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lunes, 31 de octubre de 2016

JUANITA LA ETERNA

JUANITA LA ETERNA
Fernando Vanegas Moreno




En el viejo anaquel de su cuarto, Kent y Barbie lloran en silencio; los acompañan una gran cantidad de ositos de felpa,  muñecas sin estrenar y el viejo perro de trapo; todos, llevan en la mirada el dolor de su partida. Juanita, la más grande enana, la de los 12 añitos, la de la mirada alegre, la de la sonrisa eterna, había dicho adiós.
No pude soportar lo que antecedió. Soy un  idealista que cree que la vida es un ciclo, que se debe vivir lo suficiente, y morir en el caluroso abrazo de las canas; otra idea tiene Dios, Él nos llama cuando nos requiere, simple, sin más honduras; sin embargo, he de confesar que al no compartir ese pensamiento con el Todopoderoso, me arruga el alma que alguien muy joven, o, como en este caso tan angelical, extienda sus alas inexpertas para tocar las cumbres celestiales. Por eso fui lejano, no por indolencia, al contrario, por dolor…, he recibido varios golpes duros, ¿pero una niña?
En fin, de verdad era un Ángel: a pesar de las circunstancias, nunca se doblegó, nunca sintió miedo, y nunca negó a nadie su alegría, mataba de risa un payaso, y era capaz de levantar la moral de Kobain. Bailaba…, hacía por saltar, soñaba con fiestas enormes y viajes fantásticos, con trajes de princesa y caballos azules, su corazón se dividía entre la devoción a sus padres y el cariño manifiesto a todo el que se le acercara, su inocencia era el escudo transparente que siempre anteponía.
“El patio de mi casa es muy particular, cuando llueve se moja, como los demás”; esa sencilla ronda, ahora se escucha allá arriba, con eco sublime aquí, en la tierra…, para mí, ya nunca sonará igual, la melodía era ella y la armonía debía ser yo. Kent habla de organizar algo en su honor, mientras Barbie y el viejo perro de trapo, lo reprenden y le dicen que respete, que el dolor de la familia esta primero, que luego vendrán las consideraciones, que Juanita no se ha marchado, que solo trascendió, que pronto volverán a verse…, de otro lado, el galán de plástico, recibe apoyo de los osos de felpa y las muñecas sin estrenar; argumentan que Juana la eterna, merece hasta el último homenaje que pueda rendírsele. Están tan polarizados, que hasta han pensado llamar como jueces imparciales a Santos y a Uribe, que tal vez con un plebiscito…, ojalá no.
El heladero, también está triste, la vainilla perdió su sabor desde anoche, el chocolate se derritió, y el limón se tornó más amargo. Hoy, me uno al desconsuelo de unos padres, me duele como hace rato no dolía…, unos componen canciones, yo, bueno, yo solo hago el deber de escribir; y contrariando a Barbie y a Kent y a su séquito inanimado, rindo homenaje a mi Juana enorme.

Es un cliché, pero un verdadero Ángel desde anoche engrosa las filas celestiales, mientras yo, quedo absorto en la ventana de mi casa, fumo un cigarrillo, miro a la bóveda celeste y después de un largo suspiro, veo atento su mirada en las estrellas.

sábado, 15 de octubre de 2016

NUEVOS COLORES

NUEVOS COLORES
Homenaje a Don Héctor y Catalina

Por: Javier Barrera Lugo

“Quizás el sufrimiento y el amor tienen una capacidad de redención
 que los hombres han olvidado o, al menos, descuidado.”
Martin Luther King


La vida siempre encontrará formas para hacernos entender que es ella la que tiene el poder y ninguno de nuestros actos podrá  trastocar sus designios. Bajo su tutela  no pasamos de ser simples criaturas con intenciones superficiales, ambiciones primarias, quimeras que se la pasan alcoholizadas, son buenas y nada esenciales,  conclusiones apresuradas que van como kamikazes japoneses a estrellarse contra los cristales que nos protegen de la lluvia. Caminamos nuestra particularidad con el dedo metido en la boca pensando que poseemos los medios para cambiar el destino; pero una pequeña clave salida del lugar menos esperado, un milagro o una tragedia, nos ponen en sintonía con esa realidad que se desnuda frente a nuestra mirada sin ningún pudor.

      Ella, la vida, es feliz dando bofetadas y llamando la atención de quienes, como yo, creímos tener un poco de control sobre las cosas que pasan cotidianamente. Puede que en algún momento nos otorgue la autoridad de ponerle algo de picante a nuestras acciones, aunque lo esencial parece estar atado a un plan mayor y desconocido que nos va mostrando sus cartas con astucia.

       Hoy labro una tierra que da frutos hermosos, tiernos manjares para los que no me preparé y consideré descartados, confiado en que los oráculos habían borrado mi rostro golpeado de sus archivos. Latidos rápidos y llenos de brío infiltran las tres capas de mi corazón. Sus raíces calan profundo en huesos y mente, retan el buen juicio, me regalan el beneficio del error como condición inapelable para disfrutar de pequeñas grandes recompensas.

