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lunes, 14 de octubre de 2019

8 AÑOS




8 AÑOS YA

Cata, siempre alegría, una lágrima permanente, pero no de dolor sino de nostalgia.


Por: Javier Barrera Lugo

Todos los cambios, el dolor, las exigencias y obligaciones de la vida que llevan la

belleza al desplome

ocurren en octubre, el mes feo,  lluvias de ácido degradando lo poco

de color que pudimos acopiar mientras crecíamos.

Octubre,  la diástole en que lo amado, lo único que creemos seguro,

 se esfuma. 


          ¡Soledad que amputa las piernas!




        El mes hermoso es mayo.


 Las mismas lluvias con dulce propósito... Tibias en su intención, riegan las

 baldosas del calabozo donde nos encerramos necios. 

Las novias encuentran el alba y reclaman su pedazo de magia,

limpian sus alas azules, persisten; desnudas, llenan de fe un planeta   que 

muchas veces se queda vacío 

y transforman sus sueños en comunes obsesiones, vientre, saliva, el sabor del 

mar que la lengua ansiosa entre la carne amada comparte en un beso...



8 octubres transcurren desgarrando lo verde,

    brindando tristeza y su muerte implícita;

pero 8 mayos también le han tatuado mística a la noche,

me  llevaron a escribirte, a poseer las aguas escasas

del paraíso que nunca saldrá de mi alma,

tan tuya en el fragor de la música y el amor perseverante.


Semper simul, semper carmina, Cata de mi alma...
















domingo, 1 de septiembre de 2019

EXFOLIACIÓN


EXFOLIACIÓN
Javier Barrera Lugo


19/03/2036   -  08:00 p.m.
Calurosa noche que se perpetua en las venas de estos tiempos anárquicos y en nuestros corazones de niños descarriados. En la soledad de esta oficina donde testifico un pavoroso espectáculo de tinieblas, evoco cada palabra y acorde de la canción We Didn't Start the Fire, que Billy Joel canta aletargado dentro de una casa suburbana hecha de cartón que fue levantada en un estudio de California, y asumo, debió ser tragada por el tiempo y el miedo a hundirse con sus recuerdos de estrellas cinematográficas y promesas fugaces de la actuación, en un mar de silencios.  La única conclusión que llega a mi cabeza cansada de tanto ver y callar por comodidad es que, sin quererlo, fuimos los hombres, no los dioses o sus demonios asociados, quienes propiciamos el apocalipsis, quienes iniciamos el fuego.
       Púrpuras nubes cubren el transcurrir de una especie bípeda que duerme tristezas metiéndose entre el flujo de veloces carriles llenos de información absurda que les avejenta el rostro. Cielos que, gracias a fosfatos y gases, a combustibles fósiles y metano proveniente de las heces de millones de vacas, se muestran llenos de fuego y donde la lluvia, que desde el inicio de los tiempos multiplicó la vida, ahora cae como un ungüento exfoliante para los suelos ya estériles por los sulfuros que la colman.
       La tierra, hasta hace veinte años productora generosa de alimentos, el fondo marino donde la existencia parecía ser eterna, se volvieron eriales en los cuales las huellas de la muerte dejaron de ser amenazas para transformarse en realidades. El hambre, la más dura de las consecuencias del cambio ambiental, golpeó las puertas de hogares en cada continente, país y vecindario. El pedazo de pan que antes se desechaba es ahora valiosa posesión defendida con la vida.
       La avaricia de unos pocos, la falta de carácter de la mayoría, que nos dejamos imponer demenciales políticas de explotación de recursos sin siquiera chistar, nos tienen donde estamos. Cambiamos el aprovechamiento racional de lo que los suelos nos dieron por el placer de disfrutar de juguetes que nos ataron a sus caprichos: teléfonos que resultaron más “inteligentes” y contaminantes que nuestros escrúpulos, autos que triplicaron el número de hombres que habitamos el planeta, toneladas de alimentos procesados para saciar ansiedades y no hambre, vestidos desechables que encubrieron pobres autoestimas, implantes mamarios estallados entre cuerpos sin mente, fábricas y chimeneas que infestan los países del tercer mundo elaborando basura que hoy no podemos comer… ¡Maldita necedad!
       Sea como sea, no es tiempo de lágrimas. Hoy 19 de marzo de 2036, la humanidad cruzó la delgada línea que puede determinar el renacimiento casi heroico de una especie o su extinción. Esa es la decisión que se nos planteó como grupo y como individuos. Hoy 19 de marzo de 2036, el sistema vital gritó "basta," y aceleró su proceso de muerte. La biósfera se reveló contra el abuso sacudiéndose unos parásitos y sus desenfrenos con crueldad, temblando, cauterizando, ahogando, negándose a producir bienestar. Ese fue el premio para la sorda humanidad.
       Las calles plagadas de tragedia se llenan de dolor y desgobierno; la ley del más fuerte fue cambiada de facto por las reglas del desalmado, del antisocial, del sicópata… Los hombres conscientes piensan soluciones, los malos actúan, los omisos callan y su silencio no es sino renuncia disfrazada.  
      Me niego a caer en apatía. He decidido luchar por preservar mi alma, por proteger a la mayor cantidad de gente que juré defender cuando fui nombrado su soldado. Me confieso defensor acérrimo de la negación del azar como camino y propongo a quien quiera sumarse a apostar por la construcción de nuestro propio destino así este no tenga mayores posibilidades. Llegamos hasta esta noche de cielos rojos y caos por dudar, por dejar que otros decidieran… Soy soldado para iniciar una ruta, para guiar, no para recaer en un error que nos condene al extravío que nos hundirá como especie. Tengo que luchar, no hay opción…





