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lunes, 27 de febrero de 2017

LOS MALANDROS DEL BARRIO

LOS MALANDROS DEL BARRIO
Por: Javier Barrera Lugo








“Mantente alejado de los bordes. No te dejes sorprender por la espalda. Debes estar alerta. El trabajo del diablo nunca se revela por completo hasta después de medianoche” -Reflexiones espeluznantes sobre la nafta, la locura y la música”,  Hunter S. Thompson-

El entorno etílico de mi barrio estaba marcado por tres elementos que lograban una perfecta simbiosis: masculinidad, que debía demostrarse a cualquier precio -no era tierra para débiles-, un obstinado instinto de supervivencia- lo mío, los míos, no se tocan-, y el chisme como arte depurado. El vulgar cuento llevado al límite ponía a prueba no sólo al interlocutor sino a las fuentes, a los testigos presenciales y de oídas que casi nunca se equivocaban, así el 90 por ciento de lo que contaran fuera parte de su calenturienta imaginación.
       Las cantinas del Citi (Ciudad Jardín Norte), el barrio donde me crie, o malcrié, más bien; llenas hasta el gorro de maestros de las diferentes ramas de la construcción y la decoración, choferes de bus, intelectuales de izquierda que siempre estaban a la espera del puesto soñado en alguna entidad del estado y bachilleres recién egresados, eran la principal agencia de noticias de la pequeña comunidad encerrada en sus problemas, una especie de Associated Press tercermundista.
       Desde allí partía la confirmación oficial de cualquier evento, por ejemplo, las infidelidades de alguna fulana, “la mujer” de un conductor de bus amarillo que se revolcaba -mientras este se partía el lomo haciendo la ruta Ciudad Jardín Nte - Marco Fidel Suárez, por toda la avenida Caracas, de cuatro de la madrugada a once de la noche-, con un ruso desempleado que como único atributo varonil presentaba seis niños de tres madres diferentes a las que molía a golpes para marcar territorio.
       El lema del grupo de tertuliantes era el mismo: “esto no puede salir de aquí,” lo que significaba que el cornudo se enteraría tres días después de todo, ¡y de último! Ese era  el premio a su inocente forma de amar. El tema se cerraba con un lavatorio del honor: golpiza invalidante a la casquivana, un machete o cruceta incrustado en la cabecita del ofensor y el pendejo del bus dos meses encerrado en La Modelo por intento de homicidio, cargo del que lo exoneraba algún juez tras el pago de una coima… Y después, la paz.
       En esas cantinas de barrio eran los hombres quienes repetían como loros la información que recogían desde las fuentes primarias sus compañeras sentimentales durante el día. Ellas, celosamente vigilaban los movimientos de los vecinos: a qué hora llegó tal, qué se compraron los Barrera, esos petardos que se creían diez estratos más que todos, o cuáles “chinas” entregaron su virginidad al vago del noviecito y arreglaron las consecuencias de este acto generoso, una madrugada practicándose abortos en la droguería de Hermes, ese tegua que se jactaba de ser un médico de prestigio y sólo recetaba tabletas de asawin y colmen, medicamentos que volvían aún más violenta a mi loca abuela Ana Rosa.
       El chisme tenía una connotación de bando real. Cada residente cuidaba sus actuaciones para no caer en los infundios de Alicia de Talero, matrona apodada  por los mamagallistas “El Espacio” (periódico popular de la época donde eran los pobres, el lumpen, sus tragedias,  protagonistas de los titulares). También se evitaba caer en las garras de la señora Nativa, denominada “El Bogotano,” (competencia del primer diario reseñado y cuya esencia, descrita con toda la visceralidad por el filósofo y educador Germán Solano, era su sello de calidad: “Ese pasquín se dobla y la sangre salpica por todo lado.”)
       Completaba el ideario del cuarto poder colombiano insertado en nuestra comunidad la señora Rosa de Valderrama, “El Tiempo,” llamada así porque al igual que el otrora diario de la familia Santos  -y bien diabólicos todos-, hoy propiedad de “Sarniento Anculo,” era una chismosa de marca mayor, ventajosa y casi centenaria. Decían los vecinos que la entrometida anciana “le daba teta a la puerta de su casa,” porque se la pasaba entre gallos y medianoche recostada contra el dintel esperando material para alimentar su morboso placer. “En la noche la gente sí es como es, el hijueputa es hijueputa y los angelitos se empelotan,” le gritó una tarde a una mujer acusada por ella de infiel, cuando le hizo reclamo.
     De esta trinidad de la patraña se desprendía una tropa de matronas que como leales miembros de la Gestapo, recogían información de todos los rincones y de quien diera “papaya,” para entregársela calientita a las viejas generalas de la calumnia. Un protocolo no escrito ordenaba que fueran ellas y sólo ellas, las encargadas de inundar con veneno los ansiosos oídos del barrio.
              El chisme era la espina dorsal de una comunidad engordada en la candidez, donde los problemas apretaban, pero carecían de la crueldad que el mundo de ahora brinda como mazamorra. La gente en esos años no se tomaba tan en serio el amor o la carencia, ni el logro o los lujos innecesarios como lo hacemos nosotros. El himno de batalla era existir sin mayores pretensiones filosóficas o complejos arribistas; ser no parecer.
       El chisme era la forma de vencer el tedio, ponerle color a la vida que todavía no tenía los grilletes del chat, netflix, o la basura que nos enreda el existir. Desafortunadamente, a raíz de varios eventos cargados de atrocidad, ese  entorno bucólico y el alma colectiva  cambiaron. Sin darnos cuenta se hicieron diferentes las relaciones, entramos de lleno a una realidad que por estos días es ya una inatajable condena para toda la nación.


