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lunes, 15 de febrero de 2016

NO DIGAS QUE LE TENGO MIEDO

NO DIGAS QUE LE TENGO MIEDO


Por: Javier Barrera Lugo



Las cinco de la tarde es la hora que más le gusta a Ramón. En invierno, el cielo se llena de visos metálicos que parecen fundirse con el horizonte y en verano, la fosforescencia naranja se estrella contra su piel y lo llena de placer. Por escasos minutos al día, sin importar la época del año, siente cómo la alegría le permite evadir sus circunstancias y se le mete profundo en el tuétano de unos huesos que sostienen setenta y dos años.
       Es lo único que lo emociona de este país. Hace cinco años sus hijos lo trajeron para que disfrutara de la jubilación y estuviera cerca de la familia, al menos ese era el plan. No resultó como esperaba. Ya al segundo día de estar aquí tuvo que trabajar y asumir una nueva realidad. “Las cosas no son como en el pueblo… Tienes que moverte, haragán, las deudas nos parten el espinazo, ¿sabes? Tenerte cerca no compensa el cerro de facturas que hay que pagar por tu estancia. Cometimos un error, eres un problema”. Esas son las frases que usa Roger, el menor de sus vástagos, cuando le cobra su parte de la renta.
       “No digas que le tengo miedo. Prefiero soportar a este caballero acá en el taller que a mis hijos fastidiando porque no hay dinero y soy una carga,” repite cada vez que nos tomamos el cafecito durante el descanso de la mañana y le insisto para que no se deje tratar mal del abusivo de García, el supervisor. Lo tiene entre ojos; disfruta insultándolo, sabe que Ramón no va a contestarle. “Lento, estúpido, viejo insoportable, estorbo…”. Cada día la misma retahíla de ofensas sin sentido.
       De Ramón sé pocas cosas. Fue maestro por cuarenta años en una escuela rural, tiene cuatro hijos, enviudó joven y no se volvió a casar. Un hombre cariñoso,  por eso le duele que sus hijos lo traten como si fuera basura. Las veces que ha ido a mi casa se la pasa jugando con mi hija Lili… Los ojos se le llenan de regocijo y tristeza cuando está con ella… Es difícil de explicar.
       Entramos de almorzar. García nos asigna el trabajo de la tarde. Debo pintar unos listones de madera; Ramón, barrer la bodega. “Si te pido hacer algo con máquinas terminarás rebanándote una extremidad o dañando el material. En este lugar si no tienes manos no sirves, viejo bruto”. Cobardes, los presentes bajamos la mirada. Necesitamos el trabajo, esa es la excusa. Busco sus ojos, deseo que la rebeldía le incendie la mirada al menos; pero él, concentrado, realiza la labor. Su actitud es una proclama: “No digas que le tengo miedo”.
       Minutos después, un grito nos saca de la monotonía. García, lívido, con la mano derecha bañada en sangre, con la izquierda sosteniendo tres falanges, pide auxilio. Dudamos. El silencio y la apatía prueban que ninguno de nosotros quiere ser el héroe que socorra a un patán. “No lo merece, que se las arregle,” pienso. Tibias sonrisas evidencian el gusto de la venganza.
       Sin aspavientos, Ramón va hasta el botiquín, saca una bolsa de suero fisiológico y deposita los dedos cercenados en la solución. Toma una toalla, corta la hemorragia, conforta a un García que testifica cómo su autoridad en un taller donde se trabaja con las manos, desaparece. “Llamen una ambulancia, este hombre está sufriendo,” nos implora el viejo.
       Los paramédicos trasladan al herido hasta el Hospital. Por hoy el trabajo ha finalizado. El señor Gibbs, gerente del taller, me dice con frialdad extrema: “Eres el nuevo supervisor, García ya no sirve para nada… El dinero que ganaron hoy sin hacer nada no voy a perderlo. Mañana empezamos una hora antes. Avísales a tus compañeros”.

       En el parqueadero me encuentro a Ramón. Sin esperar, pregunto: ¿por qué lo hiciste? No  contesta. Señala el cielo que tiene una dinámica extraordinaria: cientos de tonos naranjas, azules y violetas llenan de vida esta tarde de verano.