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lunes, 14 de septiembre de 2020

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL / CUENTO 1

 

9 CUENTOS, MIL PALABRAS: RELATOS DE UN ENCIERRO COMUNAL

 

Una pandemia que contamina y diseca las esperanzas, que permite apartarse, aprender a perder y resucitar, así la ceguera colectiva no nos quiera dejar salir de los titulares apocalípticos que engalanan los noticieros.

Idiota Inútil, publica 9 cuentos escritos por Javier Barrera Lugo (1 por las siguientes 9 semanas), basados en las 9 conclusiones que le ha dejado la pandemia por COVID-19, al filósofo sur coreano Byung-Chul Han, expresadas en diversos medios de comunicación y que, para criterio del escritor, son contundentes y veraces.

A continuación, presentamos primer postulado de Byung-Chul Han, y primer cuento de Barrera.

Gracias por seguir la serie, esperamos la disfruten.




BYUNG-CHUL HAN SOBRE LA PANDEMIA**

** Reflexiones del filósofo tomadas de una entrevista para Carmen Sigüenza y Esther Rebollo, de Agencia EFE. Todos los derechos reservados a sus autores.

Postulado 1

“El coronavirus está mostrando que la vulnerabilidad o mortalidad humanas no son democráticas, sino que dependen del estatus social. La muerte no es democrática. La Covid-19 no ha cambiado nada al respecto. La muerte nunca ha sido democrática.”

 

UN CAPÍTULO MÁS EN LA ETERNA LUCHA DE CLASES

(CUENTO UNO)


Foto: Javier Barrera Lugo. Todos los derechos reservados.

La dueña de la casa donde Amalia tuvo la “suerte” de servir, entró en pánico cuando supo que ella, la abnegada, la pulcra, la escrupulosa muchacha de servicio, la “jausmeik” (le decía así, con ese inglés molesto del ignorante que brilla por su arribismo infantiloide y ramplón), acababa de morir en un hospital al sur de Bogotá, a causa del virus de moda.

            Desesperada, la mujer pidió a Alirio, el jardinero, sacar en bolsas negras “las cositas de la finada,” que estaban en el cuarto de servicio: dos uniformes (de esos blancos con los que se segrega a la “cachifa” de la patrona), unos zapatos de caucho, peinilla negra con pelos atrapados entre los dientes, estampas de los santos que no le hicieron el milagrito de sobrevivir, dos fotos del hijo… la vida de una mujer, que como debió titular Gabo en uno de sus cuentos llenos de magia, no se alquilaba, sino se postulaba para soñar.

            La esperada gratitud para casi doce años de servicio, se consumió en una hoguera que tímida, hizo cenizas cosas valiosas sólo para su propietaria. La señora de la casa, además, dio órdenes estrictas para que el hijo de Amalia, o su familia, se abstuvieran de ingresar al predio. Si necesitaban el dinero de la liquidación, lo haría llegar a través de una transferencia bancaria.

 Argumentó el veto con una lógica arrogante, descarnada, llena de miedo: “esa gente nos puede traer el virus para acá. ¿De qué sirve cuidarnos, trabajar en casa, vestir trajes de bioseguridad, la limpieza de las cosas, no poder viajar a la finca, vivir encerrados, si dejamos que “esos” se nos entren acá?… Los vecinos de esos barrios, Dios me perdone, son cochinos, indisciplinados, les ganan las ganas de morirsen… El tapabocas lo usan en el pescuezo, ¿se imaginan? No voy a arriesgar a mis hijos por el descuido de Amalia…”

No le refutamos. Cobardes, escuchamos y ya. La necesidad obliga. La condenada vieja no se compadeció de su sirvienta; “la consentida,” le decía, cuando no le pagaba a tiempo la quincena y quería apaciguarla. ¿Qué debemos esperar hacia nosotros? Según lo hizo ver, Amalia se salió “a lo loco,” a ver cómo y quién le contaminaba el cuerpo… ¡Vieja mentirosa!

