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lunes, 30 de abril de 2012

HAZLE CASO A TU MAMÁ!!


HAZLE CASO A TU MAMÁ
POR: JAVIER BARRERA LUGO.

Ya ves lo que sucede: circunstancias mínimas cambian de manera drástica la existencia de los seres. Una omisión, un acto banal que no se tuvo en cuenta, termina dándonos un mal rato, Adriana. La puñalada por la espalda, el escupitajo que rebelde nos tiñe la mejilla de acuosa humillación, ese es el precio de soñar el centro del universo partiendo de nuestras costillas peladas. ¡Vaya fe la que solemos tenernos…!

 Dime si no es paradójico: tuviste el mejor día desde que trabajas en el banco: bonificación millonaria y palmaditas lujuriosas en la espalda por parte  tus jefes, porque vendiste a muy buen precio la cartera de manufacturas González, a esos agiotistas del Banco Central (Sí, los mismos que le quitaron la casa a mis viejos en el 98). El estremecimiento placentero  que tuviste al sentir tan cerca  la cima del mundo gracias a tus métodos y prejuiciosa grandeza, casi terminan llevándose tu alma a un rincón oscuro del infierno. Cuántos esfuerzos hubiesen servido de nada por tu falta de fe y arrogancia de sobra. Ojalá tuvieras la entereza de aceptar que no te las sabes todas.

Razón tiene Doña Cecilia, cuando te recuerda que tienes que ser buena con la gente, sobre todo cuando vas subiendo, porque cuando bajes, esos mismos personajes te devolverán atenciones. Tú, que le gritaste al celador del edificio que era “un tarado” por no abrirte rápido la puerta del garaje, debiste comerte la arrogancia con cucharita pequeña de platino porque fue él quién terminó salvándote el pellejo. Pero lo tuyo no es hacerle caso a nadie. Valen más tus antojos que la lógica del mundo. Para ti, no pasamos de ser tu recua  natural de sirvientes, aunque a nuestro favor suma que no nos cegamos con la primera calamidad, en eso la experta eres tú.

¡No me malinterpretes, sólo quiero hacerte sentir mal! También habría enloquecido si encuentro en las penumbras de la sala a una anciana dormida en el sillón, y hubiese reaccionado peor si compruebo que no duerme, que está muerta y sus ojos fijos en un punto de la pared ven hacia ningún lado.

En serio no te juzgo, Adriana. No soy quién para hacerlo. La vida es implacable, nos patea duro para que jamás olvidemos la esencia de sus lecciones. Cuando me contaste aterrada la historia por teléfono, pensé que era una broma macabra. Pero cuando me dijiste que pensabas descuartizar el cuerpo y botar las partes por toda la ciudad, porque preferías llevar a cabo un acto vil a tener que explicar una situación tan bizarra que perjudicaría tu carrera, entendí que el asunto sí era una cachetada lúgubre con la que el destino te despertaba. Analiza las cosas. Juraste que un tipo hosco y ordinario como yo jamás pisaría tu apartamento y tuviste que aceptar mi presencia en el peor de los momentos. ¡Qué ociosas son las promesas! ¿Verdad?

Lo primero que sugerí al llegar fue llamar a la Policía. Enloqueciste. Con aullidos me ordenaste sacar la caja de herramientas del cuarto de servicio mientras desnudabas el cuerpo. Callé para comprobar tus alcances. Descubrí que son ilimitados. En segundos le quitaste el saco a una masa inerte de unos setenta kilos. Mientras lo hacías, dictabas las rutas, ordenabas los hechos,  donde dejaríamos cada pedazo tajado: -“Lejos, en el sur, allá pasa de todo-dijiste.

Sin titubear te planté una bofetada. De veras la disfrute. ¿Por qué? Te respondo con otra pregunta: ¿No pensaste en los familiares desesperados de esta pobre mujer a la que insultaste después de muerta, cariñito?
Tomé las riendas del asunto. Marqué  dos números de teléfono y acompañé tu espera. José, el vigilante insultado por no abrir la puerta a tiempo, el indio, el sucio, el pobre, llegó a tu apartamento como una exhalación, para salvarte sin saberlo,  para evitar que cometieras una estupidez. Le debes mucho al buen José.
-¿Qué le pasó a doña Merceditas, Virgen Santísima…?- preguntó compungido.

