Páginas

domingo, 30 de junio de 2013

INCONCLUSO

INCONCLUSO
Fernando Vanegas Moreno



El beso matutino de mi esposa me despierta, no tengo afán por levantarme, me quedo un rato mirando el techo de mi habitación mientras que hago un plano mental de mi día, no quiero salir pero es obligatorio, pedí reiteradamente nada de celebraciones…, 40 años…, el espejo me lo recuerda, varias canas, una que otra arruga, muchas vivencias, algunas tristezas, más alegrías.
La ducha, sitio perfecto para evocar. Dejo que el agua corra como queriendo que lave las experiencias que nunca debieron estar…, me veo entonces frente a un televisor en blanco y negro, Enrique y Beto dicen estupideces, pero son las estupideces más inteligentes del mundo, mi padre entra, me saca de mi alegría momentánea y cambia mi fantasía por su realidad; hay que ayudar a mamá en los quehaceres, no hay discusión, el fuete manda…., jugar bolas, trompo, correr en mi calle, ser el llanero solitario, montar en bicicleta, raspar mis rodillas y llorar ante el algodón impregnado de “mertiolate”, el remedio infalible de mi Ana adorada. Mis primeras letras, y mis primeros fracasos académicos, (confieso, aún hoy no se dividir), mis primeras mariposas por aquella niña…, por Ceci, yo ocho años, ella seis, nunca fui capaz de decirle nada, pero buscaba cada instante para esta junto a ella; el “soldadito libertado” era entonces el cómplice perfecto. Repito, nunca le dije nada, ella lo sabía, su blancura y sus ojos miel me aclararon desde entonces que la frase aquella de “solo quiero ser tu amiga” dolía, y mucho. Fin del baño, no me alcanzó el tiempo, sigo en  mi viaje por el ayer..
El Colegio, “templo santo de ciencia y virtud, hoy queremos cantar en tu nombre este himno de fe y gratitud”. Los amigos, los Barrerita,  Ricardo, Vladimir, Oscar, Ernesto, Italo…, Top Duck y la falsa promesa de amistad eterna, que solo me dejo un tatuaje mal hecho en mi brazo izquierdo; las apacibles tardes en los parques; las fiestas a las que fui, las piezas que nunca baile; los primeros tragos con Vlas, Nano, Wilson y Oscar; bohemios avieternos que arrullaban las madrugadas con canciones de Silvio, Pablo, Julio Jaramillo y los Visconti. Mi trasegar doloroso y arrogante de tres años por caminos blancos y verdes de perico y santa marta gold…, se hizo entonces cierta la frase lapidaria aquella de mi amiga Adriana: Fernando no es más que un Cascarón: blanco y hueco.
Adriana…, Lalita…, ella, mi primer gran amor real, visceral, hermoso…, la ame, me amo, le hice daño…, se fue. Tan real, que aún hoy, después de tantos años, la amistad persiste. Pasó mucho tiempo antes de superar perdidas de entonces, hubo que trasegar y luchar por sanar heridas y tuve que reencontrar a Dios, pues mi arrogancia y mi decídia lo habían dejado a un lado creyendo que yo era el eje del universo. La vida continuó…, la noche termina y da paso a la madrugada.

II

“Vivan, vivan los Libertadores, viva, viva mi universidad”…, comunicación social. Me fue bien, estaba destinado a  eso; no pude con el derecho ni con la administración…, mejor, ellas no pudieron conmigo. Jaime, Elkin, César, Pedro Luis…, intentaron guiarme por las nobles y difíciles pendientes del oficio de escribir, aplauso honesto para ellos…, lo lamento, fracasaron. Son mis maestros y mis muy buenos amigos, y aún recibo sus regaños y madrazos cuando se hace evidente que la cago. Noches largas en chapinero, empapándome de lo que pudiera y ellos me quisieran ofrecer; se aprendió más en los bares que en las aulas y aún fuimos capaces de soñar con ser grandes generadores de cultura a través de  nuestra primera revista: “Literadura”, buen proyecto, pero mejor aún: gran sueño.
Nunca ejercí, el oficio se lleva en el alma; me dedique a otras cosas, me volví un gitano; anduve por todo el país, por Venezuela, por Ecuador…, mi ausencia me encontró de nuevo en un pueblito de Santander y volví después de muchos pasos a reencontrar mi centro, y mi centro y el haber hecho las paces con el Creador me premiaron: Se llama Marysol: mi esposa, mi amiga, mi amante, mi hija, mi novia: con un comienzo difícil, se convirtió luego en mi norte y mi guía, la única que supo aceptar y desenredar mi existencia, la única que hoy me acompaña con un beso y una sonrisa a celebrar mis 40. Es testaruda ella, a pesar que advertí no querer celebrar, ella ya tiene listo el festejo…, ¿como pelear con su sonrisa y sus ojos verdes?, ¿como enfrentar su mirada que pone en jaque hasta mi decisión más férrea?. En mi pasado, compraba una pelea, nunca le he tenido miedo a otra persona; trato de no apocarme ni amilanarme por nada…, pero ella, a ella si le tengo miedo, jajajaja, en fin, amores hay de todo tipo y luego de doce años, la mona, como cariñosamente le digo, ha acompañado con estoicismo y fuerza la aparición de mis primeras canas, de mis primeras dolencias y de mis locuras de siempre, vive a mi lado, envejece conmigo y, cada noche, cuando duermo, se convierte en el hada protectora de mis sueños. Esa niña grande pone en mi torta 20 velas, y eso, la significación de ese gesto, (que pretende darme moral), ya dice cuanto me ama.

