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lunes, 24 de abril de 2017

LA NIÑA

LA NIÑA



Por: Javier Barrera Lugo

Mi consultorio quedaba al frente de su casa. No era un lugar espectacular; nada de lujos o detalles que llamaran la atención más de lo debido: un escritorio que heredé de la desaparecida ferretería de papá, un afiche descolorido de José Gregorio Hernández, fantasmal médico venezolano cuya santidad erigió el pueblo al que aún cura de la enfermedad mientras duerme, dos sillas de madera con cojinería de hule color café y una cartelera en la que con tiza registraba el valor de los servicios que prestaba. La niña se la pasaba horas frente a una ventana mirando hacia mi local.
       Y no era de extrañar que eso sucediera con cualquier vecino o transeúnte; un letrero que anuncia: Se lee la suerte, ligo el amor y la fortuna sin importar la fase de la luna. A través de la telepatía ubico tesoros, gente perdida y deudores en huida,” es un cascabel para la curiosidad; pero que una pequeña de seis años se plantara desde las ocho de la mañana hasta las siete de la noche a espiarme, a escrutar a mis clientes y las estupideces que hacía por ellos, no dejaba de ser perturbador, y esa sensación no aparecía por mi vida desde que estuve sumido en la indigencia.
       Fui marihuanero por muchos, muchísimos años. Mis padres me dieron todo, buenas universidades en las que me movía como borracho posgraduado y certificado en los bares aledaños, antros llenos de gente estúpida a quien usé y me usaron.  Los viejos invirtieron una tonelada de billetes sólo para que no aprendiera a ser médico, zootecnista, economista o ingeniero civil. Me gradué de vago y papá lo único que pudo hacer fue echarme de esa, su casa, donde me malcriaron y los problemas se resolvían de un plumazo.
       Deambulé con un costal al hombro por varios meses, aguanté miserias, enfermedad, comí mierda de la buena y asumí el fracaso absoluto como vocación hasta que conocí a “la pelirroja,” una pitonisa y vidente llegada de  la costa atlántica con la que después de mucho rogarle, me organicé. También estaba enviciada, pero tenía claro su oficio y cómo hacerlo provechoso. Dayanis, así se llamaba, fue generosa siempre, me enseñó todo lo que debe saber un lector de destinos y un amante sin lecho para salir de pobre.
       Mi mujer de arcilla, la difunta “pelirroja,” me repetía todo el tiempo: “No tenemos poderes, sólo un cerebro sin usar y mucha hambre…” “La gente pide a gritos que le digas lo que quiere escuchar.” “La telepatía es saber hacer la pregunta correcta para que te den la respuesta que necesitan sin darse cuenta… Después es cuestión de organizar las ideas y hacerles creer que esa solución que siempre han tenido frente a sus narices, se las envió a través de ti un demonio o un santo, eso depende del marrano. A la gente le da pereza pensar en serio… ¡Son una partida de maricas!”
       Y así comenzó mi vocación. Los militares, mis mejores clientes, pringados de ego y venéreas, me pedían menjurjes para torcerle el cuello  a la disfunción eréctil y la falta de plata. Yo les colocaba a unos frasquitos plásticos gotas de agua de rosas, leche condensada, creolina, y les decía que se los untaran por todo el cuerpo para quitarse la sal.
       “Este es el remedio que usan los Yariguíes del Carare  para curarse los males del cuerpo y de la suerte. Hágalo con fe “comando,” que es bendito… Verá cómo la plata vuelve a llegarle,” les decía. Y continuaba fingiendo un trance: “Una ojizarca llanera con los huesos llenos de humor demoniaco le pego la “pava,” caballero... Evite meterse con otras “viejas” que no sean su mujer por un tiempito y fijo se le arregla el “aparato…”
      Los que hacían caso volvían agradecidos cargados con mercado, plata, nuevos clientes para mi negocio de adivinación. Era obvio, si no se iban de putas, si estaban pendientes de su casa y descansaban, sus problemas económicos y sexuales se arreglaban. Era el círculo idiotez-remedio-redención-caída.
      Me volví un tipo que a punta de engaños salió de la plaza de los limosneros para hacerse príncipe. La adicción a mentir y ganar plata destruyó los demás vicios. Mis padres trataron de corregirme sin éxito; me los saqué de encima diciéndoles que tuve una visión del futuro cercano en la que los mandaba al carajo. Ofendidos, juraron nunca volver a hablarme. Rompieron su promesa cuando el viejo hizo un mal negocio y la ferretería se fue a pique. Les di unos pesos para que pagaran deudas y me dejaron en paz.
             Todo lo mío iba en línea recta  hasta que tuve conciencia de la existencia de mi pequeña vecina. Al principio sus miradas frías parecieron un acto indiscreto propio de su inocencia; pero ante la reiteración de su comportamiento obsesivo,  la cuestión se me fue volviendo una molesta carga sicológica. Me sentí espiado.
       Antes de su aparición pasaba horas en la puerta atrayendo a incautos para que picaran el anzuelo y me entregaran su dinero a cambio de paz espiritual; después de detectar a mi censora muda, lo que hacía era esconderme como una alimaña. Una niña muda se volvió  la voz de mi conciencia.