19/03/2036   -  04:00 a.m.
        Con o sin razón, fuimos siempre criticados por muchas personas durante siglos; asesinos a sueldo nos llamaron de manera despectiva a los combatientes desde que tengo memoria. En esta madrugada, cuando el estado dejó de serlo, somos los soldados quienes guiamos a los que vuelven a honrarnos con su confianza.   Tras los acontecimientos que afloraron anoche fuimos nosotros, no aquellos que se adueñaron del mundo, financistas, políticos, criminales y omisos, los que le pusimos el pecho a la brisa, 
       Después de la lógica zozobra, nos unimos para coordinar acciones urgentes, dividimos responsabilidades y reiteramos que lo que imperaría en esta misión de resultado incierto, sería el liderazgo, no el caudillismo inútil. Militares y policías evitarían a toda costa saqueos, la especulación de agua y alimento, delitos paridos en las escaseces. Los funcionarios del sector salud honrarían sus juramentos, los encargados de la sanidad enterrarían a los muertos, despejarían calles para que la logística de esta emergencia pudiera fluir.
       Todos y cada uno tenemos una misión, el propósito de salvar vidas de personas como nosotros, seres con sueños simples y comunes. La lucha es válida….



22/04/2041   -  11:00 a.m.
       Hace cinco años los ciudadanos de esta ciudad, de este país, de este planeta ya no tan azul, decidimos tomar medidas en contra de la muerte. Muchos no sobrevivieron, pero quienes logramos negar la extinción lo hicimos gracias al despertar de la consciencia, a la valentía de renunciar a los apegos propios en defensa del bien común. Yo como soldado público sin nombre estuve ahí, peleándole vidas al conformismo, honrando mi compromiso, curando almas, viendo la tierra germinar una vez más. Fue una utopía creciendo a rabiar, engalanando el concepto de comunidad, de bien común, de propósitos comunes, de humanidad.
       Los dueños del mundo se escondieron en cavernas porque no era viable para su sentido ególatra asumir responsabilidades tras el holocausto. Pero no fue por mucho tiempo. Una vez las cosas que logramos como tribu se hicieron fuertes, estos personajes salieron de las sombras y engatusaron nuevamente a ese pueblo ávido por comprar sus burdas mentiras. Disfrazando su avaricia, abrieron de nuevo fábricas, inventaron artefactos para distraer ojos curiosos y vigilantes, se tomaron los medios, la vida de la gente asegurándoles que el placer de los sentidos era lo que necesitaban para olvidar la tragedia más grande de la historia…. Lo paradójico fue que la mayoría volvió a caer en la trampa. Los hombres somos los únicos animales que nos golpeamos dos veces contra la misma piedra…
       Mi espíritu está intacto, lleno de cicatrices secas. Cada recuerdo es la confirmación de lo hermosos y patéticos que podemos ser los hombres cuando nos lo proponemos. Ahora que soy viejo, después de ver, padecer y disfrutar todo lo que pasó, me siento orgulloso de haber sido un soldado, no un sirviente; de haber servido, y no servirme de nada o de nadie… Unos cielos púrpuras plagados de muerte me recordaron lo vivo que siempre he estado.