Se acaba el tiempo, me llaman…, debo cumplir con el rito sagrado, de soplar, apagar y pedir…, debo sonreír para las fotos y fingir sorpresa, debo ofrecer unas palabras y debo, sobre todo, seguir siendo yo. ¿Que madure?, eso es para las frutas, tengo muchas rocas que escalar, mucho por conocer, y todo por aprender. Esta noche, cuando Dios me dé su asueto, el bar de rock me estará esperando, nunca se ha ido, y creo que hoy no va ser la excepción. Con la muerte del día, levantare mi copa, brindare por mí, reiré por el ayer, abrazare el hoy y me embriagare por el mañana. Esta noche, quiero que estén seguros, que en la distancia, a todos ustedes los querré más que nunca, los extrañare como siempre y les agradeceré eternamente. AMEN

lunes, 24 de junio de 2013

DESENTERRAR EL PASADO

DESENTERRAR EL PASADO
Guido de Schrijver, Bélgica

El sargento Martínez estaba de guardia a la orilla del pozo, el fusil atravesando horizontalmente el vientre, los brazos apoyados en la culata y el cañón. Se escudó debajo de un árbol, pues el sol pegaba fuerte. Posaba su mirada en la espalda corvada de un joven agachado en el fondo. Alrededor del pozo estaban sentados y en cuclillas hombres mayores, mujeres y niños. Sombreros de mimbre, huipiles de algodón con figuras mayas multicolores apagadas de tanto lavar y restregar en el río. Las mujeres desenterraron lágrimas que habían comenzado a llorar veinte años hace. El sargento Martínez había recibido la orden de su jefe: «En San José Poaquil hay una exhumación, con la autorización del tribunal, debe haber vigilancia día y noche, no vaya a ser que algún pinche quisiera borrar huellas». ¿Se trataba de una mera coincidencia? Pues justamente en Poaquil un tío del sargento había sido secuestrado y posteriormente desaparecido. Al otro lado del pozo se encontraba la viuda, su tía. Ella dijo: «Deben haber al menos quince, entre ellos mi marido y mi vecina encinta».
Una noche de silencio absoluto los perros rompieron furiosamente en coro la paz que envolvía la aldeíta. Pocos minutos después las botas desquiciaron las puertas de las chozas y sacaron a los habitantes de sus camas, matando a los perros a tiros en el acto. Llevaron a culatazos fuera del caserío a la gente, los ojos desorbitados del terror, y en descampado los abatieron a balazos y machetazos, gritando: «¡Por comunistas, desgraciados!» Ahí mismo los enterraron en un pozo común al amparo de una luna débil y cómplice. Con el tiempo los bejucos cubrieron piadosamente la pesadilla, pero un chico, escondido bajo el camastro durante el desalojo de su familia, se empujó a fuera, mareado por el suceso insólito, para seguir a distancia, lo que le había parecido un cortejo fúnebre de cadáveres vivos. Empinado dentro de la maleza se dio cuenta del sitio de la masacre y avisó más tarde a la gente de la vecindad, que se guardaba el secreto como una llaga mortífera.
El día que Claudio se lanzó para sus estudios universitarios, su papá lo advirtió insistentemente.
«Hay que comer. Aquí en Guatemala no se puede poner manos a la obra como antropólogo».
«Dentro de pocos años no darán abasto los forenses para sacar a luz las osamentas de miles de víctimas de los militares», profetizó el hijo, no haciendo caso del consejo paterno.
«Qué linda perspectiva, mantenerse atascado en un pasado que ya no existe», ironizó el hombre amargado.
«Todo en el mundo pasa, sólo el pasado queda», peroró el hijo, dejando estupefacto a su progenitor.
Una vez finalizados los estudios en la universidad estatal esperaba dar pronto con un empleo interesante. Quiso llevar a la práctica en los sitios arqueológicos mayas tanta teoría rumiada en las aulas. Piedras había de sobra, los fondos faltaban.
Hubo un regocijo planetario a la hora que se firmó la paz poniendo fin a un conflicto armado interno de varias décadas. Se declaró el fin de las dictaduras en el país y en el continente entero soplaron vientos nuevos sobre las repúblicas. Se acabó el terror del estado. ¡La democracia al poder, los militares al cuartel!, gritaron las masas en las calles.
No tardó mucho el momento en que Claudio vio cumplirse las palabras con que apaciguó la preocupación de su padre por su futuro académico incierto. Los familiares de las víctimas del terror militar exigieron al gobierno democráticamente elegido el permiso para excavar los cementerios clandestinos.
«Son más de mil fosas, esparcidas sobre el territorio nacional, trabajo para años, pero no te hará rico, es un servicio a la población, ellos tienen que encontrar a los suyos, estar seguros que en realidad están muertos para darles sepultura digna», le invitó el encargado de la antropología forense.
El presidente del gobierno democrático trataba de empujar a los militares a los cuarteles sin airarlos. Temiendo la justicia, la condena y el castigo los oficiales querían de una vez por todas mantener bajo tierra junto a los cadáveres la pesadilla del genocidio. Pero la población salió a la calle. Los familiares exigían el regreso de los que habían desaparecido. Vivos o muertos. Todos estaban muertos.
Con el cuidado de una mujer que se arregla la piel de polvos y cremas delante del espejo de tocador Claudio cepillaba los huesos hasta hacerles surgir ante las miradas atentas y temerosas de los deudos. El sargento Martínez lo observaba fascinado. El joven académico destapó un cráneo, color café y rojo, color de la misma tierra. «¡Mirá, una calabaza!», señaló con el dedo un patojo, recriminado suavemente por la madre. En la medida que se liberaban los dientes el esqueleto comenzó a reírse socarronamente. Los vecinos se conmovieron en su apuro por reconocer al difunto al tiempo que guardaban un recogimiento respetuoso ante lo que les parecía un sacrilegio. Tiras podridas de camisas y pantalones habían suelto sus colores. Claudio hurgó en un embrollo de telas medio comidas sacando un objeto, que destelló un instante a la luz del sol. Lo limpió entre los dedos hasta que de repente un alarido desgarró el silencio sagrado, ahuyentando a los pájaros chirriando. El sargento Martínez miró aturdido, los ojos húmedos, a su tía, que desmayó en brazos de una vecina. La mujer había reconocido a su marido. Claudio dejó descansar la mano encima de lo que había sido la bolsa del pantalón, cargando una medallita metálica de San José. Ella misma la había cocido en el pantalón para que su hombre no la perdiese nunca. La exhumación duró varias semanas. Claudio procedió como un escultor delicado para poner al descubierto dos esqueletos entrelazados, él de la madre y envuelto por la caja torácica y los brazos como entre los barrotes de una jaula él del feto creciente. Algunas víctimas fueron tan descuartizadas por la furia de los soldados que no fue posible la reconstrucción de los esqueletos. Los campesinos mayas ayudaban a Claudio, izando paladas de tierra en cubos, echándola en un cedazo. Los niños tenían permiso para ayudar identificando pedacitos de huesos entre los terrones. Un mes más tarde Claudio terminó la faena y se despidió de los deudos y del sargento Martínez. El policía agradeció al profesional por su tarea y dedicación.
Con sus cuatro hijos le costaba al sargento Martínez sacar adelante el hogar con el salario que ganaba. Sin embargo no fue por el dinero extra que aceptó el encargo que le propuso un jefe mayor unas semanas después. Pues simplemente él no estaba hecho para aquella clase de operaciones que no aguantaban la luz del día. Tenía que hacerlo. Determinadas órdenes estaban fuera de discusión. Había que aceptarlas nomás. Sobre todo si venían de ex generales, jubilados por servicios prestados. Servicios que por lo demás tampoco aguantaban la claridad, según le alcanzaban los rumores susurrantes de los colegas. Fue a las tres semanas después del entierro del tío con cantos litúrgicos, flores, incienso y llantos en San José Poaquil que recibió el encargo. Hacia el centro de la ciudad capital, a las tres de la mañana, cuatro hombres, gorras pasamontañas negros, uniformes negros, andar armados ostentosamente, furgoneta sin matrícula, irrumpir y revisar hasta el último rincón del local, sacar las computadoras, documentos y toda la papelería habida y por haber, hacer pedazos el resto sin dejar huellas de su identidad. Durante el trayecto hacia el lugar indicado el sargento Martínez expresó su preocupación a los colegas. Estos se burlaban de él. Al parecer ya manejaban cierta rutina en destruir locales de organizaciones de derechos humanos, pegándoles a los miembros presentes casualmente un susto mayúsculo y merecido, ya que se negaban a quitar sus patas insolentes del pasado enterrado. Sigilosamente bajaron de la furgoneta en la calle desértica frente al local. Al sargento Martínez le tocó destrozar a hachazo limpio la puerta de entrada, siendo el primero a atravesar el umbral y penetrar al inmueble. Los hombres enmascarados trabajaron veloz y minuciosamente. Mientras que ellos saquearon la planta baja, destruyendo lo que no les interesaba llevar, el sargento Martínez subió a trompicones en la oscuridad al primer piso. Abrió de golpe una puerta, asaltándole el olor a dormitorio. En el haz de luz de su linterna vio a un sujeto que se incorporó en la cama, aterrado. El sargento Martínez se asustó sin emitir sonido alguno, por poco dejando caer la linterna. Su mirada cayó en plena cara de Claudio. Sintiendo latir salvajemente el corazón cerró la puerta detrás de si como quien acababa de hacer un descubrimiento prohibido y peligroso. Mantuvo agarrado la puerta, evitando que saliese el joven, como para protegerlo contra los demás asaltantes. Pues en la confusión y el pánico fácilmente podría escaparse un balazo. Tan solo al cerciorarse que abajo habían terminado la faena, soltó la manija de la puerta y corrió escalera abajo. Al atravesar la calle, brincando a la furgoneta se sintió un ladrón de primera.

