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miércoles, 31 de octubre de 2012

EUSEBIO OBITUARIO Y EL INDIO MANUEL


EUSEBIO OBITUARIO Y EL INDIO MANUEL






Por: Pedro Alberto Zubizarreta


Nadie sabía desde cuándo Eusebio Obituario Barragán andaba en componendas con la Muerte. Es posible que ni él mismo lo recordara. Desde que tenía memoria, la Muerte lo había acompañado. No es que él la hubiera estado buscando. Ella siempre se las ingeniaba para andar pisándole los talones. Evidentemente tenía una afición por su persona, que nadie podía explicar.
La imposición de Obituario como segundo nombre fue un berretín de su padre el día en que fue al pueblo a empadronar a su hijo en estado de ebriedad y un compadre le leyó el título de una sección del periódico local. Quién sabe si ese acto antojadizo fue en realidad un anticipo premonitorio.
A Eusebio se le había pegado la Muerte.
Su madre murió en el parto de su hermano menor antes de que Eusebio tuviera uso de razón. Desde entonces, no hubo año en el que la Muerte no pasara a visitarlo, llevándose de paso a una persona allegada. Su hermano falleció a los tres años de edad de sarampión. Su padre murió en el campo. Una trilladora le pasó por encima mientras dormía una borrachera en el maizal. A su mujer la conoció en los funerales del tío Rosendo. A poco de haberse casado, la pobre enfermó gravemente de una hidropesía que la llevó a la muerte en una semana. Las pestes más diversas se ensañaron con el resto de la familia. Si bien la Muerte era una presencia habitual en esos andurriales, el caso de Eusebio superó holgadamente las estadísticas de la región. Como consecuencia, Eusebio le fue ganando tirria a la Muerte, no así miedo. Miedo no, tal vez por la frecuencia de sus visitas o por la relación preferencial que le prodigaba. Se sentía, eso sí, molesto y asediado. En verdad estaba harto de que le anduviera siguiendo los pasos y no lo dejara en paz de una buena vez. El perjuicio mayor que le estaba dejando esta relación malsana, era que como resultado de la mortandad de familiares, amigos y allegados, Eusebio se estaba quedando irremediablemente solo. La fama del riesgo que implicaba relacionarse con Eusebio, hacía que nadie en su sano juicio siquiera considerase entablar una simple conversación con él. Esto era realmente triste si se tiene en cuenta que Eusebio tenía un carácter afable y disfrutaba sobremanera conversar largamente con sus paisanos, después de churrasquear y beber unos vasos de vino patero. Sí, lo que Eusebio más extrañaba era el contacto con los demás. Pero bastaba que lo divisaran de lejos para que todos tomaran prudente distancia de su persona, aunque para ello fuese necesario dar enormes rodeos.
La relación de Eusebio con la Muerte tenía, sin embargo, una curiosa faceta. Eusebio se podía comunicar con los difuntos. Los encuentros tenían lugar en general por la noche, después de cenar, durante los largos desvelos que la noche le obsequiaba a Eusebio, sin otra compañía que la botella de vino de la cena que lo seguía fielmente hasta la mecedora de la sala. En más de una oportunidad había charlado con su padre y su esposa. También se veía frecuentemente con sus hermanos y amigos fallecidos. Pero estos encuentros distaban mucho de ser entretenidos. Con el correr del tiempo se fueron agotando los temas de conversación. Pocas cosas se podían compartir, ya que no había grandes coincidencias entre las inclinaciones de Eusebio y las de sus contertulios. Como es sabido, los muertos no muestran mayor interés por los pequeños e intrascendentes hechos de la vida cotidiana, motor y objeto de nuestra mayor preocupación. Eusebio quería compartir y hablar de cosas tangibles, como la necesidad de una buena lluvia, de la cosecha de maíz o de los jugosos chismes que la vida de los pequeños pueblos tiene el buen tino de alimentar. Si bien era un alivio mantener alguna relación con sus seres queridos ya muertos, su vida de anacoreta forzado distaba mucho de ser plena. No era feliz. Él quería tener a su lado a una mujer de carne y hueso, que le diera calor en el lecho y sabor a sus comidas. Quería estar rodeado de hijos de todas las edades, que lo alegrasen con sus risas y su algarabía y que le ayudasen en las tareas del campo, a medida de que fueran siendo mayores. Quería tener vecinos para ayudar o incluso pelear por cuestiones de poca monta, como corresponde. A esa altura hasta deseaba incluso una suegra que le amargase la vida un poco, lo justo. Quería también un par de buenos enemigos para poder trompearse en la cantina del pueblo, de vez en cuando.