       Los malandros del barrio hicieron su aparición. Salieron del cascaron y se mimetizaron tras el argumento de la pobreza para justificar y llevar a cabo fechorías. De los grupos de muchachos que coronaron la adolescencia fumando marihuana y enamorando colegialas, gracias a la irrupción del bazuco en la calle, se pasó al empoderamiento de pequeñas pandillas que comenzaron a cometer asaltos a los comercios, atracos a punta de cuchillo (si los tarados conseguían un revólver lo vendían para consumir. Un cuchillo no vale nada) y robos a las casas de sus vecinos.  El Citi se volvió una “olla” donde los niños ricos de los barrios aledaños llegaban en sus carros a comprar el vicio que les destrozaba la vida, con el dinero que sus padres (los mismos que les destrozaron la vida desde antes de nacer) les daban. Los niños pobres recolectaban chatarra, robaban las pocas cosas que tenían sus ranchos para complicarse aún más la existencia. La maldita droga comenzaba a volver zombis a una generación de bogotanos.
       Los Zarabanda, los Coloreto, el parche del cabezón Valderrama (una copia paupérrima de Ramón Valdez,  pero sin gracia, hijo de doña Rosa, la chismosa conocida como El Tiempo), los hermanos Barón, entre otros, comenzaron a patrullar el barrio como hienas. Nada se podía dejar olvidado, las puertas, abiertas de par en par por 30 años, se cerraban con pasador. El estado de zozobra fue patente.
       Los borrachos andaban en manada para evitar ser atracados, los niños de la escuela éramos víctimas del famoso: “deme una moneda o lo chuzo,” que casi siempre terminaba con el robo de la maleta y de los maltrechos zapatos. Todo, absolutamente todo, era objeto de hurto por parte de estos personajes nefastos; hasta las escasas señales de tráfico de la avenida principal eran robadas para vender el metal del que estaban hechas.
       Lo que por décadas fue chisme institucionalizado y hasta inocentón, en los tempranos años ochenta se volvió reporte judicial: que le dieron una puñalada a fulano anoche como a las 11 cuando llegaba de la universidad, que de la tienda de zutano se llevaron un poco de mercancía, que a perencejo lo amenazaron de muerte por denunciar un atropello en la estación de policía.
      El caos dominaba, pero nadie en sus cabales padece sentado tanto atropello. En las cantinas los hombres, mis vecinos, los amigos de mi familia y de las familias de todos, recios personajes curtidos en los vejámenes de la violencia partidista que los afectó en sus pueblos, los que en el cuartel hicieron frente a los secuaces de Tirofijo y Guadalupe Salcedo, los policías retirados que se amangualaron con Efraín González para matar masones liberales y persiguieron sin titubeos a Sangrenegra, tomaron decisiones.
       Como paso inicial en su estrategia de guerra contra el delito, utilizaron la mejor herramienta de comunicación con la que contaban, el chisme, para enviarles mensajes a los malandros del barrio: “La muerte les pisa los talones.” “Tres huevones no van a dañar la tranquilidad del vecindario.” “Si matar a veinte vagos es salvar a doscientos niños del vicio, le cortaremos la cabeza a sesenta para dejar bien limpias las cuadras.” “Vale la pena el sacrificio si el bien vuelve a las calles.”
       Desde las cantinas se diseminaban las advertencias, pero con una característica de honor: el autor o autores de las amenazas no tenían rostro, el miedo a represalias estaba también incrustado en el bando de los justicieros. Y la consigna se respetó,  la causa gozaba de la simpatía popular. La gente defendió a sus defensores.
