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miércoles, 2 de diciembre de 2020

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL / CUENTO 3

 

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL

 

Una pandemia que contamina y diseca las esperanzas, que permite apartarse, aprender a perder y resucitar, así la ceguera colectiva no nos quiera dejar salir de los titulares apocalípticos que engalanan los noticieros.

Idiota Inútil, publica 9 cuentos escritos por Javier Barrera Lugo (1 por las siguientes 9 semanas), basados en las 9 conclusiones que le ha dejado la pandemia por COVID-19, al filósofo sur coreano Byung-Chul Han, expresadas en diversos medios de comunicación y que, para criterio del escritor, son contundentes y veraces.

A continuación, presentamos el tercer postulado de Byung-Chul Han, y el tercer cuento de Barrera.

 

Gracias por seguir la serie, esperamos la disfruten.

  

BYUNG-CHUL HAN SOBRE LA PANDEMIA**

 

** Reflexiones del filósofo tomadas de una entrevista para Carmen Sigüenza y Esther Rebollo, de Agencia EFE. Todos los derechos reservados a sus autores.

 

Postulado 3.

“La Covid-19 no sustenta a la democracia. Como es bien sabido, del miedo se alimentan los autócratas. En la crisis, las personas vuelven a buscar líderes. El húngaro Viktor Orban se beneficia enormemente de ello, declara el estado de emergencia y lo convierte en una situación normal. Ese es el final de la democracia.”

 

 

MONSTRUOS DE PAPEL MACHÉ O EL ELOGÍO DEL ENTRECOMILLADO


 

Por: Javier Barrera Lugo 

 

No fue la incompetencia de los investigadores de la Procuraduría Nacional y de los funcionarios de migraciones las que permitieron la fuga. No. La complicidad de un sistema tan grande y podrido como el estómago del diablo; la alcahuetería de unas  “fichas uniformadas,” afiliadas a los partidos políticos tradicionales que se crearon a sí mismos con el objetivo de  burlar hasta las mínimas normas éticas y acolitarle la pendejada al dictador de turno, permitieron el desastre.

  

La ministra de economía pasó de largo los “estrictos” controles de las autoridades y ninguno quiso preguntarle nada. La miraron de reojo mientras sacaba de su cartera los pasaportes de los niños; a ella no se lo solicitaron. Le ayudaron a acomodar dos maletas en la banda transportadora de la aerolínea, cuidaron a los dos pequeños rubios mientras “mami” cuadraba su escape, y hasta deshabilitaron una cámara de seguridad que registraba de frente la compungida expresión de la mujer. Todo por satisfacer a la ministra, que azarada, lanzaba propinas a diestra y siniestra.

 

Sigilosos, recibieron los cinco billetes de veinte dólares, por cabeza, que entregó a quienes se topó en su camino al exilio, logrando mantener a raya cualquier intento de pregunta incómoda, los consabidos “¿por qué? ¿Para dónde? ¿Motivos?” Salió del país sin despeinarse. “Un pueblo que vende el alma por moneditas… ¡Maricas!” Alcanzó a pensar.

 

            No bien se abrió la puerta del avión en el aeropuerto de Miami, tres horas después, las autoridades gringas la capturaron. Los niños fueron puestos a disposición del servicio estatal de protección de menores, y ella, enviada a un centro de detención  de mujeres. 

 

            Una semana después, se declaró culpable de sacar del erario, lavar en Florida, e ingresar en las cuentas del presidente Duarte y sus más apasionados partidarios, al menos doscientos millones de dólares.

 

            La fiscalía del estado le ofreció un acuerdo cuyas condiciones aceptó sin chistar: delatar a los autores materiales del desfalco, señalar a los capitalistas de su país que organizaron la salida de la plata, y omitir, por respeto a las “víctimas,” los nombres de una docena de “ingenuos” banqueros de Florida (con sucursales en Delaware y Nueva York), que fueron “engañados para lavar esa tonelada de dinero manchado” en los “yunais.” En contraprestación, le garantizaron quedarse con el 10% del botín confiscado, pasar dos años en una cárcel de mediana seguridad, visitas de los niños cada 8 días (se le concedió la custodia temporal a su hermana, quien era ciudadana y  testaferro que pasó de “agache” ese monumental escándalo) y entrar a un programa de protección a testigos una vez cumpliera la sentencia.

 

            El Asesor para asuntos latinoamericanos del presidente Rush, filtró a la prensa el indictment (la acusación) en contra del presidente Duarte, la vicepresidenta Rodríguez y diez de sus cercanos compinches. “¡Acabaremos con ese régimen ladino y cruel! No permitiremos dictaduras ladronas en nuestro continente. Los culpables pagarán... Tienen las horas contadas…” Dijo antes de finalizar la conferencia de prensa. Los aplausos y vítores de los “opositores en el exilio,” dieron un toque de folclor a la descafeinada reunión.

 

Las reacciones no se hicieron esperar: “Lo paradójico del cuento,” escribió en su columna semanal del Miami Tribune, Gabriel Brigadier, periodista desterrado por el gobierno Duarte, “es que el otrora mejor amigo de Rush, el sátrapa Duarte, es hoy satán para el gobierno Republicano. Asumo que el dictador ya no puede atribuirle a perfidias de la oposición, los duros señalamientos de corrupción, latrocinio,  desapariciones forzadas y toda suerte de artimañas en contra de nuestro pueblo. Como cantó el soldado rescatado del secuestro: ¡Cómo nos cambia la vida, amiguito…!”

 

Duarte y su corte ni se inmutaron ante las acusaciones, o al menos eso quisieron proyectarle a la opinión pública. La gente del común, en cambio,  se tomó las calles y protestó durante semanas. El presidente, curtido en batallas por el poder, permitió la desobediencia; pero sólo para preparar el contragolpe. Miembros de la policía se infiltraron en las marchas y comenzaron a incendiar estaciones del metro recién inauguradas por la alcaldesa opositora (medio metro, lo llamó ella, porque ante el robo de recursos, sólo pudo construirse la mitad del proyecto). En los barrios, organizaron a los partidarios del gobierno, los encapucharon e instruyeron para saquear pequeños abastos, apedrear edificios, golpear rejas y gritar arengas en nombre de los pocos opositores que quedaban en el país, quienes supuestamente, lideraban la violencia.

