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miércoles, 26 de junio de 2019

11 DE SEPTIEMBRE: UNA FIESTA MACABRA


11 DE SEPTIEMBRE: UNA FIESTA MACABRA



Por: Javier Barrera Lugo

“… pero el hombre de la paz era tan sólo un pueblo
y tenía en sus manos un fusil y un mandato
y eran necesarios más tanques más rencores
más bombas más aviones más oprobios
porque el hombre de la paz era una fortaleza”.
ALLENDE-Mario Benedetti-

Estruendos repetidos como cuervos en una pesadilla llenaron de histeria los pasillos de La Moneda, casa de los gobernantes de Chile. Cargas de metralla, tiros a diestra y siniestra, gritos de muerte y amenaza se colaron por los rincones  haciendo del sencillo ejercicio de pensar una tarea digna de titanes. Allende, el Presidente Salvador Allende Gossens, resolvió dejar por un momento su AK-47 sobre el escritorio de madera. Sacó del bolsillo izquierdo de su pantalón uno de los pañuelos que Hortensia le regaló para su cumpleaños. Como abnegado escolar limpió los lentes  de carey que siempre acompañaron sus cuitas más profundas y se abstrajo un momento de los hechos que lo tenían como protagonista obligado de una fiesta macabra. La decisión que debía tomar era la más importante de su mandato, la más jodida de su vida, necesitaba observar detalles mínimos para sustentar el desenlace. Sus hombres de confianza, miembros del GAP (Grupo de Amigos Personales, su escolta), una docena de carabineros leales y algunos colaboradores de la casa, mantuvieron a  raya a los tres centenares de elementos del ejército, que enviados por Pinochet y sus secuaces,  cumplían la orden de destrozar la opinión del pueblo desde sus cimientos. El 11 de septiembre de 1.973, la glorificación de la subversión democrática, la fiesta de los esclavos, llegaba a su fin.

    El no, dado por el Presidente Constitucional fue radical. Sus planes jamás incluyeron claudicar ante una junta militar conformada por los más grandes Judas en la historia del continente, tipos que mordieron no sólo la mano del hombre que los alimentó sino la dignidad de todo un pueblo seducido por la visión de justicia. Infames, juraron lealtad al líder horas antes de perpetrar una masacre que le quitó la voz y las manos al futuro.  El pueblo le entregó a Salvador Guillermo, a través de las urnas, la custodia de las leyes para hacerlas cumplir. El sentir y quimeras comunes eran un mandato imposible de negociar, menos con una camarilla de rufianes. De inmediato, los conspiradores decidieron enviar aviones de combate Hawker Hunters para bombardear La Moneda. La explosión del primer cohete sura dejó aturdidos a quienes defendían la democracia.  Marcelo, Víctor, Máximo y Alfredo, recogieron del piso a Allende y lo trasladaron hasta su despacho. “¡Todo bien! ¡Todo bien! El hombre tiene rasguños. Nada importante”, le informaron al resto de la guardia pretoriana del imperio de los trabajadores. El viejo Presidente tomó el Kaláshnikov y lo terció sobre su hombro derecho.

    Cerraron la puerta de  la oficina contigua y de inmediato se tomaron decisiones. Freire consiguió comunicación con Radio Magallanes, la única emisora  que no había sido usurpada o destruida por los militares golpistas. A las 10:15 de la mañana Allende, el médico que quiso extirparle a Chile la enfermedad de la desigualdad, se dirigió por última vez al pueblo. Le recordó a cada uno de los ciudadanos que su lucha era por los derechos, por la igualdad de las personas, que se venían días duros, que resistieran, pero no se hicieran matar en vano, los mártires no reconstruyen las sociedades.

     Lágrimas cubrieron los rostros de cada uno de los camaradas de sitio. Allende, al sentir el gemido de las balas sobre su cabeza, decidió cubrirse en el envés de una columna. No era un hombre de guerra tácita, la suya fue una confrontación de ideas desde que era niño. Ahí, resguardado tras una mole de piedra se acordó de lo que le dijo el Che, Ernestito Guevara, la primera vez que hablaron cuando coincidieron en un encuentro de izquierdistas en Uruguay, uno como héroe universal de la rebeldía, el otro, como insigne Senador de una patria inconforme. Aquellas palabras en ese instante brumoso de agonía le dolieron por ciertas:

"No confíes en los militares jamás. Puede ser General el que te prometa lealtad, pero ellos están acostumbrados a recibir órdenes, a acatar y ya. Tú, más que nadie, sabes a quién le hacen caso. Eres una exquisita rareza que nunca entenderán. Cuídate o ármate, amigo mío, las revoluciones no se mantienen con clavelitos y puños cerrados solamente."

-Si tú también eres militar, Ernestito. Cómo me vas a decir eso-respondió sonriente Salvador.

