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domingo, 16 de agosto de 2015

LATIDOS

LATIDOS
Por: Javier Barrera Lugo
(Adaptación de “El Corazón Delator” de Edgar Allan Poe)





PARTE
I
Todo estaba abandonado en la habitación: muebles cubiertos con sábanas estropeadas, la acuarela de la Sagrada Familia llena de polvo junto a la ventana cuya cortina nunca abrí, libros regados por doquier, ropa sucia tirada en cada rincón, papeles en el piso, la cama sin tender en la que por precaución no dormía más de tres horas. “Un cuarto de locos”, dijo una vez el viejo con el que viví desde los doce años.

Ningún extraño entraba a la pieza, detesto a los entrometidos; en aquella ocasión el anciano se coló mientras me bañaba. Fue la última vez que se permitió aquellas dos impertinencias: invadir mi espacio e insinuar que mi mente se hundía en estados de irracionalidad. Soy un tipo particular, extraño si se quiere; jamás chiflado. Qué quede claro.

¡Es cierto! Las ideas revolotean en mi cabeza, respiran, desesperan, se meten en la piel de mis brazos para comerme la carne como si fuesen larvas. Cuando siento ganas de gritar, mi boca se cierra, los sentidos se niegan a esculcar el mundo, mis miradas caminan lugares del cerebro donde cada mecanismo utilizado para  meditar se incendia sin remedio.  Sé que esto puede considerarse un problema, lo asumo; pero calificarme como loco es una exageración que no estoy dispuesto a tolerar. Si mis pensamientos estuvieran idos de la realidad no les contaría, con pelos y señales, la historia que a continuación escucharán.

La música de Black Sabbath, retumbó en la casa desde que las circunstancias me llevaron a vivir allí. Paranoid, en la voz de Ozzy Osbourne, es de las pocas cosas del mundo que en verdad llenan mi espíritu de paz, es un emblema, el espejo que refleja el color mi alma. Cada nota y acorde sustituyen a esos padres y hermanos que perdí, no necesito y el viejo trató de reemplazar sin que se lo hubiese pedido. De todas maneras mi estimación por él jamás tuvo discusión, lo juro.

Subsistíamos en un espacio alejado de cualquier cosa. El barrio era tranquilo, se escuchaban los ruidos necesarios para no sentir que flotábamos en la nada. Los vecinos se escondían al darse cuenta que los observaba, no se atrevían a sostenerme la mirada, creo que los intimidaba la profunda cicatriz de mi mejilla derecha. La entrada del cementerio queda frente a la casa, como estaba lleno hacía años, no había cortejos fúnebres ni curiosos dolientes revoloteando. Unos pocos visitantes que dejaban tres tristes flores eran los únicos seres que alteraban el paisaje unos minutos al día y luego desaparecían.

Como ya les dije, estimaba al viejo. No lo quería, tampoco me caía mal; éramos carne que habitaba la misma prisión. Acompañábamos la soledad con nuestras sospechas y algunas palabras al almuerzo, la única comida que compartíamos. La mayoría del tiempo permanecíamos encerrados en nuestros cuartos dejando que el tiempo nos aplastara. Bueno, así fue hasta hace unas horas.

¿Qué me llevó a tomar la decisión que cambió mi vida y confieso en este relato? Fue el impacto de un ojo enfermo sobre mis sentidos, un tajo flotando de mala manera en el extremo de una cara arrugada que le daba aires de demonio a su dueño. El parpado estropeado enmarcaba una protuberancia azulada, forrada por una membrana lechosa muy tensa que con cada movimiento involuntario del globo ocular, se estiraba como si un feto perezoso la habitara. El anciano lo sabía y jamás se esforzó en disimularlo.

All day long i think of things but nothing seems to satisfy…”. Paranoid golpeaba los techos, me recordaba que sus frases sueltas eran hebras de mi espíritu buscando algo que no iba a encontrar, que mis cosas ni siquiera le interesaban de verdad al viejo con el que compartí este universo pequeño que nos tocó inventarnos para sobrevivir al tedio. Estuve, estoy y estaré solo, pero repito por enésima vez, no estoy loco, simplemente las ideas me desbordan.