 

            Fue tanto el descaro, que, aprovechando la histeria colectiva, la policía envió noticias falsas a través de los servicios de mensajería telefónica en las que alertaban a la gente sobre asonadas y saqueos de malhechores contra conjuntos residenciales (“se están metiendo en los conjuntos,” pregonaba una voz agitada), comercios, casas en barrios populares, zonas de diversión… Y sí, desafortunadamente pasaron cosas terribles, aunque patrocinadas por la fuerza pública: varios líderes opositores fueron encerrados sin cargos y cientos de sus seguidores, asesinados cuando “delincuentes,” según la autoridad, “pretendieron robarlos.” Lo más triste fue que los dejaron en zanjas con tiros de gracia (más bien de desgracia) en la nuca y sus pertenencias intactas.

 

El gobierno implantó de manera soterrada la censura. Los medios mostraban a “valientes ciudadanos,” resguardando sus posesiones del “vandalismo  terrorista” asociado a la protesta. John David Algarra, el rey del amarillismo, “periodista” que alguna vez puso a comer papel y tomar aguapanela a unos niños, para “informar” que sufrían de hambre y nadie los ayudaba, y gracias a esto obtuvo el premio de periodismo “Presidente Duarte,” comenzó a entrevistar a vecinos  de un sector “del occidente de nuestra amada Santafé,” que cuidaban sus propiedades armados con palos de escoba, percheros, raquetas, tablas de la cama, garrotes y un sinnúmero artículos cotidianos vueltos armas ridículas.

 

“¡Vecino, estamos en vivo para el noticiero SBM! Ante estos desmanes, ¿Qué les pide a las autoridades?” El viejo contestó casi suplicante: “¡Que nos envíen la tropa, sumercé…! Esto está muy verraco… No podemos esperar a que los delincuentes nos desocupen los apartamentos, el fruto de una vida de sacrificios... En esta urbanización  son como 120… ¡Por favor! Le pedimos ayuda al presidente…”

 

Y sospechosamente, como si el presidente hubiese estado viendo el noticiero, a los tres minutos; mientras Algarra entrevistaba con voz lloriqueante y obcecada a doña Nepomucena, líder comunal, que con paraguas de punta metálica ayudaba a hacer guardia, apareció una destartalada tanqueta de la policía rodeada por diez asustados alféreces armados con carabinas y a quienes los uniformes les quedaban grandes. Un primer plano inolvidable y en horario prime

 

Los gritos de apoyo al comando heroico retumbaron por toda la localidad. No atraparon a nadie, ni frustraron ningún delito, porque nunca pasó nada; pero metieron en la mente de la gente una idea: los amo, los cuido, les pego; pero a los ladrones también los acabo… Ese grupo de adolescentes disfrazados de guerreros y transmitidos en directo por la televisión, fueron el placebo que institucionalizó el virus del miedo en la conciencia de una sociedad, y legitimó la teoría del salvador patán, que, aunque nos haga sufrir, nunca nos desamparará.

 

El recelo absurdo, criminal, mentiroso, ensordeció la verdad. La protesta fue manchada, sus líderes, desprestigiados… La gente aceptó ser golpeada por la bota protectora si eso garantizaba que los supuestos criminales que asaltarían y asesinarían a toda la gente de una ciudad, eran atajados de la misma forma: a patadas.

 

Los rumores de aquella vigilia, los días y las noches siguientes, acompasaron el ritmo de más fusilamientos, mentiras y héroes prefabricados. Institucionalizar la violencia hizo que el gobierno de Duarte cayera un año después.

 

Las evidencias en las que se basa este relato y comprueban las barbaridades ordenadas y ejecutadas por la dictadura, están en manos del nuevo gobierno, el régimen de los “decentes,” opositores autoproclamados “Partido de la Reconstrucción Nacional” (que sin juicio o mecanismo legal de por medio, extraditaron a Duarte y sus lamebotas hacia los yunais, claro está, antes de confiscarles sus botines de guerra),  otra pandilla de  manipuladores, rufianes y déspotas tan sucios como Duarte; nada más que al ser novatos en el poder, guardan las formas y aún no delinquen tan de frente…

 

Al presidente y varios de sus ministros les empiezan a aparecer casos de corrupción.  John David Algarra los ha entrevistado, ellos juran que son inocentes, “la renovación”. El periodista, “desinteresado, comprometido con la verdad,” les cree… Es la ingenuidad “prepagada,” una nueva forma “light” de chupársela a los poderosos.

 

 Los gringos dicen que lanzarán un nuevo indictment, contra los integrantes principales del gobierno recién instaurado. Se les acusa de perseguir de forma violenta a la oposición (los Duartedistas), de tener nexos ideológicos con los Castro en el CaribeLa serpiente vuelve a comerse desde su cola.

 

El juramentado presidente, en medio de escándalos de corrupción que comprometen de manera directa a gente de su círculo más íntimo, le advierte a Algarra, en un publirreportaje, que “un nuevo virus mortal viene desde Asia y matará más ciudadanos que el gobierno de Duarte…”

 

“Compren tapabocas, millones de litros del alcohol al 70% que por casualidad fabrica de mi hermano, burbujas de plástico para sus hijos y mascotas, caretas con el logo del Che; encierren a los ancianos, pierdan sus empleos, desconfíen de todos, vivan preocupados por morir ahogados y solos en la UCI de un triste hospital, o en la cochina calle… Como lo anunciaron por años los testigos de Jehová, el final de los tiempos ha llegado…”

 

John David Algarra, gesticula, su mirada se llena de lágrimas “sinceras,” hace su cara de “paniqueado lindo,” se mira al espejo, los televidentes lo aman, es igual a ellos, periodista con calle, un profesional emotivo (imbécil crónico, dictamina un respetado siquiatra amigo mío).

