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lunes, 25 de enero de 2016

EL OFICINISTA

EL OFICINISTA
Por: Javier Barrera Lugo


La luz es ya un recuerdo intrascendente de aquel día cotidiano hasta el ahogo. Los oficinistas como él, exhaustos, silentes por vicio, atestan otra vez esos buses en los que temprano hicieron el recorrido contrario. Sus pequeños sueños de proletario revolotean hasta estrellarse contra los cristales sucios, se mezclan con los del durmiente compañero de puesto, que víctima del cansancio otorgado a los que asumen no tener salida, ronca como un motor fuera de borda y deja fluir desde su boca la saliva que termina formándole un lago salado en la manga izquierda del saco.
Las tetas voluminosas de la secretaria nueva, Ivonne, a la que el gerente de la empresa marcó para disfrutar sin pudores los fines de semana, se le clavan como agujas de morfina en los pensamientos. La erección que no puede reprimir, y seguro descargará dentro de su mujer segundos después de estar sobre ella, o en la paz del baño auxiliar apenas pise la casa, le genera angustia en vez de placer. Es una reacción del cuerpo que no aparece muy seguido y tiene miedo de echar a perder.    
Mira por las  ventanas, le busca agujeros a la lámina del piso, pellizca la tapicería de hule rojo hecha jirones. La sensación de estar sobrellevando una vida gris le embota la cabeza. Quiere perderse en el óxido de la carrocería que sustenta un bus donde es una sardina que olvidó su nombre, que entendió más bien, ese detalle nimio de identificación como una impostura necesaria para desenvolverse en una ciudad gigantesca donde la sordera espiritual es una ley que se respira y ningún macho se atreve a pregonar de frente. Llamarse Carlos y apellidarse Pérez, apellidarse Rodríguez y llamarse María, no es, cree, sino un formalismo propio de las sociedades caníbales  condenadas a hundirse en formas desprovistas de utilidad, estériles, en extremo bobaliconas.
Cada tanto se pregunta cómo sería la vida si no hubiese tomado las decisiones esperadas. En ese momento de calores corporales malsanos que se mezclan, de empujones para llegar hasta la puerta de atrás, no se desgasta inventando, se remite a las respuestas acostumbradas que se da cuando este cuestionamiento le enardece las meninges:

“Tendría una lancha, pescaría sábalos en la madrugada, los fines de semana llevaría excursionistas hasta los manglares, me comería a la turista más fea y callada, casi siempre es la que necesita con urgencia sentirse deseada. Se entregaría con rabia, con agradecimiento; además, llegaría a contarles a sus compañeras de oficina que en las vacaciones conoció a un zarrapastroso que le hizo el favor de su vida… Sería chévere, me sentiría el chacho con sólo imaginarla a la hora del almuerzo contando todo lo que hicimos sin siquiera saber nuestros nombres… Sería libre y pobre… Ahora sólo soy pobre…” Una mueca de disgusto desfigura el rostro que nadie se molesta en mirar. 
El viaje de pesadilla dura una hora y media. En el paradero revisa el celular y lee la orden que su esposa le envía, vía mensaje de texto, para que compre el desayuno.  Hace que el tendero empaque el pedido en doble bolsa. Teme que el peso de la caja de leche, los panes y la docena de huevos, termine por ser el detonante de una nueva discusión matrimonial.
No tiene ganas de entrar a la casa. Pide una cerveza. El televisor sin volumen le muestra cómo el Deportivo Municipal de sus amores, ataca como una tromba y pierde con el penúltimo equipo de la tabla de posiciones. “En el próximo nos desquitamos, vecino. Imposible que vayamos a quedar de últimos… Ni porque fuéramos los más de malas…”le dice el tendero con una resignación que abofetea su orgullo.
“Esos maricas cobran una millonada y no sudan la camiseta…Es como todo en este país… ¡A ganársela suavecito…! La mediocridad nos tiene jodidos.” Las frases son directas, dichas con la insolencia de un esclavo que se siente superior a su interlocutor. Quiere herirlo. El tendero asume la intención de su cliente y disimula la rabia. No le contesta hasta que lo ve llegar a la puerta: “Pues debería largarse del país, vecinito. Eso sí, antes de irse me paga la cuentica que me tiene…Ya está bien larguita… ¿Le apunto también la cerveza?”   
Restan unos pasos para que llegue a su casa. El teléfono vibra en su bolsillo. El gerente le informa que tiene que llegar una hora antes a la oficina, los dueños de la empresa necesitan un informe contable antes de las ocho. Se resigna. Las cuotas atrasadas de la tarjeta de crédito no dan espera, los de la agencia de cobranzas lo llaman a recordarle que es un pícaro varias veces al día.
La erección desaparece. A esas alturas ya no lo lamenta. Quiere tirarse en la cama, dormir, amanecer muerto. Ni siquiera los placeres escasos que puede permitirse lo motivan. Busca las llaves, ruega que se le hayan perdido. Entrar es la peor de las opciones, revolcarse en un charco de lodo del que no se siente capaz de salir.
Respira profundo, el pecho está en llamas. Hace un primer intento por insertar la llave en la cerradura, pero un impulso de rebeldía lo hace abstenerse. Mira para todos lados, para ninguno. Los vecinos caminan a sus espaldas ignorando el drama que se cocina. De pronto, como en una mala película gringa donde el protagonista es salvado por capricho de los dioses, con la impotencia convertida en el marco dramático de su historia, aparece de la nada una mujer que lo mira fijo y le sonríe con una coquetería sin confianza que lo embruja.
Es fea, muy fea, tan fea como las feas en sus sueños de lanchero. Rubia, una delgadez flácida, con miles de pecas que camuflan miradas sostenidas por un tembloroso esqueleto, dos rayas delgadas y pálidas en vez de labios, baja de estatura, falta de gracia al caminar, un aura de pusilanimidad que inunda esa oscuridad en la que comienza a perderse. Sus características son extremas. La observa de arriba abajo, sus ojos se dan el gusto de comprobar, que pese a ser joven,  el mayor atractivo de la muchacha que acaba de cruzársele en la vida, es su falta de belleza.

La esquiva erección vuelve a hacerse un iceberg que va a romperle el calzoncillo. El alma adormecida por casi dos décadas estalla y se vuelve colores paridos en la adolescencia del universo.  Mientras la puerta se abre, una vocecita que no escuchaba hace mucho, empieza a repetirle un mantra, una sentencia que el oficinista asume como mandato: “La pecosita. Ese será el nombre de mi lancha… La pecosita… ¡La pecosita, no joda…! ¡Ese será el nombre!