Semper simul, Semper carmina.
EL
OCASO DE LO IMPERANTE
Por:
Javier Barrera Lugo
Al
hombre le ocurre lo mismo que al árbol. Cuanto más quiere elevarse hacia la
altura y hacia la luz, tanto más fuertemente tienden sus raíces hacia la
tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, lo profundo — hacia el mal.
-Primera parte, del árbol de la
montaña. Así habló Zaratustra,
Friedrich Wilhelm Nietzsche.
El superhombre y sus traiciones
La escena no puede ser más dramática: un cochero muele a latigazos el lomo
de su caballo en una calle aledaña a la Piazza Carlos Alberto de Turín. Un ente
que camina despacio, ropas oscuras, mirada encendida y pegada al piso, al presenciar
tamaño acto de brutalidad, reacciona lanzándose sobre el cuello del animal
tratando de protegerlo. Su heroísmo lo testimonian dos marcas que quedan
fulgurantes en su mejilla izquierda. Los curiosos no pueden creer lo que
observan, un hombre alto, robusto, de espeso bigote rojizo, gimotea aferrado a la
bestia de tiro, como el niño que en un par de segundos ha perdido el candor. Y
no se equivocan, un acto vacío de compasión, excepcional en un tipo que cataloga
este sentimiento como muestra de debilidad, empuja a Friedrich Nietzsche,
nihilista por excelencia, al hogar donde
deben descansar los asesinos de dioses: la locura.
Hombres y dioses comparten la culposa maldición de crearse y destruirse por
la eternidad. ¿Qué sería de unos y otros sin idolatría? El filósofo, desafío la
cuadrícula de su tiempo y se lanzó iracundo contra las estructuras que
encasillaban los estamentos de poder y servicio de los cuales era víctima.
Proclamó, en textos cargados de furia, la muerte de Dios y las instituciones
nacidas de aquel concepto. Reyes y profetas, militares y siervos, todos eran el
producto de una nauseabunda explicación que se fabricó mientras la vergüenza
estaba ausente. Pero no se limitó al hecho simple de romper con una costumbre
atávica, se acercó a una respuesta nada popular para llenar el vacío: “están por su cuenta, vean que es lo que
quieren de ustedes mismos, volvimos al primitivismo donde los débiles
desaparecen y los fuertes hacen patente el sentido de gloria que debe
identificar el alma de cada hombre creado para trascender”, me grita el
santo esquizofrénico Nietzsche, desde sus cuarteles en la inmortalidad.
El hombre que se quita capas de conformidad sintiendo las bofetadas que le
lanza la certeza de ser su propio dueño, deja de desear y acepta lo que debe hacer
para sobrevivir. Cobardía y temor, valores de subordinación que fueron
enseñados, toman el nivel de insulto para el espíritu liberto. Los pregones
llaman al apostolado de lo individual en pos de lograr la pureza instintiva del
grupo. Si se necesita expiar algo, es quien siente la necesidad de pureza el
que colocará su propia cabeza en el patíbulo y la cortará. Lo radical purifica,
la sumisión del esclavo que se encadena gustoso a la piedra que todo lo dicta
según conveniencias ajenas, llama a asumir el despertar como primer paso para lograr
la verdadera liberación. La perfección es insalubre si no está presente el
concepto de evolución.
El nuevo hombre, más bien el viejo hombre rescatado de las brumas del
tiempo, el cazador, debe emerger en medio del nuevo imperio que sustentan las
máquinas. La revolución industrial está en pleno apogeo y el filósofo ve cómo
los pasados grandiosos de las naciones se pulverizan bajo el galope del nuevo
orden del mundo. Desafortunadamente, ignora el gladiador vehemente y bigotudo
que las deidades se esconden y urden planes para hacerse nuevamente necesarias.
La religión deja de ser camino, pero la producción en masa, la fábrica, se van
convirtiendo en los nuevos axiomas de culto y simbolismo que necesitan los
dueños de la historia para propagarse una vez más. La naciente estratificación
tiene una base fuerte y llena de mediocridad, es lo mismo de lo mismo con los
mismos, pero llena de maquillaje que hace más soportable la carencia impuesta.
