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domingo, 6 de noviembre de 2016

AMOR PROHIBIDO

AMOR PROHIBIDO
Por: Javier Barrera Lugo
A: Florentino Borrás y la señora Margarita.

Esta noche pasaste por mi camino
y me tembló en el alma no sé qué afán
pero yo estoy consciente de mi destino
que es mirarte de lejos y nada más.
José Ángel Buesa

Tristeza por los sentidos que dejamos acabar. La conveniencia que trae la cotidianidad que nos inventamos y seguimos ciegos, por más revolucionarios que pretendamos ser, se nos mete profunda en las convicciones y las trastoca. El daño tiene diversas motivaciones: para algunos traicionarse y vender a los demás es un acto banal cuando se quiere ganar. La voz de la conciencia le cede el paso al galopante deseo en su expresión más miserable. Para otros ser llevados por la diosa fortuna a lugares incómodos en los que los sacrificios que hacen son sólo la consecuencia de la falta de talante o el dolor ante un golpe implacable del destino que como cretinos creyeron inexistente, les termina afectando la psiquis. Así de terminantes son las cosas.
       Preséntese como quiera  la tristeza ante la renuncia que no quiere asumirse, los sentidos quedan marcados, se extrañan las sensaciones del beso, la piel desnuda que creímos jamás poseer, la eterna taquicardia cada vez que se asiste a la cita de cada tres años en un centro comercial atiborrado de gente que no existe para los involucrados en el encuentro, el no hallar la forma de encender las luces de una habitación de hotel donde cualquier escrúpulo se revierte a favor de la lujuria del amor y los goces del cuerpo se vuelven el sentido real para una vida cuya densidad, en ese momento específico, no está marcada por necesidades sino por instintos.
       A Ismael nada le había movido la existencia con violencia dulce, nada le había enseñado el pecaminoso sabor de las orillas de la  muerte  hasta que conoció a Matilde Amarilla, mujer a quien la intensidad de la luz transfiguraba. Por ella desertó, aguantó la ofensa de ser “sólo su amigo,” y servirle de sicoanalista cuando otros imbéciles no la querían, con ella construyó mundos perfectos que se incendiaron fácil y hasta bajó a los profundos infiernos para comprobar que se parecen mucho a la tierra.
       La autoflagelación aparecía cuando veía a la esposa rumiar su clasismo, hablar de eso con un grupo de brujas tan perversas como ella, ignorarlo, faltar a la promesa de dejarse llevar por la mística de la vida sin pretensiones mayores. “¿Cuándo se fue todo a la mierda?” Sólo se preguntaba eso.
       Rebelde tibio, invocaba a Matilde como el más digno de los remedios. La echaba de menos, decidía buscarla otra vez en esa memoria privilegiada que tienen  los suicidas potenciales; pero un comentario susurrado por la esposa, un “ya está otra vez pensando pendejadas,” lo llevaban a borrarla de las pulsiones porque un hombre viejo no puede darse el lujo  de la esperanza.  “Tristeza de los sentidos que dejó acabar,” repetía hasta que el cansancio lo doblegaba.
       Matilde, ese milagro que apareció para hacerlo trizas llenas de alegría cuando ya todo eran  trizas por costumbre, la amada que un día desapareció y le pidió perdón sólo para otorgarle perdón años después cuando fue él quien sin ánimo de revancha la apuñaló,  la mujer que le ralló con una puntilla al rojo vivo el corazón, aparecía en la negación del sueño para decirle con cada gemido, con cada caricia plagada de viento: “nada es para siempre, ni siquiera la tristeza,” y lo llevaba a sentirse como un viejo ridículo demasiado feliz, mientras ella tenía veinte años y le cantaba sin armonía, una  vez más,  “amor prohibido” de Selena, mientras sus abuelos eternos escuchaban la misa del padre Guillo en Bojacá.
       Ni siquiera las borracheras eternas con poetas tan malos o peores que el “gran Ismael Landázuri,” (invento de un editor que practicaba la avaricia como estimulante) le impidieron faltar a la cita telefónica de cada domingo  de 1.999 a las 8 de la mañana para escucharla desafinar con cada nota que  dejaba salir del centro del estómago. Ese fue el año en que conoció el veneno de la romántica espera y a su gestora.
-Eres la libertad de un esclavo enguayabado- le decía para hacerla entender que era el centro del universo de alguien; ambos sabían que para el novio divorciado y médico eminente, Matilde no lo era.

-Contigo hago cosas que no he hecho con nadie más: cantar, ser una gamina, tomar cerveza, tirar piedra en las manifestaciones del primero de mayo sólo por joder, no tener responsabilidades.

-¿Algún día haremos el amor…? Ni siquiera me besas con la boca abierta…

-Esa es la prueba máxima de intimidad con alguien… Me gustas… pero…

-A uno le gustan centenares de cosas y ama pocas… ¡Te amo!

-Yo a ti no, bueno, te amo poquitas veces, otras te odio, la mayoría del tiempo te quiero como amigo, me caes bien. Lo siento.

-Siéntelo cuando al día siguiente de dormir conmigo no quieras que me vaya de tu cama…Disculpa la sinceridad de mis deseos… ¿Te pusiste roja? ¡Lo logré! Te alcancé a mover el piso.

-Cállate, idiota, sólo seremos amigos, buenos amigos. Ten claro eso… “Amor prohibido nos dice todo el mundo, el dinero  no importa en ti y en mí, ni en el corazoooón…”

      La vida dictó otras órdenes, generó alucinaciones y después las aplastó con la vehemencia de un niño sádico. Amor y odio coexistieron, se hicieron fuertes y agonizaron; pero lo peor que les sucedió fue que se acostumbraron al silencio -El silencio es la muerte- Las despedidas se hicieron lánguidas, comunes.
       Tristeza por los sentidos que dejamos acabar. Siempre es igual, por eso la mayoría de los humanos están amargados, esperan milagros, campos florecidos, mucho verde y amarillo y rojos de locura, aunque jamás pelean por ello. La vida les demuestra que todo se extingue y muta, que somos cenizas humedecidas que se resisten a la corriente.
       Matilde zozobra en un montón de palabras que no quiere escuchar y el considera inútiles en el imperio de la sordera.   Amor prohibido es el que nosotros mismos invalidamos, la colofón parece ser el gimoteo eterno.

      Ismael, en el estudio del que nunca sale por físico tedio, no pierde la esperanza de volver a desnudarla y sentir que por un instante todo volverá a tener sentido y millones de segundos perdidos comenzarán de nuevo. La esperanza parece ser el último seguro que poseemos para no pegarnos un balazo en la cabeza.