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lunes, 4 de noviembre de 2013

INFIERNO DE SILENCIOS

INFIERNO DE SILENCIOS
Por: Javier Barrera Lugo

No es una ventaja decidir cuándo vas a morir. Va en contra de la lógica de la  creación. Irás al “limbo”, le dijo Mery Johana con sangre fría. De tanto sacrificar sueños por causas urgentes, se volvió inmune a la prudencia, a darle importancia a las sensibilidades ajenas.
Henry la miró con rabia. Una sonrisa socarrona fue el cuchillo con el que deseó removerle el tatuaje del antebrazo izquierdo que denunciaba en letras de molde el apellido del marido: LINARES. Intentó contener la respuesta.Una justificación innecesaria le ganó el pulso al decoro que le dio fama de cínico:
-Todo está decidido, mujer. Tanto trago, viejas y “manes” de quienes sólo conocí profundidades, medidas o protuberancias, la resaca de todo eso, me activó la soledad de los escrúpulos. No voy a pelear contra lo que hice, voy a asumirlo.

-Quedan cosas por enmendar, no seas soberbio.

-¿Volver a Armenia a pedirle perdón a los “pelagatos” con los que me malcrié?  ¿Cumplirme la fantasía de ir a un prostíbulo donde ya no puedo hacer nada?  No Mery, prefiero terminar rápido con esto, sin condiciones… Dejar este infierno de silencios.
No le alcanzó la piedad para mirarlo a los ojos. “Qué hago acá”, murmuró para sí. Su presencia como voluntaria en ese hogar para enfermos terminales, como siempre en su vida, fue impuesta por una mala decisión. Como siempre en su vida, sus anhelos, viajar al Vaticano, conocer a Jorge Barón y sus patadas de buena estrella, ir a la universidad para estudiar algo e inculcarle el valor del sacrificio a su hijo de nueve años, Byron, quien heredó del padre  la tendencia a los excesos, se aplazaron indefinidamente.
    A ciegas, tomó la mano izquierda de Henry y la apretó.  Sin pretenderlo pudo testificar cómo la lágrima que un hombre asustado no quiso evitar, le devolvía la dignidad a una mejilla hueca y verdosa.
-¿De verdad no tienes miedo?

-Es igual a cuando pariste a tu hijo, no sabías nada, pero terminaste haciendo algo bueno.

-No sabía, debía. El lío era inminente, pero en tu caso…

-A ti te tocó, yo quiero. Tu Dios no intervendrá.

-No blasfemes- dijo Mery. Y agregó-: Él no nos ordenó hacer pendejadas. Acepta el castigo.

-Mira cómo sufrió Linares por asumir el castigo. Tuvo suerte de recapacitar pese a tenerte a su lado. Fuiste una buena esposa.
Mery salió del cuarto sin despedirse. Al cruzar el pasillo, el dolor la alcanzó. Lloró lo suficiente para asumir las preguntas que evadió mucho tiempo por respeto a la memoria de su único hombre: ¿Pensó Linares antes de suicidarse lo mismo que pensaba Henry? ¿Hizo lo que quiso…, se obligó?
La alarma del reloj de pulsera no le permitió contestarse. Eran las seis y media, oscurecía. Tenía cinco minutos para llegar al rosario que el padre Arboleda ofrecería por los integrantes de la infancia misionera que esa noche salían para un encuentro en Montería.


**Todos los derechos reservados. Javier Barrera Lugo.