Le conté lo sucedido. Sus muecas nos mostraron que aquello que sucedía no era algo casual. Actuó rápido. Tomó el mantel blanco de tu mesa y  cubrió la dignidad de la anciana muerta. Nos contó que era la antigua inquilina que vivió veinticinco años en el apartamento que ahora ocupas.
-La viejita sufría de demencia senil. Vivía con una hermanita igual de vieja. Los sobrinos les arrendaron una casa pequeñita como a tres cuadras de aquí hace un par de años, doctor… Siempre se les volaba y se escondía en este apartamento, estaba muy apegada. A varios les metió sustos cuando la encontraban sentadita mirando por la ventana, pero  usted es a la que peor le fue, doctora Adriana-expresó compasivo.

Todo finalizó como debía: un infarto cesó sus visitas para mirar los cerros. Los de medicina legal no se demoraron haciendo el levantamiento del cuerpo. Obvio, a los ricos no hay que joderles el descanso.
Quedaste hipnotizada viendo el juego de llaves enredado en los dedos del cadáver cuando lo sacaban en la camilla. En ese momento lo entendiste...

-Cambie las guardas de la cerradura, hijita. Es por seguridad- te dijo mil veces Doña Cecilia, tu mamá; y tú le respondiste, le gritaste más bien, que para eso pagabas un mundo de plata en celaduría, que no se metiera, que eras grande para saber lo que hacías. Dolió y remuerde. ¿Aprendiste algo hoy? Por lo menos y  sin ánimo de burlarme,  te invito a que le hagas caso a los consejos de tu mamá de vez en cuando. 

MARINA



MARINA

¿La verdad?, No sé porqué .

Caminaba sin rumbo aquella madrugada, tal vez intentando dejar en el asfalto y la soledad de las calles un pasado marcado por la tragedia y el dolor. Un pucho de marihuana y una caja de alcohol barato eran su única compañía; buscaba en ese momento exorcizar sus fantasmas internos y creyó encontrar la mejor manera de hacerlo involucrando a la ciudad desierta en el proceso de morirse lentamente.

El amante de turno había quedado dormido en una residencia de esas baratas que decoran el centro de toda gran urbe. Los 50.000 pesos que le pagara por un rato de su amor le alcanzarían perfectamente para saciar por un día más su eterno deseo de drogas y alcohol y tal vez, apretándose un poco, quedaría algo de dinero para unos tacones de segunda y algo de maquillaje que le permitiera tapar la huellas de un rostro marcado por la noche y el desgaste.

Recorrió por largo rato las calles que desde siempre observaban mudas su acabose y su desmoronamiento. En una esquina saludo a varios perros que a esa hora terminaban un festín ofrecido por las canecas de basura de un restaurante, que en ese momento dormitaba a la espera de los comensales del día siguiente.
Recordó mejores tiempos y lloró al sentir los dulces besos de una madre que tres años atrás  moría sola en un hospital de caridad mientras ella, Marina, retozaba en la cama de algún cliente que después de poseerla la golpearía al descubrir que ella no era lo que él esperaba.

Detuvo su llanto al descubrir que el poco maquillaje que le quedaba se corría por efecto de sus lágrimas. Pensó en su enfermedad y el poco tiempo que le quedaba. Sintió un poco de remordimiento por los muchos que hasta el momento se contagiaran con su pandemia de amor, pero luego, y presa del rencor, se dijo a sí misma que ese solo era el pago que ella debía a la sociedad por todo el daño recibido y por el desprecio que la gente tanto le producía.

Clareaba la mañana, el cigarrillo de marihuana se había extinguido al punto que le quemaba los dedos y de su embriagante compañero, apenas quedaba un trago.

En medio de tropezones y con los tacones en la mano, logro abrir la puerta del inquilinato donde vivía y con esfuerzo aún mayor se dirigió al cuarto donde dormía.

Apretó su cabeza con las dos manos y luego de recordar lo hecho aquella madrugada, se puso en pie frente al espejo. Hay estaba su ser en todo su esplendor, se observo de arriba abajo como para confirmar que era su cuerpo, que era ella, Marina.

Al rato, una risita sarcástica se dibujo en su rostro y su imaginación voló hasta posarse en el desdichado aquel que esa noche le invitaría un trago, la subiría en su flameante auto, la llevaría a un lujoso hotel o residencia, la penetraría en medio de palabras de ofensa y de lujuria, apretando sus nalgas y maltratando sus caderas, para luego caer dormido por efectos del trago y para despertar al día siguiente sin saber que ese encuentro dejaría en su sangre el fantasma real de una muerte inaplazable.