       Los malandros pusieron cara a sus nuevos adversarios. Comenzaron a usar a sus madres, usuarias y víctimas del chisme, para enviar recados de vuelta: Que ellos no se metían con nadie, sólo “metían…” Que no eran cobardes y se enfrentarían al que fuera, que no se dejarían matar como marranos... Que por eso eran adictos, por la falta de amor y comprensión de la sociedad… Unos maricas completos, siempre lo he creído, y pido excusas por la licencia que me tomo al dar esta opinión.
       Los vengadores no se precipitaron, no contestaron; le permitieron bajar la guardia al enemigo. Dos meses después del intercambio de mensajes el primero de los malandros cayó víctima de tres plomos que le destrozaron el pecho. Los “bazuqueros” estaban en uno de los parques cercanos a la iglesia consumiendo tranquilamente cuando dos grupos apostados en las entradas comenzaron el ritual de purificación. Nadie vio quién disparo, no se distinguieron voces, los gritos fueron ruido que se perdió en medio del traqueteo, pero hubo gratitud en las miradas, en los silencios cómplices.
       Así empezaron a morirse miembros de cada una de las pandillas hasta que según palabras de mis vecinos, el barrio se limpió. Los Zarabanda, hijos de unos viejos que se dedicaban a arreglar estufas de gasolina en un rancho a punto de desplomarse, terminaron sus días en un potrero aledaño con sendos tiros de gracia en la nuca. Dos hombres y una niña bonita a los que la droga volvió engendros famélicos llenos de costras y arrugas, acabaron aferrados a pipas de bazuco que los policías apagaron para vendérselas después a otros seres que nunca llegaron a importarle a nadie. Al otro día del crimen los padres de los Zarabanda abrieron el local como si nada. Creo que descansaron.
       De a poco, los miembros de las pandillas se fueron perdiendo del panorama, migraron para las invasiones de Suba,  para el sur, para la mierda, si se me pregunta. El barrio volvió a su letargo, pero algo se perdió. Ya en las cantinas la pelea leal se cambió por caras hostiles, tipos armados que demostraban su poder disparándole a los pendejos que todavía creían en el honor de un combate parejo.
       La guerra del país se metió en nuestro paraíso feo. Muchos de los delincuentes se transformaron en militantes y milicianos de movimientos armados de izquierda por mera necesidad comercial. Las banderas del M-19 y el ELN ondeaban en los sitios públicos. Los malandros nuevos fueron protegidos por los guerrilleros ya que se volvieron sus mecenas gracias a las cuotas que pagaban para que los dejaran distribuir el vicio. Los insurgentes les enseñaron el arte de hacer la guerra como contraprestación a su aporte.
     Los viejos defensores de la moral y la salud de los niños esta vez no se metieron. Estaban cansados, viejos, esas batallas ya no eran de ellos y además los malos, los drogadictos sin padrinos se volvieron paisaje, cotidianidad. Problemas más grandes empezaban a crecer en nuestras casas: la estafa del UPAC, la falta de trabajo, la apertura de Gaviria que destrozó a la clase media, los sueños que se hicieron imposibles de cumplir, el horror de la masificación, el dolor de la comunicación que se volvió pegarle con un dedo a un aparato sin alma.
       Las chismosas y el chisme mutaron, empezaron a morir. Las cantinas, con su olor a orina y amistad,  le dieron paso a los Bogotá beer Company, a los bares con temática y sin sustancia, a la trivialidad de la conquista porque toca fornicar con alguien, a facebook, donde el chisme es joda tonta.  Todo pasa y todo queda, esa es la ley de la vida.