 

“El virus ha llegado al país… Se detectó el primer caso… Presidente Pietro, confiamos en usted. Que la Virgencita santísima, María Teresa de Calcuta, protectora de Calcuta y sus leprosos, que sólo se llamaba Teresa y la gente de este país olvidado por los Santos muy santos y presidenciables volvió María Teresa, y la Divina Providencia, patronos de esta patria con dos mares, tres cordilleras y el “segundo himno más lindo del mundo,” lo sigan guiando. Hágalo por la “gentecita” que lo necesita hoy más que nunca, Presidente… Es que usted sí es honesto, no como los otros “que no me lo quieren…”

 

Después de comerciales, informa que el gobierno pedirá prestados 189 billones de pesos para afrontar la crisis económica y social derivada del nuevo virus asiático; recursos que serán administrados con “toda la transparencia que esta emergencia amerita y se enfocarán en los más necesitados…” “Es una deuda que pagaremos solidarios todos, en partes iguales; pero… ¡Estamos salvados, tenemos gobierno!” Chilla en éxtasis el “periodista de marras,” futuro Ministro de Comunicaciones… “El churro,” como le dice Momi, su atractiva compañera de set.

 

11/11/2020

 

 Todos los derechos reservados al autor. 2020.

jueves, 15 de octubre de 2020

9 AÑOS

 9 AÑOS



Recuérdalo por la eternidad, angelito: 

SEMPER SIMUL,

SEMPER CARMINA.


Te adelantaste nada más; sigues viva, me cuidas, mi filipina;

me pones ángeles en el camino... así eres. 

Estás en mi corazón mientras viva. ¡Viva tu vida, tu hermosa vida!

Nunca te olvido.

                                                                          El loco gordo.





viernes, 2 de octubre de 2020

EL AYUDANTE DEL NIÑO DIOS

 


          Hace diez años mi padre inició su camino hacia la inmortalidad prometida por el dios en el que confiaba, y demostrada por la naturaleza a la que considero única autoridad. Después de la sorpresa ante su fallecimiento, una agonía cuya intensidad ha mermado, pero nunca pasará, tras sentir en el alma los latigazos dados por su ausencia, hoy lo recuerdo con amor, con agradecimiento y esperanza de volverlo a ver.

            Lo dije en su momento, hoy lo sigo creyendo: sólo muere quien es olvidado. Y nunca olvidaré a mi papá, porque lo amo, lo valoro, lo extraño, lo admiro. Está a mi lado cada día, cuida a mis hijos, se cuela en mis sueños para confortarme cuando estoy jodido.

Ríe mi viejo en medio de una estela azul, el humo de su cigarrillo hace misterioso el entorno, los olores a tabaco y loción se ven frescos a contraluz. Toma café, charla con Teresa, sonríe. Tiene puesta su bata blanca llena de paisajes, rayos de vinilo cargados con inagotables sueños cumplidos y por cumplir. El poder de los colores…

Un abrazo, viejito. Apenas son diez años sin su presencia, pero lo siento a mi lado. El dolor y el amor son siameses que se necesitan, y a su manera, se comen de a poco el interior de nuestro pecho mientras flotamos. ¡Vivir es maravilloso!

 

EL AYUDANTE DEL NIÑO DIOS

Por: Javier Barrera Lugo




En 1982 estalló una bomba social en Latinoamérica, una crisis atroz generada por la caída en los precios internacionales del petróleo -de los que dependían las economías de varios países de la región, entre ellos Colombia-, un alza sistemática en las tasas de interés, como efecto de la caída de los ingresos antes mencionados, y el cese en los pagos de la monstruosa deuda externa que aún hoy, afrontan las repúblicas ubicadas abajo del río grande. El desempleo surgió como un cáncer que todo lo consumió.

            Esta dificultad hemisférica afectó directamente a mi padre, quien era contratista de pintura, ya que los bancos subieron los intereses o dejaron de prestarle plata a las constructoras que desarrollaban los proyectos de vivienda que él y su gente pintaban. Como consecuencia, lo que empezó como desaceleración productiva en el 82, a mediados del 84 se volvió una recesión económica que devoró los empleos de millones de colombianos, entre ellos, el de mi viejo.

            Durante este período de “vacas flacas,” nunca faltaron las tres comidas diarias de reglamento, tampoco las onces con “mojicones” comprados, cada tarde, en la panadería del señor Romero (Andrés, Alejo y yo, siempre que íbamos, nos encontrábamos con el profesor Germán Solano, que se la pasaba tomando “tinto con chicharrona” en ese prestigioso negocio); ni llegaron a cortar un servicio público por falta de pago. Mi papá guardó en los buenos tiempos, siempre fue un tipo organizado.

            Los ahorros empezaron a flaquear al comenzar septiembre del 84, y para colmo, en  6 meses a mi viejo no lo llamaron ni para pintar una reja.  El hombre llamaba a los arquitectos Muñoz, Barbudo, a Bernal, gente con la que siempre trabajó,  recomendándoles algo para hacer. “Tranquilo, Barrera, estamos en las mismas. Apenas tengamos algo lo llamamos,” le respondían.  Unos meses después, así sucedió; pero su urgencia era de ese momento, se acercaban fechas que para él era indispensable celebrar, no por vanidad sino por reafirmación de principios, así fuera con un detalle pequeño: el cumpleaños número 7 de Alejo, que había estado muy enfermo, los 5 de Lili, la navidad…

            Tuvo que replantear las cosas, solventar las premuras con inteligencia buscando hacer menos duro el panorama. Para lograr la meta, mi viejo tuvo que abstenerse de placeres personales que le hacían llevadera su lucha por la subsistencia familiar en tiempos caóticos: gracias a la angustia no pudo bajarle a la “fumadera,” así que cambió sus preciadas cajetillas de Marlboro rojo (de contrabando y aún con el calor de Maicao pegado al celofán), por el “perrata” Mustang rojo, una suerte de cal viva embutida entre papel blanco y coronada por un filtro amarillento, que hasta al más experimentado de los fumadores le dejaba sensación de quemadura en la garganta y tejido desgarrado.

            Dejó de ir a la cantina de Beto y a las canchas de tejo los jueves. Decidió muy a su pesar, volverse abstemio; las “Bavarias” de una jornada costaban más que una bolsa de leche, el pan, el arroz, la libra de carne, con la que debía alimentar al día siguiente a cuatro “monstruos,” que no rebasaban los 10 calendarios de vida.

            Lo único que parecía darle fuerza para seguir en la lucha, eran los paseos por Ciudad Jardín Norte y alrededores, sobre su bicicleta de carreras, sin cambios, roja, bastante “aporreadita,” si se me permite la expresión. Asumo que, rodando sobre ella, declaraba como superadas esas madrugadas jodidas en las que debió salir a entregar ejemplares del periódico El Tiempo, así lloviera, tronara o relampagueara, para los suscriptores de Los Andes, Pasadena y Puente Largo, barrios que tenía asignados en su ruta.

