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viernes, 2 de octubre de 2020

EL AYUDANTE DEL NIÑO DIOS

 


          Hace diez años mi padre inició su camino hacia la inmortalidad prometida por el dios en el que confiaba, y demostrada por la naturaleza a la que considero única autoridad. Después de la sorpresa ante su fallecimiento, una agonía cuya intensidad ha mermado, pero nunca pasará, tras sentir en el alma los latigazos dados por su ausencia, hoy lo recuerdo con amor, con agradecimiento y esperanza de volverlo a ver.

            Lo dije en su momento, hoy lo sigo creyendo: sólo muere quien es olvidado. Y nunca olvidaré a mi papá, porque lo amo, lo valoro, lo extraño, lo admiro. Está a mi lado cada día, cuida a mis hijos, se cuela en mis sueños para confortarme cuando estoy jodido.

Ríe mi viejo en medio de una estela azul, el humo de su cigarrillo hace misterioso el entorno, los olores a tabaco y loción se ven frescos a contraluz. Toma café, charla con Teresa, sonríe. Tiene puesta su bata blanca llena de paisajes, rayos de vinilo cargados con inagotables sueños cumplidos y por cumplir. El poder de los colores…

Un abrazo, viejito. Apenas son diez años sin su presencia, pero lo siento a mi lado. El dolor y el amor son siameses que se necesitan, y a su manera, se comen de a poco el interior de nuestro pecho mientras flotamos. ¡Vivir es maravilloso!

 

EL AYUDANTE DEL NIÑO DIOS

Por: Javier Barrera Lugo




En 1982 estalló una bomba social en Latinoamérica, una crisis atroz generada por la caída en los precios internacionales del petróleo -de los que dependían las economías de varios países de la región, entre ellos Colombia-, un alza sistemática en las tasas de interés, como efecto de la caída de los ingresos antes mencionados, y el cese en los pagos de la monstruosa deuda externa que aún hoy, afrontan las repúblicas ubicadas abajo del río grande. El desempleo surgió como un cáncer que todo lo consumió.

            Esta dificultad hemisférica afectó directamente a mi padre, quien era contratista de pintura, ya que los bancos subieron los intereses o dejaron de prestarle plata a las constructoras que desarrollaban los proyectos de vivienda que él y su gente pintaban. Como consecuencia, lo que empezó como desaceleración productiva en el 82, a mediados del 84 se volvió una recesión económica que devoró los empleos de millones de colombianos, entre ellos, el de mi viejo.

            Durante este período de “vacas flacas,” nunca faltaron las tres comidas diarias de reglamento, tampoco las onces con “mojicones” comprados, cada tarde, en la panadería del señor Romero (Andrés, Alejo y yo, siempre que íbamos, nos encontrábamos con el profesor Germán Solano, que se la pasaba tomando “tinto con chicharrona” en ese prestigioso negocio); ni llegaron a cortar un servicio público por falta de pago. Mi papá guardó en los buenos tiempos, siempre fue un tipo organizado.

            Los ahorros empezaron a flaquear al comenzar septiembre del 84, y para colmo, en  6 meses a mi viejo no lo llamaron ni para pintar una reja.  El hombre llamaba a los arquitectos Muñoz, Barbudo, a Bernal, gente con la que siempre trabajó,  recomendándoles algo para hacer. “Tranquilo, Barrera, estamos en las mismas. Apenas tengamos algo lo llamamos,” le respondían.  Unos meses después, así sucedió; pero su urgencia era de ese momento, se acercaban fechas que para él era indispensable celebrar, no por vanidad sino por reafirmación de principios, así fuera con un detalle pequeño: el cumpleaños número 7 de Alejo, que había estado muy enfermo, los 5 de Lili, la navidad…

            Tuvo que replantear las cosas, solventar las premuras con inteligencia buscando hacer menos duro el panorama. Para lograr la meta, mi viejo tuvo que abstenerse de placeres personales que le hacían llevadera su lucha por la subsistencia familiar en tiempos caóticos: gracias a la angustia no pudo bajarle a la “fumadera,” así que cambió sus preciadas cajetillas de Marlboro rojo (de contrabando y aún con el calor de Maicao pegado al celofán), por el “perrata” Mustang rojo, una suerte de cal viva embutida entre papel blanco y coronada por un filtro amarillento, que hasta al más experimentado de los fumadores le dejaba sensación de quemadura en la garganta y tejido desgarrado.

            Dejó de ir a la cantina de Beto y a las canchas de tejo los jueves. Decidió muy a su pesar, volverse abstemio; las “Bavarias” de una jornada costaban más que una bolsa de leche, el pan, el arroz, la libra de carne, con la que debía alimentar al día siguiente a cuatro “monstruos,” que no rebasaban los 10 calendarios de vida.