       La nostalgia me llevó a la tienda del viejo Santafé hace unas semanas. De allí salió el tema para este relato. Quería escuchar a Julio Jaramillo y  Alci Acosta, tomarme un whiscacho sir Edward, hablarles a mi viejo y sus amigos también fallecidos. Rodaba mis pensamientos cuando se me acercó un señor mayor: “¿Barrera?”¿Usted es el hijo de Barrera el pintor, cierto? Vea, me contó mi hija que usted trabaja en un periódico...” Quise explicarle que alimento un blog que nadie lee, pero me di cuenta que sería estéril hacerle entender algo que para mí también es una ecuación algebraica. Le respondí que sí. El señor se animó, me invitó un trago y me dijo:
-¿Se acuerda lo de la matanza de los viciosos aquí en el citi por allá en el 84? Yo fui uno de los que “quemó” a varios de esos hijueputas. Se lo merecían. Si no es por nosotros este barrio sería un antro.
        La confesión me heló la sangre, me agarró fuera de base, con pocos tragos en la cabeza para resistir el golpe. Además, me perturbó concluir que lo que el señor esperaba de mí era agradecimiento por un acto macabro que según él, se realizó en nombre de las buenas intenciones Quería mi venia y mis plausos  sin siquiera darme a conocer al menos un detalle mínimo de sus motivaciones.
       El viejo Santafé, que todo lo escucha, que todo lo sabe, y lo que es peor aún, todo lo comunica, ni se mosqueó con lo que el otro anciano me relataba. A las 8 de la noche, cuando el “cuchito” me pidió ayudarle a cerrar el local, me dijo: “Esos manes eran unos verracos.” Se refería al anciano y su grupo de vengadores. “No les tembló el culo con esos pendejos que se estaban tirando el barrio. Si no fuera por ellos, muchos de ustedes, “chinos” en esa época, se hubieran ido por el mal camino. Les debemos mucho, no crea… Es que esos marihuaneros dañaron “harta juventu” por acá y la policía no hacía ni mierda; allá, echados en la estación sacando panza… ¡Malparidos!” Calló para ver qué comentaba.
       Quise decirle que lo que esta patrulla vengadora cometió fue un abuso igual o mayor al de los malandros, ejecuciones sumarias, nada menos; pero recordé cómo las autoridades a quienes la constitución y las leyes honraron con la tarea de servir al pueblo, se arrodillaban ante el dios dinero y los dejaban libres, o ni siquiera se tomaban el trabajo de ficharlos sino que cobraban el soborno frente a la mirada aterrada del vecindario.
       Los que hablan de derechos humanos parecen no ponerse en los zapatos de las víctimas, igualan comportamientos delictivos con dignidad personal y al final la gente que se porta bien termina debiéndole al criminal que nunca pensó en la sociedad cuando por calmar una adicción o su codicia, terminó dañando a gente inocente.
       Puede que suene a fascismo lo que acabo de escribir, pero es una realidad de a puño. Una democracia sin justicia es simplemente un accesorio inútil, un título con el que un grupo de personas adecenta un país que siempre ha estado hecho trizas.
       Caminé hasta el Bulevar Niza para tomar el bus hacia mi casa. Ahora que Emilia está presente en mi vida la idea de proteger es casi frenética. No dulcifiqué lo que aquellos hombres hicieron, simplemente entendí lo que logró el desespero en unos padres y vecinos que en aquellos años pasaban ya las cuatro décadas de vida, como yo ahora, y  que como yo, velaban por niños que en esa época tenían la edad de mis sobrinos hoy. Los pensamientos quebraron mi cabeza, la conversación con el viejo fluía como un torrente, volvía… Su voz, firme, detallaba lo sucedido:
-Cuando esos huevones empezaron con su marihuana y sus escándalos, algunos dijimos que había que pegarles un “sustico” para que dejaran la joda. La mayoría decidió que los dejáramos quietos, que esas vainas se les pasaban cuando dejaran embarazada a alguna “tontarrona…” Es más, varios maestros de construcción, hombres decentes, se los llevaron a trabajar a las obras y a la semana nos contaban “emberracados”  que se les habían perdido las herramientas, la plata, o que a los maricas en quienes quisieron confiar hicieron perder la “coloca” a toda la cuadrilla porque los ingenieros encontraron a los viciosos fumándose  un “bareto” en horas laborales.