            Fue el único deporte que vi practicar a mi papá. Le gustaba ver fútbol (Sus famosas expresiones fueron: “Ese clásico lo “echaron” al empate,” o, “¡Que pongan a jugar a Carlos Darwin Quintero, es mejor que ese “tronco de Aristizabal…!”), pero la bicicleta le daba libertad emocional, eso lo tengo claro.

            El lunes 24 de diciembre de 1984, quedó grabado en mis instintos como el punto en que mi inocencia murió. Para mi beneficio, del capullo en descomposición emergió una larva ávida por preservar el sentido de gratitud y su transparencia. Ese día mi mamá, Teresa, y mi viejo, Héctor, demostraron a sus hijos la incondicionalidad de su amor, la limpieza de ese sentir. Una breve conversación, una pregunta, la fuerza de voluntad de ella, el pragmatismo de él, unidos para brindar lo que consideraron esencial en nuestra educación sentimental… Hoy puedo decir que lo aprendimos…

            Navidad iniciaba. Desde las 7 de la mañana algunos vecinos cerraron la cuadra,  colocaron a todo volumen discos de los Hispanos, de Pastor López, hicieron la colecta para comprar vinilos, esmalte, plástico, cabuya, las cervezas de rigor, y empezaron a dibujar sobre el pavimento, espantosos angelitos armados de cornetas que anunciaban la llegada del niño Dios y deseaban paz y ventura para el entrante 1985; muñecos de nieve en medio de los calores decembrinos, un sonriente papá Noel (que copiaban de la publicidad lacrimógena de coca cola),  subido en un trineo, desollando a punta de rejo las costillas a unos renos famélicos.

Pintaban postes y andenes (sardineles, decían estos genios del mal gusto) con franjas rojas, blancas, verdes; colocaban hileras de pendones plásticos entre casa y casa (que con el viento y las lloviznas se llenaban de tierra y se veían horrorosos) y llenaban de alboroto una comunidad aún creyente en la solidaridad como principio de vecindad.

            10 de la mañana. Mi mamá suelta sin anestesia la pregunta a mi papá: “¿Qué le vamos a comprar a los “chinos” de regalo? Con dolor expuesto en los ojos, la mirada húmeda de quien asume su sacrificio como obligación moral, sin renegar, le contesta: “Voy a vender la bicicleta, no tengo plata. Hay que regalarles algo a los “chinos,” que vean que el niño Dios no se olvidó de ellos…Este año se portaron bien…”

            No sé a quién se la vendió, cuánto le dieron por la bicicleta, qué pensó mientras volvía a casa sin su tesoro, qué le dijo mi mamá… Jamás tuve el valor de preguntárselo; sentí que hacerlo, sería transgredir lo que Héctor y Teresa eran como pareja, como padres, mis padres.

Yo, el “chino” sapo que por coincidencia se cruzó en la escena, terminé testificando la simpleza de los sentimientos, el desapego de los buenos padres cuando los asuntos tienen que ver con sus hijos. Esa navidad nos mostraron cuánto nos amaban, aunque nunca nos lo dijeron; en esa época, hacerlo, se consideraba una forma de “mariquear a los pelados.”

            Esa noche Andrés, Alejo y yo, recibimos cada uno camisetica de rayitas y pantaloneta. Lili, pequeña, consentida, piyama y muñeca. Doña Teresa, preparó ajiaco y mi viejo se tomó, después de meses, unas Bavarias.

            Desde ese día detesto la parafernalia navideña, su hipocresía, la desmesura, la falsa anarquía y despilfarro de la gente, su cultura de alegría prefabricada, sus costumbres de pequeña burguesía. Desde ese día, respeté a mi papá con argumentos, no sólo por costumbre. Admiré la fuerza espiritual de mi mamá, su creatividad, su temple. Desde ese día grabé en el espíritu el concepto de prioridad, de hacer lo necesario y desprenderme de lo que tengo, en aras de obtener un beneficio para los que amo.

            El ayudante del niño Dios, el hombre del bigote eterno, me dio una lección que marcó mi vida. Donde esté latiendo, estoy seguro que me sigue los pasos y me cuida, pedalea una bicicleta roja hacia una meta que brinda inmortalidad y donde seguro, lo volveré a abrazar.

 

02/10/2020. Todos los derechos reservados al autor 

miércoles, 23 de septiembre de 2020

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL / CUENTO 2

 

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL

 

Una pandemia que contamina y diseca las esperanzas, que permite apartarse, aprender a perder y resucitar, así la ceguera colectiva no nos quiera dejar salir de los titulares apocalípticos que engalanan los noticieros.

Idiota Inútil, publica 9 cuentos escritos por Javier Barrera Lugo (1 por las siguientes 9 semanas), basados en las 9 conclusiones que le ha dejado la pandemia por COVID-19, al filósofo sur coreano Byung-Chul Han, expresadas en diversos medios de comunicación y que, para criterio del escritor, son contundentes y veraces.

A continuación, presentamos el segundo postulado de Byung-Chul Han, y el segundo cuento de Barrera. 

Gracias por seguir la serie, esperamos la disfruten.

  

BYUNG-CHUL HAN SOBRE LA PANDEMIA** 

** Reflexiones del filósofo tomadas de una entrevista para Carmen Sigüenza y Esther Rebollo, de Agencia EFE. Todos los derechos reservados a sus autores.

 

Postulado 2

“La pandemia no es solo un problema médico, sino social. Una razón por la que no han muerto tantas personas en Alemania es porque no hay problemas sociales tan graves como en otros países europeos y Estados Unidos. Además, el sistema sanitario es mucho mejor en Alemania que en los Estados Unidos, Francia, Inglaterra o Italia”.

 

 

 

LAVADO DE CONCIENCIA CON AGUA DE MAR


                                                                        Foto de Javier Barrera Lugo. Todos los derechos reservados 2020.

Por: Javier Barrera Lugo

Le comento el que considero un problema gravísimo. La mirada vacía me invita a bajar el tono de preocupación, impropio para un novato, cerrar la boca y dejar que “papá me enseñe a hacer hijos…”

Su cara tiene el tinte de alarma adecuado para un burócrata que intenta dar la impresión de querer solucionar una crisis sin exagerar la nota, dejándole “a los de arriba” la responsabilidad de hacerlo.