miércoles, 26 de junio de 2019

11 DE SEPTIEMBRE: UNA FIESTA MACABRA


11 DE SEPTIEMBRE: UNA FIESTA MACABRA



Por: Javier Barrera Lugo

“… pero el hombre de la paz era tan sólo un pueblo
y tenía en sus manos un fusil y un mandato
y eran necesarios más tanques más rencores
más bombas más aviones más oprobios
porque el hombre de la paz era una fortaleza”.
ALLENDE-Mario Benedetti-

Estruendos repetidos como cuervos en una pesadilla llenaron de histeria los pasillos de La Moneda, casa de los gobernantes de Chile. Cargas de metralla, tiros a diestra y siniestra, gritos de muerte y amenaza se colaron por los rincones  haciendo del sencillo ejercicio de pensar una tarea digna de titanes. Allende, el Presidente Salvador Allende Gossens, resolvió dejar por un momento su AK-47 sobre el escritorio de madera. Sacó del bolsillo izquierdo de su pantalón uno de los pañuelos que Hortensia le regaló para su cumpleaños. Como abnegado escolar limpió los lentes  de carey que siempre acompañaron sus cuitas más profundas y se abstrajo un momento de los hechos que lo tenían como protagonista obligado de una fiesta macabra. La decisión que debía tomar era la más importante de su mandato, la más jodida de su vida, necesitaba observar detalles mínimos para sustentar el desenlace. Sus hombres de confianza, miembros del GAP (Grupo de Amigos Personales, su escolta), una docena de carabineros leales y algunos colaboradores de la casa, mantuvieron a  raya a los tres centenares de elementos del ejército, que enviados por Pinochet y sus secuaces,  cumplían la orden de destrozar la opinión del pueblo desde sus cimientos. El 11 de septiembre de 1.973, la glorificación de la subversión democrática, la fiesta de los esclavos, llegaba a su fin.

    El no, dado por el Presidente Constitucional fue radical. Sus planes jamás incluyeron claudicar ante una junta militar conformada por los más grandes Judas en la historia del continente, tipos que mordieron no sólo la mano del hombre que los alimentó sino la dignidad de todo un pueblo seducido por la visión de justicia. Infames, juraron lealtad al líder horas antes de perpetrar una masacre que le quitó la voz y las manos al futuro.  El pueblo le entregó a Salvador Guillermo, a través de las urnas, la custodia de las leyes para hacerlas cumplir. El sentir y quimeras comunes eran un mandato imposible de negociar, menos con una camarilla de rufianes. De inmediato, los conspiradores decidieron enviar aviones de combate Hawker Hunters para bombardear La Moneda. La explosión del primer cohete sura dejó aturdidos a quienes defendían la democracia.  Marcelo, Víctor, Máximo y Alfredo, recogieron del piso a Allende y lo trasladaron hasta su despacho. “¡Todo bien! ¡Todo bien! El hombre tiene rasguños. Nada importante”, le informaron al resto de la guardia pretoriana del imperio de los trabajadores. El viejo Presidente tomó el Kaláshnikov y lo terció sobre su hombro derecho.

    Cerraron la puerta de  la oficina contigua y de inmediato se tomaron decisiones. Freire consiguió comunicación con Radio Magallanes, la única emisora  que no había sido usurpada o destruida por los militares golpistas. A las 10:15 de la mañana Allende, el médico que quiso extirparle a Chile la enfermedad de la desigualdad, se dirigió por última vez al pueblo. Le recordó a cada uno de los ciudadanos que su lucha era por los derechos, por la igualdad de las personas, que se venían días duros, que resistieran, pero no se hicieran matar en vano, los mártires no reconstruyen las sociedades.

     Lágrimas cubrieron los rostros de cada uno de los camaradas de sitio. Allende, al sentir el gemido de las balas sobre su cabeza, decidió cubrirse en el envés de una columna. No era un hombre de guerra tácita, la suya fue una confrontación de ideas desde que era niño. Ahí, resguardado tras una mole de piedra se acordó de lo que le dijo el Che, Ernestito Guevara, la primera vez que hablaron cuando coincidieron en un encuentro de izquierdistas en Uruguay, uno como héroe universal de la rebeldía, el otro, como insigne Senador de una patria inconforme. Aquellas palabras en ese instante brumoso de agonía le dolieron por ciertas:

"No confíes en los militares jamás. Puede ser General el que te prometa lealtad, pero ellos están acostumbrados a recibir órdenes, a acatar y ya. Tú, más que nadie, sabes a quién le hacen caso. Eres una exquisita rareza que nunca entenderán. Cuídate o ármate, amigo mío, las revoluciones no se mantienen con clavelitos y puños cerrados solamente."