Eusebio estaba fatalmente encadenado a la viscosidad de la Muerte y todo estaba trastornado. Cuando murió su padre, Eusebio fue criado por sucesivos tíos y familiares a los que fue perdiendo inevitablemente con el tiempo. Poco le quedaba del patrimonio heredado. Después de cada óbito, solían brotar como hongos, albaceas, prestamistas, abogados y gestores que se iban apropiando de sus bienes valiéndose de las artimañas habituales para los casos como Eusebio, pobre, analfabeto y con poca voz. Eusebio, no obstante, contaba con la peculiar virtud de predisponer a sus prójimos a morir en un breve lapso, con lo cual la voracidad de los apropiadores se fue disipando a medida que la maldición se perpetuaba. Como suele ocurrir, el último familiar en morir fue un tío avaro y codicioso que se había quedado con gran parte de lo que había pertenecido a la familia de Eusebio. Fue así como de la noche a la mañana, Eusebio volvió a ser dueño de su casa paterna. Trabajaba la tierra lo mínimo indispensable. Le bastaba con tener lo suficiente como para alimentarse y vestirse. Había en la casona una bien provista biblioteca, pero Eusebio no sabía leer y se cansó de mirar los volúmenes ilustrados. Se pasaba horas acostado en una hamaca al aire libre. Solo y aburrido, mantenía de vez en cuando alguna charla con sus difuntos más queridos o simplemente vegetaba, añorando la convivencia con personas vivas.
En un polvoriento atardecer, algo inusitado sucedió. Eran las postrimerías del verano en el que a falta de personas, a Eusebio se le murió su caballo. Estaba reclinado en su hamaca, con un cigarro apagado colgándole de la comisura de los labios, cuando a lo lejos divisó a alguien que caminaba en dirección a su casa. Lentamente, el que se aproximaba se fue haciendo distinguible de la nubecilla de polvo que levantaba a su paso. En el momento en que el caminante pasó frente a la casa de Eusebio, éste se levantó y se acercó al alambrado. Ambos se miraron sorprendidos el uno del otro. El forastero, de rasgos aindiados, exclamó:
“Buenas tardes, ¿acaso me puede usté ver?”
“Por supuesto que lo puedo ver. ¡Buenas y santas!”, le contestó Eusebio y a su vez preguntó:
“¿No le da temor venir por estos lados?”
“Pues no, hombre, ¿por qué habría de tener miedo?”
“Por mí...”
Desde su baja estatura y desde la impavidez de su raza, el indio lo miró de arriba abajo.
“No parece usté peligroso, no...”
Contento por tener una compañía inesperada, Eusebio le abrió las puertas de su casa y como la noche estaba pronta a descender sobre la tierra, amplió inmediatamente su invitación para cenar y pernoctar. El hombre aceptó agradecido.
Manuel, así se llamaba, era el último sobreviviente de su comunidad. A la United Mining Company, que extraía plomo de los cerros próximos a su pueblo y que terminó empleando a la casi totalidad de la mano de obra disponible para trabajar en sus minas, se le fueron muriendo los obreros y los habitantes de las inmediaciones a causa de la acumulación de plomo en el ambiente, en la sangre y en los nervios. Manuel había sido preservado fortuitamente de esa calamidad por haberse dedicado a cuidar y pastorear cabras en las distantes praderas de las tierras altas. Cuando regresó a su pueblo después de un año y medio de su partida, nada quedaba: ni gente, ni United Mining Company. Desgraciado por lo sucedido, se dio a la bebida y dilapidó su escaso patrimonio. Siendo el último indio que existía en la comarca, permaneció durante años ignorado por todos, viviendo de la basura y del alcohol. De tan solo y abandonado, llegó a convencerse de que era invisible. Manuel se había vuelto inexistente para los blancos.
Nómade por tradición y necesidad hasta ese momento, Manuel permaneció con Eusebio durante varios meses, colaborando en el campo durante el día y compartiendo largas conversaciones después de la cena que se prolongaban hasta la madrugada. Ambos se entendían de maravillas. Comulgando en sus roles de parias, reencontraban el uno en el otro, el sentido de lo gregario.
“Vea, Don Manuel, invisible, que yo sepa, usté no es. Prueba de ello es que lo estoy viendo.”
“Que usted me vea, aceptado; pero tenga en cuenta que usté puede hablar también con los dijuntos.”
“Pero usté no está dijunto, mi amigo, en eso, al menos, coincidirá conmigo.”
“¿Y qué me dice usté de su gualicho? ¿Cuántos meses he pasado ya junto a usté y aquí me tiene, vivito y coleando.”
Conversaciones de hondo contenido filosófico como esta se repetían a menudo. Ambos tenían razón en lo que se refería al otro, pero ninguno de ellos se pensaba a sí mismo con su problema solucionado.
Una tarde de un calor bochornoso, cuando ambos se hallaban dormitando la siesta, percibieron que las ramas del sauce, oscilando suavemente en la brisa sedienta de agua, les estaban hablando. Cuando despertaron, el tema de los dichos del sauce surgió de inmediato. Entre ambos reconstruyeron las oquedades que los sueños dejan tras de sí en su afán de hacerse inalcanzables y crípticos. El mensaje que les llegó en el sonido acariciante del follaje del sauce les sugería pedir ayuda y más precisamente ir a pedirla a la gran ciudad. Allí, los médicos más afamados podrían decirles definitivamente cual era la verdadera situación de cada uno.