     Con cinco años de diferencia la diosa fortuna se atreve a darme un premio, cambia el dolor de la muerte a cuotas por curiosidad y un tipo de amor que no conocía. En octubre, hace un lustro, Yacó se llenó de vientos, de ruina, escapó el ángel con alas de colibrí hasta un lugar donde tengo prohibido caminar la inmensidad del azul, sus ondas que generan tranquilidad. Todo se volvió tenebroso en un espíritu que desde la adolescencia defendió los actos simples  de bondad como factor de verdadera revolución.

       No quiero decir que las nuevas bendiciones hayan logrado hacerme olvidar a mi gente y sus circunstancias, es sólo que la desesperación tiene nueva cara, otra intensidad, el desasosiego le abrió paso a esa sensación anárquica llamada fe. He aprendido a sonreír cuando quiero, no cuando debo; la imposición falaz de la cortesía frente a los sátrapas se convirtió en la primera gran extinción certificada  que he afrontado con alegría.

       Reafirmo lo que me dijo La Filipina durante el encuentro que genera este escrito: no le debo nada a nadie. Hoy puedo manifestar la incomodidad ante quienes pretenden darme órdenes o imponer tradiciones que no estimo significativas. Una pizca de libertad me otorgué ante tantos eventos patéticos que cruzaron mi anterior universo lleno de falsa dependencia. Mudé la piel, los músculos y el cerebro. Soy una salamandra que no necesita mayores recursos para existir salvo a sí misma y su hambre.

       Ahora con mis fantasmas y ángeles sostengo una relación simbiótica. Ellos cruzan puertas metafísicas, me besan, cuidan de mis histerias, me acompañan cuando las cosas malas parecen irremediables, confortan ese espacio de soledad autoimpuesto desde que decidí quitarme de los ojos la venda atada con cinco nudos e imputada por quienes dominan un mundo que se descompone lento, huele mal y está al borde de la destrucción. A cambio les doy mis palabras cada mañana cuando voy embutido en un bus para el trabajo, o los echo de menos en las reuniones con mis hermanos y sobrinos, cuando hablo con Teresa y descubro que ella también se niega a tratarlos como pasado. Estoy vivo y sorprendido de estarlo, y aún más con la aparición de un nuevo personaje en mi historia.

     Lia llegó para enseñarme la redención sin dramatismos, porque la esperanza auténtica se sustenta en el cambio, en el trabajo duro que debe realizarse sin esperar beneficios. La recompensa que me brinda la existencia es el privilegio de afrontar las circunstancias extremas en completo silencio y agradeciendo a quienes realmente merecen la lealtad de un hombre que tiene el corazón lleno de fuego otra vez. El grupo se redujo, pero es incondicional.

       Nuevos colores tiene el rostro de mi amor, el que se construyó en un bosque donde un árbol sustenta el andamiaje de las fantasías. Cada paso que comienzo a dar tiene la contundencia de la resurrección.  Nada de lo que a continuación contaré está exento de realidad, delirio mental o expiación. Así lo asumo y defiendo. Que crea el que quiera, el que no, que se abstenga de decir algo.  Mi mundo no tiene reglas de narración, tampoco oficina de quejas y menos corrector literario. 


 

Aparecen de la nada para hacerme feliz una vez más.


       Esta reflexión la causó la visita de dos personas esenciales que como ya lo expresé, cerraron ciclos en el mismo espacio de una línea temporal en la que, con años de diferencia, nuevas voces me pidieron asumir riesgos,  ser de verdad un adulto, soñar y hacer realidad esos sueños, porque la vida es un instante y somos los individuos responsables de su desarrollo.  Ellos aparecieron para darle a mi espíritu una dosis de magia que me permita  no desfallecer, para quitarle al pasado sus cicatrices... Y lo lograron. 

       Junto a una incubadora en la unidad de cuidado intensivo pediátrico vigilo el sueño de mi hija que dos horas antes nació. Don Héctor y La Filipina traspasaron el ruido producido por la máquina que monitoreaba el corazón de Lia, agitado porque llegar a este país loco no es fácil. Con prevención comenzaron a acercarse y no me percaté de esta maniobra. Fue inevitable que mis pensamientos se centraran en las tragedias y las absurdas coincidencias que viví. Con años de diferencia se repetía el escenario: un amor martirizado por cánulas, bolsas de suero y cables, un par de ojos muy abiertos que me pedían consuelo, acompañamiento, que no los dejara solos nunca, enfermeras genéricas que practicaron el consuelo como procedimiento de trabajo, luces blancas que quemaban los pocos pensamientos racionales, médicos que pensaban, antes que en sus pacientes, en las cuotas atrasadas de sus autos de lujo y las casas que estúpidos preceptos sociales les obligaron a comprar, un sinnúmero papás que en las mismas circunstancias, se limitaron a mirar como vacas hacia un punto neutro de las persianas cerradas para no aumentar su preocupación con la nuestra.