-Si tú también eres militar, Ernestito. Cómo me vas a decir eso-respondió sonriente Salvador.

-No soy militar, Senador. Soy médico e insurrecto. Militar nunca.

    Los hombres que detenían la contraofensiva enemiga empezaron a caer como moscas. El humo generado por el incendio que desató el bombardeo nubló los pensamientos del grupo. Allende decidió quitarle el seguro al fusil y defender lo poco que quedaba de institucionalidad. Reinaldo y París se apostaron en las ventanas y no dejaron de disparar, Mauricio, Carlos y Miguel contaron las granadas que quedaron y las distribuyeron entre los miembros del GAP. Julio y Mauricio no se despegaron del Presidente. “Tenemos un atisbo de moral. El pueblo no abandona a sus líderes. El pueblo reconoce al enemigo. Estamos con usted Allende”, dijo en tono heroico París, quien tenía una herida superficial en el antebrazo izquierdo. Esas frases fueron el impulso vital  que los hizo retomar la lucha con ahínco.

    A las 14:20, los  insurrectos entraron a La Moneda. Allende tomó el casco verde oliva que se puso desde el inicio del motín y salió de la oficina dispuesto a todo. Las balas llenaron los corredores, todo eran chillidos y desesperación de lado y lado. Los miembros del GAP cayeron uno a uno, con honor, protegiendo al alfa como lo juraron. Salvador, “el pije”, “pollo fino”, el hombre que el pueblo eligió para garantizarse respeto, prefirió la honradez de la muerte al abyecto tratamiento de prisionero que le querían endilgar sus antagonistas, la figura ejemplarizante para  una sociedad sometida por las armas. Se suicidó en uno de los zaguanes de una casa que empezaban a llenar las sombras. Silencio total.  La Unidad Popular, el Chile de carne y hueso, partido conformado por todas las facciones de izquierda, perdía al hombre que por primera vez en la historia del hemisferio occidental ganaba unas elecciones representando al socialismo sin otra denominación, a las fantasías de los oprimidos, a quienes por centavos se quemaban los pulmones en los socavones de las minas de cobre y las salitreras, a los hambrientos de los tugurios que exigían un futuro distinto para sus hijos.

   “Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto”, fue el parte de victoria de las bestias. Víctor Jara, el hombre al que Vicentico y los  fabulosos Cadillacs le piden que resista en la  canción “Matador”, también cayó un par de días después, víctima del ímpetu vehemente asumido por la tropa. Millares de chilenos fueron torturados, desaparecidos o tuvieron que exiliarse. El Estadio Nacional de Santiago se volvió por semanas, el campo de detención y exterminio a cielo abierto más grande en la historia de América. La desdicha se perpetuó, los abusos se hicieron norma. Sombras, siempre sombras en un lugar donde los pájaros azules alguna vez llenaron los desiertos con su vuelo enloquecido.

    Desde Atacama, Antofagasta, Maule, Biobío, La Araucana, desde cada punto brioso del país, a través de las células vegetales de una nación apuñalada por una recua de hijos cegados por la codicia, la memoria de los seres se detuvo. Dragones inundaron con fuego  las venas de una tierra anegada por la sangre inocente. Bailaron alrededor de las hogueras espectros amordazados y sin lengua, también las almas de quienes esperanzados supieron que las tragedias jamás son para siempre. De a poco la historia se encargó de limpiarle la cara a la vida. Cientos de purgas se llevaron a cabo, pero el bacilo de la emancipación se mantuvo incólume en los cerebros libres de niebla. Primavera tras primavera, las voces decidieron hacerse fuertes, las calles se llenaron de arengas, se le mostró al dictador que los brazos estaban sanos para  pelear.