Eusebio vendió diez vacunos bien gordos. Con el dinero que obtuvo y desempolvando los dos mejores trajes del guardarropa de su tío, se preparó junto a Manuel, a recorrer el largo camino a la ciudad.
Caminaron durante días por senderos de tierra y luego por rutas asfaltadas que se fueron haciendo más y más anchas hasta desembocar finalmente en la gran ciudad. Maravillados por lo que veían sus ojos, ni Eusebio ni Manuel habrían podido imaginar tanto cemento junto, tanta casa, tanto automóvil. El ruido y el ajetreo los dejaron perplejos y sin habla durante horas, hasta que finalmente anonadados, perdidos, cansados y polvorientos se refugiaron en el primer hospedaje que surgió entre los recovecos del cemento y el hollín. Del grifo del baño de su habitación salía agua caliente y ambos disfrutaron de un prolongado baño. El agradable aroma del jabón perfumado se les pegó en la piel. Al día siguiente, se informaron con el conserje del hotel y se hicieron solicitar entrevistas con los principales médicos especialistas de la gran ciudad. Compraron trajes y zapatos nuevos y dedicaron semanas a consultar a los doctores más sabios y a los sabihondos más ilustres. Como no reparaban en gastos, fueron atendidos por los facultativos a cuerpo de rey. Asistieron a interminables interrogatorios médicos. Se les practicaron innumerables exámenes clínicos y de laboratorio. Fueron sometidos a exámenes complejos, algunos hasta reñidos con las buenas costumbres.
Sus casos fueron consultados con numerosos especialistas de la Universidad. Finalmente fueron presentados en el anfiteatro de una famosa Cátedra de la Facultad de Medicina por el profesor universitario Eduardo Luis del Cerro Alto.
“Estimados colegas, estamos en presencia de unos extraordinarios casos clínicos que acicatean la curiosidad científica de este prestigioso centro académico” Así fueron presentados por el conspicuo profesor.
Bajo la lupa de cientos de estudiantes de medicina, el motivo de su consulta fue minuciosamente analizado y discutido.
Eusebio y Manuel fueron desnudados en público y sus anatomías revisadas en repetidas ocasiones. Finalmente, sentados en cómodas butacas, asistieron a la discusión, por momentos enardecida, de los numerosos profesores presentes. Escucharon citas de Hipócrates, multitud de palabras en latín e incomprensibles peroratas plagadas de tecnicismos. Luego de horas de intercambios y discusiones, se definieron los diagnósticos con una solemnidad sólo comparable a la de los jueces cuando dictan sentencia.
Por supuesto que tanto Manuel como Eusebio no entendieron ni jota y requirieron del auxilio del profesor del Cerro Alto para conocer el veredicto. El profesor los llevó a un consultorio privado y los invitó a tomar asiento. Los miró con gravedad y carraspeó antes de comenzar las explicaciones.
Grande fue la sorpresa de Eusebio Obituario y el indio Manuel por las cosas que descubrieron.
Resultó que Eusebio no estaba maldito ni mucho menos. Que todos los familiares y amigos fallecidos lo habían hecho de enfermedades conocidas que hoy en día se podían prevenir o curar. Que el sarampión de su hermano tenía una vacuna. Que había medicación para curar la tuberculosis que había acabado con la vida de su madre. Que la Muerte estaba más relacionada con las tierras y las gentes olvidadas que con Eusebio en particular. Que Eusebio había tenido mucha suerte por no haberse transformado él mismo en una víctima más.
En cuanto a Manuel, la ciudad lo volvió visible de un día para el otro. Vestido con el elegante traje de domingo, en la calle todos se daban vuelta para mirar al indio engalanado que nunca se había sentido más observado en su vida.
Hartos ya de médicos, universidades, consultorios y con los pies ávidos de pisar tierra en lugar de cemento, Eusebio y Manuel sintieron que habían obtenido las respuestas que habían ido a buscar. Despejadas sus dudas, regresaron a su tierra con la frente en alto.
Rápidamente se desparramó en los alrededores la noticia de las milagrosas curaciones. Los miedos se fueron disipando como la neblina de la ebriedad.
Tanto Eusebio como Manuel no tardaron en formar cada uno una familia con mujer, hijos y suegras. Hicieron instalar sistemas de agua caliente en sus viviendas y vacunaban a sus hijos. Lograron que el pueblo cercano contase con escuela y hospital, pues habían descubierto que las calamidades más grandes vienen de la mano de la ignorancia y de la mala salud. Para esto último, contaron con la ayuda inestimable del profesor del Cerro Alto, quien a pesar de lo abultado de sus títulos y diplomas, conservaba intacta su sensibilidad humana hacia los más postergados y olvidados de la sociedad. El profesor siempre había predicado la necesidad de despertar el interés de los médicos jóvenes por brindar buena atención médica en lugares apartados.
Eusebio y Manuel nunca más extrañaron la ausencia de vecinos molestos. Todos en el pueblo quedaron plenamente convencidos de su rehabilitación y supieron valorar los beneficios de la escuela y el hospital.
De las antiguas penurias sólo quedaron los recuerdos. Se habían superado las supercherías y maldiciones que los habían enfermado y aislado durante años.
Pero algunas noches, durante las charlas que Manuel y Eusebio siempre tuvieron la buena costumbre de mantener, se arrimaban al fuego algunos difuntos, los más queridos, para confraternizar con ellos mientras compartían las últimas rondas de grapa.