       Aunque me propuse no sentir angustia por la similitud de los hechos y fechas, la experiencia me condujo a un lugar común que me horrorizará siempre: el escenario que comparten el amor, la enfermedad y la muerte. Seis años antes, en una noche cargada de pánico, Don Héctor dejo de ser un bolero cargado de amor y advertencia sobre lo importante que es ser música en un mundo sordo, para convertirse en la estampita vestida de ángel que con gafas, canas y nuevas alas engalanó el árbol de navidad que Diana, mi cuñada, decoró para hacernos menos tortuosa su ausencia ese diciembre.

       Literalmente un año después de la partida de mi viejo, Cata, decidió hacerse compañera del viento que una madrugada de octubre pasó por Yacó para arrancarla del techo de la casa y llevarla hasta el lugar donde los ángeles como ella, alas de colibrí y ojos rasgados, diseccionan los misterios del paraíso. Todo mi mundo se vino a pique, padre, esposa, un par de amigos, se hicieron un agujero en mi pecho que mató lo que alguna vez creí ser. Su silencio fue una cuchilla quitándome pedacitos de carne cada día.  Nada más fuerte o contundente que esta verdad, nada más evidente que su ausencia física y su arraigo en el corazón de un hombre con ínfulas de guerrero que los vio perderse en el cielo. Todo se juntó para hacerme sentir el latigazo de la orfandad.

       Don Héctor  y La Filipina se manifestaron, tocaron mi hombro y nos acompañaron a Lia y a mí en este nuevo reto.  “¿Quién les dijo que están solos?” Mi viejo preguntó con esa delicadeza que le agradeceré siempre, ese era su sello. No fue un interrogatorio, gracias a un cuestionamiento me trasladó a un lugar donde todo fue claro y las respuestas que me negué por desesperación se hicieron evidentes.  Mientras él se esforzaba por darme la luz yo me aferraba al pesimismo:

-Todo se repite, viejo. Cada vez que creo tener algo o amo profundamente a alguien, cosas malas les suceden-. Respondí como si fuera un niño de siete años. Estaba asustado.

-Nada es igual. Hasta que no crea esta verdad estará haciéndose difícil la vida y de paso se la joderá a quienes estén a su lado. Lia no muere, está empezando a vivir, es algo diferente a lo que quiere creer, ¿no le parece? ¿Por qué le cuesta entender eso?

       Don Héctor jugó su carta por un lado que ni siquiera contemplé. Fui un necio. Se acercó a Lia y le acarició la mejilla. “Es igualita a Teresa,” dijo sonriente. Levantó la mano y se despidió. La sala quedo con un leve tufo a cigarrillo que me confortó.

      La Filipina, en silencio, se acercó apenas mi viejo empezó a hacerse invisible. Sentí como la punta de sus alas rozaron mis mejillas con delicadeza. Me habló  a través de sus ojos orientales que terminaron hechizándome una vez más: “Extraño tu presencia en mis pensamientos, en los versos que debiste olvidar porque el mundo no se detiene cuando un colibrí deja atrás el desierto donde fue feliz sin extravagancias o pruebas que debiesen mostrarse a aquellos que no estuvieron involucrados en lo que fuimos. Eres un debilucho que aguanta mucho castigo; como decías siempre: “soy un fajador con cero músculos en el tórax, pero con terquedad en la cabeza.” Y es cierto, no pegas golpes y resistes los que te impactan. Ganas las peleas por desgaste del rival. Lo de Lia es una prueba más, no te preocupes, estará bien. Ella es el premio que ganaste por resignarte a dejar volar a otra gente que amarás a perpetuidad así hayan tenido el descaro de escaparse entre las corrientes de un vendaval. No le debes nada a nadie, lo que pasó fue el desarrollo de un plan en el que tu papel fue accidental. ” No movió los labios, su voz estaba en mi corazón, en el deseo y su sentido egoísta. “Quédate,” quise decirle. Cata, como de costumbre se anticipó:

-Sigue siendo fuerte y ten claro que en mí alma nada cambiará, ni siquiera el amor que nos tenemos. Los secretos seguirán enterrados en el tiempo que ya no compartimos. Vuelo por las venas del cosmos, esa es la tarea que acepté y cumplo. Siempre te escucho y velo por tu tranquilidad.  Ausencia no significa olvido, loquito. Esta Filipina sigue rondando tu naturaleza, te complementa y te ama diferente a cómo te aman las que hoy lo hacen. Deja de llorar, las circunstancias se repiten si lo queremos… y tú no quieres eso. Sé fuerte, poeta varado, lucha por tu hija. Yo estaré bien-. Sus palabras me confortaron; pero las lágrimas poco entienden de corrección, no son lógicas.