    Los traidores recibieron su merecido. Pinochet, lunático y mediocre, terminó pidiendo clemencia desde su silla de ruedas, todos los pusilánimes hacen lo mismo al final del camino, están acostumbrados a arrodillarse. Chile floreció otra vez, la melodía se impuso de nuevo al silencio, las fotos de Allende, escondidas tras las puertas, volvieron a ocupar lugares de privilegio en las casas de los que nunca olvidaron al gestor de una revolución parida en las urnas, nunca en las trincheras. La verdad salió a flote, los culpables siguen pagando, escondiéndose, nada bajo el sol puede estar oculto. Por las calles retumban manadas de espíritus caminando dispuestos a defender lo que ganaron con pundonor. Los pájaros, benditos pájaros azules, enfatizan colores de una tierra bendecida y maldecida por la riqueza, un suelo, un entorno que ni siquiera los bárbaros pudieron agotar.


lunes, 3 de junio de 2019

CÍRCULO


CÍRCULO

Escrito por: Javier Barrera Lugo

Fueron godos y cachiporros, los dueños de esta tierra olvidada de Dios, los engendros traicioneros que azuzaron a los gringos para que vieran al caudillo que buscó reivindicaciones sociales, como un supuesto agente del comunismo internacional dispuesto a convertir a Colombia en el primer enclave soviético en América,  quienes jugaron sucio y lograron su objetivo: eliminar a Gaitán.

       Nuestros miedos se hicieron realidad: el hombre murió a traición, solo, como Cristo frente a esa turba acalorada de idólatras romanos y fariseos calculadores que prefirieron la vida de un bandido a la del Redentor.

       El compadre Vanegas llegó serio, la mirada envenenada, un costal lleno de machetes, el revólver casi inservible de Don Abel al cinto y una cantina llena de guarapo para ahogar las penas y alentar la valentía.



-Vamos a matar a esos hijueputas… Esta mierda se acaba porque se acaba… ¿Nos volvieron a joder? Pues vamos a joderlos peor... Esta ciudad fue hasta hoy, Don Pablo. Por mi madre que todo se va a acabar… Nos tocó cambiar el destino.

       La frialdad en la voz de mi compadre retrataba la frustración de un pueblo que se hizo sentir y esgrimió, tras el crimen, la preciada herramienta utilizada por los poderosos a través de la historia para mover sus intereses: la violencia organizada.

       Las bases -porque líderes aparte de Gaitán no hubo-, estuvimos listas para pasar de las palabras a la acción, nos embriagamos, formamos cuadrillas,  caminamos hacia la carrera séptima y comenzamos la carnicería.

       No fue justicia lo que se reclamó, ese privilegio nunca lo tuvimos. La ira se aplacó a través de la venganza, del ojo por ojo, del diente arrancado que reemplazó a nuestro diente hecho trizas; el dolor de un pueblo cloroformizado que se resarció en la aniquilación de sus asesinos y cómplices.

       El compadre tenía órdenes de los allegados al Doctor para llevarnos a cazar godos y eso hicimos. Siempre supimos que en Colombia no habrá espacio para los dos bandos y nuestra misión era limpiar el estercolero en el que los políticos de siempre y sus calanchines nos tenían malviviendo.

       La policía los respaldaba, el gobierno les pertenecía, el directorio liberal se vendió y nos dio la espalda… -Ya negociaron nuestro pellejo esos malparidos buitres-, dijo el compadre con todo el conocimiento que le daba ser el cuadro político de nuestro barrio. Pero eso no nos amilanó, teníamos peso moral, no éramos hombres, éramos el pueblo de la marcha del silencio, los encargados de purgar  al enfermo.

       Casi dos días de batalla nos volvieron piltrafas con mucha menos humanidad. Matamos, nos mataron a muchos compañeros, cambiamos la historia una vez más… y para mal de nuevo.

        Regresamos al barrio apenas entrada la noche. Decidimos guardarnos en nuestras casas a la espera de noticias y para dormir un rato. Mi compadre apareció dos semanas después con dos carabinas y un revólver que le quitó a un godo borracho al que le cortó la garganta mientras orinaba sus últimas cervezas. Con cara de pocos amigos, me dijo:

-Toca perdernos, compadre. Los “perros” nos buscan para darnos de baja. Muchos compañeros ya arrancaron pa’ los llanos, allá como que están organizándose pa’ tumbar al gobierno.

-¿Y los de acá qué?-Pregunté. El compadre Vanegas me miró con cara de pocos amigos. Continué-: Somos los que respondemos por la casa. ¿Y los hijos? ¿La mujer?...  ¿De qué van a vivir?  ¡Compadre, no nos podemos volar!