domingo, 28 de octubre de 2012

SILENCIO


SILENCIO


Por: Sanlisan


La mayoría de las veces, no sabemos qué decir. En frente nuestro se dispara la madre de las dudas y volvemos a ser solo carne. Y pasan los minutos y dentro nos vemos pequeñitos, como adoloridos de tanta ausencia, como poseídos por la vehemencia.
Mañana será el día, al empezar… promesa vana que nos llena de felicidad para poder ir a dormir. Nadie sabe si dejara de ser eso, una promesa.
En el momento justo en cuanto saca sus garras, suavecitas y nos envuelve la garganta. Bajamos, subimos. Reímos y callamos. Y más arriba es pleno carnaval, sabemos que pensamos, recordamos todo lo que imaginamos, sabemos más de lo que escuchamos.
Las ideas bailan, entrelazadas en las frases que lentas y encorvadas van hacia el sótano. Hay una fiesta en mi cabeza y siempre, siempre tengo ganas de gritar.
Voy a inventarme la manera de no callarme nunca más, decir lo que me plazca. Lo bueno, lo malo. Lo casto y lo sórdido. Dejaré de engañar a quien lo intenta conmigo, le diré la cantidad de minutos exactos en que le pienso. No ocultaré más que su voz me ensordece. Que sus quejas me desangran la nostalgia y que en realidad parece un barco a la deriva que nunca ha salido de su puerto. Diré con dulces palabras tiernas que sin esperarlo, ha llenado los días de alegrías, que sus ojos son la puerta de salida a todos mis viajes. Que el olor de la montaña es más fresco en la mañana, que las tardes de sol en pleno invierno compartimos un cigarrillo a pocos metros de distancia. Decirle que amo esa cita diaria en medio de miles de personas que nos separan, que me gusta el azul y más cuando me habla de su azul. 
Debo encontrar la manera, es urgente. Las palabras tienen fecha de expiración, pero fallecen pronto. Quiero encontrar hoy mismo la manera de darle a cada quien las frases que nacen en mí. Hacer reír, hacer llorar. Hacer el bien, hacer el mal. Vaciar mis adentros llenos de escrituras, de nombres, de lugares, de alientos y desahucios.
Palabras, todas.

EL MONO QUE QUISO SER ESCRITOR SATÍRICO


“EL MONO QUE QUISO SER ESCRITOR SATÍRICO”




Por: Augusto Monterroso



En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.
Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cócteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano.
Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.
No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.
Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada.
Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.
Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios -auxiliares en realidad de su arte adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.
Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacia más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.
Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo.
Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.
En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.

martes, 23 de octubre de 2012

"MOTAS MARIÑO" - LA INDÓMITA LUZ DE UN ICONO...


Aura Janneth Mariño, “Motas”, como la conocemos sus entrañables, además de escribir, ser madre, trabajar compulsivamente y multiplicarse por trescientos cuando de reír a carcajadas se trata, está de plácemes. Una vez más asistió a un espectáculo de Charly García. La cita tuvo lugar en el parque Simón Bolívar de Bogotá, en el marco de la más reciente edición de Rock al Parque.

 Y es que “Motas”, adora al viejo gaucho, idolatra su música y reconoce los aportes que el tipo le ha hecho a la música Latinoamericana. Es tanta su pasión, que le dio para escribir un libro: “La indómita Luz”, que se encuentra en proceso de corrección y será lanzado a finales de agosto de forma digital.

IDIOTA INÚTIL, la contactó para que nos dé sus impresiones acerca de este hombre que le cambió la fisonomía al rock de esta parte del mundo,  nos acerque al talento del creador musical, más que a sus escándalos y nos cuente sobre su trabajo literario al respecto. A continuación el diálogo con la carismática “Motas”, a quien de antemano le agradecemos su deferencia con la revista y este redactor:

¿Cuál fue el detalle que hizo “clic” en ti para que te enamoraras de la música de Charly García, Motas?
Conocí a Charly, mientras veía una película, “la noche de los lápices” (la verdad no sé qué pensaban mis primos cuando nos dejaron verla en un betamax cuando yo tenía apenas 10 años), en uno de esos instantes dolorosos de la película escuche “Rasguña las piedras”, fue entonces cuando mi enamoramiento musical por Charly nació. Luego de varios años, la entrada a la  adolescencia y “el rock en español”  hicieron que ese lazo se hiciera más fuerte, además el modo tan particular de interpretar su desacuerdo con las instituciones, me fascino. 