El sargento Martínez nunca se había excedido en dar crédito a supersticiones ni creencias de viejas. Sin embargo a la noche siguiente recibió la visita de su tío. Este se puso enfrente, abrió la boca de par en par llena de tierra, desnudando los dientes blancos de la quijada color café y rojo, aullando como un cerdo y respirando con estertor.

lunes, 17 de junio de 2013

PAPÁ, NO ME OLVIDES

PAPÁ, NO ME OLVIDES

Capítulo segundo (páginas 33-40), del libro ¿Cuánto cuesta matar a un hombre?, de José Alejandro Castaño





Alzheimer: eso dicen que tienes. Tu no lo sabes, pero eso no importa, ya no. Ahora, mientras me miras y ríes, yo te contaré una historia.
¿Recuerdas que en el frente de la casa había un jardín?, ¿te acuerdas, papá?. Allí sembraste un árbol de guayaba, uno de ciruelas, tres de naranja y uno de mandarina que nunca dio fruto, pero que acentuaba el olor verde que se metía por la sala cuando la puerta estaba abierta y nos hacía creer que vivíamos en un bosque. Había tres palmas, cinco helechos, una mata de limoncillo y un montón de rosas: blancas, violetas, rosadas, amarillas, rojas…era sorprendente que  en un espacio así de pequeño, en  mitad de un barrio de casas amontonadas en las faldas de Medellín, pudieran crecer tantas plantas.
Tu mayor disgusto era descubrir a un muchacho robando naranjas o pisando el jardín en busca de alguna pelota perdida. Pero la naturaleza, ingeniosa y acrobática, se inventó un truco para poner a salvo las rosas: asfixiadas por la sombra, fueron trepando el tronco de los árboles y, abriéndose paso por entre el follaje, alcanzaron las copas del ciruelo y el mandarino. De lejos, aquellos árboles parecían sombreros de fiesta porque en sus copas, atraídos por el néctar de las rosas, danzaban mariposas, colibríes y abejas. Las sombras proyectadas sobre el frente de la casa tenían la forma de un estanque de rosas flotantes y pequeños peces con alas que desconcertaban a los gatos de la cuadra.
¿Te acuerdas, papá?, la casa también olía a pan recién horneado.
En el patio había un taller. Allí hacíamos parva para vender por el barrio con viejas recetas de familia que mamá no compartía con nadie: tostadas, panderitos, pan de salvado, galletas de mantequilla, pandequeso, mojicones, milhojas y pasteles. Los domingos la cuadra se llenaba de un olor que atraía a los vecinos y amenazaba, decías tú, con cortar la señal de televisión. Al momento, enviadas por sus maridos para preguntar que estábamos horneando, aparecían las vecinas en la puerta de la casa.
Entre semana hacíamos empanadas y arepas de huevo que vendías en la feria de ganados, cerca de Bello. En vacaciones del colegio yo te acompañaba, entonces ocurría el milagro, uno que yo esperaba como se espera un premio: nos íbamos caminando y tú aprovechabas para contarme historias sobre cosas que te habían pasado. De cuando te fuiste de la casa, o del perro de ojos de distinto color que un día te encontraste y fueron amigos muchos años, de la novia que se llamaba Raquel y se parecía a una actriz de película, de cuando viviste en una ciudad de hierro y manejabas la rueda de Chicago y el carrusel de los caballos, de la primera vez que viste pasar un avión y corriste a esconderte en un galpón de gallinas, de la monja a la que le dejabas carticas en las bancas de la iglesia y del primer paracaidista que hubo en el mundo, que por gritar groserías mientras caía terminó ensartado en la cúpula de una iglesia y se quedó a vivir allí por tres meses mientras traían una escalera de la China lo suficientemente larga para bajarlo. Yo me reía, y esos viajes por las faldas del barrio hasta la feria se hacían tan cortos, tan cortos, papá, que el tiempo parecía andar sobre patines.
Había otras historias, claro.
Unas dolorosas que te hacía llorar. Siempre fuiste un llorón. Yo me avergonzaba cuando la gente nos miraba. Nunca fuiste un ogro, apenas un papa llorón que sabía contar historias. La de las pelas era mamá, que a veces se quejaba de tu mansedumbre con mi hermana y conmigo. Rosalba. Es el único nombre que ahora recuerdas y repites. Ella es quien te cuida y se las arregla con tu memoria perdida.
El otro día vine a visitarte.
Estabas en el suelo, apurado con los puñados de maíz, fríjol y lentejas que ella tira para que tú recojas. Es la única manera de tenerte ocupado, dice mamá, con la cara descompuesta y la voz débil. Ya no lees, no ves televisión y, según mamá, ni siquiera duermes. Caminas, te tropiezas con las cosas, desconectas el teléfono, escupes en el suelo, te desvistes una y otra vez, quitas los bombillos, te tomas el agua de los floreros, preguntas por gente que ninguno conoce…¿habrás preguntado por el paracaidista ensartado en la cúpula de la iglesia? Mamá dice que no sabe, que tal vez, que ella también comienza a perder la memoria.
Ayer te dieron de alta.
Dormí dos noches en el hospital al lado de tu cama. Era una sala grande con quince enfermos más. Como no había camillas, algunos estaban tirados en el piso, con sus bolsas de suero colgadas en puntillas que las enfermeras iban clavando en la pared. Tú siempre confiaste en los políticos. Eras del Partido Conservador, decías, y siempre votaste por ellos en elecciones. Llegabas a casa con el dedo rojo, sucio de tinta: la marca de quienes apoyan la democracia. ¡Qué mierda papá! Te robaron, nos robaron. Hace tres meses debieron operarte. Tu vejiga es incapaz de expulsar la orina que acumula y tu vientre se hincha como la giba de un dromedario, entonces lloras de dolor, pero no sabes qué pasa. Estás en lista, dicen los médicos sin mirarte a la cara.
