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lunes, 28 de enero de 2013

EL OCASO DE LO IMPERANTE


Semper simul, Semper carmina.




EL OCASO DE LO IMPERANTE
Por: Javier Barrera Lugo

Al hombre le ocurre lo mismo que al árbol. Cuanto más quiere elevarse hacia la altura y hacia la luz, tanto más fuertemente tienden sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, lo profundo — hacia el mal.
-Primera parte, del árbol de la montaña. Así habló Zaratustra, Friedrich Wilhelm Nietzsche.





El superhombre y sus traiciones

 La escena no puede ser más dramática: un cochero muele a latigazos el lomo de su caballo  en una calle aledaña a la Piazza Carlos Alberto de Turín. Un ente que camina despacio, ropas oscuras, mirada encendida y pegada al piso, al presenciar tamaño acto de brutalidad, reacciona lanzándose sobre el cuello del animal tratando de protegerlo. Su heroísmo lo testimonian dos marcas que quedan fulgurantes en su mejilla izquierda. Los curiosos no pueden creer lo que observan, un hombre alto, robusto, de espeso bigote rojizo, gimotea aferrado a la bestia de tiro, como el niño que en un par de segundos ha perdido el candor. Y no se equivocan, un acto vacío de compasión, excepcional en un tipo que cataloga este sentimiento como muestra de debilidad, empuja a Friedrich Nietzsche, nihilista por excelencia,  al hogar donde deben descansar los asesinos de dioses: la locura.
Hombres y dioses comparten la culposa maldición de crearse y destruirse por la eternidad. ¿Qué sería de unos y otros sin idolatría? El filósofo, desafío la cuadrícula de su tiempo y se lanzó iracundo contra las estructuras que encasillaban los estamentos de poder y servicio de los cuales era víctima. Proclamó, en textos cargados de furia, la muerte de Dios y las instituciones nacidas de aquel concepto. Reyes y profetas, militares y siervos, todos eran el producto de una nauseabunda explicación que se fabricó mientras la vergüenza estaba ausente. Pero no se limitó al hecho simple de romper con una costumbre atávica, se acercó a una respuesta nada popular para llenar el vacío: “están por su cuenta, vean que es lo que quieren de ustedes mismos, volvimos al primitivismo donde los débiles desaparecen y los fuertes hacen patente el sentido de gloria que debe identificar el alma de cada hombre creado para trascender”, me grita el santo esquizofrénico Nietzsche, desde sus cuarteles en la inmortalidad.
El hombre que se quita capas de conformidad sintiendo las bofetadas que le lanza la certeza de ser su propio dueño, deja de desear y acepta lo que debe hacer para sobrevivir. Cobardía y temor, valores de subordinación que fueron enseñados, toman el nivel de insulto para el espíritu liberto. Los pregones llaman al apostolado de lo individual en pos de lograr la pureza instintiva del grupo. Si se necesita expiar algo, es quien siente la necesidad de pureza el que colocará su propia cabeza en el patíbulo y la cortará. Lo radical purifica, la sumisión del esclavo que se encadena gustoso a la piedra que todo lo dicta según conveniencias ajenas, llama a asumir el despertar como primer paso para lograr la verdadera liberación. La perfección es insalubre si no está presente el concepto de evolución.
El nuevo hombre, más bien el viejo hombre rescatado de las brumas del tiempo, el cazador, debe emerger en medio del nuevo imperio que sustentan las máquinas. La revolución industrial está en pleno apogeo y el filósofo ve cómo los pasados grandiosos de las naciones se pulverizan bajo el galope del nuevo orden del mundo. Desafortunadamente, ignora el gladiador vehemente y bigotudo que las deidades se esconden y urden planes para hacerse nuevamente necesarias. La religión deja de ser camino, pero la producción en masa, la fábrica, se van convirtiendo en los nuevos axiomas de culto y simbolismo que necesitan los dueños de la historia para propagarse una vez más. La naciente estratificación tiene una base fuerte y llena de mediocridad, es lo mismo de lo mismo con los mismos, pero llena de maquillaje que hace más soportable la carencia impuesta.
Muchos siguieron la línea del alemán y fracasaron, otros simplemente se doblegaron o perdieron en las guerras industriales que se expandieron como plagas, rápidas y voraces. Nietzsche, creo yo, termina en el hospital siquiátrico al comprobar que una bestia de carga, tiranizada a la fuerza, tenía más dignidad que aquellos que se colocaron y aún nos colocamos, los aperos con una rapidez tan detestable como habilidosa. Nada tiene importancia y esa negación hace que todo en el fondo tenga sentido; el alemán asesino de dioses lo entendió sin dulces palabras o sesudos análisis que no llevan sino a la muerte del alma. El
superhombre no es más que un traidor asqueado de vivir bien muerto en un universo que se cae a pedazos y por el que nadie apuesta una pizca de lealtad.