       Me miró como solía hacerlo, con respeto, con pasión implícita, sin aspavientos. Entornó los ojos y mecánicamente las azules alas de colibrí salieron de su espalda y comenzaron a batirse con una vehemencia que terminó por hechizarme. Antes de remontar los techos del hospital, los cielos de la noche que se cerraba, gritó  su dulce sentencia: “¡Eres libre, siempre lo has sido, deja de perder el tiempo! ¡Lia necesita sortilegios en su vida y tú eres el indicado para mostrárselos! ¡Te amo por amarme como me amas!  Sus palabras fueron una puñalada de vida en mis entrañas.

       A las nueve de la noche las enfermeras me sacaron de la unidad de cuidados intensivos. Los instintos de mi hija se activaron, comenzó a moverse, a respirar con fluidez, mejoraba. La besé y salí. En la sala de espera comencé a procesar lo que acababa de suceder. La piedra monumental que cinco años atrás me impuse cargar sobre los hombros se desintegró. Estuve  casi una hora descansando y sin pensar en aquellos muebles viejos de cuero, después de tantos años de estar corriendo en círculos.  

       Resurrección. Los creyentes le dicen así al proceso de mudar la piel quemada. Mis tareas, decidí, serán inventar nuevos colores que se basen en el azul de los colibríes y el rojo profundo de los boleros de papá, enseñarle a Lia que los principios que rijan su vida no tolerarán imposiciones o dolores heredados y que el amor es la fuerza capaz de mover este universo que día a día debe reinventarse.


       Sé que La Filipina y Don Héctor están bien, que nos cuidan sin interferir. Verlos me enseñó a creer que nada es definitivo, ni siquiera la muerte. Lo que resta por hacer es llenar de deseos el umbral gris de las agonías que pretendan doblegarnos la ilusión, cumplir lo que me prometo, evitar a toda costa la certeza de replicar las cadenas que los demás quieran imponernos. Es por Lia, por preservarme y hacer de nuestras vidas una maravillosa travesía que debo volverme a enamorar de mis sonrisas.  

lunes, 10 de octubre de 2016

ALAS DE COLIBRÍ


Cinco años ya...,


ALAS DE COLIBRÍ
Por: Javier Barrera Lugo

SEMPER SIMUL, SEMPER CARMINA, CATA DE MI ALMA.
 LA FELICIDAD FUE UN INSTANTE QUE ME ENSEÑASTE A VIVIR. NUNCA TE OLVIDARE, TE AMO.



