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domingo, 21 de junio de 2015

ANTÍGONA




ANTÍGONA


ÓSCAR DARÍO RUIZ HENAO (1967). Nació en Medellín. Estudió Idiomas en la Universidad de Antioquia y tiene una especialización en Pedagogía Social de la FUNLAM. Publicó el libro de poemas: Poemas, oraciones e inscripciones. Primer premio en el tercer concurso de cuento de Uniban en 1995, y también primer premio en el concurso de ensayo La Promoción de la Lectura Edilux-Comfenalco, con una propuesta sobre Mamá Candó. Es profesor universitario en Apartadó, y actualmente prepara un libro de relatos ambientados en Urabá. 

A Ulises, trabajador bananero, que me contó esta historia en clase de ética

“Pájaro dos, pájaro dos. Una mujer como una virgencita baja por el río en dirección al objetivo”. “Le copio”, respondió uno de los francotiradores, un poco perturbado por lo de “virgencita”. Tenía la orden, con otro que lo acompañaba, de dar de baja a cualquiera que se acercara al objetivo. “Que una virgencita viene a rescatar este muerto”, dijo un tanto despectivo, dirigiéndose a su compañero. Vestida de blanco, el cabello trenzado, una canasta en las manos llena de flores de murrapo, y en los ojos la convicción y la certeza, ella se erguía decidida a cumplir con su misión: llevarse el cuerpo de su hermano, que había sido condenado por la guerrilla a ser devorado por las aves de rapiña, y darle cristiana sepultura. Debía trasladarlo de una balsa en la que yacía desde la noche anterior, semidesnudo, sobre el río Atrato, a su casa. Ya había alistado el ataúd y separado un espacio en el cementerio. El muerto había vivido plenamente el infierno de la guerra. Pasó del bando de la guerrilla a escolta de narcos. La muerte de su hermano mayor a manos del frente 17 de las FARC, lo acercó a los paramilitares, donde militó hasta la venganza. Luego trabajó con el ejército y, agotado y decidido a dejarlo todo, a reinventar una nueva vida, regresó por su hermana, dos sobrinos y un entenado (hijastro). 
“No vengas que te matan, sos mi único hermano”, le había advertido ella en su última carta. De un tiro de gracia, el comandante Cruz, que estaba a cargo de dicha misión, lo mató “por traidor”, y decretó que sería expuesto a las alimañas sobre el río y que quien se atreviera a oponerse a ello, sufriría la misma suerte. La noticia corrió por todas las poblaciones cercanas al río. Los pobladores conocían la arbitrariedad y la crueldad del comandante Cruz. Los rumores de que la muchacha bajaba por el río llevaron a que la gente se asomara y, a pesar del miedo, algunos niños le enviaban saludos con la mano. Erguida, sintiendo el viento en su rostro y un sobrino de ocho años que la acompañaba remando, recibió la luz de la mañana y vio en el cielo las aves de rapiña que se amontonaban. 
Los dos francotiradores avistaron la embarcación a lo lejos; desde su escondite, entre matorrales y arbustos, se alistaron con sus fusiles a cumplir la orden dada. Llegó ella hasta la balsa. Sobre la balsa, el muerto tenía el rostro vuelto hacia el cielo, la cara sucia de sangre negra. Las aves carroñeras daban vueltas en lo alto, cada vez más abajo. Ella descendió de la barca. El agua le llegaba a los muslos. Aseguró la embarcación con un lazo atado a una palma de coco de la orilla, sacó un trapo de la canasta y comenzó a limpiar el cuerpo de su hermano. Los dos francotiradores apuntaban calladamente y deseaban tener una hermana, alguien que se preocupara por sus cuerpos, ellos, que habían visto cientos de maltratados por la guerra. 
Miraron cómo el niño jugaba con el agua, esperando una orden de la mujer, mientras ella vestía a su hermano muerto con una sábana. Sonó la radio: “Pájaro dos, pájaro dos: ¿Qué pasa con el objetivo?”, era la voz del comandante Cruz, instalado a tres minutos del lugar donde esperaba escuchar al menos un disparo. No hubo respuesta. Los dos francotiradores se miraron y bajaron el fusil. Pasados algunos minutos, la muchacha y el niño ya habían logrado mover el cuerpo, limpiarlo y envolverlo en la sábana en el instante en que el comandante Cruz llegó impaciente al escondite de sus subalternos. Miró la escena desde los matorrales y con la cara de un diablo en furia gritó: “Estos perros como que se ablandaron. Ahora arreglamos”, y montó el fusil dispuesto a cumplir con su propia orden. Apuntó a la joven de blanco, la puso en la mira y sonó un disparo. Cayó el cuerpo del comandante Cruz con el cuello roto por una bala. “Pájaro dos, pájaro dos, qué pasó con el objetivo, responda, pájaro dos, pájaro dos…”, sonaba insistentemente la radio. Los dos guerrilleros desertaron esa mañana. Dos kilómetros río abajo las aves de rapiña tuvieron su festín. 

De Escritos desde la sala. Boletín cultural y bibliográfico de la Sala Antioquia (18). Biblioteca Pública Piloto, Medellín, diciembre de 2008.