Llegan y se repiten tan fuerte en mi mente, que invento actividades para minimizar su impacto desde que era niño. La más reciente, la que disfruté impune, fue espiar al viejo mientras dormía. Lo hice por ocho noches seguidas, contando la que acaba de pasar. Sus ronquidos eran la señal esperada para iniciar mi travesía hasta su cuarto. Cada gruñido, que eso eran, bestiales, portentosos jadeos ahogados, daban  comienzo a las tareas necesarias para completar la misión:

-Primer gruñido: no hacer ruidos que delataran mi insomnio y las ganas de escarbar la intimidad ajena
-Segundo gruñido: sacar la linterna de la cómoda
-Tercer gruñido: calibrar la luz de la linterna para iluminar un espacio determinado que no generara sombras o contrastes.
-Cuarto gruñido: abrir la puerta del cuarto evitando que chirreara.
-Quinto gruñido: descalzo, caminar despacio por el pasillo.
- Sexto gruñido: abrir la puerta del cuarto del viejo.
-Séptimo gruñido: camuflarme en el rincón de observación previamente escogido.
-Octavo gruñido: apuntar la luz al párpado dañado que cubría de mala manera una tela lechosa de la que el feto monstruoso quería escapar.
-Noveno gruñido: centrar los pensamientos que golpeaban mi cordura, en aquella masa turbia desde la que los demonios del viejo bufaban hasta despertar a los míos.
-Décimo gruñido: buscar en un túnel de sombras las repuestas que acallaran las voces de mis ideas.

Esos diez pasos los completé anoche. Las siete ocasiones anteriores me obsesioné con la devoción hacia ese diosecito caído en desgracia que roncaba. Verlo respirar trabajosamente me emocionaba, sus manos llenas de pecas, la piel pegada a los cartílagos que alguna vez fueron dedos con los que sostuvo una pistola y accionó el gatillo, uñas amarillentas, duras como caparazón de tortuga, eran las características apreciables de ese engendro. Sus venas gruesas llevando sangre cansada a todos los rincones de un cuerpo acostumbrado a hacerse más pequeño cada segundo, demostraban que la vida siempre da la pelea así no sea conveniente.

El afecto hacia mi compañero de celda se volvió repulsión cuando el haz de luz, después de tantos intentos, logró rascar, sin que el viejo lo notara, la textura orgánica de aquella tela blancuzca que acorralaba un ojo ciego y sus movimientos involuntarios. Paranoid… Un anciano peleando con su inconciencia, la música de Sabbath abofeteando la lúgubre solemnidad del cuarto donde mi deseo y su sed terminaron por saciarse.

¿Loco? ¿Aún creen, que soy loco? Me considero un poeta arriesgado que encuentra belleza hasta en la perversidad. La luminosidad creó mundos nuevos en aquella estructura azul que atrapaba al feto infernal. Aparecieron silentes las víctimas olvidadas del viejo, fantasmas que abandonaban el cementerio y velaban su descanso cada noche sólo para recordarle que gracias a sus actos, deambularán eternamente por esa pieza húmeda colmada de tinieblas.

En mi inconsciente las formas de ese cosmos encerrado entre cuatro paredes se transformaron en símbolos de fortaleza. No volvería a tenerles miedo a los monstruos;  por más poderosos que sean, los hijos del averno renuncian a la violencia cuando sueñan. No sé cuánto tiempo estuve en ese rincón observándolo. Las piernas se me entumecieron, los brazos flaquearon, el sudor cubrió mi frente.

Con sigilo me levanté. Sentí la ropa pegada al cuerpo; obvié ese detalle para no arruinar mi escape con pensamientos triviales. Manipulé el mecanismo de la linterna buscando que el chorro de luz fuese compacto e iluminara de manera específica la ruta de escape. Recogí mis pasos, levité en vez de caminar. Mi mano aferró el pomo de la puerta, lo giró despacio, muy despacio… El chasquido del seguro saltando fue el grito metálico que nos cambió la suerte.

“¿Quién anda ahí…?” El alarido retumbó en los rincones de la habitación. Instintivamente, camuflándome con la oscuridad,  me quedé quieto; apenas si respire. Aproveché la dificultad del viejo para levantarse y me escondí tras el sillón. “¿Quién anda ahí? ¡Conteste de una vez…! Su voz inyectada de horror caló mis huesos. El aire se hizo pesado; al quitarse las cobijas la fetidez cálida de su sudor invadió la atmósfera. Ahí, imitando a una estatua, mis pensamientos se revolucionaron… “Make a joke and i will sigh and you will laugh and i will cry”, cantó en mi oído el maestro de Birmingham, Mr. Osbourne. “Haz un chiste y suspiré y tú reirás y yo lloraré… ¡Maldita sea, como me gusta esa canción!”, pensé.
Un quejido infantil brotó de la boca del viejo. Amasijos de crueldad contenida y olas de alarma que le desgarraron los músculos de la laringe, salieron disparadas de su boca al mismo tiempo y se estrellaron contra la impotencia que lo agobiaba. Sentí pena por él, aquel llamado de auxilio era también el mío; a lo largo de la vida esa reserva de negatividad me mordía el interior del tórax hasta cerrarme la garganta. Quise decírselo, demostrarle que por lo menos una persona en la tierra experimentaba su misma orfandad; entendí al instante que esa no era una opción viable para ninguno.