Cata, la inspiradora eterna de este esfuerzo
Te pusiste de acuerdo con Isabel para subir al techo a contar estrellas. De alguna forma tienen que hechizarse con la esperanza de volver al lugar que siempre ha sido su casa. Sí, lo descubrí tres días después de conocerte. No eres de este planeta y mi hija es una hermosa indígena alucinada con las luces que siempre están cubriendo el Pacandé. Está fresca la temperatura y al pedazo de universo que vemos esta noche no le cabe un color más. Amarillos y rojos enmarcan el espectro de la cruz del sur, verdes y violetas colocan un anzuelo a la díscola Shaula, el aguijón, que titila furiosa cuando percibe que la observan desde aquí. Vaya si son tercas con el cuentito de dejarme solo fumando en la hamaca. Yo también quiero encaramarme en las tejas, ver bólidos fugaces que parecen escribir recuerdos familiares en el cielo mientras caen. Amorosas, no me permiten tamaña intromisión.
Ustedes toleran mis particularidades y hacen lo posible para no cambiarme. Sin palabras me explican que no debo subir, que no es mi momento de empezar una aventura radical. Les agradezco la sutil aclaración. Mis horas de conversación casi inconsciente, los profundos silencios que las desconciertan, son escaso aliciente para dañarles el período de sosiego. Hipnotizadas, señalan el lugar del cosmos a donde su travesía las llevará. Lo entiendo todo, es un compromiso hecho con su libertad el que me hace retirar. Dejan de lado las insinuaciones, entran a la habitación y aprovechas para colocarle a Isabelita el vestido rojo que Don Héctor le regaló para su cumpleaños. Una de las últimas memorias que grabará mi mente es también el inicio de una despedida sin rimbombantes anuncios. Debo aprender a intuir tus pasos, muchachita.
La niña parece estar en trance.Le dices al oído, como si recitaras un estribillo, que esta noche  le saldrán alas en la espalda como las que tú tienes y ella tiene escondidas y siente hormiguear porque quieren salir, que al fin podrán volar a través de los soles propicios de Yacó hasta lazona donde el río grande resguarda los secretos de tu raza celestial. Mientras tanto, la llevas al lugar más alto de la casa para contarle las cosas que viviste cuando tenías su edad, lo que soñaste y lograste, el día que calzaste tu primer par de botas de caucho con el objetivo de salvar a la gente que de verdad te importa, los pormenores de la semana que con Marysol, la “monita”,  tu mejor amiga, escalaste montañas de sal pegadas al mar cuando estaban en la “universidad pública” y se soñaban casadas con algún comunista estudiante de física cuántica.
Dentro de muy poco abandonarán todo, me dejarán, se irán  lejos y cada mañana después de ese día, me darán un beso antes de que despierte para que mis instintos estén seguros de que no soy otro poeta varado que se siente perdido en un mundo que no entiende. Las tendré cosidas a la piel como consuelo ante su ausencia, sus vocecitas chillonas y plácidas acompañarán los tiempos en que nada parezca tener sentido, cuando el silencio sea una cuchilla que corte con milimetría mis tobillos. Pero no voy a estar triste antes de tiempo. Ni lo sueñes, preciosa. Primero, describiré tus ojos rasgados en mi libreta, la sonrisita que le pinta el rostroa Isabel  cuando hace la siesta y por fin estamos tranquilos por ser una familia que gracias a los dioses le huye a la perfección. Juntas hacen la poesía anárquica que derrotó la oscuridad de mi caverna.
Mientras observan el cielo voy a tomarme la tasa de café  que no me gusta con tu tía Anita. Sus cuentos de espanto seducen mi imaginación, pero ella, tan amorosa en sus palabras escasas, no me contará historias de descabezados o lloronas amputadas, prefiere decirme que Isabelita es igualita a ti cuando llegaste una mañana caminando por el sendero de arena con un par de relucientes alas preguntando si en estas tierras los colibríes tenían también azules las plumas. Desde allí las observo y me parecen irreales, me miras y por fin asumo que está completa el alma, audaz el corazón, que soy capaz de hacer cualquier cosa que me dicte ganar la tibieza de la sangre.
La señora Anita se despide, tiene que ir a rezar su acostumbrado rosario por los vivos y sus esperanzas. Camino la senda que separa aquella casa acogedora del lugar donde el tiempo parece haberse detenido. Las encuentro bajando de las alturas llenas de lucecitas pegadas a la ropa. Los cocuyos las hacen levitar.  Isabel finge un berrinche y veo clara por primera vez la mirada de Teresa en los ojos de su nieta, esa fuerza de los espíritus que nunca se rinden. Me das un beso para confortarme. Descubres los omoplatos de la hermosa hija que nos regalaron los delirios y veo que dos pequeñas protuberancias le pelean a la piel y los tirantes del vestido el aire que necesitan. Estás orgullosa, asustada, tu hija también es un ángel. Entras a dormirla y yo me quedo horrorizado intuyendo lo que pasará.
Es imposible negarme el llanto. “Llevo tus marcas en mi piel”. Retumba en mi cerebro la profecía de Fito, el dueño de las mariposas multicolores y eso no tiene mayor relevancia ahora, pero quiero dejarlo patente como sentimiento en esta narración. Lo que experimento no es tristeza sino una horrible hilera de mordiscos que me hielan el estómago. “Nostalgia. Así pica en la panza”, dices con ternura. Y continuas: “Yo siento lo mismo. No es una emoción cómoda. Pero también tengo claro que nos volveremos a ver, ten fe”, concluyes. Te abrazo. Sé que después de esta noche me hablarás a través de espejismos, que me acompañarás y no podré tocarte, que todo para nosotros está decidido.
Trato, pero es imposible conciliar el sueño. No quedará nada, estaré solo, no es justo salir del paraíso de esa forma, pienso egoísta, es lógico, pero creer eso me ruboriza. No dejó de mirarte, de tocarte. Isabel da vueltas en la cama, se acerca sonámbula, descansa su brazo izquierdo sobre mi pecho y empieza a hablar dormida, igual que mis sobrinos, mi viejo, mis hermanos y yo lo hemos hecho desde el nacimiento. Es nuestra marca genética. Empiezan los sonidos del desierto. Un millar de pájaros cantan con tal intensidad que los muros parecen derrumbarse, están felices, tú y la nena tienen su naturaleza, saben que falta poco para que en grupo, remonten la cordillera y llenen a Yacó con innumerables destellos plateados de música.
Te levantas como si hasta ahora iniciaras la parte bonita de la quimera. Besas a Isabel,  ella despierta y se abraza a lo poco que soy en este momento. Un viento tibio, contundente, se mete en la habitación y manda por los aires toda la materia innecesaria. Tomas a mi hija y sales al patio, suben las escaleras, esta vez para siempre, y es por arte de fantasía, que las veo desplegar unas alas pequeñas de colibrí, azul metálico, voraces, tan hermosas que con frases es imposible describirlas.  Me lleno de angustia y de alegría al mismo tiempo. Descansan. Ya todo son senderos que tus labios enuncian y no puedo ubicar. Isabelita abre sus brazos plenos de inocencia, me dice “te amo papá” y sin mirarme, resuelve entregarse a una corriente de vacío que la eleva del tejado. Tú, frenética, me dices que te hice feliz desde que te conocí, enjugas mis lágrimas y me das el beso que recordaré por eternidades repetidas. Desde ahora todos mis espacios serán las seis de la mañana de un sábado injusto que no se agotará.
Alejo y Sulma me recogen del piso. Todo se consuma, por lo menos eso creo. Anita, la tía que conocí tan poco y quiero como a mi mejor amiga, me dice resignada: “Hay que dejarlas ir, mijo. Existen seres que necesitan inundar con su fuego los interminables lugares que la oscuridad deja secos. No se preocupe.Si algo me han enseñado las correrías por el mundo es que angelitos caminando la tierra hay muchos y usted está condenado a encontrárselos y a quererlos con locura”. La gratitud es una palabra insuficiente para explicar lo que siento por aquella mujer.