Ahora estamos esperando un examen de cerebro que debieron hacerte hace dos años. Mamá puso una tutela, pero ni siquiera el fallo a tu favor ha logrado nada. Debemos esperar.
Hace un  mes te pusieron una sonda.
A veces te la jalas y mamá se las ingenia para distraerte dándote chupetas y ocultando la bolsa debajo de tu ropa. Ella, nadie más, logra que tus ojos chispeen como antes, como cuando salías a vender la parva por el barrio y, mientras te abotonaba la camisa y alisaba tu delantal, te advertía que no te metieras a ninguna casa a conversar porque te cogería la noche. Parecía la advertencia de un hada a un personaje de cuento. No siempre hacías caso.
La gente te llamaba para que, mientras te compraban, les contaras una historia, y el tiempo se te iba y se hacía de noche. A veces llegabas a casa con cosas que no lograbas vender y ella sentenciaba que seguro te habías quedado hablando. Entonces los desayunos y parte de los almuerzos de los días siguientes eran los panes, panderitos, mojicones y milhojas que no habías vendido.
De todas tus historias hay una que recuerdo más que las otras. Es la más triste.
Es esa de tu mamá. La llevaban camino al manicomio. Era una mujer rubia. Su foto está en casa, metida en la biblia en la que mamá lee los salmos. De ella heredaste los ojos azules. Tenía veinticinco años y los hombres que la llevaban se detuvieron para darle de beber a los caballos. Tu padre iba con ellos. Te habían dejado allí dos años antes, al cuidado de una tía, justo después de que ella empezó a perder la cordura y a llamar las cosas con nombres distintos. ¿Qué edad tenías?, ¿seis años, siete? Jugabas en el piso de madera de la casa, afuera del corredor de la entrada. La sentaron en una piedra, con las manos amarradas. Tenía un vestido largo, como alguien importante. El cabello dorado, recogido en una cola. El cuello alto, los zapatos de tacón y la mirada perdida. Se llamaba Aurora y te quedaste viéndola sin reconocerla. Entonces pasó algo: ella salió de su silencio, como el preso que logra la escotilla de la celda en la que permanece atrapado, y te sonrió. Después te llamó con la cabeza. Mientras caminabas hacia ella tu padre ordenó desatarla y darle de beber.
Te besó en la frente, me contaste. Fue un beso largo, largo, y luego te peinó con sus dedos libres. Te llamó por tu nombre: Gustavo, y eso siempre lo recordaste como un prodigio, como un último regalo. Ya no la viste más y es el único recuerdo que tienes de ella. Mamá dice que a veces la llamas, y que mientras almuerzas de pronto preguntas si vendrá.
Yo soy afortunado.
De ti tengo  miles de recuerdos, papá. Hay uno que evoco como se hace con un buen sueño que uno no quiere perder. Es de ese año en que nos fuimos a vivir a Apartadó, en esa finca bananera llamada Bambú en la que te dieron trabajo. Mamá estaba en el Sena. Allá trabajaba como aseadora y dejaba a mi hermana en casa de la tía Inés. Por alguna razón, esa vez me llevaste contigo. Yo tenía seis años. Debías cortar la maleza de un canal de agua antes de que llegara la época de las lluvias. A ti, me contaste después, te habían dado el más largo y enmalezado, quizás porque eras nuevo. Ya en el sitio, juntaste un par de ramas de un árbol y, con la primera yerba cortada, me hiciste una casa. En una así, me dijiste, había vivido Tarzán cuando era niño. Esa fue, justo, la primera película que vimos en cine, y yo me quedé admirado por tu habilidad. Después te quitaste la camisa y la llenaste de hojas para que la usara de colchón. Yo me quedé ahí viéndote trabajar y te oía cantar canciones. A veces regresabas y me traías conchas vacías de caracoles y las garzas seguían tu rastro en busca de los insectos que quedaban al descubierto cuando rozabas la yerba.
Mucho después, siendo un adolescente, me contaste que limpiar ese enorme canal te había costado más tiempo y esfuerzo que a tus compañeros, especialmente porque, al terminar cada día, tu insistías en quedarte dos horas más para barrer la yerba, amontonarla lejos, y prenderle fuego. Todos te decían que por ese trabajo no te pagarían más. En efecto, al final de la semana, con el trabajo terminado, el pago fue tan poco que fuiste a donde el dueño de la finca, el señor Howard, a hacerle el reclamo. Él no te escuchó. Dijo que ese era el pago para quienes desmalezaban. Pero dos días después, el domingo siguiente, cuando salía para el pueblo a comprar la carne para sus perros, la limpieza de un canal llamó su atención e hizo para el carro en el que viajaba.
Estaba tan desconcertado que le preguntó al conductor si ese canal era de su propiedad porque no lo recordaba, entonces se bajó y caminó una parte del trayecto. El agua pasaba cristalina y podía oírse correr por el suelo limpio de yerbas y de hojas. El lunes mandó llamarte, papá, te dio el doble de sueldo y te contrató en la planta donde empacaban el banano, un lugar a la sombra y con agua para hidratarse. Después te ofreció una casa en el campamento de los trabajadores y nos fuimos a vivir los doce meses en que mamá accedió vivir lejos de Medellín. Todo eso lo supe cuando yo era un adolescente y me quisiste enseñar que el esfuerzo con atajos no sirve.
En realidad no sé si aprendí.
Cuando vengo a visitarte me pregunto qué puedo hacer por ti, y por mamá, que llora en silencio y tampoco duerme. A veces se queja, dice que no será capaz. Debe bañarte pero tú no te dejas y manoteas furioso sin entender qué pasa. Cuando yo te baño y peleas te aprieto las manos. Tú cedes, humillado por mi fuerza y me miras con rabia. El otro día me preguntaste por qué te hacía eso, y yo no supe qué contestar. Te abrazo, papá. Te quiero, te digo. Y tú me preguntas quien soy.