            Con una paciencia que enloquece, le escribe al coordinador sanitario del cementerio, quien hace teletrabajo:

Urge su intervención para tramitar, lo antes posible, envío de contenedor 40 HC reefer, ya que se recibieron diez cuerpos más de los señalados en la planilla de traslado enviada por el Hospital Central a las 6 de la tarde de ayer, y ya no hay espacio de almacenamiento. Quedo atento a instrucciones.  Firma: XXX, Supervisor de Sanidad, Cementerio del Norte.”

            “Limpie el parqueadero, saque unas lonas y ubique a los muertos mientras llega el contenedor. Ponga a los choferes del hospital a acomodarlos… No vaya a ser pendejo. Esos “manes” son mañosos y no les duele ponerlo a hacer el trabajo… A los que no ayuden, dígales que les firma la planilla a lo último; saben “cómo es la vuelta” y por no salir tarde, se “mosquean…” No se deje ver la cara, mijo…”

“Es un zombi con mal aliento,” pienso, mientras me cacarea las instrucciones. Cuando termina la retahíla, toma su periódico y empieza a resolver el crucigrama.

            Panorama desolador: da miedo ver como los cadáveres no están divididos entre los que murieron por el virus y los que no. Una bolsa negra los iguala. Todos son víctimas del Covid para un sistema atestado de tragedias huérfanas. Al crematorio sin preguntas; más plata para el hospital, para la EPS. Un familiar quejumbroso no pasa de ser incidente.

Los administrativos de hospitales y clínicas son omisos, actúan por inercia, no se cuidan, juegan a la ruleta rusa en cada traslado de los fardos biológicos forrados con plástico de los que quieren deshacerse. Es afán y ya, salir rápido del problema. Tanta muerte, tanta carga, tanta negligencia, ya no nos diferencia,” filosofo para mí mismo, tratando de evadir las miradas llenas de odio de los conductores, que, a regañadientes, acomodan a sus infortunados pasajeros en el pavimento. Firmo el recibido y se largan.

A media mañana ya no son diez los cadáveres en el piso. En dos horas de operación llegan siete muertos extra. Le aviso el supervisor. Balbucea sin mirar un “recíbalos,” y eso hago. Reitera el correo electrónico al coordinador, para luego rascar con el borrador varias casillas del crucigrama que parecen no acomodarse a sus certezas.

Como moscas pegadas a los cristales, los vecinos escudriñan desde sus ventanas los diecisiete bultos envueltos en plástico negro y cubiertos por lonas. Intentan tomarles fotos, hablan de lado a lado, envían mensajes desde sus teléfonos, especulan, critican, conspiran… Sólo llegan murmullos: “¡Dios mío…!” “¡Qué pecado…!” “¡Santísima virgen...!” “Esta gente nos va a infectar…! El daño está hecho.

La situación se calienta. Los periodistas piden acceso a las instalaciones y el supervisor, con el crucigrama en la mano y la paciencia intacta, se acerca a la reja y les dice: “No puedo dejarlos entrar, ni puedo decir nada… Hablen con el coordinador sanitario. Acá les dejo el número y correo electrónico del tipo. Cuando él me confirme, van pa` adentro.” Le entrega un papel con los datos a un reportero que mete casi medio cuerpo entre las láminas del portón.

Los tipos no se rinden. Ante la falta de respuestas de la administración del cementerio suben a los tejados, terrazas, balcones y hasta postes del vecindario. Las cámaras evidencian el rostro sin maquillaje de la pandemia: cuerpos en el piso, yo, con ropa de bioseguridad blanca y actitud vacilante, rociándoles creolina para tratar de camuflar los olores que empiezan a desprenderse. Todo es caos silencioso.

El supervisor informa que se va a almorzar y le pregunto si es conveniente que lo haga, teniendo en cuenta lo que pasa. “A mí no me pagan las extras, chino,” contesta, tratando de parecer gracioso. No lo logra.

A las tres de la tarde llegan diez cuerpos más y no hay rastros del contenedor solicitado. Ya son veintisiete muertos, veintisiete hijos, madres, abuelos, amigos; veintisiete personas tiradas como basura en un parqueadero y a nadie, salvo a mí, parece importarle en este maldito cementerio, en esta maldita administración, en este bendito país hecho de mentiras.

La calle se llena de alboroto. Los dolientes aparecen y exigen a gritos que se trate con dignidad los restos de sus familiares, o les sean entregados para sepultarlos. Golpean portones, muros, rejas de las ventanas, se hacen ver de la prensa. El circo inicia función… Nada pasa aún… ¡Nada hacemos aún…!

Cinco de la tarde. El supervisor me cuenta que por tercera vez reiteró el correo de solicitud al coordinador. “Eso ya no llegó hoy, “chinito.” Revise que las lonas queden bien puestas, tome fotos de cómo quedan los cuerpos y váyase para la casa. Los celadores se encargan de rociar la creolina a media noche. Triste y todo, pero no se puede hacer más.”

Un absurdo tras otro, desorden, escalas de mediocridad que no se matizan, sólo crecen. No he almorzado, estoy enfadado. No se puede ser tan irresponsable, tan indolente, somos mediocres como institución, como sociedad. Nos quedó grande almacenar, cremar, darles dignidad a los restos de una persona. Intento contar hasta diez… en tres, siento que es un esfuerzo inútil. Mi reclamo es beligerante en esencia, desinteresado: ¿Qué hacemos? El supervisor me mira con lástima, intenta ignorarme; pero un último resquicio de humanidad, el enfado casi domesticado, le hace responderme:

“Ya le dije, nos vamos. Hicimos lo que pudimos, lo que nos toca. Pedí el contenedor, usted ubicó los cuerpos, les regó desinfectante para que apesten menos. ¿Qué más hacemos? ¿El trabajo del “tontarrón” del coordinador que no coordina ni una cagada? ¿Le echamos viento a la gente que por falta de respiradores se muere? ¿Metemos a la cárcel a los perros que durante los últimos treinta años se dedicaron a robar la plata que era para la salud? ¿Hacemos justo un sistema que los políticos y los de los bancos tienen vuelto mierda y acomodado a su avaricia? ¡No me haga perder tiempo, hermanito…! Sea realista. En nuestro trabajo es algo necesario, comemos gracias a esa vaina...  Es nuestra verdad...”