El silencio se mantuvo por varios minutos, eternos, si me lo preguntan. Quise meterme en las obsesiones del viejo, hacerlo pensar en algo que lo tranquilizara: “Debió ser una corriente de aire que le pegó a la puerta… Las tuberías del agua se llenaron de aire y por eso se produjo el ruido… Las pesadillas me dejarán en paz… No son mis muertos diciéndome que recuerdan todo…” Para mi pesar los poderes telepáticos que me otorgó la naturaleza son limitados y ninguno de mis argumentos llegó hasta su cerebro.

Mis nervios estaban crispados. Pálpitos que iban, regresaban y me cacheteaban, tornaron claustrofóbica la situación. Vi cómo el viejo volvió a acostarse y asumí que se quedaría dormido en un santiamén. Toda certeza se esfumó cuando sus desvaríos se volvieron balbuceos y rezongos de ansiedad. Estos duraron poco y fueron reemplazados por el eco intolerable de los latidos de su corazón, frenéticos, perceptibles, tamborileos rítmicos que encandilaron la tonalidad verde del universo.

Encendí la linterna de nuevo; con la precaución del caso dirigí el tubo de pasta e incandescencia en dirección a la cama. La sorpresa me dejó sin aliento: el ojo azulado pareció trascender la tela orgánica y denunciar mí presencia. “¡Me ha visto! ¡Me ha visto! ¡Estoy perdido…! Un bombazo de sangre tiñó mis mejillas, revolvió mi cabeza como si me hubiesen dado un martillazo. Con el riff de Paranoid como fondo, los segundos se volvieron cuchillas bailando dentro del estómago… “¡Me descubrió…!”

Estaba equivocado. El poder de aquel ojo radicaba en la facilidad con la que infiltraba perverso cada espíritu, lo físico, veía sin mirar, omitía el análisis directo o la confrontación. Lo importante reposaba en la culpa ajena y su capacidad de martirio; allí se necesitaban sentidos más sofisticados. No me vio, ni lo necesitaba, intuía mi presencia y eso era suficiente.

Su torso comenzó a sacudirse con violencia. Los latidos se mantuvieron prolongados, furiosos, resonaban, frenaban sólo para acelerarse y hacerse más vehementes. El sonido que producían era insoportable: tun- tun… tun – tun-tun… tun- tun-tu-tun… tun – tun… Los cristales vibraron, estuvieron a punto de quebrarse porque la cadencia brutal de ese músculo esencial fue en el fondo una sentencia con tintes de amenaza: “Estoy vivo y ningún novato enfermo va a quitarme la intimidad. Primero tiene que matarme.”
La ira, ese sentimiento que engendra héroes y asesinos por igual, llenó todos los espacios de mi ser. Su corazón despiadado fue el motor que impulsó las ofensas en mi contra. Lo que sentí por él alguna vez, respeto, cierta ternura, se volvió rencor puro en un santiamén. Paranoid fue incapaz de detener las ideas que nublaron mis escrúpulos. “Lo odio,” concluí con frialdad.  Sí, fue odio lo que sentí por aquel rufián que escupió soberbia con el silencio de sus labios, con miradas que mezclaban un sentido paternal que nunca solicité y la arrogancia de quien brinda caridad de manera insolente.

Escondido como una alimaña le di la razón. No soy un pusilánime, tampoco un perturbado que se extasía con la inocencia de una víctima potencial. No. Fui hasta ese cuarto a experimentar un matiz de perfección extraña y encontré los latidos de un demonio que parecía feliz al hacerme pensar que descubrió mi presencia con facilidad, como si fuese un niño sin capacidad de raciocinio. Jugó conmigo desde el principio.

El piso se estremeció, goznes y clavos intentaron salirse de la madera. La situación se volvió caótica, los latidos se hicieron extremos. Acuchillé las sombras con la linterna, me acerqué como un guerrero hasta la orilla de la cama e iluminé el ojo dañado que tanto temor me produce aún. El viejo siguió las sombras que se proyectaron en la pared con el ojo sano. Su expresión se tornó histérica cuando encontró mi cara a unos centímetros de la suya.

-¡Hijito, qué susto me has dado! Toda la noche he escuchado ruidos extraños… Menos mal eres tú… ¿También te han perturbado? ¿Serán ladrones que entraron a la casa?
-…
-¿Por qué te quedas callado? ¿Dime de una vez qué pasa? ¿Acaso…? ¿Acaso es una broma que quieres jugarme? ¡Habla de una vez!


Los latidos eran ya insoportables. Asumí que hasta en el centro de la ciudad los escuchaban, tun- tun… tun – tun-tun… tun- tun-tu-tun… tun – tun… Pálpitos ensordecedores que estallaron hasta colmarme la paciencia.   Quise responderle que todo estaba bien, que lo oí gemir y entré al cuarto para comprobar que estaba bien. Callé de nuevo…