneras, todo fue un engaño. No nos desahuciaron, nos dejaron padecer, ese fue el pecado original de los visionarios, su desmedido optimismo. Igual, nosotros tampoco hicimos nada, por eso somos una generación sin legado.

       ¡Dios es mentira! Para la mayoría pareciese ser axioma volverse ladrón o cómplice si se quiere ser alguien. El progreso del espíritu lo negaron el estado y sus esbirros, las empresas y sus lacayos, nosotros haciéndoles caso siempre, sin preguntar, cómodos tragando las migajas que caían de sus mesas.

       Desencanto: despedidas a moco tendido por aquellos que se van a buscar dignidad y oportunidades en otros lugares del mundo menos complejos que el nuestro, menos mediocres, menos entreverados o cargados de lastres históricos.

              Nuestra gran tragedia como nación es creer que otros cambiarán de manera positiva nuestras circunstancias. Colombia es una tierra hermosa dirigida por minorías sin escrúpulos y mayorías conformes que nunca harán nada, salvo conseguir la ración del día.



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