Se limpia el chorro de saliva que se le escapó mientras gesticulaba el argumento. Su mirada llena de desidia, otra vez, reitera las instrucciones: que me largue sin protestar, que me valgan nada unos muertos, que, gracias a Dios, no son míos; que me olvide de sus familias, los periodistas, los quisquillosos vecinos, del mundo que parece feliz siendo robado, de una especie anestesiada que hoy le agradece su suerte al capitalismo depredador que permite comprar celulares y no esperanza, así como lo hizo con el vasallaje o la esclavitud. Los hombres pedimos a gritos sentir el látigo castigándonos la espalda.

Los alrededores del cementerio son escenario de un jolgorio macabro que se desborda. La policía antidisturbios rodea a dolientes y vecinos que suben el tono de la protesta, lanzan golpes, insultan a los gaseosos dueños del país, a los políticos “garosos,” al incompetente alcalde y a nosotros, sus lacayos, simples burócratas que les chupamos la sangre.

El periodista que metió medio cuerpo por la reja buscando una primicia, me reconoce. “Oiga, hermano,” me dice, “¿les tomó fotos a los cadáveres tirados en el piso? ¿Tiene alguna? Vea que los de RCM le dieron un millón de pesos al supervisor sanitario por una “fotico” de lejos de los muertos… Si tiene alguna de “cerquita,” le puedo conseguir hasta dos milloncitos… ¿Sí tiene alguna?

La indignación que sentí ante la propuesta, me la quitó pensar en las sonrisas de mi “cuchita” y Soraya, cuando les diga que “me dieron una bonificación en el trabajo,” y con esa “platica” haremos el viaje soñado a San Andrés, una vez se acabe este tema con el virus. El muerto al hoyo y el vivo al baile, no puedo ser el único pendejo que piense con el corazón. Ya me cansé de ser tan pendejo.  

lunes, 14 de septiembre de 2020

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL / CUENTO 1

 

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL

 

Una pandemia que contamina y diseca las esperanzas, que permite apartarse, aprender a perder y resucitar, así la ceguera colectiva no nos quiera dejar salir de los titulares apocalípticos que engalanan los noticieros.

Idiota Inútil, publica 9 cuentos escritos por Javier Barrera Lugo (1 por las siguientes 9 semanas), basados en las 9 conclusiones que le ha dejado la pandemia por COVID-19, al filósofo sur coreano Byung-Chul Han, expresadas en diversos medios de comunicación y que, para criterio del escritor, son contundentes y veraces.

A continuación, presentamos primer postulado de Byung-Chul Han, y primer cuento de Barrera.

Gracias por seguir la serie, esperamos la disfruten.




BYUNG-CHUL HAN SOBRE LA PANDEMIA**

** Reflexiones del filósofo tomadas de una entrevista para Carmen Sigüenza y Esther Rebollo, de Agencia EFE. Todos los derechos reservados a sus autores.

Postulado 1

“El coronavirus está mostrando que la vulnerabilidad o mortalidad humanas no son democráticas, sino que dependen del estatus social. La muerte no es democrática. La Covid-19 no ha cambiado nada al respecto. La muerte nunca ha sido democrática.”

 

UN CAPÍTULO MÁS EN LA ETERNA LUCHA DE CLASES

(CUENTO UNO)


Foto: Javier Barrera Lugo. Todos los derechos reservados.

La dueña de la casa donde Amalia tuvo la “suerte” de servir, entró en pánico cuando supo que ella, la abnegada, la pulcra, la escrupulosa muchacha de servicio, la “jausmeik” (le decía así, con ese inglés molesto del ignorante que brilla por su arribismo infantiloide y ramplón), acababa de morir en un hospital al sur de Bogotá, a causa del virus de moda.

            Desesperada, la mujer pidió a Alirio, el jardinero, sacar en bolsas negras “las cositas de la finada,” que estaban en el cuarto de servicio: dos uniformes (de esos blancos con los que se segrega a la “cachifa” de la patrona), unos zapatos de caucho, peinilla negra con pelos atrapados entre los dientes, estampas de los santos que no le hicieron el milagrito de sobrevivir, dos fotos del hijo… la vida de una mujer, que como debió titular Gabo en uno de sus cuentos llenos de magia, no se alquilaba, sino se postulaba para soñar.

            La esperada gratitud para casi doce años de servicio, se consumió en una hoguera que tímida, hizo cenizas cosas valiosas sólo para su propietaria. La señora de la casa, además, dio órdenes estrictas para que el hijo de Amalia, o su familia, se abstuvieran de ingresar al predio. Si necesitaban el dinero de la liquidación, lo haría llegar a través de una transferencia bancaria.

 Argumentó el veto con una lógica arrogante, descarnada, llena de miedo: “esa gente nos puede traer el virus para acá. ¿De qué sirve cuidarnos, trabajar en casa, vestir trajes de bioseguridad, la limpieza de las cosas, no poder viajar a la finca, vivir encerrados, si dejamos que “esos” se nos entren acá?… Los vecinos de esos barrios, Dios me perdone, son cochinos, indisciplinados, les ganan las ganas de morirsen… El tapabocas lo usan en el pescuezo, ¿se imaginan? No voy a arriesgar a mis hijos por el descuido de Amalia…”

No le refutamos. Cobardes, escuchamos y ya. La necesidad obliga. La condenada vieja no se compadeció de su sirvienta; “la consentida,” le decía, cuando no le pagaba a tiempo la quincena y quería apaciguarla. ¿Qué debemos esperar hacia nosotros? Según lo hizo ver, Amalia se salió “a lo loco,” a ver cómo y quién le contaminaba el cuerpo… ¡Vieja mentirosa!

La compañera se embutía en un bus repleto de necesitados, como ella, durante dos horas, para llegar a prepararle con verdadero aprecio, el desayuno fit a la patrona (ese fetiche que le ayudaba a engañar su mente de gorda en negación), servirles el cereal bajo en azúcar a los tres engendros antes de sus clases por zoom, para que la glucosa en sangre no los alborotara, hacer la jarra de café que don Pablo se bebía antes de empezar la reunión de la mañana con los subgerentes de la fábrica. Así era la guisandera: sacrificada.