Marina dejó de lado su sonrisa y muy despacio empezó a desnudarse. Primero sus pantimedias ajadas, luego su vestido de lentejuelas y su brasier repleto de relleno, por último su peluca y sus pestañas postizas. Se observó de nuevo ante el espejo y redescubrió su esencia ahí mismo. Su cuerpo plano, sin curvas, sus tetillas adolescentes y ese órgano monstruoso que le recordaba sin querer al ser que él cada noche y cada día intentaba aniquilar y sepultar.

Mario ha muerto hoy en alguna sala pobre de algún hospital, de alguna ciudad, de algún país, pero no ha muerto solo, detrás de él vienen todos aquellos que compartieron sus caricias, su amor, su lecho y sus desvelos.

Hoy ha muerto Marina o Mario, ya no recuerdo su nombre, pero ha muerto, al final no pude darle mi adiós, nunca pude despedirme, tal vez….., porqué no sé hablar, o quizá porque la última vez que la vi, me encontraba ocupado dándome un banquete ofrecido por las canecas de un restaurante, que a esa hora, dormitaba esperando a la clientela del día siguiente.

Jack
FERNANDO VANEGAS MORENO
DRA.

miércoles, 25 de abril de 2012

IMPERIO DE SILENCIOS


IMPERIO DE SILENCIOS

POR: JAVIER BARRERA LUGO.
Todas las miradas, como no queriendo querer, señalan el dintel de la puerta donde Genoveva, la buena de Genoveva, vestida con el abrigo azul de la abuela Renata, yació colgada por el cuello la víspera de su cumpleaños.
Amanda, se limita a contar todo tal cual lo vio: “Golpeé varias veces y nadie contestó… Decidí entrar y mira con lo que me encuentro… Vaya tragedia, Lucas.”
Pregunto estúpido, los motivos que Genoveva pudo tener para terminar con todo así, radical, de forma tan teatral y ella, ceño adusto, puños apretados, me contesta: Qué te puedo decir, comisario. Se ahorcó. No sé más. Pero sus ojos gritan otras cosas, otras circunstancias, otros nombres.
Siempre habrá un espacio para encontrarla en mis pensamientos, hablando, burlándose, escondida en los rincones como una bruja que fascinada, inventa travesuras que pueden costarle la cordura a decenas de personas. Por más que pregunte y pregunte, las respuestas serán las mismas: no sé. Nunca hablé con ella. Era una mujer rara. La conociste, Lucas, un mar de secretos.
Me río de vos, comisario de pacotilla, estará diciendo desde el infierno la hermosa Genoveva; enamorado sin cerebro o pantalones para entenderme. Lucas, el comisario acostumbrado a descubrir el agua tibia, valiente como no fui, sordo como no quise ser… Toda una caja de sorpresas este noviecito mío. Miedo, a eso se limitan tu amor y mi egoísmo, a sentir un miedo grande que hiela la sangre. Sin dilación hubiese sido tu mujer, de corazón tu mujer; ahora me conformo con ser sombra en un lugar de colores ausentes que empiezas a compartir con mi presencia… ¡Ya nada vale…!
Y tiene razón. Este imperio de silencios lo cargo yo en la espalda. Nada más para decir.

martes, 24 de abril de 2012

VE.... LO QUE QUIERAS VER!!


Fotografía de Eddie Adams, 1969

Foto Retocada:
Metaficción sobre una Obra de Eddie Adams, 1969 realizada por el
Equipo Creativo de El Idiota Inútil

Se trata de no limitarse, de contar sin aspavientos e infinitas esperanzas, historias nuevas. No hay peor ciego que el que viendo, decide cerrar los ojos. La ceguera no es física sino espiritual, un caudal de lugares comunes, explicaciones no pedidas y daños a terceros. Ser idiota inútil, es no servir a intereses ajenos sólo por hacerlo, es actuar o abstenerse a conciencia, solamente eso

VERDADES A MEDIAS


VERDADES A MEDIAS

POR: JAVIER BARRERA LUGO.
El público maravillado, no escatimó vítores ni manifestaciones de sincera admiración cuando el viejo, explayado sobre un taburete de cuero ajado, expresó sin titubear que la rubia con varios kilos de más, profuso brillo facial, mejillas casi moradas como ciruelas, labios delgados y ojos ladinos de profundo azul, tenía atado el cabello con dos cintas de terciopelo rojo y una hebilla forrada con diminutas cuentas plateadas, “sin duda compradas en “El Colibrí”, uno de los ocho dispensarios que evidenciaban el progreso económico del puerto.