No volveré a Yacó, lo presiento. Toda esta belleza que termina por doler no la asumo propia si mi hija y Catalina no están. Sé que nos encontraremos otra vez, nos abrazaremos y miraremos las estrellas. Les hice prometer que cuando tenga que cruzar la línea de árboles y las alas me salgan de la espalda, ellas, La Filipina y la hijita indígena que amo, esos dos hermosos colibríes, me dirán al oído que ya pasó  lo peor.

lunes, 3 de octubre de 2016

LA ESPERANZA

LA ESPERANZA
Víctor Olivares, (Montreal, Canadá)

Todas las mañanas, Julio salía corriendo para ir al trabajo, a veces comiendo parte de su desayuno que aún no había terminado, pero siempre volando. Por diferentes motivos ya varios habían sido despedidos en la compañía donde él trabajaba y eran reemplazados por alguno de los que hacían filas para que les dieran trabajo. Él sabía que no podía arriesgarse a perderlo, a sus 45 años de edad no sería nada fácil encontrar uno nuevo. Aunque no se compraba zapatos todos los años, ganaba más que muchos en su barrio, lo que le permitía a María, su mujer, que trabajaba medio día como empleada domestica, tener buen crédito en el negocio de la esquina, ya que siempre pagaba puntualmente la primera semana de cada mes.
Una día de otoño las hojas coloreaban la húmeda calle, eran las seis y treinta de la mañana,    Julio iba camino al paradero con sus manos balanceándose, ojos fijos, la respiración corta y su bolso colgado en el brazo, pero sucedía algo extraño, no había nadie en la calle, algo inusual para un día jueves, pero justo en el momento en que se puso a pensar que se había equivocado, y que tal vez, ya era el fin de semana, escucho voces y pasos; era la gente que iba pasando.
-¡Buenos días don Julio! -Le dijo alguien que pasaba.
-¡Buenos... días! -Respondió atónito, con la mirada buscando la voz que se desplazaba.
No comprendía que sucedía, no podía ver a ninguna persona, pero a él lo veían. Se detuvo y observó que todo lo demás estaba en su sitio, le dio la sensación que los árboles avanzaban con decisión hacia él, los veía como un gran ejercito verde. En pocos segundos se hizo mil preguntas, y se repetía a sí mismo:
-¡Ya va a pasar! -¡Ya va a pasar!
Por lo tanto siguió caminando, aun más lento, escuchando y viendo la tranquilizadora soledad de su entorno. A momentos sintió ser el único desgraciado sobre una calle interminablemente larga, hoy llena de piedras. Sus pisadas eran torpes y subterráneas, pero nada importaba tenía que llegar a su trabajo. Cada obstáculo era un gigante de humo que hipnotizaba sus pupilas. Al llegar al paradero hurto a alguien e inmediatamente pidió excusas.
-¡Disculpe!
-¡Hola, Julio! –Dijo él otro con mucha alegría y abriendo los brazos.
Tratando inmediatamente de comprender quien era, se concentró un poco, pero el olor a cigarrillo y la voz cómica que lo rodeo, lo ayudó a reconocer muy rápidamente a su gran amigo Raúl. Se conocían desde niños, fueron a la misma escuela, y más de alguna vez trabajaron juntos, como ellos mismo decían: “Somos yuntas”, y siempre lo fueron, hasta que la vida los alejo. Sí, Raúl siete años atrás quedo sin trabajo, y buscó, y buscó, y no encontró, y el escaso que había era mal pagado y no le permitía pagar las cuentas de hombre moderno. Entonces como muchos, decidió buscar fortuna en otra lejana ciudad. Cuando podía volvía de visita, no todos los años, pero volvía a recordar el pasado, aunque el tiempo se había encargado de enfriar muchos recuerdos.
-¡ Hola...! ¡Hola..., tanto tiempo, Raúl! –Respondió Julio un poco perplejo.
-¡Qué tal Julio! –Le respondió este, abrazándolo.
Julio que no lo veía, no sabía cómo comportarse, ni siquiera se le ocurría que preguntar, su mente estaba en otra cosa. Raúl, que estaba feliz de verlo, tenía argumento para varios días, pero se sonrió y como comprendiendo a su amigo trato de suavizar el encuentro, entonces le dijo:
-Qué día tan frío, parece que el invierno quiere llegar antes.
Julio lo escuchaba, y no decía una palabra, aún estaba con sus mil preguntas en lo profundo de su alma.
-¿Qué te pasa, te veo un poco paliducho? -Prosiguió Raúl, tratando de que su amigo le confesara algo por su propia voluntad.
