¿A DÓNDE IREMOS A PARAR?
Por:
Javier Barrera Lugo
Los peones fuimos invisibles aquel verano para doña Amalia. Podíamos estar dos pasos al frente, a su lado, respirarle casi en la nuca, en cuatro patas limpiando algún reguero, y, aun así, éramos invisibles, cosas, no seres; imperceptibles para cualquiera de sus sentidos. Eran el espejo y ella en medio del calor, ella y el maldito espejo insolente que no le contestaba la pregunta que repetía como loca cada cinco minutos: “Espejito, espejito… ¿Quién es la…?”
Le
decía doña, aunque no tuviera más de veinte años, porque el ingeniero Ruiz, su amante
cargado de dinero, con ganas de todo y probabilidades nulas de cumplirlas, me
lo exigió si quería seguir trabajando como obrero en la finca donde la mantenía
apartada de las “cochinas intenciones” de la gente que hacía parte de su mundo
de negocios exitosos, la estofa social tóxica a la que pertenecía la señora
Bere, un atado de “basura blanca arribista” que, sólo con él y sus vicios, no fueron
alcahuetas.
Una caterva de chismosos que con toda la
mala leche y a grito entero hacían las preguntas que en verdad lo incomodaban: ¿Esa
mujer tan “chirreada” es sólo tu amiga, bandido? ¿Alguna sobrina que no
conocíamos, Jairito…? ¿Berenice sabe que estás acá con una clienta tan hermosa…?
¿Aparte del corazón, te hace parar algo más esta belleza…? “¡Partida de “levantados venidos a menos”!
Gritaba su mirada de macho ofendido, mientras fingía la sonrisita socarrona que
apenas le salía.
A los pedigüeños que se envalentonaban (sacaban
como escudito de batalla los abolengos de unos antepasados igual de rufianes a
ellos) frente a timoratos como él, les pagaba con generosidad el inmenso favor
de la prudencia cuando estuviera su esposa Berenice presente. Gracias a esos sobornos, terminó con un archivador
lleno de réplicas de corbatas Hermès
hechas en cualquier toldo de San Victorino, que los arribistas quebrados le
cobraban como si las hubiesen traído desde la mismísima tienda de la Vía
Montenapoleone en Milán.
Giró cientos de cheques por asesorías ficticias para determinar las incidencias de la revolución francesa en el desarrollo de la corriente de Humboldt, el efecto de la gravedad en Mercurio y hasta para hacer pasar por real la genealogía y la heráldica inventada de su familia mazamorrera venida desde las entrañas de la cordillera. El precio que se paga cuando se peca es alto.
“Una mujer hermosa. ¡Qué fatalidad! Todavía
más joven y hermosa si su acaudalado dueño se le plantaba al lado y generaba
contraste con su fealdad y decrepitud. Varias veces los vi en el club, pero el
viejo cretino decía que era una colega que le hacía asesorías… ¡Y vaya que se
las debió hacer…! Alta, delgada, rubia, llena de pecas perfectas. ¿Se da cuenta?”
Imitando a un perito, señaló con el
bolígrafo el pómulo derecho. Continuó: “vea, no son sucias como las que le
embarran los cachetes a los pobres.” Con esta frase terminó su intervención Rendón,
periodista del diario El Universo, que
se coló por una rendija en el vallado de
la finca y presenció en exclusiva el levantamiento del cadáver como si fuese
autoridad.
“¿Qué le pasó a esta pobre criatura?”
Preguntó.
“Cuando llegué estaba ahí, junto al
primer paso de la escalerilla, ojos abiertos, miedosos, su mano izquierda
apretando el colorete, un punto rojo en la frente, charco de sangre untándole el
pelo de la nuca y los hombros, cara pálida… Y más nada…Como dormida…” Dije.
¿Lo viste todo, cierto? Sin mirarlo a
los ojos, contesté: “Cómo se le ocurre señor, yo estaba pintando los galpones. Un
ruido seco y nada más escuché… Mañana compro su periódico y averiguo qué paso…”
Socarrón, Rendón le tomó una foto a los policías que asistían al legista y se
fue silbando como si lo que acababa de testificar fuese la sacada de un moco.
Tres días después don Luis, el capataz
de la finca, me citó a las siete de la noche en los billares para darme la
plata convenida. Imitando un ventilador, movía la cabeza de izquierda a derecha
y viceversa. Luchaba para que no se le notara el susto; sus ojos no estaban
conmigo sino en la calle, buscaban sin consciencia la venia del conductor del
Dodge Dart blanco hueso que lo esperaba fumando. Pidió dos cervezas y me transmitió
las órdenes que mandó el ingeniero: “dos millones para que te pierdas de acá y uno más cuando cruces la frontera y
comprobemos que no abriste la bocota. Una fortuna, Chuchito. Te espero allá en
ocho días… Yo veré, el doctor no quiere saber más de este accidente. Cualquier
cosa, calladito, o yo mismo te cierro la jeta.” Ninguno tomó la advertencia
como algo más que el llamado de auxilio de un hombre servil que quiso demostrar
rudeza al patrón que aguardaba el cierre del trato.
Con lo que me dieron, compré la casa y
puse una cantina en el primer piso. No volví al pueblo, tampoco hablé de tema. Cumplí
mi palabra. Desde las 2 de la tarde hasta las 3 de la mañana del día siguiente
estoy limpiando mesas, arrumando canastas de cerveza, destapando baños,
escuchando gritos, separando peleas… la rutina del que intenta sobrevivir…
No lo niego: de la muerta ya no me
acuerdo. Ni un padrenuestro en su memoria rezo. Sé que está mal, pero no me
nace. En cambio, no dejo de pensar en la
protagonista de la película que cambió mi vida: sudor cubriéndole la frente,
cañón de pistola a centímetros de la cabeza infantil, el dolor de una
provocación que cala en el orgullo, brillo en el agua azul, una detonación, el
olor a pólvora, cloro y sangre… Silencio por un instante. Berridos. La señora
Berenice diciéndose: ¡no quería, yo no quería hacerlo…! Don Luis, sacándola a
empellones y al mismo tiempo diciéndome: ¡No viste nada, negro pendejo! ¡No
viste…! Pero sí; sí vi, y el sacrifico de doña Amalia, la culpa de la señora
Berenice, la pusilanimidad del ingeniero Ruiz, la zalamería criminal del viejo
Luis, mi falta de escrúpulos, nos aseguraron un encuentro en el infierno.
Ojalá no exista la belleza en esos lares,
porque sin dudas, así como en la tierra, doña Amalia otra vez nos va a meter en
problemas a todos, y sí eso pasa sólo me pregunto: ¿a dónde iremos a parar?
16/09/2022