-No soy militar, Senador. Soy médico e insurrecto. Militar nunca.

    Los hombres que detenían la contraofensiva enemiga empezaron a caer como moscas. El humo generado por el incendio que desató el bombardeo nubló los pensamientos del grupo. Allende decidió quitarle el seguro al fusil y defender lo poco que quedaba de institucionalidad. Reinaldo y París se apostaron en las ventanas y no dejaron de disparar, Mauricio, Carlos y Miguel contaron las granadas que quedaron y las distribuyeron entre los miembros del GAP. Julio y Mauricio no se despegaron del Presidente. “Tenemos un atisbo de moral. El pueblo no abandona a sus líderes. El pueblo reconoce al enemigo. Estamos con usted Allende”, dijo en tono heroico París, quien tenía una herida superficial en el antebrazo izquierdo. Esas frases fueron el impulso vital  que los hizo retomar la lucha con ahínco.

    A las 14:20, los  insurrectos entraron a La Moneda. Allende tomó el casco verde oliva que se puso desde el inicio del motín y salió de la oficina dispuesto a todo. Las balas llenaron los corredores, todo eran chillidos y desesperación de lado y lado. Los miembros del GAP cayeron uno a uno, con honor, protegiendo al alfa como lo juraron. Salvador, “el pije”, “pollo fino”, el hombre que el pueblo eligió para garantizarse respeto, prefirió la honradez de la muerte al abyecto tratamiento de prisionero que le querían endilgar sus antagonistas, la figura ejemplarizante para  una sociedad sometida por las armas. Se suicidó en uno de los zaguanes de una casa que empezaban a llenar las sombras. Silencio total.  La Unidad Popular, el Chile de carne y hueso, partido conformado por todas las facciones de izquierda, perdía al hombre que por primera vez en la historia del hemisferio occidental ganaba unas elecciones representando al socialismo sin otra denominación, a las fantasías de los oprimidos, a quienes por centavos se quemaban los pulmones en los socavones de las minas de cobre y las salitreras, a los hambrientos de los tugurios que exigían un futuro distinto para sus hijos.

   “Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto”, fue el parte de victoria de las bestias. Víctor Jara, el hombre al que Vicentico y los  fabulosos Cadillacs le piden que resista en la  canción “Matador”, también cayó un par de días después, víctima del ímpetu vehemente asumido por la tropa. Millares de chilenos fueron torturados, desaparecidos o tuvieron que exiliarse. El Estadio Nacional de Santiago se volvió por semanas, el campo de detención y exterminio a cielo abierto más grande en la historia de América. La desdicha se perpetuó, los abusos se hicieron norma. Sombras, siempre sombras en un lugar donde los pájaros azules alguna vez llenaron los desiertos con su vuelo enloquecido.

    Desde Atacama, Antofagasta, Maule, Biobío, La Araucana, desde cada punto brioso del país, a través de las células vegetales de una nación apuñalada por una recua de hijos cegados por la codicia, la memoria de los seres se detuvo. Dragones inundaron con fuego  las venas de una tierra anegada por la sangre inocente. Bailaron alrededor de las hogueras espectros amordazados y sin lengua, también las almas de quienes esperanzados supieron que las tragedias jamás son para siempre. De a poco la historia se encargó de limpiarle la cara a la vida. Cientos de purgas se llevaron a cabo, pero el bacilo de la emancipación se mantuvo incólume en los cerebros libres de niebla. Primavera tras primavera, las voces decidieron hacerse fuertes, las calles se llenaron de arengas, se le mostró al dictador que los brazos estaban sanos para  pelear.

    Los traidores recibieron su merecido. Pinochet, lunático y mediocre, terminó pidiendo clemencia desde su silla de ruedas, todos los pusilánimes hacen lo mismo al final del camino, están acostumbrados a arrodillarse. Chile floreció otra vez, la melodía se impuso de nuevo al silencio, las fotos de Allende, escondidas tras las puertas, volvieron a ocupar lugares de privilegio en las casas de los que nunca olvidaron al gestor de una revolución parida en las urnas, nunca en las trincheras. La verdad salió a flote, los culpables siguen pagando, escondiéndose, nada bajo el sol puede estar oculto. Por las calles retumban manadas de espíritus caminando dispuestos a defender lo que ganaron con pundonor. Los pájaros, benditos pájaros azules, enfatizan colores de una tierra bendecida y maldecida por la riqueza, un suelo, un entorno que ni siquiera los bárbaros pudieron agotar.


lunes, 3 de junio de 2019

CÍRCULO


CÍRCULO

Escrito por: Javier Barrera Lugo

Fueron godos y cachiporros, los dueños de esta tierra olvidada de Dios, los engendros traicioneros que azuzaron a los gringos para que vieran al caudillo que buscó reivindicaciones sociales, como un supuesto agente del comunismo internacional dispuesto a convertir a Colombia en el primer enclave soviético en América,  quienes jugaron sucio y lograron su objetivo: eliminar a Gaitán.