-Cuando dice, “la  mayoría decidió”, ¿a quienes se refiere? Pregunté.

-Pues a los que colaborábamos en el barrio, los primeros que llegamos a construir aquí: unos policías pensionados que fueron chulavitas* y otros tipos que fueron cachiporros** bravos en los llanos, algunos de la junta de acción comunal, dueños de negocios, padres preocupados, los mismos vecinos de los basuqueros que todos los días los padecían con su fumadera y atracos a sus hijos cuando llegaban de estudiar, y por la noche los escándalos, la venta de drogas.  A los civiles les tembló la mano y no nos dejaron darles una buena “muenda” a esos pendejos. Cuando la cosa se puso color de hormiga, fueron ellos quienes nos pidieron de rodillas sanear el barrio.        

       El cerebro me burbujeaba. Aquel anciano de casi 80 años contaba las cosas como quien relata su día de compras en el supermercado. Su cara golpeada por los años no le hacía honor a la mirada llena de fuego que envidiaría el propio Lucifer. Seguí con mis preguntas:
-Pero ¿por qué no les advirtieron, sólo los asustaban y dejaban que se fueran?

-Pues claro que lo hicimos. Las mujeres de nosotros les contaban a las chismosas del barrio lo que estaba por suceder, que habían escuchado por ahí lo de las amenazas. Mijo sabe que un chisme empieza así y llega hasta donde tiene que llegar. La mayoría de las mamás de los marihuaneros supieron; pero decían que era injusto, que sus “chinitos” eran unos angelitos… ¡Viejas alcahuetas! Los malparidos metían vicio en la terraza o frente a sus casas todo el día, apuñalaban a la gente que madrugaba a trabajar honradamente… ¿y disque angelitos? ¡Alcahuetas!