¿El gusto es sólo musical o también te gusta el tipo?
Totalmente musical, creo que no soy su tipo, así que para que me hago ilusiones. Ahora, desde mi punto de vista de admiradora, que es a donde básicamente va el libro que estoy trabajando, creo que su genialidad como compositor, músico e intérprete me tiene atrapada; aunque debo admitir que indiscreciones que revela de su vida y sus inicios en la música clásica son “especiales”.  Por ejemplo él cuenta que a los 4 años inicia con una maestra de música clásica muy conservadora y católica extremista. Le leía mucho sobre los grande músicos,  para enseñarle que había que sufrir un poco si quería llegar a ser el mejor, pero para este Charly niño, la moraleja fue que con el dolor viene la epifanía, así que decide antes de hacer una presentación lastimarse secretamente y aclaro de manera moderada antes de un concierto (de música clásica que era lo que hacía en ese entonces), pero con el tiempo el mismo se da cuenta que no necesariamente lo uno  lleva a lo otro.



Cinco grandes canciones del “loco”.
Son tantas, en este momento se me ocurren las siguientes, con la venia de todos los amantes de Charly:
·        Rasguña las piedras.
·        Confesiones de invierno.
·        Cuando comenzamos a nacer.
·        Canción para mi muerte.
·        Yo no quiero volverme tan loco.

Debo agregar que me encanta: Deberías saber por qué...

La mejor época de Charly, según tu parecer: ¿Sui Generis, Serú Girán, su etapa de solista?
Dentro del trabajo que estoy realizando y el cual esperamos presentar pronto, la etapa de Sui fue la que catapulto a Charly, es más, hoy en día no hay presentación donde no se pidan clásicos de Sui Generis, y para mi desde el punto de vista de admiradora, es la mejor época que ha tenido, sin dejar de lado que Serú y su época como solista han marcado a muchas generaciones.

Y es que la historia que encierra los primeros pasos de Sui para grabar es muy interesante: después de tocar muchas puertas con diferentes productores que trataron de timarlos, de esquivar a  otros empresarios que cuando ya tenían listo todo el contrato les incluían que debían limpiar las oficinas del productor, conocen a Jorge Alvarez (Quien publicaba Mafalda entre otras cosas).  Que los termina contratando y pese a que les paga menos de lo acordado, los guía bastante para sacar al mercado este producto que es Sui Generis. Además, según Charly, Alvarez ha sido el único productor que lo entendió de verdad.

Charly, ha hecho música con los mejores: Fito Páez, Calamaro, Andrea Echeverry, Spinetta, Nito Mestre, Fabiana Cantilo, “Cachorro” López, entre otros. ¿Eso lo catapulta como el músico más importante de los últimos cuarenta años en Latinoamérica o lo ratifica como un afortunado con buenos amigos?
Yo diría que es el mejor y el padre de un movimiento musical latinoamericano que ha querido dejar un legado entre sus amigos.

¿Cuál es el punto que diferencia el libro que preparas sobre Charly, de las demás cosas que se han escrito sobre él?
Este libro es realizado desde el punto de vista de un seguidor y fanático de Charly García, y como todos los fieles seguidores, no quiero juzgar, ni opinar sobre sus métodos o su vida, simplemente lo muestro como figura, como intérprete, testifico el sentimiento de un hombre apasionado y rebelde.

¿Cuánto llevas en el “cuento” literario?
Varios años, pero es la primera vez que me decido a publicar un trabajo.

¿Cómo complementas el amor por la música de Charly, con quién lo comparas, por lo menos?
Uno siempre tiene un maestro al que recuerda con cariño, yo veo eso en Charly, su vida, su pasión por la música, su posición política, su locura.

¿Charly es el epítome del IDIOTA INÚTIL?
Yo diría que sí, él ha forjado su vida basado por los caminos que su consciencia lo hace transitar.

¿Si no fuera Charly, quién en tu universo musical?
Mi universo musical tiene muchos habitantes, a nivel latinoamericano yo diría que los más cercanos son Café Tacuba, por ejemplo, su música, la creación, la interpretación.  Son excelentes y el mensaje al pueblo latino es tácito en muchas de sus composiciones.

¿Sobre quién o qué planeas escribir en el futuro próximo?
Estamos planeando con un grupo de amigos y siguiendo la línea musical, escribir sobre la influencia del rock latinoamericano en Colombia; queremos abarcar varias generaciones, pero con la visión de las personas que consumen esta calidad musical, queremos rescatar sus opiniones, su crecimiento, es decir, la influencia que ha tenido el rock desde sus inicios latinoamericanos para nosotros. Tenemos la fortuna de conocer varios amigos que han crecido en este ambiente y sabemos que podemos conocer más y enriquecer de esta manera nuestro trabajo.

