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martes, 25 de febrero de 2020

¡CÓJANLO, CÓJANLO…! ¡SUÉLTENLO, SUÉLTENLO…!


¡CÓJANLO, CÓJANLO…! ¡SUÉLTENLO, SUÉLTENLO…!

A: Edwin Ricardo Parra, mi parcero.




Por: Javier Barrera Lugo





La mujer aúlla por su vida. Una navaja, con la que un tipejo le hiere el antebrazo izquierdo (su lado menos hábil; por instinto y mecánica corporal, la extremidad idónea para protegerse) mancilla su hasta ahora, relativa cotidianidad. La sangre desentierra atavismos, la escandaliza al brotar. Por supervivencia, entrega sus pertenencias.

       El asaltante esculca el bolso negro ansioso por encontrar  el teléfono celular  de alta gama que la mujer, antes de subir al puente peatonal, guardó en el bolsillo secreto. No fue efectiva la medida; la pantalla iluminada desapareciendo en el interior de la cuerina fue el impulso que activo el apetito del criminal.

       El tiempo se congela para ambos. Ella, herida, piensa en el hijo de doce años al que acaba de llamar y la espera en el apartamento que alquilan. Él, con la adrenalina irrigándole lo poco de cerebro que le queda, visualiza las papeletas de bazuco  y la caja de aguardiente que en par horas estará consumiendo en algún “chochal” del centro.



       Siete de la noche. El sector se hunde en oscuridad. La calle se desocupa.  Vuelan los laburantes de corbata y falsas expectativas hacia sus casas pagadas a cuotas. Los ejecutivos, cuyos prejuicios y diarrea conceptual los hacen creerse infalibles, suben los cristales de sus carros y se repiten como mantra mientras avanzan: “Deberías estar en Londres, eres la verga, parce…” Otro tipo de alimañas se adueñan del espacio. La bolsa o la vida es el mandamiento: todo o nada, y si no le gustó, ¿cómo es que es…?

       Flotan como murciélagos en las cornisas del palacio de Versalles, “ñeros” venidos de Suba, del sur, de Ciudad Bolívar, del Codito, de Kennedy, del Garcés Navas, de las mismísimas mollejas de la desgracia y ausencia de escrúpulos a la que llamamos Bogotá.

       Algunos extranjeros especializados en delinquir (por corrección política no los llamamos “venecos” cuando están frente a nosotros) que ya saben a mierda  con su pedidera, y cuya calaña los hace justificar crímenes sobre supuestos de hambre o cansancio existencial por caminar a pata pelada  los llanos de su patria destruida y las montañas del país que es “pasión” y a regañadientes los acoge, recorren en bicicleta la zona esperando presas que caigan sin esfuerzo. 

       Se dejan ver los pelafustanes, ricos y pobres, quienes tienen clavadas en la carne infernales adiciones; y  cómo no, hasta las putas que se pelean los clientes con las vecinas recién llegadas de Venezuela, “que dan los tres servicios por un calado,”  según comentan profesionales caleñas y paisas cuando me piden candela para fumar.

       Como es lógico, en nuestra absurda lógica, aclaro; la policía brilla por su ausencia. A esa hora los “pobrecitos agentes” están ocupados cobrándoles vacunas a los jíbaros que venden paraísos sicotrópicos a los gomelos que invitaron, con plata de papá, “a rumbear a Cami y a Jero…;”  a los vendedores ambulantes de literales perros calientes que aún ladran, a las viejitas que venden cigarrillos, golosinas, “perico,” hasta virginidades dudosas y remiten clientes ansiosos a los prostíbulos y amanecederos,  a ladrones como el que acaba de herir a una mujer para robarle el celular… La avaricia es el don de los impíos, diría el filósofo de marras.


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       Esta noche los astros no están alineados con el destino del asaltante; ellos guardaron su carga de bendiciones para la mujer: cuatro hombres, dos por cada lado del puente se percatan de la situación y actúan. Tres jóvenes y un viejo “parado en la raya” (lo definiría así mi amigo E.P., “El propio comemierda,” como le digo de cariño), se abalanzan sobre el ratero y lo empiezan a golpear.

       La mujer se suelta a sollozar; acto seguido, berrea, repite el nombre de su hijo una y otra vez… Los curiosos se agolpan, opinan, lanzan cientos de patadas, puños y puñetes que mueven el bulto sangrante que no suelta el cuchillo, aunque tampoco lo usa; hace palpable el  típico comportamiento del cobarde cuando se ve rodeado.