También hicimos lo mismo en las cantinas. La mayoría de los hombres sí sabían quiénes éramos y que queríamos hacer. Regaban el cuento, pero nos cubrían la espalda, no sé si por gusto a la causa, por cariño o miedo… A lo mejor más miedo que otra cosa, ¿cierto, “chino”?- Su carcajada apagada me heló la sangre por segunda vez.
       “El mundo no es justo y menos lógico,” pensé. El viejo me invitó otro Sir Edwards. Debí darle una señal equívoca de simpatía por su causa -trate de no revelar ninguna emoción, pero fallé-,  porque me apretó la mano y dijo: “no tiene que agradecer nada, por nuestro esfuerzo, usted tiene que escribir en su periódico esto que le cuento (¿?). Y nosotros tener nuestros últimos años en paz… Cumplimos con nuestro deber, así vale la pena morirse…”
       Los monstruos viven mucho, su aparente superioridad pide elogios; son impertinentes, megalómanos, estúpidos funcionales. Los farcos, los elenos, los paras, los del M, todos argumentaron pelear y asesinar a nombre de nosotros, el pueblo, todos pidieron ser reparados por su “patriotismo” y lo lograron. Hasta un viejo que creyó estar hablando con un chiquillo de siete años me restregó su testosterona a la hora de jugarse el pellejo a mi nombre, aunque sin mi tácita autorización.
       “¿Va a escribir sobre lo que le conté, periodista?” dijo mientras con una seña le pedía la cuenta a don Santafé. Intente hacer lo que regularmente hago, decirle a la gente lo que quiere escuchar y después desechar la promesa: “Claro, jefe. La otra semana lo coloco en “mi periódico...” Una fuerza, el ímpetu de ser un individuo y no un hipotético “chino huevón” que se iba a volver bazuquero a los 8 años, me llevaron a contestarle lo que de corazón pensaba:
-Yo no escribo lo que un delincuente me confiesa y quiere que publique.  Váyase para un juzgado y cuente su cuento  allá. A lo mejor lo declaran héroe, protector de la juventud… No me interesa… Y además ya le dije: ¡no soy periodista! ¡No trabajo para nadie! ¡Soy un borracho con ínfulas de novelista, así que no me joda!
       El viejo ni se mosqueó, el sí, sin pudor, escuchó lo que quiso escuchar. “Chao, Barrerita, gracias por su comprensión, mijito.” Sacó unos billetes arrugados, los dejó sobre el mostrador y se fue. Desde la puerta me dijo: “Ustedes los periodistas no son sino chismosos que ganan plata con eso. Seguro todo lo que le conté se sabrá…. ¡No me los conociera…!
       Le dije a don Santafé, que así lo hubiera hecho ya el anciano matón, yo pagaba los whiskys que me tomé, que ningún asesino me subsidiaría jamás algo que consumiera. El viejo Félix, sabio y curtido en el arte de escuchar y no juzgar, me aconsejó: “No se llene de odio, amigo. Si supiera lo que he visto y oído en este local… Mejor dicho es que ni vuelve.” Su risa llenó la cantina.
       Caminar es la mejor forma de activar la mente, a mí me funciona, así que rebasé el Bulevar Niza y mis pasos me llevaron hasta la calle 100 con avenida Suba, donde finalmente tomé el bus. Cavilé mucho, seguí enfadado, dándome golpes de pecho por haber caído en la tentación de creer en lo pragmático de las acciones que nos da miedo, pereza o pudor, ejecutar.
       No es malo tener ideas preconcebidas, lo difícil es creer que son inamovibles. Siempre me consideré un ciudadano correcto, un defensor de la legalidad, un dechado de virtudes democráticas… La conversación con el anciano vengador, me hizo entender que no lo soy. En un país donde la ley se compra y las autoridades vuelven grisácea la frontera entre el bien y el mal,  la concepción de justicia como valor no pasa de ser un mero accesorio para decorar y  adecentar la consciencia. “Todo colombiano lleva un “paraquito” ***adentro,” dijo algún filósofo popular. Desgraciadamente no se equivocó. En Colombia el amor, los amados, se defienden a muerte o son ellos los que dejan de existir.
       Chismes, malandros y muerte… En el Citi se encontraron una vez para no separarse nunca. Las chismosas fallecieron, las calles se quedaron solas, ladronzuelos venidos del infierno roban a granel. Todo es tan artificial en estos días que asquea. Ojalá el viejo Santafé dure mucho, no resistiría tomar licor barato en un chuzo pretencioso de la 93 donde los malandros, esos sí de verdad, políticos y sus ejércitos de gorilas, narcos y modelos con tarifa, son el ejemplo de éxito para una generación ciega.     

*Policía paraestatal del partido conservador colombiano en la época de la violencia.
**Miembro beligerante del partido liberal Colombiano en la época de la violencia.

***Forma despectiva para llamar a los paramilitares colombianos.