La compañera se embutía en un bus repleto de necesitados, como ella, durante dos horas, para llegar a prepararle con verdadero aprecio, el desayuno fit a la patrona (ese fetiche que le ayudaba a engañar su mente de gorda en negación), servirles el cereal bajo en azúcar a los tres engendros antes de sus clases por zoom, para que la glucosa en sangre no los alborotara, hacer la jarra de café que don Pablo se bebía antes de empezar la reunión de la mañana con los subgerentes de la fábrica. Así era la guisandera: sacrificada.

¿Cómo se contagió? También me lo pregunto. La verdad, no importa. A lo mejor habló con alguien en el supermercado, no aguantó las ganas de consolarlo y el afligido le prendió el mal. O fue la vecina cuando le solicitó la consabida “media librita de arroz” para alimentar seis chinos a los que “el Jairo no les consignó la cuota alimentaria.” Pudo ser en la EPS, esperando turno en urgencias, porque las molestias de la migraña crónica no le dejaban ni abrir los ojos hace tres semanas. Cualquiera, en cualquier lugar, por descuido, negligencia o tendencia criminal, la infectó. Sea lo que haya sido, una verdad aparece desnuda: murió sola.

Paradoja es la característica primordial de la vida en este país. Hoy, esa máxima es más que palpable. Los que vivimos, (no por gusto), al día, le quedamos debiendo hasta al perro. La lista es larga:  al que nos proporciona el sueldo mínimo y se le debe agradecer con mil venias; a la policía, que nos pregunta de mala manera, para dónde vamos y si tenemos el salvoconducto que expide la alcaldía, al venezolano, que si no se le puede o no se le quiere dar algo, insulta; a los vecinos que se quedaron sin poder hacer nada gracias a la pandemia, colocan el trapo rojo  en lugar visible de su fachada, bloquean las calles, destrozan buses que no paran y nos ponen a parir para llegar al trabajo porque “¡si me muero de hambre, usted también, pirobo!”

Lo chistoso es que para ellos, en lo profundo de su conciencia, los rasos no somos más que pedazos de mierda productiva, abono que abre puertas, cuida casas, cocina, pasea perros, poda jardines que dan paz durante el encierro, que paladea a sus enfermos;  estiércol que opera la máquina, que entrega los pedidos a domicilio, cosecha alimentos, regala “la liga,” al “emproblemado;” excremento que recicla la basura y se come la calle, los buses, el Transmilenio infectado de violencias, virus y bacilos, el que da besos con lengua a la muerte, sus sentencias e incapacidades.

Ahora, las campañas publicitarias que venden bobadas para mitigar la crisis, invitan a que nos llamen héroes… Amalia fue una heroína que le valió nada a sus patronos que presas del pánico, del ego, le negaron hasta el recuerdo a través de cosas que se quemaron. La hipocresía social da asco.

Nada que hacer, hay que dejar de chillar. La difunta ya está descansando. Nos toca seguir “moliendo,” enfermando, muriendo, perdiendo por costumbre, salvándonos por excepción. Según el tacaño que me paga el pequeño salario, lo que hay es gente haciendo fila para tener mí puesto... ¡Pobre marica!

Ir a trabajar, esa es la realidad: las puertas no pueden abrirse desde la computadora de mi casa, no se barre a través de meet, las comidas no se preparan por teams. El mundo necesita nuestras manos, nuestro aliento, nuestra esencia; pero no está dispuesto a pagar su precio, somos insumo a la baja; una crisis aumenta la cantidad de manos en estado de necesidad.

Apenas el gobierno nos deje, Mari, la niñera, Rosita, la manicurista, el jardinero y yo, visitaremos la tumba de la pobrecita Amalia para dejarle una corona bonita. Se la merece. Todos nos merecemos ese desahogo.

En cuanto a mí, he pensado que, si me da coronavirus, antes de arrancar pa` la clínica, le pego un buen estornudo a las empanadas que pide a escondidas la dueña de la casa cada día, a las diez de la mañana, y que el repartidor de la panadería deja “pagando” en la portería… Bueno, si llego a tener éxito, se contaminan hasta los engendros esos… Espero que don Pablito sea el único que se salve en esa casa; el “cuchito” es un alma de dios…

 

                                                                                                                                                                                                                                         02/09/2020