-Si se queda lo matan los "chulavitas," los matan a ellos. Esto no salió como quisimos… No pudimos tumbar la oligarquía como lo quiso el Doctor Gaitán; los teníamos a tiro de as y estos cabrones se nos volvieron a montar… El hijueputa de Ospina y la mujer pidieron muchas cabezas cortadas… Están débiles, o sea, más peligrosos… De nada le sirve a su familia muerto, compadre. Además, la guerra no va a demorar tanto, somos el pueblo, los verdaderos dueños de este cagadero… Vamos a acabar con los malos, a hacer un país diferente pa’ sus “chinos,” pa’ los míos, pa’ todos, créame…

       Al compadre lo mataron en una emboscada dos semanas antes de que Guadalupe Salcedo firmara la amnistía que dio el gobierno tras años de guerra sin resultados. Nos devolvieron para la casa sin un peso, enfermos, locos, llenos de muertos en la conciencia, sin futuro… y lo peor de todo, sometidos por las mismas familias que pretendimos acabar, gente que sólo nos ve como sirvientes, un problema diario, una caterva de “indios” que hacen feo su reino de odio.



**La imagen que acompaña este artículo fue tomada y pertenece a Sadi González y sus herederos.

viernes, 26 de abril de 2019

LOS ADIOSES


LOS ADIOSES

Por: Javier Barrera Lugo






Los que se van
Dejan huérfanas nuestras manos
Hecho piedra cada sol,
Gota a gota de salvia sin sabor.
Intenciones achicharradas
Por un tiempo difícilmente realizable.

Los que se van
Burlan la cotidianidad
Ya que postergan por nosotros
El amor y sus urgencias
Reemplazándolas con añoranza.
Así de feroz es su proceder.

Los que se van
Niegan salvarnos, no pueden, no quieren;
el cuerpo pesado encuentra
La matriz del precipicio,
Describe lo fatuo,
El egoísmo y sus tentáculos.

Corazón abierto en cruz,
Instintos vivos, padecimiento…
Trilladas frases para relatar el ahogo
Cuando estamos atados al fuego,
Soledades emergentes.
Tanto duelen la distancia y sus náuseas.

Fumar en las noches
Cuya peor mirada apuñala al insomne,
Rincones atestados de huérfanos
Que desaparecieron en la guerra,
Ciegos cruzando un fangal
Donde todo está inmóvil.

Los que se van
Serán extrañados a muerte,
No hay mucho más por hacer o decir;
Vivos de espíritu en el corazón
Al que sustenta lo material de la apetencia,   
Viento en un fecundo hemisferio deshabitado.

Los que se van
Cuando vuelvan, se encontrarán
Con una versión distinta de nosotros,
Esa es la tragedia del desarraigo
Para quienes pretendemos vivir esta vida
Hermosa, tan sorda al concepto de justicia.


domingo, 7 de abril de 2019

EL NEGRO QUE NUNCA TUVO MIEDO


EL NEGRO QUE NUNCA TUVO MIEDO
Por: Javier Barrera Lugo



Las calles fueron tomadas, literalmente, por el silencio. Contadas almas en pena, pasmadas por el exceso de licor y la sensación de vacío, llenaron de pasos mudos el retorno del día, enmarcaron el inicio de una pesadilla colectiva que sólo ocho años después pudo ser desalojada de los corazones. Pero las marcas que una navaja les trazó en la cara a  ciento setenta y seis mil personas que asistieron al Maracaná el 16 de julio de 1.950  y a los cien millones de brasileros que detuvieron sus vidas y las trasladaron a la cancha más famosa del mundo, seguros de lograr su primer título mundial de fútbol, aún hoy, supuran indignación y vergüenza que tiñen de abatimiento la bandera auriverde donde el lema Orden y Progreso resalta como una máxima por cumplir.

       Los goles de Juan Alberto Schiaffino (21´ del segundo tiempo) y Alcides Ghiggia,-la estocada mortal- (34´del segundo tiempo), aterrizaron a una nación que consideró como tarea cumplida, antes de jugar, el último partido de la copa que debían ganar. Toda ilusión le cedió el turno de fluir por las venas a la triste realidad: promesas absurdas de los políticos, miseria, racismo, exclusión y resignación que se hacían menos palpables cuando un grupo de hombres salía a patear entusiasta una pelota que volvía hermanos, por unas horas, a los esclavos y sus amos. Duro despertar para una sociedad acostumbrada a la alegría que se experimenta y se inventa también.

