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lunes, 5 de marzo de 2018

RUFINO


RUFINO

Por: Fernando Vanegas Moreno

I

En cualquier lado donde existiera un café gratis, una tertulia literaria, libros por descubrir o actividad cultural cuyo costo no sobrepasara los mil pesos, ahí estaba…, lo encontraban sin mayor esfuerzo en la Jiménez con séptima, presto a enrutar sus pasos hacia la Luis Ángel, a la Biblioteca Nacional, o a algún museo. Siempre presuroso, jadeante, como si la vida se le escapara en cada paso. Un cigarrillo en la mano derecha, periódicos viejos bajo el brazo izquierdo y cuando la fortuna lo permitía, algún café de calle, de esos de vaso desechable y sabor a Clorox, esas eran sus herramientas, en los diarios se actualizaba de noticias y eventos por realizarse, no importaba que ya hubieran pasado, el saber, que no había estado allí, también le agradaba.
Siempre pendiente de lanzamientos editoriales en los que se pudiera colar para gorrear algún canelazo o pasa bocas trasnochado, era su virtud, y no, no era un mendigo de ocasión, poseía un doctorado en letras de la UNAM. En mejores épocas, fue docente universitario y aún hoy, cuando el cansancio se lo permitía y mientras descansaba en cualquier parque cercana las horas de luna, le encantaba hablar con las personas que lo rodeaban de su pasión: los libros.
Vestía pobre pero dignamente, unos zapatos Verlon colegiales del 82, que, y a pesar del uso, siempre mantenía lustrados, un pantalón azul oscuro, una camisa raída en el cuello pero siempre inmaculada, un viejo buso de hilo y un prehistórico bléiser que alguna vez fue negro, pero que por el tiempo, ahora era gris…, se podría decir que su ropa solo tenía tres posturas; la de su abuelo, la de su padre y la de él.
Nadie sabía a ciencia cierta dónde dormía, o como vivía, se especulaba que su apariencia y su “locura”, eran solo el disfraz de una persona acaudalada y excéntrica, otros, por el contrario, decían que de tanto leer se había estropeado y que su morada permanente era una vieja habitación maloliente y obscura de la 17 con 17, nadie era dueño de su verdad, solo él, y como siempre hacia quites diplomáticos a las preguntas que le incomodaban, pues ni modo, solo dejarlo ser.

II

Una mañana despertó y ya no quiso volver a dormir…, despertó del letargo de una sociedad conforme, sin aspiraciones ni futuro y decidió, así, por convencimiento propio, mandar todo a la mierda y volverse loco; dejó su trabajo en la universidad, le escribió una despedida lacónica a su hermano en Alemania (único pariente que tenía y a quien nunca veía), canceló cuentas bancarias, heredó su apartamento a las hermanitas clarisas y se dio a vagabundear, caminó la ciudad una y mil veces, anduvo el Cartucho, san Bernardo, las Cruces, Girardot; fue puteado y agredido varias veces, se encamo con mil hetairas, deshojo uno que otro vicio, y al final, el alma le reclamo tanta perfidia. Debía dejar todo lo que lo atara, menos lo que siempre fue su pasión. Fue así como se dio a conocer en los círculos exclusivos de la palabra en el centro de la ciudad, no había librero, sala de teatro, museo, librería o biblioteca que no supiera quien era Rufino (así le decían, nadie supo su nombre), muchos, inclusive, lo dejaban pasar de agache a los eventos que tenían algún costo, y es que, la presencia de Rufino (dada su sapiencia), engalanaba hasta la salida del nuevo Bristol. El Caro y Cuervo (a escondidas y muy a su pesar), lo consultó una que otra vez, y en alguna otra, en el viejo San Moris, debatió acaloradamente con don Álvaro Castaño Castillo acerca de los nuevos escritores colombianos y el facilismo presente en la producción literaria contemporánea…, duro; duelo de titanes, al final don Álvaro, pidió que le consiguieran un whisky; Rufino, una botella de aguardiente y la borrachera marco el final de ese cuadro.

III

Los años pasaron y Rufino, como es obvio, no era eterno, los pies le pesaban, la vista empezaba a fallar y aunque un buen samaritano diera en obsequiarle algunos lentes, nunca los usaba, no pudo acostumbrarse. Un acceso de tos lo hizo abandonar más de una vez sus amadas bibliotecas, el Mustang le provocaba náuseas, si se tomaba un trago, no era resaca lo que en él producía, era enfermedad crónica, de cama y todo y los añorados canapés gratuitos, ahora lo indigestaban. Una mañana, al orinar, descubrió algo rojo en su micción, pensó cualquier banalidad y olvidó…, no será nada grave, se dijo y miro hacia otro lado.
Esa mañana, sin embargo, ocurrió algo aún más extraño, se sintió viejo:- Pero si solo tengo 7…, ¡¡¡¡ jueputa, a qué hora!!!!-
Pero Rufino no era de preocupaciones, salió derecho a la plaza de Bolívar, y al voltear por el edificio Lievano, en la esquina del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, se palmoteó la frente, soltó una carcajada y se gritó seguro: -los del 43 somos de buena madera y linaje- y siguió de largo a la cita que ocupaba su momento. Nada más, sin aspavientos.

IV

Lo encontraron una mañana a la entrada del museo de Arte Colonial, un soldado del guardia presidencial lo vio sentado y recostado contra uno de los muros y pensó que era un indigente más de los muchos que frecuentan la zona…, al acercarse y llamarlo a atención y luego que con cuidado lo moviera, cayó en la realidad de que estaba en presencia de un cadáver, cuentan que las letras se opacaron y que el cielo capitalino se hizo más oscuro. Medicina legal llegó pronto y solo la matrícula del auto que lo recogió quedo de testigo, Un señor X pago el entierro en el Central, una señora Y, mil rosas rojas donó, fulanito armó procesión solemne y zutanito dio el permiso para que fuera por la calle real…, no faltó ningún miembro de la alta alcurnia cultural bogotana y don Álvaro, botella de buchanas en mano se despachó en sentido discurso de despedida. Dicen, que alguien encontró una vieja nota en el desajustado pantalón de Rufino y proclamo leerla en pleno adiós:

“SI NO HUBIERA ABANDONADO LA GLORIA DE MIS TITULOS, LA COMODIDAD DE UNA VIDA MARCADA POR EL TEDIO Y LA DESIDIA, TAL VEZ HOY, SOLO SERÍA UN OCUPANTE COMUN DE CUALQUIER FOSA”
RUFINO.