       Nuestros miedos se hicieron realidad: el hombre murió a traición, solo, como Cristo frente a esa turba acalorada de idólatras romanos y fariseos calculadores que prefirieron la vida de un bandido a la del Redentor.

       El compadre Vanegas llegó serio, la mirada envenenada, un costal lleno de machetes, el revólver casi inservible de Don Abel al cinto y una cantina llena de guarapo para ahogar las penas y alentar la valentía.



-Vamos a matar a esos hijueputas… Esta mierda se acaba porque se acaba… ¿Nos volvieron a joder? Pues vamos a joderlos peor... Esta ciudad fue hasta hoy, Don Pablo. Por mi madre que todo se va a acabar… Nos tocó cambiar el destino.

       La frialdad en la voz de mi compadre retrataba la frustración de un pueblo que se hizo sentir y esgrimió, tras el crimen, la preciada herramienta utilizada por los poderosos a través de la historia para mover sus intereses: la violencia organizada.

       Las bases -porque líderes aparte de Gaitán no hubo-, estuvimos listas para pasar de las palabras a la acción, nos embriagamos, formamos cuadrillas,  caminamos hacia la carrera séptima y comenzamos la carnicería.

       No fue justicia lo que se reclamó, ese privilegio nunca lo tuvimos. La ira se aplacó a través de la venganza, del ojo por ojo, del diente arrancado que reemplazó a nuestro diente hecho trizas; el dolor de un pueblo cloroformizado que se resarció en la aniquilación de sus asesinos y cómplices.

       El compadre tenía órdenes de los allegados al Doctor para llevarnos a cazar godos y eso hicimos. Siempre supimos que en Colombia no habrá espacio para los dos bandos y nuestra misión era limpiar el estercolero en el que los políticos de siempre y sus calanchines nos tenían malviviendo.

       La policía los respaldaba, el gobierno les pertenecía, el directorio liberal se vendió y nos dio la espalda… -Ya negociaron nuestro pellejo esos malparidos buitres-, dijo el compadre con todo el conocimiento que le daba ser el cuadro político de nuestro barrio. Pero eso no nos amilanó, teníamos peso moral, no éramos hombres, éramos el pueblo de la marcha del silencio, los encargados de purgar  al enfermo.

       Casi dos días de batalla nos volvieron piltrafas con mucha menos humanidad. Matamos, nos mataron a muchos compañeros, cambiamos la historia una vez más… y para mal de nuevo.

        Regresamos al barrio apenas entrada la noche. Decidimos guardarnos en nuestras casas a la espera de noticias y para dormir un rato. Mi compadre apareció dos semanas después con dos carabinas y un revólver que le quitó a un godo borracho al que le cortó la garganta mientras orinaba sus últimas cervezas. Con cara de pocos amigos, me dijo:

-Toca perdernos, compadre. Los “perros” nos buscan para darnos de baja. Muchos compañeros ya arrancaron pa’ los llanos, allá como que están organizándose pa’ tumbar al gobierno.

-¿Y los de acá qué?-Pregunté. El compadre Vanegas me miró con cara de pocos amigos. Continué-: Somos los que respondemos por la casa. ¿Y los hijos? ¿La mujer?...  ¿De qué van a vivir?  ¡Compadre, no nos podemos volar!

-Si se queda lo matan los "chulavitas," los matan a ellos. Esto no salió como quisimos… No pudimos tumbar la oligarquía como lo quiso el Doctor Gaitán; los teníamos a tiro de as y estos cabrones se nos volvieron a montar… El hijueputa de Ospina y la mujer pidieron muchas cabezas cortadas… Están débiles, o sea, más peligrosos… De nada le sirve a su familia muerto, compadre. Además, la guerra no va a demorar tanto, somos el pueblo, los verdaderos dueños de este cagadero… Vamos a acabar con los malos, a hacer un país diferente pa’ sus “chinos,” pa’ los míos, pa’ todos, créame…

       Al compadre lo mataron en una emboscada dos semanas antes de que Guadalupe Salcedo firmara la amnistía que dio el gobierno tras años de guerra sin resultados. Nos devolvieron para la casa sin un peso, enfermos, locos, llenos de muertos en la conciencia, sin futuro… y lo peor de todo, sometidos por las mismas familias que pretendimos acabar, gente que sólo nos ve como sirvientes, un problema diario, una caterva de “indios” que hacen feo su reino de odio.



**La imagen que acompaña este artículo fue tomada y pertenece a Sadi González y sus herederos.