Muchos siguieron la línea del alemán y fracasaron, otros simplemente se
doblegaron o perdieron en las guerras industriales que se expandieron como
plagas, rápidas y voraces. Nietzsche, creo yo, termina en el hospital
siquiátrico al comprobar que una bestia de carga, tiranizada a la fuerza, tenía
más dignidad que aquellos que se colocaron y aún nos colocamos, los aperos con
una rapidez tan detestable como habilidosa. Nada tiene importancia y esa
negación hace que todo en el fondo tenga sentido; el alemán asesino de dioses
lo entendió sin dulces palabras o sesudos análisis que no llevan sino a la
muerte del alma. El
superhombre no es más que un traidor asqueado de vivir bien muerto en un universo
que se cae a pedazos y por el que nadie apuesta una pizca de lealtad.
Una bala en el cráneo de Ronald Mc
Donald
La gente en este país siempre se queja de las condiciones paupérrimas en
las cuales trabaja, sueldos de hambre, jornadas extensas en las que se queman
un montón de posibles años de vida y muchas neuronas en vano. Nos peleamos por
las monedas, parecemos limosneros con
traje y unos sueños demasiado obtusos. Y este mal no es exclusivo de la base,
quien más lo padece es la clase media, la carne grasosa de un emparedado social
que arrastra no sólo los prejuicios instaurados por la bendita televisión, a
eso deben sumarle que son quienes remolcan la nada modesta obligación
tributaria del país. ¡Sí, señores, es así: la clase media sostiene la
burocracia y el desarrollo de esta república nada independiente. Las
transnacionales, la gran industria y los ricos con sus exenciones ganadas a
punta de sobornos y campañas de reelección financiadas se libran de pagar lo
que deberían. Los más humildes, no tienen con qué hacerlo. ¿De dónde creen que
salen los recursos para las embajadas, las camionetas blindadas de los
congresistas, el funcionamiento del estado y los “tumbados” de Samuel, Uribito
y su corte de bufones? ¡Pues sí, amiguito, de usted y de mí!
No voy a pronunciarme al respecto, de esto se encargan los gurús de la
“opinadera” nacional. Lo que me interesa es analizar cómo los que más trabajan,
a los que todo les cuesta tanto, los que pagan la vagancia de la dirigencia y deben
someterse a la dieta de arroz con huevo
cuando las cuentas no cuadran, tienen en
mente comprar y aparentar como terapia para quitarse las pulgas del espíritu.
Aguantarse las estupideces de un jefe holgazán y exigente, o los arrebatos
narcisistas de un cliente inepto cada semana sólo para adquirir el celular que
cuesta dos o más meses de salario bruto porque “para eso me jodo, para darme mis gusticos”, demuestra lo sordos que
son los protagonistas de la historia que hoy se está haciendo(o deshaciendo
según el lente por el cual se observe).
Esta carencia de norte es palpable en cada fundo neoliberal de este planeta
infartado. En todo el mundo la frustración se anestesia comprando objetos
ostentosos y nimios, con prejuicios e idílicos escenarios prefabricados estilo
serie de televisión hollywoodense. Chuck Palahniuk,
escritor gringo, hace palpable no el problema sino la solución que se le
ocurre adecuada, en la novela “El club de
la pelea”, de la cual se hizo una película también, protagonizada por Norton y Pitt. Este
manifiesto nihilista y para algunos “homoterrorista”, además, plantea la
destrucción del sistema capitalista, del consumismo, de los dioses que ahora se
disfrazan de corporación transnacional, iniciando la debacle desde el individuo,
el cual creará una nueva sociedad basada en el primitivismo humano (cortada la
necesidad-cortada la solución y el solucionador). Presenta al caos personal
como un purgante que en el mediano plazo depuraría la conciencia social de la
humanidad.