¿Cómo se contagió? También me lo pregunto. La verdad, no importa. A lo mejor habló con alguien en el supermercado, no aguantó las ganas de consolarlo y el afligido le prendió el mal. O fue la vecina cuando le solicitó la consabida “media librita de arroz” para alimentar seis chinos a los que “el Jairo no les consignó la cuota alimentaria.” Pudo ser en la EPS, esperando turno en urgencias, porque las molestias de la migraña crónica no le dejaban ni abrir los ojos hace tres semanas. Cualquiera, en cualquier lugar, por descuido, negligencia o tendencia criminal, la infectó. Sea lo que haya sido, una verdad aparece desnuda: murió sola.

Paradoja es la característica primordial de la vida en este país. Hoy, esa máxima es más que palpable. Los que vivimos, (no por gusto), al día, le quedamos debiendo hasta al perro. La lista es larga:  al que nos proporciona el sueldo mínimo y se le debe agradecer con mil venias; a la policía, que nos pregunta de mala manera, para dónde vamos y si tenemos el salvoconducto que expide la alcaldía, al venezolano, que si no se le puede o no se le quiere dar algo, insulta; a los vecinos que se quedaron sin poder hacer nada gracias a la pandemia, colocan el trapo rojo  en lugar visible de su fachada, bloquean las calles, destrozan buses que no paran y nos ponen a parir para llegar al trabajo porque “¡si me muero de hambre, usted también, pirobo!”

Lo chistoso es que para ellos, en lo profundo de su conciencia, los rasos no somos más que pedazos de mierda productiva, abono que abre puertas, cuida casas, cocina, pasea perros, poda jardines que dan paz durante el encierro, que paladea a sus enfermos;  estiércol que opera la máquina, que entrega los pedidos a domicilio, cosecha alimentos, regala “la liga,” al “emproblemado;” excremento que recicla la basura y se come la calle, los buses, el Transmilenio infectado de violencias, virus y bacilos, el que da besos con lengua a la muerte, sus sentencias e incapacidades.

Ahora, las campañas publicitarias que venden bobadas para mitigar la crisis, invitan a que nos llamen héroes… Amalia fue una heroína que le valió nada a sus patronos que presas del pánico, del ego, le negaron hasta el recuerdo a través de cosas que se quemaron. La hipocresía social da asco.

Nada que hacer, hay que dejar de chillar. La difunta ya está descansando. Nos toca seguir “moliendo,” enfermando, muriendo, perdiendo por costumbre, salvándonos por excepción. Según el tacaño que me paga el pequeño salario, lo que hay es gente haciendo fila para tener mí puesto... ¡Pobre marica!

Ir a trabajar, esa es la realidad: las puertas no pueden abrirse desde la computadora de mi casa, no se barre a través de meet, las comidas no se preparan por teams. El mundo necesita nuestras manos, nuestro aliento, nuestra esencia; pero no está dispuesto a pagar su precio, somos insumo a la baja; una crisis aumenta la cantidad de manos en estado de necesidad.

Apenas el gobierno nos deje, Mari, la niñera, Rosita, la manicurista, el jardinero y yo, visitaremos la tumba de la pobrecita Amalia para dejarle una corona bonita. Se la merece. Todos nos merecemos ese desahogo.

En cuanto a mí, he pensado que, si me da coronavirus, antes de arrancar pa` la clínica, le pego un buen estornudo a las empanadas que pide a escondidas la dueña de la casa cada día, a las diez de la mañana, y que el repartidor de la panadería deja “pagando” en la portería… Bueno, si llego a tener éxito, se contaminan hasta los engendros esos… Espero que don Pablito sea el único que se salve en esa casa; el “cuchito” es un alma de dios…

 

                                                                                                                                                                                                                                         02/09/2020

martes, 25 de febrero de 2020

¡CÓJANLO, CÓJANLO…! ¡SUÉLTENLO, SUÉLTENLO…!


¡CÓJANLO, CÓJANLO…! ¡SUÉLTENLO, SUÉLTENLO…!

A: Edwin Ricardo Parra, mi parcero.




Por: Javier Barrera Lugo





La mujer aúlla por su vida. Una navaja, con la que un tipejo le hiere el antebrazo izquierdo (su lado menos hábil; por instinto y mecánica corporal, la extremidad idónea para protegerse) mancilla su hasta ahora, relativa cotidianidad. La sangre desentierra atavismos, la escandaliza al brotar. Por supervivencia, entrega sus pertenencias.

       El asaltante esculca el bolso negro ansioso por encontrar  el teléfono celular  de alta gama que la mujer, antes de subir al puente peatonal, guardó en el bolsillo secreto. No fue efectiva la medida; la pantalla iluminada desapareciendo en el interior de la cuerina fue el impulso que activo el apetito del criminal.

       El tiempo se congela para ambos. Ella, herida, piensa en el hijo de doce años al que acaba de llamar y la espera en el apartamento que alquilan. Él, con la adrenalina irrigándole lo poco de cerebro que le queda, visualiza las papeletas de bazuco  y la caja de aguardiente que en par horas estará consumiendo en algún “chochal” del centro.



       Siete de la noche. El sector se hunde en oscuridad. La calle se desocupa.  Vuelan los laburantes de corbata y falsas expectativas hacia sus casas pagadas a cuotas. Los ejecutivos, cuyos prejuicios y diarrea conceptual los hacen creerse infalibles, suben los cristales de sus carros y se repiten como mantra mientras avanzan: “Deberías estar en Londres, eres la verga, parce…” Otro tipo de alimañas se adueñan del espacio. La bolsa o la vida es el mandamiento: todo o nada, y si no le gustó, ¿cómo es que es…?

       Flotan como murciélagos en las cornisas del palacio de Versalles, “ñeros” venidos de Suba, del sur, de Ciudad Bolívar, del Codito, de Kennedy, del Garcés Navas, de las mismísimas mollejas de la desgracia y ausencia de escrúpulos a la que llamamos Bogotá.

       Algunos extranjeros especializados en delinquir (por corrección política no los llamamos “venecos” cuando están frente a nosotros) que ya saben a mierda  con su pedidera, y cuya calaña los hace justificar crímenes sobre supuestos de hambre o cansancio existencial por caminar a pata pelada  los llanos de su patria destruida y las montañas del país que es “pasión” y a regañadientes los acoge, recorren en bicicleta la zona esperando presas que caigan sin esfuerzo. 