       Pero esta hazaña se cuenta desde dos orillas. El tamaño del perdedor, las grietas que quedaron en el suelo tras su caída, hacen notable la victoria del David de este relato: la selección uruguaya de fútbol, liderada por Obdulio Jacinto Muiños Varela, Obdulio Varela para los conocidos,  mítica camiseta celeste número 5, el Negro Jefe, como era llamado por sus compañeros y la gente de la República Oriental, revalidaba lo que veinte años antes obtuvo un grupo de hombres que las arenas del tiempo enterraron para las generaciones siguientes. Varela y su pandilla cosecharon con gallardía un nuevo fruto para llenar de felicidad a sus paisanos. Devolvieron el estremecimiento provocado por el triunfo a un país pequeño geográficamente, pero que atesoraba un espíritu que era superior al de muchas potencias globales. Este título, alcanzado en tierras cariocas, se sumaba al primer campeonato del mundo (1.930) del que fueron anfitriones y ganadores,  las medallas de oro olímpicas del 24 y 28,  y las copas América del 16, 17,  20, 23, 24, 26, 35 y 42. Los dirigidos por Juan López, se coronaron vencedores pese a los pronósticos nada optimistas de sus propios dirigentes, de los mandamases de la FIFA, los organizadores del torneo, los mandaderos de las autoridades civiles y militares y del mundo que giraba alrededor  de una esfera de cuero y millones de preconceptos.

       El Negro Jefe, desconoció los augurios de sus propios capataces de corbata y terno, quienes en un acto de indecencia, natural en los políticos, le pidieron al plantel antes de saltar al campo “ser dignos, perder por menos de seis goles, jugar con guante blanco (no dar patadas), porque según ellos estar en la final era de por sí una ganancia, un estandarte que colocaba a su país en el centro de las miradas”. Obdulio, un ser honesto y orgulloso de su estirpe mulata, una persona que nunca le tuvo miedo ni a la escasez, ni al trabajo, un individuo que no dio por sentada condición o destino, reunió a sus compañeros en la boca del túnel y les gritó unas palabras que orientaron al grupo hacia el éxito: “Vamos a jugar como hombres. Nunca miren a la tribuna. No piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo, y si ganamos no va a pasar nada, nunca pasa nada. Este partido se juega con los huevos en la punta de los botines. ¡Los de afuera son de palo!”. Las cartas quedaron sobre la mesa.

       Albino Friaça, adelantó al local en el minuto dos del segundo tiempo. El partido estaba parejo, juego ansioso de Brasil, control por parte de Uruguay. Una vez validado el tanto, Obdulio, corrió al encuentro del árbitro, el señor George Harris, y comenzó a reclamarle un supuesto fuera de juego.  Mientras el traductor consultado por el juez ayudó a zanjar las diferencias de conceptos e idiomáticas, pasaron varios minutos. Nadie entendía la actitud del Negro Jefe, ni siquiera sus compañeros. El gol fue legal, obtenido sin ventajas; pero él tenía clara la estrategia: enfriar a los adversarios, desesperarlos, darle aire a sus muchachos. Sobre esto, en una entrevista conferida años después, contó los detalles de su ardid: “Si seguíamos así, si les procurábamos tiempo de respirar, nos pasaban por encima. Tomé el balón y busqué al inglés. El público comenzó a gritar, los rivales estaban desesperados. Inicié una guerra de nervios que tuvo recompensa”.

       Y así fue. Vinieron el empate,  el gol del triunfo, el manejo formidable de los tiempos de juego por parte del Negro Jefe. El resto es novela, anécdota. El rito de premiación careció de pompa, la banda marcial, la calle de honor, la pirotecnia, todo lo alistado para hacer fastuosa la ceremonia de investidura del local como campeón se fue al tacho de la basura. Jules Rimet, presidente de la FIFA, abrumado por lo sucedido, perdido en medio de rostros llenos de lágrimas y apatía desbordante, comenzó a dar vueltas por la pista del estadio y sólo la intervención de Obdulio, quien le sacó el trofeo de las manos, lo salvó de parecer uno más de los orates que en ese momento no sabían qué hacer. Los uruguayos celebraron a rabiar mientras el público abandonaba silente el estadio. La final más emotiva en la historia del fútbol, la más dramática, la más sorpresiva, la más dolorosa para los habitantes de Brasil, dejaba de ser un hecho cumplido para convertirse en la leyenda fundacional del deporte que mayores adeptos tiene en el mundo. Como buen relato épico, este posee héroes, villanos, némesis como el Negro Jefe,  chivos expiatorios como Moacyr Barbosa, arquero de Brasil a quien su pueblo condenó al ostracismo, a la humillación pública, pero ese es otro cuento que algún día escribiré.

