HAZLE CASO A TU MAMÁ
POR:
JAVIER BARRERA LUGO.
Ya ves lo que sucede: circunstancias mínimas cambian de manera drástica
la existencia de los seres. Una omisión, un acto banal que no se tuvo en
cuenta, termina dándonos un mal rato, Adriana. La puñalada por la espalda, el
escupitajo que rebelde nos tiñe la mejilla de acuosa humillación, ese es el
precio de soñar el centro del universo partiendo de nuestras costillas peladas.
¡Vaya fe la que solemos tenernos…!
Dime si no es paradójico: tuviste
el mejor día desde que trabajas en el banco: bonificación millonaria y
palmaditas lujuriosas en la espalda por parte tus jefes, porque vendiste a muy buen precio
la cartera de manufacturas González, a esos agiotistas del Banco Central (Sí,
los mismos que le quitaron la casa a mis viejos en el 98). El estremecimiento
placentero que tuviste al sentir tan
cerca la cima del mundo gracias a tus
métodos y prejuiciosa grandeza, casi terminan llevándose tu alma a un rincón
oscuro del infierno. Cuántos esfuerzos hubiesen servido de nada por tu falta de
fe y arrogancia de sobra. Ojalá tuvieras la entereza de aceptar que no te las
sabes todas.
Razón tiene Doña Cecilia, cuando te recuerda que tienes que ser buena
con la gente, sobre todo cuando vas subiendo, porque cuando bajes, esos mismos
personajes te devolverán atenciones. Tú, que le gritaste al celador del
edificio que era “un tarado” por no abrirte rápido la puerta del garaje,
debiste comerte la arrogancia con cucharita pequeña de platino porque fue él
quién terminó salvándote el pellejo. Pero lo tuyo no es hacerle caso a nadie.
Valen más tus antojos que la lógica del mundo. Para ti, no pasamos de ser tu
recua natural de sirvientes, aunque a
nuestro favor suma que no nos cegamos con la primera calamidad, en eso la
experta eres tú.
¡No me malinterpretes, sólo quiero hacerte sentir mal! También habría
enloquecido si encuentro en las penumbras de la sala a una anciana dormida en
el sillón, y hubiese reaccionado peor si compruebo que no duerme, que está
muerta y sus ojos fijos en un punto de la pared ven hacia ningún lado.
En serio no te juzgo, Adriana. No soy quién para hacerlo. La vida es implacable,
nos patea duro para que jamás olvidemos la esencia de sus lecciones. Cuando me
contaste aterrada la historia por teléfono, pensé que era una broma macabra.
Pero cuando me dijiste que pensabas descuartizar el cuerpo y botar las partes
por toda la ciudad, porque preferías llevar a cabo un acto vil a tener que
explicar una situación tan bizarra que perjudicaría tu carrera, entendí que el
asunto sí era una cachetada lúgubre con la que el destino te despertaba.
Analiza las cosas. Juraste que un tipo hosco y ordinario como yo jamás pisaría
tu apartamento y tuviste que aceptar mi presencia en el peor de los momentos.
¡Qué ociosas son las promesas! ¿Verdad?
Lo primero que sugerí al llegar fue llamar a la Policía. Enloqueciste.
Con aullidos me ordenaste sacar la caja de herramientas del cuarto de servicio
mientras desnudabas el cuerpo. Callé para comprobar tus alcances. Descubrí que
son ilimitados. En segundos le quitaste el saco a una masa inerte de unos
setenta kilos. Mientras lo hacías, dictabas las rutas, ordenabas los hechos, donde dejaríamos cada pedazo tajado: -“Lejos,
en el sur, allá pasa de todo-dijiste.
Sin titubear te planté una bofetada. De veras la disfrute. ¿Por qué? Te
respondo con otra pregunta: ¿No pensaste en los familiares desesperados de esta
pobre mujer a la que insultaste después de muerta, cariñito?
Tomé las riendas del asunto. Marqué
dos números de teléfono y acompañé tu espera. José, el vigilante
insultado por no abrir la puerta a tiempo, el indio, el sucio, el pobre, llegó
a tu apartamento como una exhalación, para salvarte sin saberlo, para evitar que cometieras una estupidez. Le
debes mucho al buen José.
-¿Qué le pasó a doña Merceditas, Virgen Santísima…?- preguntó
compungido.
Le conté lo sucedido. Sus muecas nos mostraron que aquello que sucedía
no era algo casual. Actuó rápido. Tomó el mantel blanco de tu mesa y cubrió la dignidad de la anciana muerta. Nos
contó que era la antigua inquilina que vivió veinticinco años en el apartamento
que ahora ocupas.
-La viejita sufría de demencia senil. Vivía con una hermanita igual de
vieja. Los sobrinos les arrendaron una casa pequeñita como a tres cuadras de
aquí hace un par de años, doctor… Siempre se les volaba y se escondía en este
apartamento, estaba muy apegada. A varios les metió
sustos cuando la encontraban sentadita mirando por la ventana, pero usted es a la que peor le fue, doctora
Adriana-expresó compasivo.
Todo finalizó como debía: un infarto cesó sus visitas para mirar los
cerros. Los de medicina legal no se demoraron haciendo el levantamiento del
cuerpo. Obvio, a los ricos no hay que joderles el descanso.
Quedaste hipnotizada viendo el juego de llaves enredado en los dedos
del cadáver cuando lo sacaban en la camilla. En ese momento lo entendiste...
-Cambie las guardas de la cerradura, hijita. Es por seguridad- te dijo
mil veces Doña Cecilia, tu mamá; y tú le respondiste, le gritaste más bien, que
para eso pagabas un mundo de plata en celaduría, que no se metiera, que eras
grande para saber lo que hacías. Dolió y remuerde. ¿Aprendiste algo hoy? Por lo
menos y sin ánimo de burlarme, te invito a que le hagas caso a los consejos
de tu mamá de vez en cuando.