Una bala en el cráneo de Ronald Mc Donald


La gente en este país siempre se queja de las condiciones paupérrimas en las cuales trabaja, sueldos de hambre, jornadas extensas en las que se queman un montón de posibles años de vida y muchas neuronas en vano. Nos peleamos por las monedas, parecemos  limosneros con traje y unos sueños demasiado obtusos. Y este mal no es exclusivo de la base, quien más lo padece es la clase media, la carne grasosa de un emparedado social que arrastra no sólo los prejuicios instaurados por la bendita televisión, a eso deben sumarle que son quienes remolcan la nada modesta obligación tributaria del país. ¡Sí, señores, es así: la clase media sostiene la burocracia y el desarrollo de esta república nada independiente. Las transnacionales, la gran industria y los ricos con sus exenciones ganadas a punta de sobornos y campañas de reelección financiadas se libran de pagar lo que deberían. Los más humildes, no tienen con qué hacerlo. ¿De dónde creen que salen los recursos para las embajadas, las camionetas blindadas de los congresistas, el funcionamiento del estado y los “tumbados” de Samuel, Uribito y su corte de bufones? ¡Pues sí, amiguito, de usted y de mí!
No voy a pronunciarme al respecto, de esto se encargan los gurús de la “opinadera” nacional. Lo que me interesa es analizar cómo los que más trabajan, a los que todo les cuesta tanto, los que pagan la vagancia de la dirigencia y deben  someterse a la dieta de arroz con huevo cuando las cuentas no cuadran,  tienen en mente comprar y aparentar como terapia para quitarse las pulgas del espíritu. Aguantarse las estupideces de un jefe holgazán y exigente, o los arrebatos narcisistas de un cliente inepto cada semana sólo para adquirir el celular que cuesta dos o más meses de salario bruto porque “para eso me jodo, para darme mis gusticos”, demuestra lo sordos que son los protagonistas de la historia que hoy se está haciendo(o deshaciendo según el lente por el cual se observe).
Esta carencia de norte es palpable en cada fundo neoliberal de este planeta infartado. En todo el mundo la frustración se anestesia comprando objetos ostentosos y nimios, con prejuicios e idílicos escenarios prefabricados estilo serie de televisión  hollywoodense. Chuck Palahniuk,  escritor gringo, hace palpable no el problema sino la solución que se le ocurre adecuada, en la novela “El club de la pelea”, de la cual se hizo una película también,  protagonizada por Norton y Pitt. Este manifiesto nihilista y para algunos “homoterrorista”, además, plantea la destrucción del sistema capitalista, del consumismo, de los dioses que ahora se disfrazan de corporación transnacional, iniciando la debacle desde el individuo, el cual creará una nueva sociedad basada en el primitivismo humano (cortada la necesidad-cortada la solución y el solucionador). Presenta al caos personal como un purgante que en el mediano plazo depuraría la conciencia social de la humanidad.
Palahniuk, entrega perlas que mueven nuestras estructuras síquicas, adelanta  y frena con violencia cualquier instinto de autocomplacencia, tira una bofetada para hacernos despertar. Para la muestra un botón, expresado por Tyler Durden, protagonista del libro:
“La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco nos hemos dado cuenta y estamos, muy, muy cabreados.
La solución que plantea  Durden, es la de renunciar a los fáciles absurdos de la diosa codicia, volver a los orígenes, a no desear lo que no se ha de  ganar, a patearle el culo a nuestra propia mediocridad, a probar qué tan comatosos están nuestros instintos, a ser tan grandes que al final del día  lo mejor que nos pase sea ignorar a dónde vamos a llegar. Los hombres de estos tiempos nos sentimos huérfanos, defraudados, las iglesias se vacían y a los centros comerciales no les cabe un alma más, la mente nos dice que no somos nadie (y parece tener razón) por lo tanto nos atiborramos de comida impura en los Mc Donald’s, envenenamos  a nuestros niños con esa basura química y salimos sintiéndonos un poco menos gente, pero admirados por los vecinos del 402, que se colgaron con varias cuotas del carro último modelo que compraron antes de que echaran al marido del trabajo donde estuvo veinte años besando testículos sin ninguna consecuencia.
La esperanza parece latente y tiene ganas de existir. El sentido individual se vuelve pulsión, no hay hermandad sin sacrificio, ni honor posible en una batalla que parece perdida. La mentalidad de vasallos, planteada por Nietzsche, toma relevancia en nuestros días, está viva y hambrienta: lo malo, el servilismo, quedarse callado y aguantar atropellos, agachar la cabeza y esperar el hueso de premio por portarse bien, es un despropósito mayor para quienes no buscan resurrecciones. El enfado de los seres se ahoga siendo legítimo y Durden, expone en otra frase cuán dormidos estamos los que en teoría, tenemos el poder real y cuánto de arrogancia hay en quienes detentan un poder de humo:
“Persiguen a la gente de quien dependen, preparamos sus comidas, recogemos su basura, conectamos sus llamadas, conducimos sus ambulancias y los protegemos mientras duermen... Así que no se metan con nosotros.”
Siento que las próximas guerras de los hombres que comienzan a despertar serán más por reconocimiento que por dinero. Una sociedad enferma y sin identidad sirve de preludio a una lluvia de fuego. Le planteé esta  visión a la Doctora Ana María Arboleda, Sicóloga y lo único que me dijo, con su estilo frentero y elegante, fue que este planteamiento era una simple manifestación de radicalidad. Estoy de acuerdo con ella, las ideas nihilistas no son la panacea de un mundo mejor, pero encuentro atractivo en estas teorías el sentido de avasallamiento de la mediocridad que todos, en algún momento, hemos defendido por comodidad. La tranquilicé prometiéndole que no iniciaría una revolución de odio, ese no es mi objetivo, de hecho, las teorías expresadas por dos pensadores de siglos diferentes me parecen atractivas y peligrosas si llenan el cerebro equivocado. No pretendo retorcer la conciencia de nadie, simplemente dejo para su reflexión, respetado lector, un berenjenal de ideas no tan salidas de madre.
Dos preguntas finales:
1-¿No le encantaría darle un gancho de derecha en la quijada a ese jefe que lo aterroriza con amenazas de despido, pese a que usted cumple hasta la saciedad todos sus caprichos? (Su yo interior sabe que tanto él como usted se lo merecen.)
2-¿Acaso no le gustaría meterle una bala en el cráneo a una de esas estatuas macabras de Ronald Mc Donald, sentadas en esas bancas de parque junto a los parqueaderos de la hamburguesería, que asustan a los niños por la pinta de asesino en serie y violador de aquel nefasto payaso pro obesidad?


23 enero 2.013
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