Hace diez años mi padre inició su camino
hacia la inmortalidad prometida por el dios en el que confiaba, y demostrada por la
naturaleza a la que considero única autoridad. Después de la sorpresa ante su
fallecimiento, una agonía cuya intensidad ha mermado, pero nunca pasará, tras
sentir en el alma los latigazos dados por su ausencia, hoy lo recuerdo con
amor, con agradecimiento y esperanza de volverlo a ver.
Lo
dije en su momento, hoy lo sigo creyendo: sólo muere quien es olvidado. Y nunca
olvidaré a mi papá, porque lo amo, lo valoro, lo extraño, lo admiro. Está a mi
lado cada día, cuida a mis hijos, se cuela en mis sueños para confortarme
cuando estoy jodido.
Ríe mi viejo en
medio de una estela azul, el humo de su cigarrillo hace misterioso el entorno, los
olores a tabaco y loción se ven frescos a contraluz. Toma café, charla con
Teresa, sonríe. Tiene puesta su bata blanca llena de paisajes, rayos de vinilo cargados
con inagotables sueños cumplidos y por cumplir. El poder de los colores…
Un abrazo, viejito. Apenas son diez años
sin su presencia, pero lo siento a mi lado. El dolor y el amor son siameses que
se necesitan, y a su manera, se comen de a poco el interior de nuestro pecho
mientras flotamos. ¡Vivir es maravilloso!
EL
AYUDANTE DEL NIÑO DIOS
Por:
Javier Barrera Lugo
En 1982 estalló una bomba social en
Latinoamérica, una crisis atroz generada por la caída en los precios
internacionales del petróleo -de los que dependían las economías de varios países
de la región, entre ellos Colombia-, un alza sistemática en las tasas de
interés, como efecto de la caída de los ingresos antes mencionados, y el cese en
los pagos de la monstruosa deuda externa que aún hoy, afrontan las repúblicas ubicadas
abajo del río grande. El desempleo surgió como un cáncer que todo lo consumió.
Esta
dificultad hemisférica afectó directamente a mi padre, quien era contratista de
pintura, ya que los bancos subieron los intereses o dejaron de prestarle plata
a las constructoras que desarrollaban los proyectos de vivienda que él y su
gente pintaban. Como consecuencia, lo que empezó como desaceleración productiva
en el 82, a mediados del 84 se volvió una recesión económica que devoró los
empleos de millones de colombianos, entre ellos, el de mi viejo.
Durante
este período de “vacas flacas,” nunca faltaron las tres comidas diarias de reglamento,
tampoco las onces con “mojicones” comprados, cada tarde, en la panadería del
señor Romero (Andrés, Alejo y yo, siempre que íbamos, nos encontrábamos con el
profesor Germán Solano, que se la pasaba tomando “tinto con chicharrona” en ese
prestigioso negocio); ni llegaron a cortar un servicio público por falta de
pago. Mi papá guardó en los buenos tiempos, siempre fue un tipo organizado.
Los
ahorros empezaron a flaquear al comenzar septiembre del 84, y para colmo, en 6 meses a mi viejo no lo llamaron ni para pintar una reja. El hombre llamaba a los arquitectos Muñoz, Barbudo,
a Bernal, gente con la que siempre trabajó, recomendándoles algo para hacer.
“Tranquilo, Barrera, estamos en las mismas. Apenas tengamos algo lo llamamos,” le
respondían. Unos meses después, así
sucedió; pero su urgencia era de ese momento, se acercaban fechas que para él
era indispensable celebrar, no por vanidad sino por reafirmación de principios, así fuera con
un detalle pequeño: el cumpleaños número 7 de Alejo, que había estado muy
enfermo, los 5 de Lili, la navidad…
Tuvo
que replantear las cosas, solventar las premuras con inteligencia buscando
hacer menos duro el panorama. Para lograr la meta, mi viejo tuvo que abstenerse
de placeres personales que le hacían llevadera su lucha por la subsistencia familiar en tiempos caóticos:
gracias a la angustia no pudo bajarle a la “fumadera,” así que cambió sus
preciadas cajetillas de Marlboro rojo (de contrabando y aún con el calor de
Maicao pegado al celofán), por el “perrata” Mustang rojo, una suerte de cal
viva embutida entre papel blanco y coronada por un filtro amarillento, que
hasta al más experimentado de los fumadores le dejaba sensación de quemadura en
la garganta y tejido desgarrado.
Dejó
de ir a la cantina de Beto y a las canchas de tejo los jueves. Decidió muy a su
pesar, volverse abstemio; las “Bavarias” de una jornada costaban más que una
bolsa de leche, el pan, el arroz, la libra de carne, con la que debía alimentar
al día siguiente a cuatro “monstruos,” que no rebasaban los 10 calendarios de
vida.