Soy yo, papá. Y esta es mi manera, mi pequeña manera de decirte que, quizás, después de todo, aprendí la lección. Este libro es un esfuerzo sin atajos, espero.

lunes, 10 de junio de 2013

TE TRAJE LA MAÑANA

TE TRAJE LA MAÑANA


Marcela Vega, Colombia



Ayer vi las estatuas de los próceres, héroes de piel intacta y rictus serio, siempre enderezados, con amplias espaldas, brazos firmes y mirada trashumante. Yo no soy un héroe, mi espalda se encorva, me cuesta tanto trabajo levantarme, quedarme estático y valiente. Yo no soy un héroe, ¿conoces acaso algún héroe que abra los ojos incrédulo, cada día, con menos certezas sobre la mesa de noche? ¿Conoces acaso algún héroe que abra los ojos? Los héroes no tienen que abocarse al espanto de abrir los ojos cada mañana, los tienen siempre abiertos y sin pupilas, de manera que si ven, ven tanto que ya ni ven.
Pero yo, que no soy héroe, tardíamente abro los ojos encendidos de emociones tan variables, abro los ojos por ese deber biológico de ver las cosas.
Es común que en esa primera irrupción de luz, me resulte poco claro si estoy sólo o no, hasta el momento en que mi mirada es atravesada por la respiración de la más fiel de mis amigas, la testigo de mi envejecimiento, tal vez, la única certeza cierta, pues no se aloja disparatadamente en una mesita de noche sino en mi cama desde hace más de cuarenta años. Ella coloca una mano rugosa y gruesa, afable y amplia sobre mi huesudo hombro, prometiendo con su gesto sostener algunos años que siento, ya no me quedan.
Dicen los autores épicos, que cuando una persona se entrega a una causa, casi enceguecido o enceguecida por el ardor de humanidad, camina por su senda heroicamente, salvando al mundo, denunciando injusticias, ayudando al débil. Nunca vuelven a cerrar los ojos de manera que aunque vean, de tanto ver, ya no ven. Yo no soy un héroe, ni mi vocación me ha enceguecido. Enceguecerce sería una suerte. No hay mañana en que no sienta ardor en los ojos, por la obligación de ver. Hoy en particular me arden como quemaduras, los negativos de una pesadilla impresa en mi retina, la misma de la eterna diáspora a la que nos arrojó esta opción de vida, ahora pues, sumamente gravosa.
Ayer ví las estatuas de los héroes tan iguales unas a las otras, que parecían factura del mismo fanático adulador. Me quedé esperando un parpadeo, una gota de sudor, una mueca de agotamiento debido a la eterna enderezada posición de la columna. Las estatuas están al pie de la estación de policía, augustas y despreocupadas del nomadismo, que sí tenemos que vivir ella y yo, ella, mi mano rugosa y tibia. En esa visita a la estación, ella, la mano que revitaliza mi hombro en las mañanas, contenía mi ira e inteligente interrogaba al arrogante señor emulador de héroes, acerca del paradero de Luisa, Ernestito y Brian… y Juan José, Ricaurte, Los Gemelos, Richard, María Helena, Santiago, Pitufo, el negro, Silvana, Antonio, Luis Antonio, Robinson, J, Fermín, Sandra Milena, Oscar mi pequeño y fiel amigo, Oscar Agudelo y Oscar Fernández y las niñas de Concepción, ¡ah! Y Manuel, ese magnífico joven de cabello negro y ojos gigantes que miraba el futuro con enmarañado acento. Una lista con piernas, torsos, ojos de pánico, entraban y salían de los camiones una y otra vez recogidos, recogidas, apaleados, apaleadas, insultados, insultadas, puestos y puestas en falaces libertades, asesinados, asesinadas, recogidos, recogidas, apaleados, apaleadas…
No se trata de los acontecimientos que enmarcan un golpe de estado, el advenimiento de una dictadura, un momento coyuntural. Había sido nuestra rutina, la de ella, mi mano-memoria y la mía durante más de tres decenas, buscar jóvenes en las estaciones, en aquel barrio siempre en guerra, de un país que vivía todos los días un antiguo y permanente golpe de estado.
Aunque ella, la mano que abriga mis articulaciones inflamadas por la humedad de aquel barrio improvisadamente ubicado en la montaña, mencionó únicamente a Luisa, Ernestito y sus pantalones caídos y Brian y su colección de cacharros descompuestos, de alguna manera jamás dejaba de mencionarlos a todos y todas. Ella es mi memoria, la imposibilidad del descuido. Tendríamos que levantarnos, mi mano-memoria y yo a cumplir con el ritual de ver a los inmóviles héroes de la estación, que no podían dar cuenta de lo que allí pasaba, preguntar de nuevo a esos mapas de bronce y mármol lo que la carne y el hueso uniformado, no se le antojaba responder.
“Yo no soy un héroe” le dije al policía con mi rabia recién desmayada. “Yo simplemente, esta mañana no quería levantarme más”. Le había pedido a Dios en un acto paranoico de fe, que agotara mi vida rápidamente aquella misma noche, para no tener que ver a la mañana siguiente, los impávidos rostros forjados en bronce, fundidos, cuarteados que no sabían en qué pantano, al pie de cuál potrero, en qué zanja estaban Luisa, Ernestito, Brian, (Juan José, Ricaurte, Los Gemelos, Richard, María Helena, Santiago, Pitufo, el negro, Silvana, Antonio, Luis Antonio, Robinson, J, Fermín, Sandra Milena, Oscar mi pequeño y fiel amigo, Oscar Agudelo y Oscar Fernández y las niñas de Concepción, ¡ah! Y Manuel, ese magnífico joven de cabello negro y ojos gigantes que miraba el futuro con enmarañado acento) pero que sí les habían visto entrar vivas y vivos a aquel edificio, como vigilantes sin lágrimas.