       Se dejan ver los pelafustanes, ricos y pobres, quienes tienen clavadas en la carne infernales adiciones; y  cómo no, hasta las putas que se pelean los clientes con las vecinas recién llegadas de Venezuela, “que dan los tres servicios por un calado,”  según comentan profesionales caleñas y paisas cuando me piden candela para fumar.

       Como es lógico, en nuestra absurda lógica, aclaro; la policía brilla por su ausencia. A esa hora los “pobrecitos agentes” están ocupados cobrándoles vacunas a los jíbaros que venden paraísos sicotrópicos a los gomelos que invitaron, con plata de papá, “a rumbear a Cami y a Jero…;”  a los vendedores ambulantes de literales perros calientes que aún ladran, a las viejitas que venden cigarrillos, golosinas, “perico,” hasta virginidades dudosas y remiten clientes ansiosos a los prostíbulos y amanecederos,  a ladrones como el que acaba de herir a una mujer para robarle el celular… La avaricia es el don de los impíos, diría el filósofo de marras.


.
       Esta noche los astros no están alineados con el destino del asaltante; ellos guardaron su carga de bendiciones para la mujer: cuatro hombres, dos por cada lado del puente se percatan de la situación y actúan. Tres jóvenes y un viejo “parado en la raya” (lo definiría así mi amigo E.P., “El propio comemierda,” como le digo de cariño), se abalanzan sobre el ratero y lo empiezan a golpear.

       La mujer se suelta a sollozar; acto seguido, berrea, repite el nombre de su hijo una y otra vez… Los curiosos se agolpan, opinan, lanzan cientos de patadas, puños y puñetes que mueven el bulto sangrante que no suelta el cuchillo, aunque tampoco lo usa; hace palpable el  típico comportamiento del cobarde cuando se ve rodeado.

       Con la “velocidad” que los caracteriza, dos policías  llegan hasta el puente y se apropian de la situación. Se acercan pistola en mano, casco subido hasta la frente, actitud pedante. Hablan  por celular (sabrá el diablo con quién) y al tiempo, piden calma a los avezados justicieros. No sé cómo hacen estos badulaques para ser tan engreídos.  Los tres jóvenes y el viejo persisten con su concierto de cachetadas, puntapiés y escupitajos justicieros.

       Como buenos colombianos, el grupo que hasta hace unos segundos apoyaba el ojo por ojo, diente por diente; al ver a la “autoridad,” cambia de posición ideológica. Uno de ellos les grita a los cuatro hombres: “¡No le peguen más! ¡Miren cómo lo volvieron…!

       El servil que vocifera, no repara en la mujer, la mamá de un niño de doce años, que espantada, trata de parar la sangre que sigue saliendo de su antebrazo gracias a la cortada que le hizo un delincuente que más de quince veces fue detenido por robar y herir a gente inocente. Ella no importa, la doble moral heredada de los españoles, sí.

       El resto de curiosos, contagiados por el síndrome del borrego, apoyan la moción: ¡Demándelos por lesiones personales, no sea bobo! ¡Él sólo robó, no la mató…! ¡Vea, devolvió el celular…!  La gente decente no hace  justicia por mano propia… Para eso está la justicia…!  La paliza y  arengas consecuentes fueron grabadas y subidas a las malditas redes sociales donde se inició un debate estéril que duró dos días.

       Los policías, antes de esposar al tipo, regañan a los hombres que salvaron a la mujer: “Tienen que confiar en nojotros… pa’ eso somos la autorida… ¿Qué tal hubieran matado a este huevón? Se meten en un lío… ¡Piérdasen…!”  Con rabia en los ojos se despiden de la mujer y siguen su camino.  Saben lo que va a pasar…

       El espectáculo concluye con los policías convenciendo a la mujer para no denunciar el hecho: “Sumercé, casi terminamos turno y nos toca quedarnos haciendo el papeleo quién sabe hasta qué hora... Además, su “chinito” está solito en el apartamento... Mire, la herida es superficial… Un rasguñito… Y la jueza que está de turno suelta a este “pirobo” en tres horas… Es medio blandengue…  Pa´ qué nos degastamos… Igual, Sumercé recuperó sus cositas… Cuestión de cuidarse pa’ la pródxima, vecina…”

       Ella  sube a un taxi y el malhechor, apenas reponiéndose del susto, con las heridas latiendo,  vacía sus bolsillos y entrega el producido del día a la “autoridad.” Todo vuelve a la normalidad tres minutos después…

        Le cuento lo sucedido al viejo Santafé, mientras bebo mi tercera cerveza, la de irme. “Eso son maricadas, hermanito,” me dice. Y remata con una de sus sentencias llenas de visceralidad y sabiduría coloquial: “Este es  el país del ¡Cójanlo, Cójanlo…! ¡Suéltenlo, suéltenlo…! Nada que hacer hermano.  Acá somos conchudos, tibios, hipócritas. El político que roba es elegido por las personas a las que robó, el paramilitar o el guerrillo van al congreso después de decir que están arrepentidos; y eso, porque ahora ya ni lo dicen… Que dizque en la paz hay perdón y olvido… ¡Hágame el bendito favor!  La esposa termina criándole los chinos a la moza del marido cuando ésta los deja tirados… A los colombianos nos falta culo pa’ pantalón de paño, poeta… No se le haga raro que el pícaro del que me contó, mañana esté en ese puente atracando a uno de los que pidieron que no le “cascaran” más… ¡Valientes pendejos tan falsos…! ¡Aquí lo que se necesita es darle rejo a los necios, pa’ que afinen…!

       Once en punto. Una jornada movida concluye, al menos para mí. Tengo que madrugar a trabajar. Seis mil pesos  es la cuenta. Voy a pagar.  Me doy cuenta que no tengo la billetera. Me la robaron Transmilenio, fijo.  Apenado, comento mi problema y Don Santafé, socarrón, me lanza esta perla:

“Cancéleme mañana o el sábado cuando venga con la patota. Si no me paga, les grito a los clientes: ¡Cójanlo, Cójanlo…! Y cuando me pague, después de romperle la jeta, les digo: ¡Suéltenlo, suéltenlo!  En después, usté sigue tomado y yo le vuelvo a fiar porque soy un soberano alcahueta… ¿Cómo la ve usté que tiene gafas?”

       Una sonrisa por ese apunte… Este viejo güevón me hizo la noche…