Lo
único que parecía darle fuerza para seguir en la lucha, eran los paseos por Ciudad
Jardín Norte y alrededores, sobre su bicicleta de carreras, sin
cambios, roja, bastante “aporreadita,” si se me permite la expresión. Asumo que,
rodando sobre ella, declaraba como superadas esas madrugadas jodidas en las que
debió salir a entregar ejemplares del periódico El Tiempo, así lloviera,
tronara o relampagueara, para los suscriptores de Los Andes, Pasadena y Puente
Largo, barrios que tenía asignados en su ruta.
Fue
el único deporte que vi practicar a mi papá. Le gustaba ver fútbol (Sus famosas
expresiones fueron: “Ese clásico lo “echaron” al empate,” o, “¡Que pongan a
jugar a Carlos Darwin Quintero, es mejor que ese “tronco de Aristizabal…!”),
pero la bicicleta le daba libertad emocional, eso lo tengo claro.
El
lunes 24 de diciembre de 1984, quedó grabado en mis instintos como el punto en
que mi inocencia murió. Para mi beneficio, del capullo en descomposición emergió
una larva ávida por preservar el sentido de gratitud y su transparencia. Ese
día mi mamá, Teresa, y mi viejo, Héctor, demostraron a sus hijos la
incondicionalidad de su amor, la limpieza de ese sentir. Una breve conversación,
una pregunta, la fuerza de voluntad de ella, el pragmatismo de él, unidos para
brindar lo que consideraron esencial en nuestra educación sentimental… Hoy
puedo decir que lo aprendimos…
Navidad
iniciaba. Desde las 7 de la mañana algunos vecinos cerraron la cuadra, colocaron a todo volumen discos de los
Hispanos, de Pastor López, hicieron la colecta para comprar vinilos, esmalte,
plástico, cabuya, las cervezas de rigor, y empezaron a dibujar sobre el
pavimento, espantosos angelitos armados de cornetas que anunciaban la llegada
del niño Dios y deseaban paz y ventura para el entrante 1985; muñecos de nieve
en medio de los calores decembrinos, un sonriente papá Noel (que copiaban de la
publicidad lacrimógena de coca cola), subido
en un trineo, desollando a punta de rejo las costillas a unos renos famélicos.
Pintaban postes y
andenes (sardineles, decían estos genios del mal gusto) con franjas rojas,
blancas, verdes; colocaban hileras de pendones plásticos entre casa y casa (que
con el viento y las lloviznas se llenaban de tierra y se veían horrorosos) y
llenaban de alboroto una comunidad aún creyente en la solidaridad como
principio de vecindad.
10
de la mañana. Mi mamá suelta sin anestesia la pregunta a mi papá: “¿Qué le
vamos a comprar a los “chinos” de regalo? Con dolor expuesto en los ojos, la
mirada húmeda de quien asume su sacrificio como obligación moral, sin renegar,
le contesta: “Voy a vender la bicicleta, no tengo plata. Hay que regalarles
algo a los “chinos,” que vean que el niño Dios no se olvidó de ellos…Este año
se portaron bien…”
No
sé a quién se la vendió, cuánto le dieron por la bicicleta, qué pensó mientras
volvía a casa sin su tesoro, qué le dijo mi mamá… Jamás tuve el valor de preguntárselo;
sentí que hacerlo, sería transgredir lo que Héctor y Teresa eran como pareja,
como padres, mis padres.
Yo, el “chino” sapo
que por coincidencia se cruzó en la escena, terminé testificando la simpleza de
los sentimientos, el desapego de los buenos padres cuando los asuntos tienen
que ver con sus hijos. Esa navidad nos mostraron cuánto nos amaban, aunque
nunca nos lo dijeron; en esa época, hacerlo, se consideraba una forma de
“mariquear a los pelados.”
Esa
noche Andrés, Alejo y yo, recibimos cada uno camisetica de rayitas y pantaloneta.
Lili, pequeña, consentida, piyama y muñeca. Doña Teresa, preparó ajiaco y mi
viejo se tomó, después de meses, unas Bavarias.
Desde
ese día detesto la parafernalia navideña, su hipocresía, la desmesura, la falsa
anarquía y despilfarro de la gente, su cultura de alegría prefabricada, sus
costumbres de pequeña burguesía. Desde ese día, respeté a mi papá con
argumentos, no sólo por costumbre. Admiré la fuerza espiritual de mi mamá, su
creatividad, su temple. Desde ese día grabé en el espíritu el concepto de
prioridad, de hacer lo necesario y desprenderme de lo que tengo, en aras de
obtener un beneficio para los que amo.
El
ayudante del niño Dios, el hombre del bigote eterno, me dio una lección que
marcó mi vida. Donde esté latiendo, estoy seguro que me sigue los pasos y me
cuida, pedalea una bicicleta roja hacia una meta que brinda inmortalidad y
donde seguro, lo volveré a abrazar.
02/10/2020. Todos los derechos
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