La gente me pide acudir a la estación, porque piensa que soy una especie de héroe inagotable, protegido por un Dios al que lanzo las angustias con más fe que razón. Vieron una cruz en mi pecho y pensaron que mi pecho era inagotable y bondadoso siempre. Pero cuanta mezquindad me abriga esta mañana en que hubiera preferido morir retirando el doloroso cáliz de continuar vivo. La gente cree que esta cruz tan frágil como la cadenita de la que pende me blinda del puñal, del golpe o de las preguntas sediciosas de los interrogatorios, de la vista de los inamovibles espantos in-memorian de la estación. Vieron la cruz y pensaron en una forja de bronce y mármol con una placa de pequeño y autóctono prócer barrial. ¡Qué cruel es la gente, qué cruel es la gente!
Ella ha notado mi fastidio y no ha dicho nada, con un gesto sencillo ha pasado su mano-memoria por mi amargada y rezongona frente y ha leído en sus pliegues mis pensamientos. Su vigor me sigue amando aunque mi cuerpo no responda más que a esta mecánica de buscar muchachos y muchachas en lugares imposibles. A quién se habrán llevado anoche… no fue a nosostros, a mi mano-memoria, ni a ella ni a mí, ahí estamos los dos aún ilesos, al menos aparentemente ilesos. Hace años que no me ofrece un café, pues sabe que lo necesito para seguir vivo, para obligar a mis ojos a ver, para darle sentido a la luz de la mañana, así que sin preguntarme, se levanta y pone a calentar el agua y luego procede a tinturarla con el color de su armónica rebeldía, con la generosidad de sus arrugas irreverentes.
Ahora que abro por fin los ojos, veo claramente el día en que ella llegó. En una escena aún áspera que el tiempo no ha logrado pulir, se hallaba entre la gente corriendo con un montaña de papeles, pinturas, gritando esperanza por doquier. Un día de caos capaz de inducir mi juvenil fe al suicidio, la gente se dividía rápidamente en facciones, afanes y acusaciones. La gente buscaba culpables y los encontraban entre ellos y ellas mismas. Pero ella, mi mano con pinturas y papeles, no hacía caso a los dedos acusatorios, ni a la conspiración de los desanimados y desanimadas, ni a la invitación encubierta de la retirada. Parecía correr por encima de todo ello, muy atenta, pero sin detenerse, improvisando una insurrección de la nada. No existía lo que pudiese escaparse de sus pequeñas y poderosas manos de india, siempre presentes, siempre batallantes.
Yo no veía Dios alguno que pudiera salvarnos, pero la gente se fijaba en mi pequeña cruz y pensaba que ese ser aún no encarnado moviéndose al ritmo de mi corazón asustado, podría responderle la avalancha de preguntas generadas en medio de tal desastre. Yo no era un héroe, aunque apostaba a que conseguiría serlo. Era un joven atortolado, a punto de llorar, desilusionado porque creía que unos cuantos meses de trabajo debieron bastar para prevenir aquello.
Justo cuando sentí tener el poder de desaparecer, descubrí que ella me miraba compasiva, me pedía paciencia con sus ojos rasgados y ágiles. No pude desaparecer, ella me miraba, ella vigilaba mi huída. Se acercó a cumplir su misión de sacarme del espanto y se hizo las manos mías, aquellas distintas a las que yo había condenado a los bolsillos. Ella me salvó, me trajo el amor el día más desamado de mi historia. Ella me trajo a Dios cuando este se extraviaba entre mi desaliento y mi temblor, cuando El se desalentaba y temblaba también. Lo que ella hizo ese día, siguió aconteciendo, vez tras vez durante los últimos cuarenta años de mi vida, como el milagro que se fabrica en la tierra, con manos de hombres y mujeres de verdad.
Luego, tan poco cautelosa como han sucedido estos años, viene ella lacia, con sus manos-memoria, provista de una taza de café oscuro y llano como sus ojos, aromático como el cabello negro que se conserva desde su juventud y entonces entiendo que no ha sido el café el que me permite abrir los ojos. Ha sido ella quien me ha susurrado cada noche, este, mi vital deber de volver a verla, esta necesidad de despertarme a su lado, este alivio de encontrar su cuerpo protegiéndome de las noticias, colocándose entre todo aquello que quebranta mis certezas y las certeza misma que asecha.
Le escribí con mis ojos cansados, sorprendidos de reparar en la inconmensurable historia grabada en su cuerpo, la nuestra: “Creyendo que el amor es un derecho de héroes, me di a la tarea de dejarte sola, con toda tu inmensidad de humana y aún así, tuve la osadía de convencerme que sobreviviría. Recuerdo con dolor cuanto tiempo dejé de saberte. Sí que era un héroe imbécil salvando al mundo, invencible y sin tu mano, aquella rugosa y tibia, grande, imprescindible. Pensado que se trataba de mí, creí ser libre para levantarme tantas mañanas al lado de manos extrañas, hipnotizadas por este desalojo de bronce y mármol que edifiqué para encantar las almas más inocentes. Pero ahora que abro los ojos, con tan poca fuerza, con tantas dudas, desgano, fastidio, sólo tú me salvas, mano-memoria, de caer en la tentación de perder el mundo. Toda la vida has sido tú y maldigo que nadie, incluyéndome, lo haya visto”.
Ayer ví a los héroes, próceres inmóviles, instantáneas de un pasado que no ocurrió, un pasado falseado por los escritores mercenarios del sistema y decidí no volver a abrir los ojos dolorosos de mi carne, creí torpemente que lo mejor sería hacer de anoche, mi última noche.