-¡No..., nada!, Bueno..., estoy más o menos preocupado, un poco desmoralizado ya que están cortando gente en la compañía, tu sabes siempre le echan la culpa a algo, o los chinos, o el dólar, o la globalización. Y para rematar, hago horas extras que no me las pagan, pero hay que quedarse callado, como tú sabes: “Si no te gusta, allí está la puerta”.
-¡Qué lástima! -Lamentablemente en todos lados pasa lo mismo. -Respondió Raúl con un tono comprensivo
-Sí, pero donde yo trabajo es el colmo, ya que como es una compañía chica y somos pocos los empleados, siempre dicen que hay que ponerse la camiseta ya que hay problemas financieros debido a las bajas ventas, y bla, bla, bla... Hace diez años que escucho el mismo rollo, pero los patrones tienen una casona aquí y otra en el campo, un mercedes, una camioneta, empleadas, y de los tres hijos que tienen dos van a escuelas privadas, y el que va a la U también tiene su auto.
-¡Que le vamos a hacer! -Respondió Raúl levantando los hombros. –Pero tú sabes que...
Raúl fue bruscamente interrumpido por Julio y no pudo terminar lo que quería decir.
-Somos siempre nosotros, el pueblo, los que pagamos los platos rotos. -Dijo Julio, respirando profundamente y exhalando todo el aire que había entrado a sus pulmones. Luego continuó –Sí, estos son igual que los políticos, todos prometen, y “después si te visto no me acuerdo”. Me pregunto: ¿Por qué no firmarán un papel, donde esté escrito lo que prometen en las campañas electorales, así si no lo hacen sean enjuiciados? Creen que ...
¡Tranquilo! –Exclamo Raúl, deteniendo suavemente la ráfaga de palabras de su amigo, que en realidad eran lágrimas que no dejaba que salieran de sus ojos, y que escapaban por su boca sedienta de humanidad. -¡Fuerza, hombre! Continuó Raúl. -Mira a tu alrededor, los demás también van a trabajar, y también ellos, como todos, son víctimas de los enfermos del dinero y del poder. No dejes que te venzan, que tu cuerpo y tu alma no se vallan a quedar sin agua, bébete las estrellas para que te ilumines y ciegues al que te hiera.
Julio se mordió los labios, abrió más los ojos, inclino un poco la cabeza, y pateo despacio una pequeña piedra que había en el piso. Tal vez como estaba un poco perturbado no entendió nada, o sólo estaba harto de tanta incomprensión, pero si sé que sus hinchadas venas por su boca hablaban. Entonces con un tono irónico dijo.
-¡Así es la vida! ¡Vida de perros!
-¡Pero qué estás diciendo! –Replicó enfático Raúl – Por bajar la cabeza has chocado muchos muros, ¡Levántala! ¡No dejes que el peso de la noche te exprima y use tus lágrimas para apagar la vida! No estás solo, somos muchos y hay que luchar para lograr un mundo mejor.
Justo en el momento que Julio iba a responder fue interrumpido.
-¡Ahí viene el autobús! –Dijeron varios en el paradero.
Era de color verde y no tenía número, se detuvo y se abrió la puerta. No todos subieron, hubo un grupo que al parecer no le interesó la presencia del autobús, se les veía cansados, preocupados y enojados, Julio fue uno de ellos, él decidió de no subirse, como no veía a nadie, ni chofer ni pasajeros, era como un transporte fantasma, y tenía miedo de muchas cosas. También escuchaba decir a los que no subieron que el mundo muy pronto se iba a acabar y que nadie nos podía ayudar.
Raúl ya al interior, en voz alta, le decía:
-¡Qué te pasa hombre, súbete!
-Es que... hoy entro más tarde, y como está lleno y no tengo apuro, esperaré el otro.
-¡Pero... qué dices, si la mitad está vacío!
Entre el ruido del motor, la conversación de la gente cada vez más alta, y el apuro del chofer que tenía todavía un largo viaje que hacer, Julio dijo palabras cortadas para dar una excusa. Después escuchando que se cerraba la puerta y que se alejaban, lleno de resentimiento se dio media vuelta y cruzo la calle sin mucha precaución, camino un par de cuadras y se encontró con la plazoleta donde acostumbraba jugar con sus hijos, se sentó en el primer banco y con su cabeza entre sus rodillas se puso a pensar. Lo que más sentía era el no haber podido ir a trabajar y estaba seguro que tendría graves problemas por su ausencia y no quería contar lo que realmente le estaba sucediendo ya que seguramente pasaría a ser “el loco” de la compañía, como le ocurrió a Fernando, uno de sus colegas, que fue al doctor por que decía haber visto varias veces un espíritu en su dormitorio, que le decía que debería dejar el alcohol. Al cabo de unos meses lo echaron, entonces vendió todo lo que tenía y se fue con su familia a Australia donde ahora trabaja como tornero, y no bebió más. Las veces que ha venido de visita se le ve muy bien y de loco no tiene nada.
