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lunes, 21 de marzo de 2016

LA BOLA DE CRISTAL

LA BOLA DE CRISTAL
Por: ESTEBAN ESPITIA


Alguna de esas noches alucinantes, mientras regresaba ebrio de un lugar recóndito, tropecé y caí sobre un monje de barbas blancas y ojos grises en una calle desolada. Yo vivía solo y no sentía miedo, pues no tenía mucho que perder, así que le invité a la casa.
Su cabeza sangraba, y de sus manos se podía leer el misterio que inspiraba, aquella historia que supongo nadie me creerá, pero al fin y al cabo, ¡qué interesa! Es un relato más.
"Cuando solía ser joven y saludable, no era un niño, entonces me faltaba imaginación. Dejé de soñar.  Mi familia no me dejó solo, fui yo quien se marchó.  No dormí, no descansé un segundo en aquella aventura. ¿Cómo iba a perderme semejante osadía? La verdad fue que sin perdérmela, me perdí.  Fue demasiado extraño el hecho de poder respirar bajo el agua y más aún, el de encontrar una deleznable ciénaga tan honda.
Esa tarde llovía, de acuerdo a la lógica del clima invernal, la ciudad debía inundarse debido al diluvio. No volví a casa, pero había regresado a mi antiguo hogar. Espeluznantes criaturas hallé debajo de aquella pequeña laguna, miedos profundos erizaban mi piel, las olas traslucidas eran espejismos, a través de los cuales veía mis vetustas escamas.
Me convertí en un espécimen terrorífico, podía nadar en el oasis a una velocidad inimaginable. Mientras más descendía, encontraba nuevas razas de peces, nuevos seres y especies modificadas por el efecto de una radiación más peligrosa que la nuclear, una energía volcánica que emergía de las profundidades más abismales y lúgubres.
En cada siguiente nivel, los organismos se perfeccionaban, los cuerpos se hacían más fuertes, era como un videojuego. ¡Cuántos entes raros no me figuro destruir! Ya no era un hombre, era un brutal asesino, un guerrero, uno de esos villanos tenaces, un héroe inmenso.
Empecé a creer en los mitos y las leyendas de los gigantescos engendros: El Leviatán, El Kraken, El Monstruo del Lago Ness; pero esas banales historias, ni se le parecían. ¿Cómo podrían ellos llegar hasta la tierra? – me pregunté, ni a la superficie siquiera.  Pensé entonces, que en algo se habían basado para inventarlas, quizás visiones, o lo que yo tuve, que era de hecho tan verdadera que parecía una grotesca fantasía, una sublime pesadilla.
Me hacía más grande en la medida en que mis oponentes eran voluminosos.  Todo el entorno iba a mi favor, así fuera yo contra la corriente, como si mi organismo se adaptara inmediatamente al medio, una evolución inminente, como la devastación que se presentaba.
Pronto iba a cesar la violencia, porque los poderes de todos comenzaban a ser nivelados. Pude ver al fin como mi esencia era igualada a la de los Dioses Majestuosos, ya no existían esos horripilantes endriagos.
Resultó entonces un aburrido lugar, ya no quería ir ni al infierno y ya estaba cansado del paraíso; pensé en excavar, pero la arena era demasiado férrea. Debía encontrar ese valle donde la tierra me enterrara y me absorbiera al punto de hacer parte de ella. Esperaba entonces ser sembrado por el Dios del fango. Necesitaba ensuciarme, ya estaba demasiado limpio, tanto que mi existencia carecía de diversión. Nunca entendí porque los dioses no quisieron escapar conmigo.
Jamás encontré aquella región en la cual me sería posible huir de la hostil ostentación que me pertenecía, aquella petulancia de los Dioses, menos del hastío que embargaba mi soledad, aquella necedad del nihilismo inconsciente.  Siempre quise seguir el instinto de mi obstinación. Así que intenté superarles, pero también fue en vano; el hecho de haberles alcanzado, ya era en sí una gran hazaña.
A veces los Dioses cargaban una gran esfera de vidrio (vulnerable a la furia del gran mago encolerizado por la insensatez de los risueños Dioses) en la cual veían cómo la humanidad demacrada se aniquilaba entre sí, con las armas que le sobrepasaban.
Sentían envidia por no ejercer voluntad, ni profesar el poder; tenían fuerzas, pero de nada les servía. Entonces discutían sin palabras ni gestos, solo miradas amenazantes que hechizaban a los más débiles, pero cuyas brujerías eran apariencias superfluas y encantos efímeros, nada de ellos era eterno, únicamente ellos y la apatía de aquel mundo.
Me fueron dados por el habitad nuevos oídos para la supervivencia y para comprender el nuevo lenguaje. Era una música asimétrica, nada común, compuesta por micro-tonalidades, diminutos sonidos casi imperceptibles, agudos estruendos, rozando la gravedad de lo radical.
Era un invento de los Dioses matemáticos, en un mundo repleto de dimensiones imposibles de describir, un lugar plural, un multiverso, un océano de soles, una galaxia encerrada en un recinto de cráteres y desiertos húmedos.
Poco a poco fui hallando mis propias esferas, entonces practicaba el lenguaje en soledad. Aquellas resonancias evocaban mi vida de hombre, cuando aprendí a interpretar ese instrumento llamado Theremin. El viento también cantaba en un idioma diferente, universal y tirano.
Me acariciaron los jardines fastuosos, y el éxtasis del aroma de cada arbusto, escuchaba los colores del caballero de la noche que junto al roció de la luna, respiraban aires de intensos arreboles. Las Auroras Boreales eran nubes que danzaban por doquier, adornando el océano blanco y helado.
El universo se compaginaba como una orquesta declamando la sinfonía de la inmensidad, la armonía de los horizontes magnificentes. Aquel último instante en el que aprendí a observarlo todo con gran detalle, fue cuando perdí la conciencia, terminó la fascinación, rompí en delirio y me fugué del misticismo”.
Desperté en el asfalto de la misma calle que estaba desamparada, mis audífonos aún servían, pero la colección de obras de Bach había finalizado, el ambiente estaba colmado de sirenas ambulantes.

El desperdicio de sangré fue alarmante, hubiera preferido que me hubiesen dejado allí tendido. Pero al final de la noche, terminé en casa de un anciano psiquiatra que trataba de adivinar mi enfermedad examinando una bola de cristal. El efecto de mi medicamento, había culminado al fin.