Pero me alertó tu corporeidad asesinando mi cobardía, me sacudió tu existencia como un golpe en la entraña de mi conciencia. Me dí cuenta de que toda la vida has sido tú y maldigo que nadie, incluyéndome, lo haya visto. Hoy decidí ver lo que estaba oculto por una desesperación, por una fatiga sobrehumana, hoy decidí verte, Sildana, mi preciosa epifanía de cada mañana. Levántate cuerpo casi inerte, abre esos ojos de párpados avejentados, vamos a la estación a seguir averiguando por ellos y ellas en este improviso barrio de la montaña, que mientras Sildana siga viviendo, compañera, mano-memoria, destructora de héroes, carne, sangre que habla y recuerda, habrán todas las mañanas del mundo más allá de que yo pueda presenciarlas. El Cristo que cargo en mi pecho, eres tu.

lunes, 3 de junio de 2013

EL CANTO DEL CARACOL

EL CANTO DEL CARACOL: PREGUNTITAS A DIOS



Ernesto Reséndiz Oikión

- A ver, toma éste más grande, póntelo en la oreja.
-Sí.
-¿Oyes algo?- preguntó el niño con emoción.
-Sí, un ruidito.
-¿Cuál ruidito?
-La voz del caracol.
-¿Qué dice, Celia?
-Le canta al mar…
El hombre recordaba aquella conversación con su hermana, como si hubiese sido ayer. Fidel nunca supo qué fue lo que le dijo el caracol, pero debió haber sido algo realmente hermoso. Celia siempre fue una chica muy hermosa con unos ojos de obsidiana. Ella con sus ojos negros, se dedicaba a observar todo y un buen día también volteó a ver la miseria en una mirada que decía más que el canto del caracol a la mar embravecida. Celia era rebelde, de causa y de corazón; pronto chocó con la ideología de sus padres conservadores, que habían terminado por tener seco el corazón. La muchacha se fue de casa antes de cumplir dieciocho años, ella tomó con rumbo al sur.
Los años pasaron y Fidel decidió dedicar su labor a la Iglesia. Al joven se le comenzaron a abrir sus ojos y decidió que su vocación serían las misiones. Un buen día, al Seminario donde trabajaba Fidel llegó una convocatoria para apoyar una misión en los Altos de Chiapas. Fidel no lo dudó un instante y así comenzó su aventura…
- ¡Despierta, cabrón, es hora de que te tragues esta mierda!
Fidel despertó de sus pensamientos, era hora de comer aquella porquería que le aventaban todos los días. Abrió los ojos y pudo ver que por la ventana entró una paloma con una ramita. El ave estaba construyendo su casita en la cárcel, igual que Fidel tenía su encierro ahí. La prisión, tristemente, era ahora su jaula, pero su corazón vivía lejos, en ese paraíso llamado Chiapas, y que los españoles junto con su doctrina religiosa fueron moldeando hasta convertirlo en un infierno para sus pobladores, hermanos indígenas. La paloma salió por la ventana y extendió sus alas, Fidel comenzó a volar de regreso al edén.
A esa tierra de contrastes él llegó a trabajar con la ilusión de acabar con la injusticia, sabía que Dios no lo abandonaría en su misión por lo que se sentía lleno de energía. La primera encomienda de Fidel fue ir a curar a varios heridos en la comunidad zapatista de La Garrucha. Cuando llegó la comitiva aquello era un lugar asqueroso en donde el olor a muerte se había impregnado al sabor de la selva. Fidel se acercó al cuerpecito de una niña y le cogió del brazo para tomarle el pulso, pero ya era demasiado tarde, la pequeña había fallecido. Aquello era una carnicería. Se acercó al cuerpo de un zapatista, le tomó el brazo sin esperanzas. En ese momento sintió cómo algo misterioso lo atravesaba por todo su cuerpo, y como si fuese un milagro regresó el pulso de aquel hombre que ocultaba su cara con un pasamontañas negro.
-¡Está vivo!, vengan a ayudarme.
Aquel hombre zapatista fue el único que se salvó. Fidel seguía buscando algún sobreviviente y, de pronto, sintió el brutal golpe de todo el mar en su pecho. Enfrente de él estaba una mujer que tapaba su rostro con un paliacate rojo, aquella joven tenía sus ojos de obsidiana. Fidel le quitó lentamente el paliacate de su cara y después estalló en un grito salvaje:
-¡NO!, Dios, ¡no!, ¿por qué, por qué mi hermana?
Fidel se tumbó sobre el cuerpo inerte de ella, estaba destrozado; Celia había muerto en la interminable lucha por la dignidad y el respeto de los que también eran hijos de Dios. Después de algún tiempo la herida cerró, pero la cicatriz siguió ahí para siempre.
Cuando Fidel despertó, notó que la paloma le tomaba de su cabello con el pico, el hombre acarició al ave. Al recordar la muerte de su hermana pensó que Dios era muy injusto.
-Vuela, palomita, sube al cielo y exígele al Señor y al mundo entero la justicia en Chiapas.
Y el ave comenzó su vuelo perdiéndose en el horizonte…
Fidel fue asignado para trabajar en la comunidad zapatista de Chenalhó, Acteal. Ahí se vivía en la miseria más grande y con la fe más grande. Niños, mujeres y hombres trabajaban sin distinción con la misma energía, para poder sobrevivir en la espesura de la selva. Los hombres, acariciando la tierra con sus arados y cuidando los cochinitos en la loma, y las mujeres y niños, además de cocinar, llevando a cuestas en sus frágiles espaldas un bulto de madera más pesado que su propio cuerpo indígena. Los habitantes de Acteal trabajaban mucho pero vivían con miedo, se rumoraba que el ejército estaba cerrando un cerco. La gente se armaba porque era la única posibilidad de defender lo poco que tenían: sus chozas, sus parcelas, sus animalitos, sus sueños. En ese ambiente Fidel profesaba la religión católica a los feligreses indígenas de Chenalhó.
Fidel miró a través de la ventana buscando a la paloma que hacía varios días había partido, el regreso del ave era la única razón que lo motivaba a seguir vivo en esos momentos. Al octavo día el pájaro regresó con un regalo para él. Había viajado cientos de kilómetros, el obsequio era algo pesado para el ave, pero no importaba. La paloma había soportado día y noche, simplemente para devolverle una alegría de su infancia a aquel hombre, se acercó al preso y soltó de su pico un caracol blanco que había traído desde el Golfo de México. Ese mar que en algunos momentos era tranquilo y hasta sumiso y que en otros se revelaba como el rugir sonoro de un rifle revolucionario que estallaba para defenderse ante el cómplice silencio del abandono…