Después de algunas horas sentado comenzó a sentir mucho frío, por lo tanto decidió volver a su casa y descansar un poco. Sabía que María ya no estaría en casa, ya que es ella la que va a dejar los niños a la escuela porque esta camino a su trabajo, así que era el momento de entrar y de descansar estirado en la cama, que era lo que siempre hacia cuando se sentía mal.
Cuando llego a su casa, abrió la puerta lentamente, y su cara, en vez de pesar, se le lleno de felicidad al ver sus dos hijos y María tomando desayuno en la mesa.
-¡Puedo ver! –Murmuró en silencio empuñando sus manos, he inmediatamente pensó que ya estaba mejor. Entró, y estaba listo para dar una explicación de por qué había regresado y porque no fue a trabajar, pero nadie le hablo, mejor dicho nadie hizo un mínimo movimiento con la mirada hacia donde él estaba. Dura fue su sorpresa al comprender que ellos no lo podían ver, entonces no quiso hablar porque pensó inmediatamente que se iban a asustar como le sucedió a él momentos antes. Se dirigió con precaución al baño, entro y cerró la puerta casi al mismo tiempo, con miedo se miro al espejo, se toco la cara y se puso a llorar silenciosamente lágrimas secas que casi no brillaban en sus ojos colonizados. No sabía qué hacer, se sentía enfermo, viejo, y sucio. Sintió caminar y que golpeaban suavemente la puerta con los dedos. Tenía miedo de abrirla no quería asustar a quien tanto amaba, se quedo silencioso esperando algo que no sabía verdaderamente que era, siempre pensó que el tiempo trae remedios y soluciones.
Sintió por segunda vez que golpeaban la puerta. Sus ojos se agrandaron, y sus manos aferraron con fuerza la manilla.
-¡Vamos Julio, que ya es tarde! -Era María que lo estaba apurando.
Indeciso esperó algunos segundos, y abrió lentamente la puerta. Nuevamente no vio a nadie, escuchaba a sus hijos, pero estaba ciego y la amargura se apodero, otra vez, de su garganta. Al improviso sintió a María que le daba un beso y que lo abrazaba. Julio que ya todo lo veía negro, se sentía mareado y acabado, cerró los ojos con profundidad y se dejo llevar por el perfume maternal que invadía el lugar, luego sintió que ella lo tomaba de los hombros y le decía con una voz blanda y lejana, que flotaba en el aire:
-¡Julio son las tres... y vamos a llegar tarde al funeral de Raúl!
Julio quedó estático, su mirada era una línea sin fin, parpadeo lentamente para que la vieja lágrima cayera, se limpio los ojos con fuerza y volvió a ver a María con su cara angelical que lo miraba con entendimiento. La abrazó y su llanto se desató, en un par de segundos lloró una vida. Luego acercó su boca a la de María, la beso como premiándola por los rayos de amor que ella siempre llevaba en sus mangas. Tanta dulzura había en esas lágrimas amargas.
Luego, María minimizando lo ocurrido, dando prueba de control, le dijo:
-Afuera está brillando el sol.
Después con delicadeza se alejó y se fue a apurar los niños, Julio salió del baño y se dirigió a la ventana, la abrió, miró hacia la claridad del cielo, dejó escapar sus últimas lágrimas prisioneras, respiró con profundidad, y dijo con voz madura y quebrada:
-¡Perdóname, perdóname señor por mi poca fe y por haber ignorado en el paradero la esperanza! -Volvió a respirar profundamente, y exhalando decía:
-María..., Mujer... que sería de mí sin ti, sin tu motivación, sin tu fuerza.
Luego se dio la media vuelta, su rostro estaba lleno de luz, era el amanecer que había llegado a su corazón después de largas noches infernales. Dio algunos pasos, se acerco a su hijo más pequeño, le beso la frente y lo levantó con un brazo como levantando una bandera, y se dirigió hacia la puerta. María con el otro niño de la mano iba junto a él, los cuatro salieron juntos he iluminaban el camino. Julio la miró con cariño y le dijo:
-¿Amor, tú piensas que el vestido de flores que llevas puesto sea el más apropiado para esta ocasión?
Ella se observó el vestido, miró a Julio con una sonriente mueca, y abriendo los brazos hizo un paso de baile. Se detuvo y le dijo:

-¡Es lo mejor que tengo para el cumpleaños que vamos!