Palahniuk, entrega perlas que mueven nuestras estructuras síquicas,
adelanta y frena con violencia cualquier
instinto de autocomplacencia, tira una bofetada para hacernos despertar. Para
la muestra un botón, expresado por Tyler
Durden, protagonista del libro:
“La publicidad nos hace desear
coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no
necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin
objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra
es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con
la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del
cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco nos hemos dado
cuenta y estamos, muy, muy cabreados.
La solución que plantea Durden, es la de renunciar a los fáciles
absurdos de la diosa codicia, volver a los orígenes, a no desear lo que no se
ha de ganar, a patearle el culo a
nuestra propia mediocridad, a probar qué tan comatosos están nuestros instintos,
a ser tan grandes que al final del día
lo mejor que nos pase sea ignorar a dónde vamos a llegar. Los hombres de
estos tiempos nos sentimos huérfanos, defraudados, las iglesias se vacían y a
los centros comerciales no les cabe un alma más, la mente nos dice que no somos
nadie (y parece tener razón) por lo tanto nos atiborramos de comida impura en
los Mc Donald’s, envenenamos a nuestros
niños con esa basura química y salimos sintiéndonos un poco menos gente, pero
admirados por los vecinos del 402, que se colgaron con varias cuotas del carro
último modelo que compraron antes de que echaran al marido del trabajo donde
estuvo veinte años besando testículos sin ninguna consecuencia.
La esperanza parece latente y tiene ganas de existir. El sentido individual
se vuelve pulsión, no hay hermandad sin sacrificio, ni honor posible en una
batalla que parece perdida. La mentalidad de vasallos, planteada por Nietzsche,
toma relevancia en nuestros días, está viva y hambrienta: lo malo, el servilismo,
quedarse callado y aguantar atropellos, agachar la cabeza y esperar el hueso de
premio por portarse bien, es un despropósito mayor para quienes no buscan
resurrecciones. El enfado de los seres se ahoga siendo legítimo y Durden, expone en otra frase cuán
dormidos estamos los que en teoría, tenemos el poder real y cuánto de
arrogancia hay en quienes detentan un poder de humo:
“Persiguen a la gente de quien dependen, preparamos sus
comidas, recogemos su basura, conectamos sus llamadas, conducimos sus ambulancias
y los protegemos mientras duermen... Así que no se metan con nosotros.”
Siento que las próximas
guerras de los hombres que comienzan a despertar serán más por reconocimiento
que por dinero. Una sociedad enferma y sin identidad sirve de preludio a una
lluvia de fuego. Le planteé esta visión
a la Doctora Ana María Arboleda, Sicóloga y lo único que me dijo, con su estilo
frentero y elegante, fue que este planteamiento era una simple manifestación de
radicalidad. Estoy de acuerdo con ella, las ideas nihilistas no son la panacea
de un mundo mejor, pero encuentro atractivo en estas teorías el sentido de
avasallamiento de la mediocridad que todos, en algún momento, hemos defendido
por comodidad. La tranquilicé prometiéndole que no iniciaría una revolución de odio,
ese no es mi objetivo, de hecho, las teorías expresadas por dos pensadores de
siglos diferentes me parecen atractivas y peligrosas si llenan el cerebro
equivocado. No pretendo retorcer la conciencia de nadie, simplemente dejo para
su reflexión, respetado lector, un berenjenal de ideas no tan salidas de madre.
Dos preguntas finales:
1-¿No le encantaría darle un
gancho de derecha en la quijada a ese jefe que lo aterroriza con amenazas de
despido, pese a que usted cumple hasta la saciedad todos sus caprichos? (Su yo
interior sabe que tanto él como usted se lo merecen.)
2-¿Acaso no le gustaría
meterle una bala en el cráneo a una de esas estatuas macabras de Ronald Mc
Donald, sentadas en esas bancas de parque junto a los parqueaderos de la
hamburguesería, que asustan a los niños por la pinta de
asesino en serie y violador de aquel nefasto payaso pro obesidad?
23 enero 2.013
**Si esta columna le genera algún comentario puede
escribirme al correo: baluja74@hotmail.com