            Lo único que parecía darle fuerza para seguir en la lucha, eran los paseos por Ciudad Jardín Norte y alrededores, sobre su bicicleta de carreras, sin cambios, roja, bastante “aporreadita,” si se me permite la expresión. Asumo que, rodando sobre ella, declaraba como superadas esas madrugadas jodidas en las que debió salir a entregar ejemplares del periódico El Tiempo, así lloviera, tronara o relampagueara, para los suscriptores de Los Andes, Pasadena y Puente Largo, barrios que tenía asignados en su ruta.

            Fue el único deporte que vi practicar a mi papá. Le gustaba ver fútbol (Sus famosas expresiones fueron: “Ese clásico lo “echaron” al empate,” o, “¡Que pongan a jugar a Carlos Darwin Quintero, es mejor que ese “tronco de Aristizabal…!”), pero la bicicleta le daba libertad emocional, eso lo tengo claro.

            El lunes 24 de diciembre de 1984, quedó grabado en mis instintos como el punto en que mi inocencia murió. Para mi beneficio, del capullo en descomposición emergió una larva ávida por preservar el sentido de gratitud y su transparencia. Ese día mi mamá, Teresa, y mi viejo, Héctor, demostraron a sus hijos la incondicionalidad de su amor, la limpieza de ese sentir. Una breve conversación, una pregunta, la fuerza de voluntad de ella, el pragmatismo de él, unidos para brindar lo que consideraron esencial en nuestra educación sentimental… Hoy puedo decir que lo aprendimos…

            Navidad iniciaba. Desde las 7 de la mañana algunos vecinos cerraron la cuadra,  colocaron a todo volumen discos de los Hispanos, de Pastor López, hicieron la colecta para comprar vinilos, esmalte, plástico, cabuya, las cervezas de rigor, y empezaron a dibujar sobre el pavimento, espantosos angelitos armados de cornetas que anunciaban la llegada del niño Dios y deseaban paz y ventura para el entrante 1985; muñecos de nieve en medio de los calores decembrinos, un sonriente papá Noel (que copiaban de la publicidad lacrimógena de coca cola),  subido en un trineo, desollando a punta de rejo las costillas a unos renos famélicos.

Pintaban postes y andenes (sardineles, decían estos genios del mal gusto) con franjas rojas, blancas, verdes; colocaban hileras de pendones plásticos entre casa y casa (que con el viento y las lloviznas se llenaban de tierra y se veían horrorosos) y llenaban de alboroto una comunidad aún creyente en la solidaridad como principio de vecindad.

            10 de la mañana. Mi mamá suelta sin anestesia la pregunta a mi papá: “¿Qué le vamos a comprar a los “chinos” de regalo? Con dolor expuesto en los ojos, la mirada húmeda de quien asume su sacrificio como obligación moral, sin renegar, le contesta: “Voy a vender la bicicleta, no tengo plata. Hay que regalarles algo a los “chinos,” que vean que el niño Dios no se olvidó de ellos…Este año se portaron bien…”

            No sé a quién se la vendió, cuánto le dieron por la bicicleta, qué pensó mientras volvía a casa sin su tesoro, qué le dijo mi mamá… Jamás tuve el valor de preguntárselo; sentí que hacerlo, sería transgredir lo que Héctor y Teresa eran como pareja, como padres, mis padres.

Yo, el “chino” sapo que por coincidencia se cruzó en la escena, terminé testificando la simpleza de los sentimientos, el desapego de los buenos padres cuando los asuntos tienen que ver con sus hijos. Esa navidad nos mostraron cuánto nos amaban, aunque nunca nos lo dijeron; en esa época, hacerlo, se consideraba una forma de “mariquear a los pelados.”

            Esa noche Andrés, Alejo y yo, recibimos cada uno camisetica de rayitas y pantaloneta. Lili, pequeña, consentida, piyama y muñeca. Doña Teresa, preparó ajiaco y mi viejo se tomó, después de meses, unas Bavarias.

            Desde ese día detesto la parafernalia navideña, su hipocresía, la desmesura, la falsa anarquía y despilfarro de la gente, su cultura de alegría prefabricada, sus costumbres de pequeña burguesía. Desde ese día, respeté a mi papá con argumentos, no sólo por costumbre. Admiré la fuerza espiritual de mi mamá, su creatividad, su temple. Desde ese día grabé en el espíritu el concepto de prioridad, de hacer lo necesario y desprenderme de lo que tengo, en aras de obtener un beneficio para los que amo.

            El ayudante del niño Dios, el hombre del bigote eterno, me dio una lección que marcó mi vida. Donde esté latiendo, estoy seguro que me sigue los pasos y me cuida, pedalea una bicicleta roja hacia una meta que brinda inmortalidad y donde seguro, lo volveré a abrazar.

 

02/10/2020. Todos los derechos reservados al autor