“Motas”, un saludo para los lectores de la revista, por favor.

Agradezco su invitación  y más que cualquier cosa, el empeño en apoyar escritores y personas que quieren presentar y compartir sus diferentes géneros artísticos. Espero estar compartiendo pronto el lanzamiento del libro con ustedes.

sábado, 20 de octubre de 2012

EL PADRECITO ANGELITO Y PENA CAPITAL



 Pena capital
Por: Guillermo Quijano Rueda
Desde que inventaron los relojes,
todos marchamos aprisa,
con la fatiga al hombro;
esos engendros del demonio
sometieron el espíritu al oprobio,
lo encarcelaron,
como la sanguijuela aprisiona
la piel joven de la rosa.
Quien dio vida a estos autómatas voraces,
los hizo dominantes,
ministros de la impaciencia:
cinco minutos para levantarse,
siete para vestirse,
diez para hacer el amor
y tres para deshacerlo poro a poro;
uno más para acallar el silencio de la despedida.
Pido la pena capital para tan ruines esclavistas.
¡Que caigan las cadenas que nos atan a su tiempo!
¡Que quiebren sus manos para que la libertad
vuelva a surcar los aires
con alas de mariposas nuevas!




 VEINTE AÑOS


 Veinte años y me siento ausente, 
 miro hacia atrás y encuentro mi presente, 
 tu mirada, tu sonrisa, 
 nuestras bocas, nuestros sueños invidentes,
 lágrimas rotas, sonrisas inconclusas, 
 claridad, oscuridad..., sensibilidad,
 imágenes sacras de un pasado que aún marca,
 de un despertar que hoy no termina.
 ¿Mi vida?, siempre ha estado con la tuya;
 en tu ausencia, en tu presencia, en mis locuras.
 Y aquí estamos, enarbolando una bandera peregrina,
 que me recuerda siempre que eres mía;
 mía en el adiós que se fijo en las madrugadas,
 propiedad exclusiva de un corazón que aún palpita,
 de recuerdos que te nombran
 y de un alma que te ansía.

FERNANDO VANEGAS MORENO



domingo, 14 de octubre de 2012

TODO ES PARA SIEMPRE


TODO ES PARA SIEMPRE

POR: JAVIER BARRERA LUGO

Para mi Cata,
Semper simul, Semper carmina.

En el antiguo cajón de las luces fue donde más palpable se hizo su ausencia. Allí los recuerdos se atesoraron por años y terminaron convertidos, víctimas de las circunstancias, en simples referencias carentes de sustento. Algunos rostros en las fotos almacenadas se habían borrado y los restantes el “loco”, los cubrió con tinta china. “Esos recuerdos ya no sirven para nada”, nos dijo sin creérselo y comenzó a llenar las cajas de la mudanza. Como un ejército de leales conspiradores, empezamos a cumplir las tareas que nos asignó.

Cada uno de los amigos que lo acompañamos en el trasteo se llevó algo de aquella casa donde alguna vez existió la felicidad en forma de anarquizados recuerdos y presentes donde jamás se escatimó el amor: Alejo, un cuaderno con versos que el “loco” dejó mancillado con más tachones que ideas, Carlos, se enamoró de las piedras de sanación con que La Filipina, le trataba las migrañas al “loco”, después de las farras a las que este sobrevivía cerrándose sin saber los chakras. Fernando, se embolsilló la edición de principios de siglo de Los Miserables, de Víctor Hugo, que ella tanto adoraba. “Motas”, le echó mano a la bicicleta que jamás fue utilizada por los habitantes de aquella casa y que en un arrebato de ridícula generosidad quisieron como a un hijo incompetente. Liliana, se hizo a un paquete de correspondencia y la tostadora, y Sulma, con todas las chucherías que La Filipina, acumuló en una caja de zapatos por años. Yo tomé las galeradas de Sendero de fuego frío, el primer poemario publicado por el “loco”,  que amablemente las firmó antes de que las guardara en mi morral.

La mudanza se realizó en total silencio. Una sensación de agorafobia dominaba el aire de las habitaciones que con cada cosa  empacada y bajada al camión, se hacían descomunales. Lo único que trastocó la solemnidad de la ceremonia en desarrollo, fue el golpeteo frenético de la lluvia que se estrellaba contra las ventanas. Todos nos miramos compungidos y llegamos al acuerdo tácito de no molestar al “loco”, de no hablarle al “loco”, de no ver llorar al “loco”. Un tipo parco como él, con fama de intolerante y hasta resentido, agradecía la solidaridad en los actos donde las palabras brillaban por su ausencia. Así era él, un cúmulo de eventos extraviados.

Y estoy seguro, porque lo conocí, que estaba complacido con la presencia de aquellos seres que amaba a rabiar, pero en ese momento cualquier sílaba estaba prohibida. Sus incondicionales lo acompañamos no sólo en las buenas, nos hicimos palpables cuando las cosas se pusieron feas y terminaron como terminaron. En ese momento existimos para él y sus excentricidades, para su dolor y agradecimiento con aquella mujer que lo puso a andar por los terrenos de la tierna cotidianidad como un hada madrina que enseña el amor como instinto y deja la lección aprendida antes de irse. Esa era toda la verdad del maldito mundo para el “loco”.

