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lunes, 28 de abril de 2014

CUMPLEAÑOS

CUMPLEAÑOS

Por Javier Barrera Lugo

El hombre agoniza desnudo sobre la cama. La vida se le escapa en cada respiración dificultosa, plagada de dolor, en cada mirada que busca la explicación que aquella niña sentada a su lado, le niega por placer. En menos de diez minutos, cuarenta y nueve años se consumen y la única testigo de la tragedia se complace viéndolo cruzar por el valle del tormento. La ropa desperdigada por la habitación cuenta una historia que ya poco interesa. Pudo ser una operación de comercio sexual que se salió de control, un intento de violación de un padrastro lascivo, un pacto suicida de amor en el que el arrepentimiento de la protagonista desencadenó la descripción que hago. Pudo ser el cobro de una deslealtad, un asesinato, o una de esas jugadas con las que el destino premia a un par de almas solitarias. Nunca lo sabremos, ella calla; sólo el atisbo de una sonrisita implacable nos puede llevar a especular.
El hombre exhala finalmente, todo está consumado. La música que vomita la radio es el único sonido perceptible en aquel cuarto mugriento. La niña recoge su ropa del piso y comienza a vestirse sin siquiera mirar el cadáver. Es menuda, trigueña, adolescente; sus ojos son inmensos espejos forrados con una película acuosa que no permite que las sensaciones que pugnan por salir logren su cometido. Sus senos pequeños, más claros que el resto de la piel, de pezones morados, infantiles, se marcan asimétricos en el tejido de la camiseta como prueba fehaciente de que en ellos los cambios están llegando hasta ahora. Sus manos arañan el bolsillo trasero del pantalón del amante, quien tuvo la precaución de dejarlo sobre el brazo izquierdo de la silla para que no se arrugara. Los dedos cenicientos, escuálidos, hurgan displicentes, atrapan cuatro billetes viejos que el pobre diablo debió sudar para poseer y ahora alimentan los sueños de un espíritu cristalizado por las circunstancias. Un tierno buitre libera de cargas materiales a un bulto que lleva varios minutos siendo carroña.
Saca de una bolsa de lana un lápiz de ojos casi agotado, pasta negra, mordisqueada, y se dibuja varias líneas que tornan vivaces un par de párpados brillantes. Realiza la misma operación de arreglo en labios, mejillas, en la piel que presenta signos evidentes de acné. El rostro, hermoso como las pesadillas en las que terminamos ahogados entre flores rojas, parece labrado en mármol. Inmersa en su papel de madre asignada al azar, cuida el pudor del difunto; cuando acaba de recoger sus pertenencias, se acerca a la cama, pellizca un extremo de la sábana, cubre las nalgas y la espalda que empiezan a tomar un tono violáceo. Lanza una última mirada de cautela; la función termina para ella. Se percata de un olvido intolerable antes de abandonar la habitación: va hasta el ropero y saca de uno de los cajones un diminuto frasco verde que esconde hábil en la pretina de sus jeans.
Cierra la puerta con cuidado, no hace sino el ruido necesario para escapar. El eco de sus pasos toma posesión por breves instantes del corredor que ilumina de mala forma,  una patética bombilla de 60 w que palpita como ya no lo hace un corazón huérfano en la habitación 313. La figura delgada de la niña desaparece cuando afronta el segundo paso de la escalera.Confirma su inexistencia, el silencio criminal que rodea los instantes similares a fotografías que inmortalizan lo que está condenado a ser millares de conjeturas, por más vueltas que les demos a las evidencias. Ya es pasado aquella niña que sin quererlo, no guardó en su cartera rosada la tarjeta de cumpleaños sin firma o destinatario y cuyo texto resume augurios de larga vida, bienaventuranza y prosperidad ilimitada.




Bogotá, 16/03/2014.