        La cúspide de mi delirio llegó una mañana de jueves. Abrí el local e hice un par de consultas sin mayores problemas. Salí a pescar un poco de aire  fresco y la mirada de la niña se me cruzó en el camino por enésima vez. No aguante la irritación que me causaron esos ojitos castaños clavados en los míos. Me quité el penacho que me hacía “El indio Tibasosa, maestro adivinador,” y agitándolo en dirección a ella pretendí pegarle un susto inolvidable para que me dejara en paz. No movió un sólo músculo.
       Herido en mi orgullo de adulto controlador de mentes débiles, crucé la calle y timbré en su casa.  Una atractiva mujer abrió la puerta. Los mismos ojos castaños y penetrantes, el cabello negro lacio a la altura de los hombros, piel blanca con diminutas pecas que traslucía una vena junto al labio inferior, me aclararon lo que pasaba. La madre de Lucía, así se llamaba la espía, me contó que la pequeña era autista y la única forma de mantenerla tranquila era colocarla junto a la ventana para que, a su modo, se distrajera.
       Me sentí como una sabandija. A diferencia de mis habituales clientes, pusilánimes con ganas de que los demás les resolvieran los problemas que ellos mismos generaron, Lucía avanzaba cada día por un bosque lleno de desinterés y silencio que la naturaleza le otorgó.
       Me disculpé con la mujer por el acto precipitado que acababa de cometer en contra de su hija.  Con una sonrisa que nunca desapareció, me dijo que le transmitiría mis excusas a la niña. ”Ella es un solecito, lo perdonará. Igual, usted no sabía nada. A lo mejor una noche de estas le cuenta cosas sobre su mundo, del por qué lo espía. Seguro lo contactará.
       La mujer se despidió y cerró la puerta sin darme espacio para preguntar. Concluí  que la desesperación por la condición de Lucía, le había zafado varios tornillos. ¿Cómo una niña rara me daría su punto de vista sobre lo que le atraía de mi local, de mi oficio de pitoniso? ¿Acaso la pena llevaba a una madre al extremo de imaginar  comportamientos normales en una hija que no lo era? Una catarata de sensaciones amargas me hizo renunciar a seguir trabajando. Decidí terminar mi jornada en la cantina. Cerré la puerta y le hice una seña a Lucía, que como era de suponer, no respondió.
       Las ganas de licor se fueron apagando con cada paso. Bebí un par de sorbos de cerveza y me fui para la casa. Encendí la televisión y automáticamente el sueño me venció. Estaba en duermevela, los movimientos de las manecillas fluorescentes sobre el tablero del reloj eran palpables, las luces de los carros, que invadían por milésimas de segundo el cuarto, me mantenían alerta…
       Sin aviso, Lucía apareció silente junto a la cama. Me miró un instante, buscó la puerta y dijo: “No pida perdón por creerme una persona extraña, sé que soy diferente…” El miedo me paralizó. No pude musitar palabra, el corazón peleaba por salírseme del pecho.
        “Al igual que usted, señor telépata, hablo a través de la mente, pocos pueden escucharme, bueno, usted lo hizo.” Intenté gesticular. Estaba paralizado. Pensé las frases que no le pude gritar y para mi sorpresa las mismas le llegaron por un canal desconocido para mí. Le dije: “Claro que puedo y creo que tú y tu madre son unas farsantes.” No respondió.
       Lucía sonrió. Me miró fijo el centro del alma y dijo antes de desaparecer: “Abra mañana temprano su consultorio. La verdad esta tarde estuve muy aburrida.”
       Llegué temprano y Lucía ya estaba acomodada en la ventana. Imagine palabras y sin éxito trate de transmitirlas con el pensamiento. La niña se mantuvo imperturbable. “Fue una pesadilla, sólo eso,” me dije.
       Las consultas me tuvieron ocupado hasta las ocho de la noche. Me apresuré a cerrar. La niña no estaba en la ventana. Su presencia en mi cuarto, sus palabras; pero por encima de todo, la forma en que se instaló en mi mente, me llenaron la vida de zozobra.
¿Fue un sueño? ¿Estoy pensando lo que su mamá quiso que pensara? ¿Al igual que yo con los desgraciados que me llenaban los bolsillos, la mujer utilizó a su hija para hacerme imaginar y manipularme? ¿Sí tengo capacidades especiales de adivinación, de hablar sin palabras?
       Entre a mi casa con temor. Lo primero que hice fue encender todas las luces y el televisor para darme valor. Una hora después, calmado, convencido que el karma actuaba y era presa de una manipulación, me acosté. Eso sí, encendí la radio para no sentirme solo.
       En la madrugada intuí pasos en el cuarto, un pequeño bulto que cruzó raudo y se instaló justo a mi lado. La niña puso su mano derecha sobre mi frente y comenzó a cantar. De nuevo el terror inundó cada una de mis células y quedé paralizado. Quise gritar. La boca y la laringe no respondieron por segunda vez. Rígida, Lucía comenzó  otra conversación mente-mente:
-Gracias por llegar temprano está mañana. Espero que no lo haya puesto a pensar más de la cuenta  con esto de nuestras charlas poco convencionales. Sé lo que atormenta su cerebro… Y sí, puede hablar a través de pensamientos.