Las cosas del segundo piso quedaron empacadas en menos de una hora. Nos dividimos en grupos y cada uno tomo un punto de los espacios comunes de la primera planta para desmontarlo. Uno la sala, otra el baño auxiliar, el comedor, el patio de ropas, la biblioteca que pensamos era mejor incinerar, pero el “loco”, pidió con sutil ímpetu desmantelar la cocina solo. Quiso fumar para tragarse el dolor, ese sentimiento de orfandad que le machacaba el pecho, pero por respeto no lo hizo. Ella detestaba el humo, su tufo miserable. Uno a uno fueron pasando por sus manos recipientes de plástico, la licuadora, los horribles limpiones anaranjados que compraron en una rebaja, el vaso que se robaron del bar del centro comercial y en el que ella se servía la leche todas las mañanas, la vajilla que les regalaron los Quevedo “para que se la rompas en el lomo a este vago”,  las cucharitas de palo que les envió la tía Ana desde Yacó y todos los instrumentos inútiles que decoraban aquel templo de sana improvisación gastronómica.

El trabajo se hizo dispendioso porque cada cosa de aquel menaje tenía una anécdota pegada a su esencia, a los delirios de aquella muchachita oriental obsesionada con ser un ama de casa en todo el sentido de la frase. En menos de dos hora, uno a uno, sus incondicionales, nos agolpamos bajo el dintel de la puerta de la cocina para recibir instrucciones; nuestro trabajo estaba hecho. El “loco”, destapó una botella de vino y nos ofreció un trago. El silencio se hizo más cálido con esa simple inyección de motivos.

En la mitad de la tarea, mientras observábamos hechizados la meticulosidad del “loco”, ubicando de manera obsesiva las cosas en las cajas, el mutismo fue interrumpido por un poderoso estímulo olfativo. Un  olor a rosas se tomó la cocina. Todos comenzamos a mirarnos, a estudiar cada rincón, cada dilatación y espacio vacío. El “loco”, no pudo contener una sonrisa algo sádica y dijo con su acostumbrado tono de sarcasmo:

-Carajo, hasta que se “cagaron” los perfumes de La Filipina, ¿no? ¡Qué manitas tan dañinas, no joda…!

Una carcajada nerviosa llenó la cocina. Liliana, contestó:

-“Loquito”, la casa está vacía. Yo misma guardé los perfumes y quedaron en una maleta que subimos al camión hace casi una hora.

-Huevón, la casa está vacía. Lo único que queda por sacar es lo que está guardando en las cajas que tiene a su lado… ¡Esta vaina está rara!-dijo Alejo, sin disimular su estupor al comprobar que la fragancia se hacía más poderosa cada segundo.

El “loco”, pareció insertarse en un trance. Cientos de colores bombardearon su mente y lo llevaron a profundizar sus acostumbrados silencios. Las expresiones de nuestras caras pasaron del asombro a la petrificación. El olor dulzón se hizo único, radical. Los amigos empezamos a mirarnos y sonrojarnos presas del desconcierto, a especular con las miradas que lanzábamos curiosos, buscando a tientas el lugar específico de donde podría brotar aquella fragancia de la que aún hoy, diez años después, no hemos podido clasificar su naturaleza.

Un chisporroteo eléctrico se llevó la poca racionalidad del “loco”. Cerró los ojos, frunció el ceño y se sentó en el piso de la cocina. Cada momento con La Filipina,  guardado en su cerebro detonó en la parte anterior de sus ojos, destinada en ese momento a convertirse en el telón biológico donde se proyectaba cada escena de vida en la que sintió existir. Sus músculos frenaron cualquier actividad, dejaron su masa estacionada en el quicio de la muerte y fue en aquel instante cuando todo acabó de ocurrir: La Filipina, apareció, callada, sonriente, sólo ella como siempre fue.

-La alegría máxima, Barrera. La alegría que con ella nunca tuve que inventar… Volví a ser Mario, un ser esperanzado, no el “loco” marica que siempre está empezando y no llega a ningún lado, el arrimado, el que escribe mal, el malévolo enajenado que entendió que esa puta mierda de diosecitos a los que se les ruega en vano y  circunstancias vacías son en el fondo actos de traición propia, escupitajos en el rostro… Estoy cansado de apostar y perder obligado, pero ya eso es pasado. Ella me anticipó algo y sólo a ella le creo. Las cosas al fin van a mejorar, hermano…-me dijo catatónico, exultante y lleno de vigor días después de lo sucedido.