Mi patria es la gente que sufre

       Una vez en el hotel, eufóricos, los integrantes del plantel campeón decidieron beberse unos tragos para celebrar su proeza. Los directivos uruguayos tomaron la vocería y todos se fueron de copas por los elegantes bares de la zona de Copacabana. El único que eludió tamaño despropósito fue Obdulio Varela, quien caminó en sentido contrario al del rebaño y se fue como cualquier parroquiano a las cantinas de la ciudad para compartir la pena con los habitantes de Río, quienes lo felicitaron y alabaron su labor, eso sí, sin poder ocultar sus miradas llenas de desolación. No estaba contento, sin quererlo había ayudado a alimentar al monstruo contra el que luchó desde su potestad: la dirigencia corrupta y abusiva. No se equivocó. Tras llegar a  Montevideo, los autoindulgentes mandos se premiaron con medallas de oro; a los jugadores y plantilla técnica, los hacedores del sueño, sus verdaderos patrones, los humillaron entregándoles medallas de plata y una remuneración simbólica que el Negro Jefe invirtió en la compra de un carro modelo treinta y uno que le robaron ocho días después. Fue tanta la paradoja con la autoridad mal ejercida que la camiseta y botines que usó en ese partido legendario reposan hoy en las galerías de la asociación uruguaya de fútbol. Hasta eso le terminaron quitando, jamás recibió una moneda por estos tesoros.

       “Mi patria es la gente que sufre”, dijo a un periodista que lo interrogó sobre el desplante que le hizo a la élite y gobernantes de su nación. Impávido reconoció cuánto le dolió traicionar a los brasileros del común, al obrero, al pequeño empresario, al peluquero, a la prostituta, a la gente que con su laboriosa humildad hace posible que una comunidad progrese. Siempre defendió sus principios, a los de su clase. En 1.948 lideró la huelga de futbolistas uruguayos  que buscaban el reconocimiento de su sindicato. Pese a los tejemanejes de los “titiriteros” dueños de los clubes, la agremiación fue aceptada y aún continua vigente. Cuando le preguntaron si sintió miedo de ser vetado por su actuación, contestó lleno de humor que podía trabajar en lo que quisiera: “he sido albañil, ayudante de taller, hasta periódicos vendí; me fue bien y eso que en la prensa lo único verdadero que aparece es la fecha y el precio”.

       Fue el único jugador de Peñarol, (militó también en Wanderers y Deportivo Juventud) que no lució publicidad en su camiseta. A mediados de los cincuenta, el equipo fue el primero de su tierra en publicitar marcas comerciales en la indumentaria, pero el Negro Jefe defendió con pundonor su postura vital, expresó fuerte para que a nadie le quedaran dudas: “Antes, a los negros nos llevaban  de una argolla en la nariz. Ese tiempo ya pasó”. Fue un hombre afable, honorable, controvirtió al injusto con argumentos, con actitudes coherentes, con una férrea personalidad a prueba de sacrificios. El negro que nunca tuvo miedo se retiró de la actividad sin aspavientos. No aceptó los pocos reconocimientos que sus poderosos enemigos quisieron brindarle para ablandarlo. Se fue sin decir una palabra, sabiendo que el pueblo, sus hermanos, sus iguales, nunca dejarían de idolatrarlo, de considerarlo el mejor de los suyos.

       El dos de agosto de 1.996 dejó de existir el mejor mediocampista en la historia futbolística de Uruguay. La pena que le produjo la muerte de su adorada Catalina, la esposa fiel, meses antes, acentuaron sus dolencias de vejez. Setenta y ocho años trascurrieron desde que respiró por primera vez el aire de una tierra bendecida, pequeña, pero con un corazón inmenso de león. Las carencias económicas siempre lo acompañaron; como sucede con los deportistas de este lado del mundo fueron la falta de apoyo, de moralidad de los dirigentes a cualquier escala, la necesidad de aprovechar las oportunidades, las que le grabaron ese carácter a prueba de fuego que lo llevó al Olimpo no sólo del fútbol sino de la consecución de metas cuando más agudas fueron las circunstancias. Ahora en Montevideo, en Maldonado, Colonia, en los potreros de las ciudades donde el talento brota milagroso, miles de niños refieren su mito, lo veneran, es su herencia. Saben que desde que el Negro Jefe dejó de jugar, la celeste no ha obtenido resultados siquiera parecidos, que ahora la histórica garra charrúa se confunde con el simple agravio, con la sucia agresión. El Negro nunca tuvo miedo porque desde el principio estuvo seguro de llegar hasta donde quiso… Lo logró con honores.