-¿Cómo una niña tan pequeña puede saber tanto, expresarse de esa forma?-Pregunté confundido.

-Es que nací hace mucho, morí y decidí volver a nacer hace seis años.

-Y eso que tiene que ver conmigo.

-Nada es casual. Algo que no comprendo aún me llevó a buscarlo para informarle que dentro de poco morirá, volverá a nacer y será como yo.

-¡No quiero morir!

-Ya le dije, uno no decide morir o vivir, simplemente estas condiciones ocurren. Uno resuelve nacer, eso es todo. Cómo sean las características de esa existencia, es un asunto aleatorio que puede darnos sorpresas…
Piénselo, no sabía que podía hablar con la mente y ahora me cuenta que no quiere dejar de respirar… Uno sólo posee lo que puede decidir…

-¿Y cuándo voy a morir?

-Ya empezó el proceso.

       Todo sucedió muy rápido. Sentí las palpitaciones del corazón deteniéndose. Los sonidos cesaron. No hubo luz… Se hizo la paz.
       El ruido de los carros me despertó. El pánico llameó en mi interior. Intenté moverme;   los músculos no respondieron. Desesperado, quise gritar. No lo logré. Sentí un flujo cálido bajando entre mis muslos.
       La madre de la niña entró y dijo con el pensamiento: Lucía, te he dicho que me avises cuando tengas ganas de orinar. Ahora tengo que limpiar…
       Me llevó al baño y aterrado vi en el espejo que yo, “El indio Tibasosa, maestro adivinador,” era la pequeña Lucía.
       Quise llorar y no pude, mi rostro estaba hecho de piedra.
       La mujer me volvió a colocar frente a la ventana. Mis pensamientos fueron lapidarios: injusticia, castigo, locura.  Estas palabras cruzaron anárquicas por mi mente hasta que un hecho contundente me hizo entender que lo que pasaba era obra de algo desconocido que no comprendía, como dijo la niña tras anunciar mi muerte:

       Al consultorio llegó mi antiguo cuerpo y abrió el local. Antes de entrar se quedó mirándome  y utilizó el poder de la telepatía para decirme: “Nací hace mucho, morí, decidí volver a nacer hace seis años. Anoche volví a morir y decidí nacer en el cuerpo adulto de un hombre experto en decirle a la gente lo que quiere escuchar.”