El “loco”, retomó la conciencia. Uno a uno nos volvimos a  mirar todavía más confundidos, al sentir como el aroma a rosas comenzó a hacerse tenue y desapareció minutos después. El letargo estuvo presente cada instante. Fue mágico, una prueba que quebró nuestras creencias acerca de cualquier cosa. La simpleza de aquella situación que no pudimos explicar nos crispó los nervios. Como pudimos, guardamos lo que restaba de los utensilios, tomamos a un sonriente “loco”, y abandonamos la casa sin más aspavientos.

Durante el recorrido del camión hacia el depósito que alquilamos para guardar las cosas, el “loco”, nos relató la conversación que tuvo en el umbral de la muerte, según su visión poética de los eventos, con La Filipina, las cosas que se confesaron, las manifestaciones de amor puro, el recuento de los momentos felices que compartieron, las cosas que se quemaron en los delirios que experimentaron tantas veces y los transformaron en siameses, lo que ella vivía al otro lado de los árboles, las promesas que revalidaron mientras su casa, la casa que compartieron cuatro  años, se convertía en el lugar con mejor olor en el planeta. Todo esto nos lo contó sin reparos, exultante, porque así era el “loco” cuando estaba feliz y se le daba la gana: una máquina de producir palabras. Después de tomarnos unos tragos, cada quien tomó su camino y se dedicó a lo suyo, pero una sensación, no de miedo sino de ansiosa curiosidad, nos acompaña hasta hoy. Así eran de caóticas las cosas cuando estaba metido el “loco”.

Pasaron un par de meses desde la mudanza y no supimos de él hasta dos semanas después de mi cumpleaños número cuarenta, cuando su primo nos comunicó la noticia. La policía nos permitió entrar al apartamento que había alquilado. Decenas de libros desperdigados por espacios insólitos, por el piso, el escritorio, la ducha, las hornillas de la estufa, la cama junto a la ventana, decoraban de manera singular aquella cripta donde pasó sus últimos momentos. Estaba tumbado junto a la puerta del baño, correctamente vestido y con una sonrisa que en otras circunstancias hubiese sido macabra. Repito, así era el “loco”: cúmulos de sorpresas en cada acto, discreta teatralidad, un tipo sin reparos y callado.

-A una vecina le pareció extraño no escucharlo hacer escándalo en varios días. Llegamos, golpeamos varias veces y no tuvimos respuesta. Lo encontramos así, como si estuviera durmiendo con traje de etiqueta. Fue un infarto fulminante según confirmó el médico…-dijo el oficial de servicio que llamó para avisar lo que había sucedido.

Se lo llevaron en el camión de medicina legal y los mismos policías permitieron que nos quedáramos un rato más en el apartamento. El portero del edificio nos dijo que no había problema en sacar las cosas al día siguiente: “dejó pagada la renta hasta el final del mes”, dijo con algo de piedad. Ninguno de los presentes fue capaz de mancillar el momento con una lágrima. Comenzamos a escarbar los papeles, las fotos que guardaba celoso en una carpeta, desmembramos su cotidianidad con la terquedad de un anatomista ante los restos de un monstruo mitológico.

El silencio de la inspección fue roto por un movimiento repentino que Fernando, su editor, realizó escandalizado para indicarnos los papeles que estaban sobre el anaquel de la cocina. Una buena cantidad de cuartillas unidas y marcadas con el título: TODO ES PARA SIEMPRE. Hojeamos la primera y única novela que el “loco” llegó a escribir, lo suyo era la poesía. Como homenaje, decidimos leer un capítulo todas las tardes hasta que hiciéramos la mudanza de las cosas.

En doscientas hojas escritas con fervor, hizo patente lo que era y lo que significó La Filipina en su vida. La condena para los tipos de su estirpe era disfrutar  del pasado, de lo que fueron y tuvieron, magnificarlo. En el presente eso no era posible porque las almas son endebles, están vivas, cuestionan y actúan por pulsión no por nobleza. Esa fue la idea que plasmó en el primer capítulo. Fernando, no pudo ocultar una expresión de sincera hilaridad. ”Hay que vivir un poquito el hoy, no exagerar, para generar hordas de recuerdos, Barrera”, decía cada vez que le insistía para que dejara el encierro y conociera a otras personas. Así era el tipo más raro que he conocido.

Nos encontramos temprano en el apartamento con Fernando y empezamos a  embalar las cosas. Todo iba para la casa de los padres del “loco”. Nos quedaban por leer unas diez páginas de la novela, así que decidimos terminarlas cuando todo estuviera listo para ser llevado al camión. Nos sentamos en el suelo y comenzamos con el ejercicio, pero no bien terminábamos de leer el primer párrafo, un olor a rosas, palpable, enérgico, visceral, comenzó a llenar el cuarto y a hacerse más denso.

Fernando, me miró asustado y yo sólo pude, en medio de la alegría, un punzante dolor del alma y una tranquilidad enorme, gritar a todo pulmón:

Filipina adorada, ”Loco” marica… Sólo ustedes son capaces de venir a restregarme con tanto cariño el secreto de la inmortalidad!