El hombre tomó entre sus manos el caracol y se lo colocó en su oído. Fidel se sumergió nuevamente en sus recuerdos, era lo único que tenía, y que nadie le podía quitar.
La matanza se dio en Acteal como tantas que se han dado en este mundo de humanos, que resulta inhumano. Todo comenzó con los gritos de las mujeres tzeltales que exigían a los soldados que se fueran de su comunidad. Fidel salió de la ermita y vio como los niños más grandes cargaban a sus hermanitos en sus espaldas y corrían desesperadamente hacia el monte, mientras sus padres tomaban los rifles para defender lo único que tenían: su dignidad. Pronto la balacera fue cobrándose la vida de mujeres, niños y hombres sin distinción. Fidel tomó entre sus brazos a una pequeña y se escondió en la ermita. Al poco rato los líderes de la comunidad fueron acorralados a la entrada de la choza y ahí fueron acribillados con el tiro de gracia de los paramilitares. Fidel fue obligado a salir junto con la niña tzeltal que sostenía entre sus brazos.
-¿Por qué Papá Dios no estuvo para defender a su familia afuera de esta su casita? ¿Por qué cuando rezamos paz al cielo nos llueven balas?- le preguntaba insistentemente llorando la pequeñita, mientras los soldados la separaban de Fidel.
Esa era la historia de Fidel. Ahí estaba encerrado, pensando qué le podía responder a esa niña tzeltal.
Pasaron los días y la paloma puso su primer huevo. El ave y Fidel se habían hecho en cierto modo amigos. Aquella tarde la palomita, después de estar revolviendo el pelo del hombre decidió despedirse con un pío muy agradable. En ese momento, mientras Fidel observaba el vuelo de la palomita, un rugido rompió el silencio, y el preso vio con desesperación como el ave iba cayendo por el impacto de una bala que el mismo diablo había hecho disparar. Fidel se llenó de cólera, ya no podía más.
-¡Maldito Dios!, ¿qué has hecho?; ¡respóndeme, cobarde!, ¿por qué has castigado al pueblo que más te ha querido a ti?, te exijo que me respondas si es que en verdad existes, o ¿acaso eres otra estúpida mentira que hemos inventado por nuestro afán de responder todo?, comienzo a pensar que mi hermana tenía razón, ¡tú no existes, eres tan sólo una absurda ilusión!, ¿por qué no demuestras tu bondad y terminas con este maldito sufrimiento que tus hijos, tu propia sangre, tu carne, tu piel indígena, tu color a tierra tiene que soportar tus caprichos injustos?
Fidel pateó con ira el caracol. En ese momento el cielo se empezó a llenar de nubes y en la noche comenzó a llover, pero aquello no era una lluvia tormentosa sino el llanto de un padre al ver que su hijo le había perdido la fe. Pasaron los días, Fidel también lloraba desconsoladamente, estaba harto de todo, quería morir de una vez, a su parecer su Dios le había engañado, lo había abandonado…
Un rayo de sol atravesó la celda de Fidel. Había dejado de llover. Y en el nidito un milagro estaba ocurriendo, en el más completo abandono terrenal más no divino, un pichoncito de paloma había nacido de un diminuto huevo de paloma. Fidel se dio cuenta de aquello y sin saber porqué: se alivió por dentro, estaba avergonzado. El hombre tomó con cariño el caracol.
El pichón se convirtió en paloma y el ave emprendió su vuelo, perdiéndose en el horizonte llevando en su pico un caracol. Fidel se durmió tenía la respuesta para la niña tzeltal.
En el 2003, después de la muerte de Fidel, surgieron en Chiapas los caracoles de la esperanza zapatista. Las conchas llevan el canto de la selva Lacandona, pero también el llanto de los pueblos indígenas; tienen la canción del mar, la voz de los sin voz, quizá la voz de Dios que nos quiere decir a cada uno lo tanto que nos quiere. Los caracoles le cantan al océano, a los hombres, a la vida. El canto del caracol es seguramente la respuesta a todas esas preguntitas que le hacemos a Dios…

Jacona, Michoacán, México