El ciego, acostumbrado a las expresiones delirantes de las gentes de aquellos pueblos repetidos como mantras en la línea costera de un país incipiente, que atribuían a las artes ocultas y poderes de adivinación, los  resultados de un truco que se ceñía simplemente a la conjunción de unos sentidos bien utilizados con la simple lógica, dejó caer lo poco que le quedaba de energía vital sobre el taburete, acercó la chaqueta que colgaba del brazo derecho de la silla de Amancio y sacó del bolsillo una petaca con whisky. Bebió un trago largo y posó, como acto final de la jornada, la mirada muerta sobre un grupo de estrías que se comían la pared del salón comunal donde se presentaba desde las doce del día como “El que todo lo ve sin ver”.

-No creen que seas ciego, brother-dijo Amancio.

- En estos cagaderos todo el mundo dice lo mismo. Peor para ellos… ¡Pobres maricas que juran que además de ciego soy pendejo!

Despachó otro trago con ansia. Se movió con la agilidad de un viejo de veinte años mal llevados para tomar el brazo de Amancio. Acercó los labios a la oreja de coliflor del anacrónico boxeador que perdió treinta y dos combates y,  entre naturales y prótesis, un diente como mínimo en cada uno de ellos. Un gigante con más vísceras que cerebro a quien convenció de ser su lazarillo en el mundo de la adivinación una noche en que se le mezclaron en el olfato el ímpetu de un  Carlos Monzón, adolescente y encabritado por los tragos y el miedo lácteo de un negro, que antes de los combates engullía generosas cantidades de leche sin pasteurizar y bocadillos de guayaba. Monzón, en el tercer asalto lo tenía como un nazareno. Cuatro imperceptibles golpes sobre la lona le dijeron al ciego esa noche, que además de las pocas piezas que le quedaban en la boca, a Amancio la intolerancia a la lactosa y la brutalidad ebria de Monzón, le quitaron el valor. Desde esa noche recorrían los pueblos desplumando crédulos con actos de percepción sensorial parecidos a la magia.

-¿Trajiste lo que te pedí?-preguntó el viejo a la mole.
-Llegó desde antes de acabar la función… ¡Ya se la traigo, patrón…!- contestó Amancio corriendo hacia la puerta.

Sus dedos, amorcillados mientras realizaba las funciones, se fueron tensando hasta volverse garras. Los nervios trasformaron su rostro como si una centella hubiese impactado contra él: ceño adusto, mandíbula apretada, labios morados que se volvieron dos lajas volcánicas, mejillas impregnadas de verdores cadavéricos, las cuencas vacías de los ojos llenas de una luz mortecina que le daban un aspecto lúgubre.

Estaba horrorizado, pero en su cabeza una voz, que era la de él mismo cuando tenía veinte años, repetía hasta el cansancio un estribillo: “El olor de la hembra a los diecisiete años: maracuyá, pimienta, fragancia de azahar… El olor de la hembra a los diecisiete años, maracuyá, pimienta, fragan…”-interrumpió los pensamientos para decirse sin pizca de compasión que ya no era joven, que era un hombre joven envejecido, un patético viejo rejuvenecido y que así las cosas no tenían chiste…
La muchachita se quedó en silencio ante su presencia. El ciego deslizó un billete por el éter y Amancio, desapareció del salón una vez lo guardó en el bolsillo de la camisa.

-¡Desnúdese que quiero verla!-ordenó el ciego.

La muchachita, asqueada por el espectáculo de las cuencas huecas, se quitó el vestido de flores, la ropa interior que parecía de cristal con encajes y hasta las sandalias verdes. El viejo levantó la cabeza buscando el génesis de los olores de aquel cuerpo joven.

-El malparido que le metió esa puñalada la amaba mucho, niña…-respiró profundo y continuó-…Si la hubiese querido joder no le mete el golpe en la ingle sino directo en el ombligo…Je, je… ¡Bien celoso el cabrón enamorado…!-concluyó divertido.

Por instinto la mujer se cubrió los senos con los antebrazos y dirigió su mirada incrédula hacia la cicatriz cercana al pubis. No pudo aguantar las ganas de llorar. El viejo estiró las manos, la llevó hasta su regazo y empezó a cantarle la única canción que sabía: “El olor de la hembra a los diecisiete años: maracuyá, pimienta, fragancia de azahar… El olor de la hembra a los diecisiete años: maracuyá, pimienta, fragancia de azahar…”