       Con la “velocidad” que los caracteriza, dos policías  llegan hasta el puente y se apropian de la situación. Se acercan pistola en mano, casco subido hasta la frente, actitud pedante. Hablan  por celular (sabrá el diablo con quién) y al tiempo, piden calma a los avezados justicieros. No sé cómo hacen estos badulaques para ser tan engreídos.  Los tres jóvenes y el viejo persisten con su concierto de cachetadas, puntapiés y escupitajos justicieros.

       Como buenos colombianos, el grupo que hasta hace unos segundos apoyaba el ojo por ojo, diente por diente; al ver a la “autoridad,” cambia de posición ideológica. Uno de ellos les grita a los cuatro hombres: “¡No le peguen más! ¡Miren cómo lo volvieron…!

       El servil que vocifera, no repara en la mujer, la mamá de un niño de doce años, que espantada, trata de parar la sangre que sigue saliendo de su antebrazo gracias a la cortada que le hizo un delincuente que más de quince veces fue detenido por robar y herir a gente inocente. Ella no importa, la doble moral heredada de los españoles, sí.

       El resto de curiosos, contagiados por el síndrome del borrego, apoyan la moción: ¡Demándelos por lesiones personales, no sea bobo! ¡Él sólo robó, no la mató…! ¡Vea, devolvió el celular…!  La gente decente no hace  justicia por mano propia… Para eso está la justicia…!  La paliza y  arengas consecuentes fueron grabadas y subidas a las malditas redes sociales donde se inició un debate estéril que duró dos días.

       Los policías, antes de esposar al tipo, regañan a los hombres que salvaron a la mujer: “Tienen que confiar en nojotros… pa’ eso somos la autorida… ¿Qué tal hubieran matado a este huevón? Se meten en un lío… ¡Piérdasen…!”  Con rabia en los ojos se despiden de la mujer y siguen su camino.  Saben lo que va a pasar…

       El espectáculo concluye con los policías convenciendo a la mujer para no denunciar el hecho: “Sumercé, casi terminamos turno y nos toca quedarnos haciendo el papeleo quién sabe hasta qué hora... Además, su “chinito” está solito en el apartamento... Mire, la herida es superficial… Un rasguñito… Y la jueza que está de turno suelta a este “pirobo” en tres horas… Es medio blandengue…  Pa´ qué nos degastamos… Igual, Sumercé recuperó sus cositas… Cuestión de cuidarse pa’ la pródxima, vecina…”

       Ella  sube a un taxi y el malhechor, apenas reponiéndose del susto, con las heridas latiendo,  vacía sus bolsillos y entrega el producido del día a la “autoridad.” Todo vuelve a la normalidad tres minutos después…

        Le cuento lo sucedido al viejo Santafé, mientras bebo mi tercera cerveza, la de irme. “Eso son maricadas, hermanito,” me dice. Y remata con una de sus sentencias llenas de visceralidad y sabiduría coloquial: “Este es  el país del ¡Cójanlo, Cójanlo…! ¡Suéltenlo, suéltenlo…! Nada que hacer hermano.  Acá somos conchudos, tibios, hipócritas. El político que roba es elegido por las personas a las que robó, el paramilitar o el guerrillo van al congreso después de decir que están arrepentidos; y eso, porque ahora ya ni lo dicen… Que dizque en la paz hay perdón y olvido… ¡Hágame el bendito favor!  La esposa termina criándole los chinos a la moza del marido cuando ésta los deja tirados… A los colombianos nos falta culo pa’ pantalón de paño, poeta… No se le haga raro que el pícaro del que me contó, mañana esté en ese puente atracando a uno de los que pidieron que no le “cascaran” más… ¡Valientes pendejos tan falsos…! ¡Aquí lo que se necesita es darle rejo a los necios, pa’ que afinen…!

       Once en punto. Una jornada movida concluye, al menos para mí. Tengo que madrugar a trabajar. Seis mil pesos  es la cuenta. Voy a pagar.  Me doy cuenta que no tengo la billetera. Me la robaron Transmilenio, fijo.  Apenado, comento mi problema y Don Santafé, socarrón, me lanza esta perla:

“Cancéleme mañana o el sábado cuando venga con la patota. Si no me paga, les grito a los clientes: ¡Cójanlo, Cójanlo…! Y cuando me pague, después de romperle la jeta, les digo: ¡Suéltenlo, suéltenlo!  En después, usté sigue tomado y yo le vuelvo a fiar porque soy un soberano alcahueta… ¿Cómo la ve usté que tiene gafas?”

       Una sonrisa por ese apunte… Este viejo güevón me hizo la noche…